sexta-feira, 23 de dezembro de 2022

MANUEL SANCHEZ OMS | Collage, un fenómeno histórico del arte del siglo XX

 


El collage es, más allá de la consideración de una mera técnica, un motor de cambio imprescindible en el arte del siglo XX. Incluso se desprende de un conjunto de cambios y factores muy difíciles de hacer confluir en una simple historia del arte, puesto que con el collage irrumpen en el arte elevado una serie de prácticas de las artes populares poco definidas, además de las llamadas artes aplicadas, incluso de las industriales y de los medios de comunicación. Ahora forman parte del arte objetos e imágenes preexistentes que cambian sustancialmente el concepto de creación, acercándose a actos como la elección, la selección y, en última instancia, la construcción o el montaje, en contra de la concepción idealizada de una creación a partir de la nada. La historia del collage no puede restringirse simplemente a los collages en sí mismos, si bien es prioritario acometer la complicada tarea de establecer unas fronteras entre lo que es un collage y lo que no lo es. En cualquier caso, el collage ha desvelado muchas características de la creación que en el pasado permanecieron latentes tras los principios de la representación, y aporta un nuevo punto de vista contemporáneo frente al arte, del cual debemos tomar conciencia.

 

 

BREVES APUNTES SOBRE METODOLOGÍA Y DIALÉCTICA

En el seno de la Table ronde internationale du C. N. R. S. (Centre Nacional de la Recherche Scientifique), y su publicación Collage et montage au théâtre et dans les autres arts durant les années vingt, no se eligió directamente el collage y el montaje como objetos de estudio sino que, tras una búsqueda del nexo que permitiera relacionar el teatro con otros registros expresivos, concluyeron que era precisamente la interdisciplinariedad de esos registros, el punto de unión que buscaban (Denis Bablet, 1978), siendo, tal y como lo ha propuesto Erika Billeter en esta misma publicación, no únicamente una cuestión técnica, sino un problema artístico nuevo, “la integración de la realidad en el mundo de los cuadros artificiales” (Denis Bablet, 1978). Tampoco en las jornadas de estudio organizadas por Claude Amey y J. P. Olive en la Universidad Paris y la MSH Paris Nord en noviembre del 2002, se estableció el fragmento como objeto en sí, sino en tanto que elemento susceptible de sintetizar la nueva situación cultural, caracterizada por haberse enfrentado a un cuestionamiento inaudito de las fronteras que separan el arte de la vida (Claude Amey et J. P. Olive, 2004).

El Grupo m de semiótica encuentra la intertextualidad del collage en su supuesto lenguaje al definir no ya el collage, sino su técnica, en la toma de un cierto número de elementos de obras, objetos, mensajes preexistentes, y en su integración posterior en una creación nueva para producir una totalidad original en la que se manifestaron rupturas de distintos tipos (Groupe m, 1978), y aún más cuando este grupo de investigación hace partícipe a las operaciones de selección y combinación de las partes constitutivas del discurso semiótico (Groupe m, 1978). Henri Béhar, al tratar la literatura de vanguardia y aplicarle el principio de collage, afirma que éste mina no los canales de transmisión, los referentes situacionales, contextuales, o la sustancia, la forma del mensaje o el mensaje mismo, sino los propios códigos del lenguaje (Henri Béhar, 1988). No podemos interpretar su interdisciplinariedad en la trascripción o transposición de un canal a otro (Henri Béhar, 1988). La ruptura de géneros es una de las características intrínsecas al collage, y la aportación más importante del dadaísmo quizás sea la de hacer definitiva esta confusión, fase fundamental en la liberación de la poesía del dictado del lenguaje (Henri Béhar y Michel Carassou, 1996). Por esta razón la semiótica es la disciplina que más ha estudiado el collage recientemente, aunque incluso el grupo m haya cuestionado la posibilidad de una definición definitiva (Groupe m, 1978). Como ejemplos de acercamientos al collage y al fotomontaje desde la semiótica, podemos citar las ponencias presentadas por Yve-Alain Bois –“The Semiology of Cubism”– y por Rosalind Krauss –“The Motivation of the Sign”– en el simposio Picasso and Braque, celebrado en Museum of Modern Art de Nueva York en 1989, ambos a partir de las teorías saussurianas que establecen la arbitrariedad del signo (James Leggio, 1992). Benjamin H. D. Buchloh, por su parte, atribuye a Rosalind Krauss el haber sido la primera en aplicar la semiótica de Peirce a la obra de Duchamp y de otros artistas seguidores (en “Pintura, índice, monocromo: Manzoni, Ryman, Toroni”, Benjamin H. D. Buchloh, 2004). Por otra parte, y en relación al collage surrealista, es imprescindible recordar el trabajo de Elza Adamowicz, 1998. Quizás haya sido Umberto Eco pionero en acercarse desde la semiótica al collage y a fenómenos plásticos cercanos (Umberto Eco, 2002).

En cambio, todo apunta a que, cuando se hubo tomado plena conciencia del collage y pudo citarse algunos de sus precedentes literarios, desde Baudelaire y Rimbaud hasta Lautréamont, Mallarmé y Jarry, es decir, con la revisión del surrealismo, se supo que, más que conformar un lenguaje nuevo, el collage buscaba la disolución misma del lenguaje. Esta ofensa a lo establecido, que empieza de lleno con la vertiente pictórica, ya se centró mucho antes en preocupaciones similares dentro del terreno literario –por ejemplo, la confrontación de la imprenta y del periodismo con la alta literatura por parte de Mallarmé (Del periodismo lamenta Mallarmé su función de reportaje basado en “narrar, enseñar, incluso describir”, contagiando a otros géneros literarios. En cambio, él se apropia de la tipografía en Un coup de Dés para sus propios fines metalingüísticos: “Un libro como no me gustan, los desparramados y privados de arquitectura. Ninguno escapa decididamente, al periodismo… La excusa, a través de todo este azar, que el ensamblaje se ayudó, solo, por una virtud común”, y “hay que cortar siempre el comienzo y el fin de lo que se escribe. Nada de introducción, nada de final”, Stéphane Mallarmé, 2002. Mallarmé no desprecia la imprenta, pero sí el hecho de que el periodismo, consecuencia de su mecánica, tan sólo haya legado a los otros géneros un afán representativo que niega la autonomía, no de la narración ni de la poesía tan siquiera, sino del libro mismo, principal objetivo en su carrera poética.) –, no puede responder únicamente a razones artísticas incapaces de explicar por sí mismas los cambios acaecidos en la Historia del Arte. El lenguaje, tanto literario como plástico, es atacado por ser la emanación de un estado de separación que acarrea cierta sociedad en una determinada época y, por tanto, hablando de alienación, atañe a la dialéctica fundamental existente entre el sujeto y el objeto. El lenguaje artístico es atacado en tanto que es el producto de un desajuste general entre la expresión cultural y su época. Es en este fenómeno donde radica nuestro punto de vista histórico.

No se trata, en lo referente al collage y sobre todo al ready-made, de diferenciar y suponer qué es una obra de arte y qué no lo es (Hans Sedlmayr sitúa la superación del querer hacer arte como una de las consecuencias de lo que él denomina “revolución del arte moderno”. Hans Seldmayr, 1990). Más al contrario, es necesario buscar los puntos comunes que el arte tiene con los restantes trasuntos vitales, y éstos se encuentran indudablemente en la dialéctica sujeto-objeto que, hasta el siglo XIX, se había resuelto según los principios aristotélicos de mimesis y diégesis. Hegel, al ubicar el trasunto estético en esta dialéctica, vuelve a unificarlo con el resto de las disciplinas de la filosofía y con los demás aspectos fenomenológicos de la vida, mientras que Kant hizo depender la estética del juicio en función de los principios de placer y displacer. Para Hegel hay un soporte universal objetivo que se define por la dialéctica misma. Es más, su filosofía es una filosofía de la estética y se desprende de ella: “La filosofía del arte constituye un anillo necesario en el conjunto de la filosofía” (G. W. F. Hegel, 1997), junto con la religión y la filosofía misma, tres estratos del desarrollo del espíritu que podemos identificar con tres niveles de conocimiento: en el mismo orden, el arte es la manifestación sensible del Espíritu Absoluto, la religión su manifestación sentimental y la filosofía el concepto sistemático racional (G. W. F. Hegel, 2003). Según este argumento, el arte en su evolución busca la reconciliación de la idea con la materia, siendo esta última la necesidad del sujeto en su superación. El arte surge de este enfrentamiento, por lo que el sujeto necesita del objeto para conocerse a sí mismo (el hombre, al ser consciente necesita materializarse, y en ocasiones encuentra en los objetos la manera de hacerlo: “a través de los objetos exteriores, intenta encontrarse a sí mismo”. G. W. F. Hegel, 1997) y –utilizando con este fin el pensamiento– para que la idea se manifieste a los sentidos, constituyendo ella la forma que actúa sobre la materia objetiva y que bien puede acoplarse de manera simbólica, artificial o independiente. Es así que el arte constituye una segunda naturaleza, pero que, frente a la estética de Kant, necesita de la autonomía del objeto para poder vislumbrar la dialéctica base (respecto al idealismo subjetivo de Kant, Hegel apunta: “Pero incluso esta conciliación total o en apariencia es, a fin de cuentas, sólo subjetiva, es decir, realizada por el sujeto, y existe sólo en virtud de su juicio; no responde a la verdad y a la realidad en sí”, G. W. F. Hegel, 1997). La belleza natural ya no es el fin de la estética en tanto que filosofía del arte, sino la particularización sensible del concepto, el acoplamiento de la idea a la forma sobre la materia (“Esta filosofía del arte comprende … la idea de lo bello en el arte, o el ideal considerado en su generalidad”, G. W. F. Hegel, 2003). Sólo atenderá a la belleza que emana del Espíritu mientras que el objeto sólo saldrá de su finitud y de su dependencia de sí mismo en el momento en que el sujeto lo hace bello, acto por el que este último –entendido como abstracción– perderá su condición (G. W. F. Hegel, 2003).


Para poder realizar una relectura del collage tras la desmaterialización del arte que el propio Hegel anunció como fin de su último periodo –su forma romántica determinada por la acción del siguiente nivel de desarrollo espiritual, la religión–, retomaremos lo que hasta el día de hoy ha quedado más relegado por un juego de representaciones consensuado y objetivado, la recuperación de la libertad del objeto: “Se entiende por objetividad, la verdad exterior o el carácter que presenta la obra de arte, cuando un asunto está conforme con la realidad, tal como lo hallamos en la naturaleza, y se ofrece así a nosotros con rasgos que nos son conocidos” (G. W. F. Hegel, 1988). Quizá coincida Juan Eduardo Cirlot con esta liberación de la realidad exterior cuando comenta la atención que Marcel Duchamp prestó al objeto: “Más allá de una ‘Sociedad protectora de animales y plantas’, Marcel Duchamp se acercaba a la previsión de una ‘Sociedad protectora del objeto” (Juan Eduardo Cirlot, 1986. En 1927, el futurista italiano F. Azari lanza el manfiesto Por una sociedad de protección de la máquina. Facsímil en Ada Masoreo, “Il dominio della machina”, en Giacommo Balla..., 2003).

Las interpretaciones que se han ido sucediendo a lo largo del siglo XX, la psicología de la percepción, el formalismo de Greenberg y la aplicación de la lingüística de Saussure al arte mediante la semiótica, tienen en común la necesidad del subjetivismo para que se produzca un juicio estético, una supremacía del sujeto que lleva a desvirtuar la realidad exterior, y cuyos medios impositivos sobre el objeto han llegado a presentarse como objetos en sí mismos, mientras que se tornan en instrumentos con el análisis postestructuralista de Barthes, Derrida y Kristeva. El proceso de autonomía del lenguaje retrocede, según Michel Foucault, al siglo XIX, entre otros factores por el nacimiento de la gramática, que deriva en la lingüística como ejercicio metalingüístico. En realidad, cuando la semiótica se desarrolle durante los años sesenta del siglo pasado, el lenguaje ya está objetivado. Como este último pensador citado señala, en el siglo XVI el lenguaje no era “un sistema arbitrario; está depositado en el mundo y forma, a la vez, parte de él, porque las cosas mismas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay que descifrar. La gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Michel Foucault, 2004). Es en aquel entonces cuando el lenguaje adquiere, ante todo, la naturaleza de ser escrito, mientras que los sonidos de la voz pasan a ser su traducción precaria. En cambio, es en el siglo XIX cuando el lenguaje se repliega sobre sí mismo, “adquiere su espesor propio, despliega una historia, unas leyes y una objetividad que sólo a él le pertenecen. Se ha convertido en un objeto de conocimiento entre otros muchos: al lado de los seres vivos, al lado de las riquezas y del valor, al lado de la historia de los acontecimientos y de los hombres” (Michel Foucault, 2004). Enseguida se impone sobre la comunidad que lo practica, dada su responsabilidad histórica en el conocimiento de la realidad: “La interpretación, en el siglo XVI, iba del mundo (cosas y textos a la vez) a la Palabra Divina que se descifraba en él; la nuestra, en todo caso la que se formó en el siglo XIX, va de los hombres, de Dios, de los conocimientos o de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero, es el hecho de que nosotros estamos, antes aun de la menor palabra nuestra, dominados y transidos ya por el lenguaje” (Michel Foucault, 2004). De esta manera las alternativas respecto al objeto exterior, cercado por “un acto de conocimiento puro de toda palabra”, se reducen a dos: “hacerlo transparente a las formas del conocimiento o hundirlo en los contenidos del inconsciente”, de ahí el formalismo del pensamiento y el psicoanálisis. Incluso ambas finalidades pueden imbricarse en un terreno común, el del estructuralismo y el de la fenomenología, por ejemplo, en la “tentativa de poner al día las formas puras que se imponen, antes de todo contenido, a nuestro inconsciente; o a un esfuerzo por hacer llegar hasta nuestro discurso el suelo de la experiencia, el sentido del ser, el horizonte vivido de todos nuestros conocimientos” (Michel Foucault, 2004).

Así como Marshall MacLuhan encuentra la objetivación moderna del lenguaje a partir de la imprenta, Jean Clair localiza esta cosificación a finales del siglo XVIII en el nacimiento mismo de la lingüística (con los estudios de J. G. Herder y Johann G. Hamann) dentro del marco del primer romanticismo alemán y de sus investigaciones sobre la identidad nacional a partir de los caracteres del idioma (Johann Gottlieb Fichte). Se trataba de buscar un origen natural al lenguaje, un carácter orgánico impropio por su idiosincrasia constructiva. Esta confusión coincide en el tiempo con el comienzo de la industria que presenta sus productos de fabricación desconocida al consumidor como si existiesen desde la eternidad, aspirando a imitar el comportamiento orgánico de las formas naturales. Es más, estas investigaciones de tipo romántico tienen como precedente las de Giambattista Vico que, un siglo antes, ya había intentado encontrar el origen de las palabras en las onomatopeyas y en las palabras monosilábicas, de las cuales se desprende su carácter meramente emocional. Cuando Jean Clair distingue en el lenguaje la función comunicativa de la expresiva, y encuentra la abstracción de la expresión en las consecuencias de estos primeros pasos hacia la lingüística, nosotros entendemos que la función expresiva es la manifestación de la palabra misma, que corre de forma paralela a la función del collage y del ensamblaje consistente en manifestar unos objetos que se nos han presentado absolutamente opacos dentro de una nueva naturaleza. Así que si Clair piensa que por esta razón el expresionismo ha sido el único lenguaje del siglo XX que ha permanecido en el tiempo, nosotros creemos que esta función expresiva es en el fondo manifestante y, por lo tanto, se encuentra en la base de los restantes ísmos. De esta función únicamente reveladora de la palabra y del objeto del pensamiento romántico alemán, nace la fenomenología de Hegel que estudia la relación del sujeto con el objeto. Ya no habrá valores universales, pero tampoco por esta razón éstos deben ser sustituidos por otros subjetivos, sino desconocidos, impenetrables (Jean Clair, 1998).


Es de este modo que desde el lenguaje podemos entender en parte el ocaso del pensamiento clásico en el siglo XIX. Ésta es la pérdida del verbo “ser”, lazo de unión tanto de las palabras como entre el habla y el pensamiento, y a su vez límite del lenguaje mismo, cuya independencia no se resuelve de forma completa y tan sólo existe de manera fragmentada, consecuencia derivada de la pérdida de la representación. Las palabras llegan a nosotros de modo disperso: “para los filólogos las palabras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia” (Jean Clair, 1998). Y conociendo a través de Saussure la dependencia psicológica del lenguaje, y por extensión del signo en general, en su uso y en su formación su objetivación no constituye una síntesis de la dialéctica sujeto-objeto, sino la sustitución del objeto por la acción del sujeto. Hegel ya advirtió de este peligro refiriéndose a Kant: “… y si, por un lado, la intuición y el sentimiento reciben un carácter de generalidad que les permite participar del espíritu, el pensamiento, por su parte, no renuncia únicamente a su hospitalidad con respecto a la Naturaleza (…) incluso esta conciliación total en apariencia es, a fin de cuentas, sólo subjetiva, es decir, realizada por el sujeto, y existe sólo en virtud de su juicio” (G. W. F. Hegel, 1997. Sobre la filosofía de Kant este mismo pensador añade: “en este análisis de la facultad de conocer el objeto no existe sino con relación al sujeto y al sentimiento de placer, o al goce que experimenta”, G. W. F. Hegel, 2003). Sin embargo, el lenguaje, al ser cosificado, ha perdido también sus referencias subjetivas. Ha quedado suspendido en tierra de nadie, es una abstracción materializada hecha para significar y que ha perdido su razón de ser. De ahí su resultado fragmentario, que curiosamente coincidirá con el giro dado por la percepción de los objetos a partir de la Revolución Industrial y la génesis del consumismo. Tanto es así que Mallarmé, al querer alcanzar el absoluto, deseó afirmar la solidez de la palabra reconstruyendo la unidad del lenguaje, concentrando todas las proposiciones posibles en un solo libro (Michel Foucault, 2004). Esta es la razón por la que su arte intenta ser autónomo, puro. En las fracturas del lenguaje, así como del collage en tanto que obra de arte en este caso, encontramos su relación con el mundo objetivo exterior, por ser ellas las que le otorgan la condición de objeto. Gracias a ellas el texto y la obra de arte son un objeto más, y para poder negar este hecho es el azar el que debe ser combatido.

En la discusión en torno al collage ya no podemos hablar de obra de arte, ni tan siquiera para preguntarnos qué es y qué participa de su categoría. Su dilema implica un cambio en la percepción acontecido en el XIX y que se materializará culturalmente en la centuria siguiente, no sólo del lenguaje, sino de todo el conjunto de los objetos de la realidad exterior.

 

EL COLLAGE COMO FENÓMENO HISTÓRICO

Si entendemos el arte como el encuentro de dos categorías opuestas, la materia y la forma, la atención tanto tradicional como de sus derivaciones actuales ha tendido a centrarse en la forma, por entender que es ahí donde se localiza la acción del artista, el lado subjetivo de la creación. El predominio de unas técnicas muy definidas hasta el siglo XX –en pintura ante todo el óleo sobre lienzo, la acuarela, etc.–, también ha condicionado considerablemente este punto de vista; incluso es necesario para establecer un paralelismo entre lenguaje y artes plásticas, entendiendo las palabras, los fonemas y sus códigos, como correlatos de la materia empleada en las artes plásticas, que hasta el siglo XIX era muy concreta y cuyo manejo era fruto de una formación en principio artesanal y luego académica.

No sólo la aplicación del lenguaje, también la psicología de la forma, pues lo que sostiene el uso lingüístico es la psicología tal y como advierte el propio Saussure. El predominio del kantianismo en las corrientes de interpretación enturbia la dialéctica sujeto-objeto, así como la de la forma-idea derivada. En este ocultamiento, la materia queda relegada y olvidada sin permitir calibrar y ahondar en las aportaciones del arte contemporáneo en toda su magnitud porque, al margen de la abstracción, de la pérdida formal de la representación, la introducción de nuevos materiales es lo que ha propiciado la conexión de la obra con el exterior y su posterior disolución, si bien también la abstracción llevada a su último grado (por ejemplo la tela monocroma, Denys Riout, 1996), ha convertido el cuadro en un objeto más que se agrega a la realidad objetiva, perdiendo su ficción potencial al hacer de su superficie una opacidad que no permite que la visión penetre en ningún espacio irreal, y todo esto unido a la importancia del gesto, que concibe la pintura sin principio ni fin, como un ensayo, la materialización de un ejercicio que se prolonga en series de cuadros perdiendo éstos un valor per se. La primacía de la forma no sólo atañe a la semiótica del arte, a la psicología de la forma y al formalismo en general, se remonta a la historia de los estilos de Wölfflin y a los estudios simbólicos e iconográficos de Gombrich y Panofsky. Y no sólo eso: al ignorar la crítica y la historia la importancia de la materia al margen de su manipulación, al sistematizar los recursos materiales en un lenguaje –muchas veces por la misma actividad del artista al repetir los medios por él descubiertos hasta convertirlos en una técnica–, se desecha la selección como acto creativo.


Podríamos decir que en el material ya reside un contenido de orden discursivo. Por el contrario, vamos más allá si afirmamos que en el material, con sus propias cualidades tal y como lo trabajaron los constructivistas rusos, ya está implícito el primer paso constructivo. Pero no será hasta fechas muy recientes cuando se elabore una primera historia material del arte contemporáneo propiamente dicho, de la mano de Florence de Mèredieu: Histoire matérielle et immatérielle de l’art moderne. Evidentemente, su trabajo se inscribe en un marco fenomenológico que tiene su origen en la estética de Hegel (Florence de Mèredieu, 2004. En él comenta la carencia de estudios históricos sobre las materias empleadas en el arte y la primacía de la historia de las formas. Tan sólo cita como precedente la obra inacabada de Gottfried Semper, Le style, dans les arts techniques et architectoniques, 1861-1863, en Florence de Mèredieu, 2004). Sin embargo, este rescate –tal y como advierte la historiadora– no significa centrarse únicamente en la materia, la cual no constituye más que uno de los dos polos del conflicto que tiene lugar en la obra de arte, ya que ambas –materia y forma– están implícitas en la práctica del collage. Curiosamente, el collage no se incluye en este estudio, que supone un recuento casi taxonómico de las variantes materiales abordadas durante el siglo XX y englobadas en bloques según las cualidades de las materias estudiadas. El papier-collé y el fotomontaje se sitúan en el mismo grupo por tener al papel como soporte. En cambio, no podemos englobar al collage –según las acepciones emanadas de los propios artistas (sobre todo por Max Ernst, 1982)– en un soporte material determinado. Este hecho hace que el collage se diluya en la propia argumentación del libro de Mèredieu, en la adopción por parte de los artistas de las nuevas posibilidades materiales en tanto que extrapictóricas. Por ello el collage, sin estar inserto en el índice de esta historia material del arte contemporáneo, es recurrido por su autora en repetidas ocasiones por su dimensión heterogénea y material, es decir, por suponer en sí mismo el despertar de las posibilidades del material, capaz de aportar por sí solo un sentido. Es mediante el collage cómo esta autora explica el auge del papel y los materiales mixtos del ensamblaje y la ruptura de géneros (Florence de Mèredieu, 2004). Un precedente de esta historia material del arte contemporáneo, aunque de naturaleza distinta –un trabajo no tan académico–, es el libro del fundador del letrismo Isidore Isou De l’impressionisme au letrisme. L’évolution des moyens de réalisation de la peinture moderne. El autor traza una historia aproximada de los materiales empleados desde el impresionismo –estableciendo la gran revolución en 1912 con los primeros papiers-collés cubistas–, con el fin de ensalzar la aportación “meta-estética” de su movimiento letrista. Establece su estudio en dos niveles: la forma y el soporte –ambos implicados en cierta manera (Isidore Isou, 1974) –, donde el collage cobra un protagonismo crucial a lo largo de su argumento, centrado en estudiar la liberación de las posibilidades materiales y mecánicas del soporte del marco tradicional de la Historia del Arte. De esta manera desvela las limitaciones de André Breton y Louis Aragon por tratar el collage desde la pintura aun siendo negación de la misma, lo que les impide apreciar sus aportaciones más allá de la sustitución del trompe-l’oeil por objetos reales (Isidore Isou, 1974). Estos líderes surrealistas se centraron excesivamente en las posibilidades de apertura social de la plástica para avanzar hacia la poesía en contra de cualquier profesionalidad, el principio que rige a las demás artes.

Llegados a este punto formulamos la siguiente pregunta: ¿forma parte el collage de la historia material del arte contemporáneo? Si contestásemos afirmativo de manera rotunda sesgaríamos la dialéctica forma-materia. Y aunque es cierto que la aportación del collage al arte es sobre todo material por extenderlo a todo tipo de sustancias y objetos posibles, este hecho tan sólo constituye una base que necesita ser confrontada con la manipulación que posteriormente sufren estos materiales por parte de los creadores. Verdaderamente, a partir de esta apertura de límites, el artista podrá crear sus propios materiales, que además pasarán a identificarlo en cierta manera, o simplemente podrán ser escogidos y descubiertos; pero con el concepto de collage se puede tomar un material que ya esté íntegramente constituido formalmente (un ready-made o un objeto natural), incluso con su propia iconografía preexistente (una fotografía o una ilustración). De esta manera, el collage se desplaza desde el material hasta la propia iconografía. Las imágenes visibles tanto en un collage novelado de Ernst como en un fotomontaje, incluso en los combine-paintings de Rauschenberg, lógicamente no tendrán el mismo funcionamiento que en la pintura ilusionista anterior, aunque esto no impide su valoración plástica e iconográfica. El collage supone la apertura a cualquier tipo de materiales y componentes con tal de que sean enfrentados en la obra, tanto por ser distintos (desde el papier collé cubista hasta el combine-paintig) como por contener imágenes que no se corresponden lógicamente (collages de Max Ernst), o por contraponer irracionalmente distintas formas (fotomontajes dadaístas). No se trata sólo de una cuestión material (tampoco se restringe a lo formal y a la negación de la imagen, tal y como creyeron Clement Greenberg y sus sucesores), pero el collage rescata las posibilidades materiales como contenido connatural a él en todos los sentidos posibles (discursivo, poético, sígnico, narrativo, simbólico… y sobre todo constructivo), tras haber permanecido ocultas desde la sistematización de las técnicas en la artesanía y posteriormente en la Academia. Así, el collage es capaz incluso de romper el concepto técnico. Esencialmente la obra artística se disuelve por una ruptura de los marcos, ahora que su propio concepto es susceptible de ser aplicado a la realidad misma.

De esta dialéctica entre materia y forma se desprende una dualidad crítica: el idealismo objetivo de Hegel y el materialismo histórico de Marx. Como bien señala Florence de Mèredieu, la historia material del arte atañe tanto a la “realidad física concreta” del idealismo objetivo, como a las “infraestructuras socio-económicas” del materialismo histórico. Ambos mantienen en cierta medida un punto de vista histórico, al menos evolutivo, si bien con el materialismo histórico éste pasa a formar parte intrínseca de los fenómenos. Este punto de partida permite analizar el trabajo de aquellos artistas que se han mantenido tanto en la tradición dialéctica como los que no, es decir, los que han buscado la liberación del concepto (minimalismo y arte conceptual) como a los que persiguen la liberación del espíritu (Malevitch, el surrealismo, Klein, Beuys…) (Florence de Mèredieu, 2004), siempre que partamos de la obra misma con el fin de desvelar los factores históricos que participan de su creación.

 

NUEVA CONCEPCIÓN DE LA REALIDAD

Según la evolución estética de Hegel se suceden tres grandes épocas: la simbólica –con hegemonía de las artes orientales–, la clásica –caracterizada por el equilibrio entre la idea y su materialización sensible–, y la romántica –determinada por el triunfo del cristianismo y la superación espiritual-. El criterio distintivo es el grado de liberación del espíritu de la primera situación de extrañamiento del sujeto frente al objeto. Para que ambos –sujeto y objeto– se liberen de su aislamiento, necesitan involucrarse en cierta objetivación del sujeto para que el objeto se subjetive. De esta manera ya no viven los dos en sí mismos sino para sí mismos. Este concepto de extrañamiento que para Hegel es el origen de la cultura (G. W. F. Hegel, 2000) y que tan bien puede explicar el primer acercamiento electivo del creador al objeto preexistente para integrarlo en una estructura nueva –el collage–, es en sí la base de todo fenómeno, es decir, es a-histórico. Sólo el avance en la liberación del espíritu permitirá establecer una evolución que tras la época romántica llega al polémico “fin del arte” anunciado por Hegel, el cual según nuestra exposición es entendido como la superación de la sensibilidad artística hasta alcanzar la manifestación sentimental del Espíritu propia de la religión y la racionalidad sistemática filosófico-científica, prosiguiendo de esta manera los anillos consecutivos de la filosofía establecida por este pensador. Consecuentemente, podríamos justificar desde su estética la desmaterialización que ha sufrido la obra de arte tras la Segunda Guerra Mundial, desde la objetividad hasta el concepto pasando antes por el lenguaje expresionista abstracto a pesar de las divergencias existentes, porque este desprendimiento de la materia ya lo experimentó el arte al final de la etapa romántica hegeliana al elevar la poesía a la hegemonía que Hegel sitúa más allá de cualquier material posible –incluso de la palabra escrita o hablada–, al reunir las restantes artes en su universalidad por ser el mejor medio de manifestación del Espíritu (G. W. F. Hegel, Estética II, 1988). Con la poesía el símbolo se hace signo: “La poesía es el arte general, el más comprensivo, aquel que ha conseguido elevarse a la más alta espiritualidad. En la poesía, el espíritu está libre en sí, se ha separado de los materiales sensibles, para hacer de ellos signos destinados a expresarla. El signo no es aquí un símbolo, sino algo completamente indiferente y sin valor, sobre el cual el espíritu ejerce un poder de determinación” (G. W. F. Hegel, 1997). Julia Kristeva aún distingue el símbolo del signo en un marco histórico, produciéndose el paso de uno al otro a finales de la Edad Media en función del poder reificador del símbolo respecto a las trascendencias universales, mientras que el signo refiere a unidades más concretas, aunque ambos compartan el carácter dualista y el poder jerarquizante. El signo proyectaría las cualidades del símbolo sobre una realidad concreta. Y mientras los símbolos se encadenan de manera disyuntiva pudiendo excluirse entre ellos o simplemente no alcanzando la conjunción, el signo se encadena de manera no disyuntiva (Julia Kristeva, 2001). Al respecto, debemos advertir de que si llegamos a considerar signos los fragmentos de un collage, podríamos soldar las fracturas que hacen de él un collage propiamente dicho, para lo cual tendríamos que liberar el signo de su función significadora, tal y como han sugerido los últimos posicionamientos de la semiótica en los años sesenta y setenta.

Con esta superación de orden espiritual también se liberó la realidad objetiva exterior, la cual verá nacer su representación en la poesía burguesa y en la pintura de género holandesa, es decir, en el marco de una sociedad burguesa protocapitalista. Ante esta representación de la realidad, Hegel se pregunta directamente si estamos ante un hecho artístico propiamente dicho, localizando la posible respuesta en las habilidades técnicas del artista. Quizás este último tipo de obras, cuyos criterios miméticos han prevalecido hasta el siglo XX reproduciendo el extrañamiento entre sujeto y objeto, reflejan nuestro desconocimiento técnico de una realidad que es ajena precisamente por estar representada. Ésta es la situación general en que se encontraba el espectador de principios del siglo anterior, mientras que el estatus alcanzado por la pintura era correlativo a los bienes de consumo que la Revolución Industrial puso en circulación. Si la alienación en Hegel es fenomenológica a pesar de su perspectiva histórica, la de Marx es histórica en sí misma, de la misma manera que la dialéctica para Hegel es la ciencia del desarrollo de una conciencia, y para Marx es la ciencia del movimiento de la materia determinado por la historia (“De Hegel à Lénine”, Henri Pastoureau, 1992). En la inversión del idealismo de Hegel por Marx, la materia pasa a anteceder a la idea, pues ésta se transfiere al pensamiento (“Epílogo a la segunda edición alemana de El Capital”, 1873, Karl Marx, 2000, tomo I, libro I). El extrañamiento del objeto abarca desde su propia producción –en la que la mano de obra recibe un sueldo que no se corresponde con el valor real de lo que produce– hasta su compra, donde al valor de uso se le añade el valor de cambio que actúa como una máscara, una abstracción arbitraria en último término que cubre la verdadera realidad del objeto, comenzando por el hecho de que el paso de un valor a otro significa el paso de la cualidad a la cantidad (Karl Marx, 2000, tomo I, libro I), de lo que se desprende la capacidad del objeto manufacturado desde el momento que pierde su referente de uso, de contener materializada y oculta una cantidad determinada de trabajo invertido por horas (la trascendencia de esta alienación histórica del hombre puede deducirse de estas palabras de Francastel: “Les actions et les objets figuratifs permettent à l’homme, suivant des plans différents, de traduire ses sensations en les matérialisant suivant un ordre déterminé et modifiable” [Las acciones y los objetos figurativos permiten al hombre, siguiendo planes diferentes, traducir sus sensaciones materializándolas siguiendo un orden determinado y modificable]. Pierre Francastel, 2000. Al ser separado de los objetos y de sus propios actos en la producción, el hombre no puede materializar su interior). A este misterio se suman los materiales inéditos para la población consumista y la intervención de la máquina en su fabricación (Francastel añade a la nueva concepción de los objetos industriales la abundancia de materiales inéditos con los que se fabrican y que vienen a sumarse al extrañamiento. Pierre Francastel, 2000).


El componente social del objeto –la solidificación de un proceso humano de fabricación– es el medio por el que éste entra en una red universal de valores de cambio que lo hace opaco una vez adoptada la forma de mercancía, que es enigmática y por tanto fetichista. El objeto se cierra en sí mismo para percibirse ya no social sino naturalmente, por lo que el orden social se presentará también como natural (Marx lo compara con las pulsiones nerviosas ópticas que son percibidas por cada uno como si fuesen la naturaleza exterior en sí. Karl Marx, 2000, Libro I. Tomo I). Y al revés, el sujeto puede comenzar a descifrarlo como si de un jeroglífico se tratase, reconstruir a ciegas el proceso de trabajo que queda tras él, su contenido social (Karl Marx, 2000, Libro I. Tomo I). Las mercancías contestan así: “El valor de uso tal vez interese a los hombres. Pero a nosotras, en cuanto objetos, nos tiene sin cuidado. Lo que nos interesa objetivamente es nuestro valor. Nuestra propia circulación como cosas-mercancía así lo demuestra. Sólo nos referimos unas a otras como valores de cambio” (Marx, 2000, Libro I. Tomo I). ¿No podría ser relativa esta superposición de valores a las cadenas sintagmáticas del lenguaje por tomar al signo por arbitrario, es decir, sin mantener relación alguna con la identidad? Objetivando el significante desvelamos sus relaciones ideológicas, tal y como comenzamos a reconstruir los valores sociales de la cosa-mercancía una vez que tomamos conciencia de su opacidad. Antes de este primer paso, el objeto de producción capitalista es para nosotros tan natural como una piedra o la hoja seca de un árbol (Pierre Francastel, 2000).

Para Françoise Monnin la Revolución Industrial ha jugado un importante papel en el nacimiento del collage, destacando la aplicación en 1913 de la primera cadena de montaje en las fábricas Ford de Detroit (François Monnin, 1996). Pero lo que resulta más curioso es que tanto Florence de Mèredieu (Florence de Mèredieu, 2004) como Pierre Daix (Pierre Daix, 2002), Lewis Mumford (Para este autor, las dos corrientes opuestas del arte contemporáneo son, por un lado, una tendencia a convertir la objetividad y el orden mecánico en un tema artístico –cubistas y constructivistas– y, por otro, una búsqueda del lenguaje infantil y primitivo, una vuelta al origen. Lewis Mumford, 1968. Ambas corrientes son según él opuestas, mientras que para nosotros están absolutamente imbricadas. Por ejemplo, el surrealismo no puede desligarse del primitivismo ni de la poética mecánica del automatismo) y Octavio Paz (Octavio Paz, 1990, donde pone en relación el interés por el auge del viaje en la poesía moderna y la necesidad de buscar alternativas a la belleza occidental ante la pérdida de la noción del tiempo, consecuencia de la modernidad y del cuestionamiento de los principios fundamentales), ven en la industria por un lado, y en el descubrimiento de las artes primitivas por otro, los dos detonantes fundamentales para el despegue del arte contemporáneo. Los objetos exóticos que proceden de las colonias del imperialismo industrial aparecen revestidos de un aura extraña y se insertan en el mercado como un producto de consumo más. Pero todavía existe otra convergencia entre industria y primitivismo (“… la aparición del ferrocarril, el barco de vapor y el telégrafo, por no hablar de los avances en armamento, que facilitaron las conquistas coloniales de las potencias occidentales y pusieron al hombre blanco en contacto con las regiones más remotas del globo. Tampoco fueron las exposiciones las únicas nuevas fuentes de información acerca de los productos y monumentos de tierras lejanas. El reciente invento de la fotografía se puso al servicio de empresas tan ambiciosas como la exploración arqueológica de la India, y desde mediados del siglo XIX salieron al mercado cada vez más libros con láminas fotográficas”, E. H. Gombrich, 2003. Este historiador también hace confluir la industria con el auge del primitivismo: “El concepto de lo primitivo … derivó su significado de la idea de progreso”, E. H. Gombrich, 2003. Sin embargo, esta convergencia es por negación: se define lo primitivo por oposición al grado de desarrollo alcanzado en Occidente por la Revolución Industrial): a pesar de los adelantos científicos y técnicos de la sociedad, los objetos vuelven a ser tan extraños al individuo como lo fueron los objetos naturales para el hombre primitivo (de hecho, el coleccionista de objetos, que personifica tan bien la situación del individuo en el contexto capitalista, no distingue los objetos naturales de los artificiales, ni los usos a los que estuvieron destinados o si son fruto de cierta tecnología. Maurice Rheims, 1959). La manera de reaccionar ante ellos es el bricolage de Lévi-Strauss, la lógica taxonómica del pensamiento mítico que parte de lo concreto para desviarlo hacia una función nueva: “… hay algo paradójico en la idea de una lógica cuyos términos consisten en sobras y pedazos, vestigios de procesos psicológicos o históricos y, en cuanto tales, desprovistos de necesidad” (Claude Lévi-Strauss, 1988. Francastel cree que son los historiadores y especialistas en sociedades primitivas los que más tienen que decir acerca de la naturaleza estética de los objetos artísticos. Pierre Francastel, 2000).

No sólo por la influencia que pudo ejercer el arte negro en Picasso (Picasso negó que imitase formalmente el arte negro contenido en el Museo del Trocadéro de París, en lo que quizás fuese una reacción contra las interpretaciones de muchos críticos e historiadores que quisieron ver en este arte el origen del cubismo En la entrevista con Malraux titulada Tête d’obsidienne, Paris, 1974. Citado entre otros por E. H. Gombrich, 2003. Sin embargo, sí acepta otras influencias consideradas “primitivas”, como el arte íbero y el egipcio), Vlaminck o Matisse, sino también por la opacidad del objeto compartida con la primera apreciación de este arte como mercancía –la negación de la ficción perspectiva que hace de la obra un objeto–, y con la pintura monocroma de Rodchenko y la importancia de la faktura para los constructivistas rusos. Los objetos primitivos se presentan extraños, de orígenes desconocidos, son incentivos de la curiosidad (una visión de la época acerca del arte primitivo la ofrece la encuesta para el Bulletin de la Vie Artistique realizada por Félix Fénéon en 1920 a distintos etnógrafos, exploradores, artistas, coleccionistas y galeristas, con motivo de la apertura de una sala en el Louvre dedicada a estas artes. Félix Fénéon, 2000. Francastel cita a Lévi-Strauss para demostrar que toda sociedad diferente a la nuestra constituye en sí misma un objeto. Pierre Francastel, 2000) hasta que Carl Einstein reclame la asimilación comprensiva del arte negro (Carl Einstein, 2002). Es entonces cuando el objeto exótico deja de ser extraño para servir de referencia a posibles alternativas de belleza que solventen la pérdida del principio de realidad (Octavio Paz, 1990). Se plantea desde este momento si la obra de arte “primitiva” es verdaderamente una obra de arte, porque en su origen no fue destinada a la observación, sino que se le atribuyó poderes mágicos que pudiesen reconciliar al hombre con el todo del Universo. La obra de arte destinada a la visualización procede en realidad de la revolución perspectivista del Renacimiento, y llega al siglo XIX vacía de contenidos simbólicos; ya no representa el dominio racional del hombre. La presencia de los objetos aislados en el mercado ha hecho caer sus principios humanistas, así como el conocimiento de estos objetos mágicos y la magia misma, sobre todo con el surrealismo –aunque también cuando los futuristas se auto-proclamaron “primitivos modernos”–, vuelven a ser el medio de conocimiento más apropiado para la comunión del objeto con el sujeto, reconciliación que Octavio Paz, refiriéndose al arte mágico, denomina justamente eléctrica. Se trata del momento en que el objeto mágico nos invita a dejar de ser nosotros mismos y ser otro, pretensión común al objeto de consumo, cuando cualquier cosa puede llegar a ser mágica dependiendo de su relación con el poseedor, porque la magia no reside en el objeto en sí sino en el encuentro con el sujeto (léanse las respuestas de Octavio Paz al cuestionario planteado en André Breton, 1991. En castellano, Octavio Paz, 1983). De todas formas, el arte considerado primitivo no dejará de inspirar nuevos contenidos para una realidad infranqueable a lo largo del siglo XX.

Este hecho prueba que, a lo largo de la historia, ha habido una sustitución paulatina de la alienación natural por la alienación social (este proceso es uno de los cometidos de los historiadores según Francastel. Pierre Francastel, 2000. En una conferencia pronunciada ante la Asociación de la Federación Democrática de Hammersmith en Kelmscott House, el 30 de noviembre de 1884, William Morris daba por completa la conquista de la naturaleza, y reclamaba la organización de la vida del hombre –gobernador de las fuerzas naturales– como la principal meta del momento. En “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”, William Morris, 2004. Esta conferencia fue publicada por primera vez en 1887 en Commonweal. Octavio Paz también coincide en esta idea de que la historia del hombre consiste en su propia enajenación en beneficio de sus mitificaciones, las cuales la modernidad le ha negado. Octavio Paz, 1982). A partir del siglo XIX las mercancías se presentan como si fuesen naturales, mientras que los cuadros muestran de manera ficticia una realidad imitada (“Simultanément, il ne s’agit plus de rechercher une conciliation entre les produits de l’activité mécanique de la société et les arts, mais de définir les conditions nécessaires de l’art nouveau dans une civilisation où les produits de la machine constitueront en quelque manière un milieu natural” [Simultáneamente, ya no se trata de investigar una conciliación entre los productos de la actividad mecánica de la sociedad y las artes, sino de definir las condiciones necesarias del nuevo arte en una civilización donde los productos de la máquina constituirán de alguna manera un entorno natural]. Pierre Francastel, 2000. Mumford cree que la razón de que el hombre actual acepte el orden impersonal, la regulación, las repeticiones y la estandarización radical que impone la industria, es su capacidad de aceptar sin engañarse los materiales dados naturalmente por las fuerzas del medioambiente desde su génesis. Lewis Mumford, Arte y técnica, 1968). El espectador, para tomar conciencia de su situación, deberá negar la ficción y asimilar la opacidad de la obra esencial, aunque latente. Cabe la posibilidad de una reconciliación de la alienación fenomenológica hegeliana del sujeto en el objeto, con la enajenación de Marx, de fundamento histórico y basada en el fetichismo de la mercancía: ésta última reproduce ilusoriamente la primera para sustituirla, el valor de cambio representa al valor de uso al comienzo de su historia bajo los mismos principios miméticos que Aristóteles aplicó a la poética (resulta curioso cómo incluso Octavio Paz –especialista en máscaras, Octavio Paz, 2004– confunde, al hablar del surrealismo, la funcionalidad con los valores del mercado. Octavio Paz, 1983), porque la mercancía está destinada a enmascarar la naturaleza misma (Paz comenta cómo en el siglo XIX la realidad de pronto se desvaneció y se disgregó. Octavio Paz, 1990. Hecho que atribuye a la industrialización, a las ciencias relativas, a la pérdida de prestigio de la razón y a la muerte de Dios anunciada antes que Nietzsche por Max Stirner y por Jean Paul Richter, 2005. A partir de esta pérdida de la realidad, no tardan en extraviarse las nociones de espacio y tiempo, lo que desencadenó el fervor por el viaje en busca de nuevos espacios alternativos y el conocimiento de los objetos exóticos. Ejemplos literarios los tenemos en la locomotora de Whitman, en Orient-Express de Valéry-Larbaud, La prosa del transiberiano de Cendrars, el automóvil y el aeroplano futuristas etc.). Por esta razón la ficción de la pintura es la clave de la mercancía y de la organización social, y cuando el constructivismo y el dadaísmo atenten contra la mimesis aristotélica, ya no podremos restringir este ataque al ámbito del arte, que simplemente sufre un desajuste respecto a los medios de producción industriales sustitutos del anterior taller (marco laboral restringido ahora al pintor y al escultor), sino contra todas las contradicciones burguesas en su sentido más amplio.


Y es en el seno de esta nueva inaccesibilidad a la realidad donde surge un nuevo artista (Según Francastel el arte moderno no se limita a la producción de formas novedosas y provocadoras, sino que está fundado en la actividad global del hombre contemporáneo y de sus experiencias. Pierre Francastel, 2000. El arte ha dejado de ser un medio de conocimiento como lo fue en el Renacimiento según Jean Clair, 1998. La unidad que regía las distintas facetas del saber ha sucumbido a la fragmentación de la producción y ha sido sustituida por las leyes del mercado. Más que nunca, el arte tiene la responsabilidad de reconciliar al sujeto con su entorno a consta de perder su aislamiento que sí logró con el Renacimiento.), definido tan sólo por su indiferencia hacia la profesionalidad social. Es aquél que deambula por las calles gobernadas por la cesura de las vitrinas de dispares comercios y letreros publicitarios, aquél que deriva a través de la mercancía, ilustrado con la noción ofrecida por Walter Benjamin del nuevo estatus que Baudelaire legó al poeta (“Gozar de la muchedumbre es un arte; y tan sólo puede darse a una francachela de vitalidad, a expensas del género humano, aquél al que un hada ha insuflado en la cuna el gusto del disfraz y de la máscara, el odio al domicilio y la pasión del viaje/ Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Aquél que no sabe poblar su soledad no sabe tampoco estar solo en medio de una muchedumbre atareada”. Charles Baudelaire, 1981): “El flâneur es un abandonado en la multitud. Y así es cómo comparte la situación de las mercancías (…) La ebriedad a la que se entrega el flâneur es la de la mercancía arrebatada por la rugiente corriente de los compradores” (Walter Benjamin, 1998). Como ya no es posible la identificación del sujeto con los objetos por su elaboración y por su uso (Erich Fromm, 2000. Posteriormente este autor diferencia la propiedad funcional de la muerta o no funcional, siendo la funcional compatible con la anulación marxista de la propiedad privada. Erich Fromm, 2000), el flâneur encontrará en la opacidad de la mercancía la manifestación de sí mismo, fenómeno que Duchamp conceptualizará dentro de la “belleza de la indiferencia”. El collage va a convertir –intentando impedir la separación en su sentido más amplio– ese estado de extrañamiento absoluto en un nuevo principio de identidad reconciliadora entre el individuo y una realidad objetiva transformada por la abstracción económica del capitalismo. Se podrá achacar a esta hipótesis la falta de consideración hacia el uso de los objetos naturales, presentes en muchos procesos creativos desde las vanguardias históricas, pero el extrañamiento se extiende por simple hábito perceptivo. De la misma manera que el burgués sólo puede ver en los miembros de su propia familia un valor de cambio (K. Marx y F. Engels, 1987, y Federico Engels, 1996), el hombre contemporáneo creerá que la naturaleza le ofrece una mercancía, porque en el fondo no podrá distinguirla de la industria, y porque además los lenguajes taxonómicos a los que recurrimos para poder identificar las individualidades naturales y englobarlas en familias y especies, nos son ya tan ajenos como cualquier objeto manufacturado que podamos adquirir en un establecimiento.

La mercancía, gobernada por lo cuantitativo del valor de cambio que hace depender un objeto de otro, únicamente puede obtener su singularidad –el aura benjaminiana de la realidad, su identidad– por la exclusividad del encuentro azaroso en los escaparates de los pasajes (“Hace un rato, cuando cruzaba la avenida a toda prisa, dando saltitos en el lodo, a través de ese caos viviente en el que la muerte nos llega al galope por todos los lados a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, se me cayó de la cabeza al fango del macadam. No he tenido el valor de recogerla.”. Charles Baudelaire, 1981. La crítica que este poeta francés lanza a la fotografía es comprensible desde el punto en que ésta sirve de modelo a la pintura por apartarla de su verdadero cometido –la belleza–, y centrarse únicamente en la imitación de la realidad, queja cercana a la concepción de aura ofrecida por Benjamin posteriormente. Esta representación técnica y mecánica de la realidad conlleva la pérdida de lo imaginario y lo impalpable por sustituir a la memoria en su función. Charles Baudelaire, 2005). Es en ese punto culminante del encuentro único definido por un “jamás” –como especifica Benjamin–, donde fluye la identidad perdida por el extrañamiento, donde surge “un amor no tanto a primera vista como a última vista” (Walter Benjamin, 1998. Octavio Paz plantea claramente esta nueva situación del poeta en la modernidad: “En un mundo de cojos, aquel que habla de que hay seres con dos piernas es un visionario, un hombre que se evade de la realidad. Al reducir el mundo a los datos de la conciencia y todas las obras al valor trabajo-mercancía, automáticamente se expulsó de la esfera de la realidad al poeta y a sus obras”. Octavio Paz, 1983). La identidad perdida del objeto en su elaboración y uso, por no responder ya a una finalidad auténtica sino artificial –excusa del mercado e interés creado–, es sustituida por los encuentros que van conformando la identidad del sujeto: “en el fondo es esa consciencia del yo la que le presta a la mercancía que callejea” (Walter Benjamin, 1998). El propio Baudelaire reconoce esta fusión de la identidad con lo observado:

 

El poeta disfruta del privilegio incomparable de poder, a su gusto, ser él mismo o ser otro. Como esas almas errantes en busca de un cuerpo, entra, cuando lo desea, en el personaje de cada cual. Sólo para él está todo vacante (…)

El paseante solitario y pensativo obtiene una embriaguez singular de esta comunión universal (…)

Eso que los hombres llaman amor es muy pequeño, muy limitado y débil comparado con esa inefable orgía, con esa santa prostitución del alma que se entrega entera, poesía y caridad, a lo imprevisto que se muestra, a lo desconocido que pasa. (Charles Baudelaire, 1983)

 


Respecto al arte en particular, “¿Qué es el arte puro según la concepción moderna? Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior del artista y el artista mismo.” (esta máxima define el asunto interno de la pintura, aquél que le es propio. En cambio, el contenido filosófico y moral es la preocupación exterior del arte desde el momento en que compite con el libro. Charles Baudelaire, 2005. Sartre extrae la dialéctica sujeto-objeto de su obra poética, de la que deduce su constante narcisismo. J. P. Sartre, 1947).

Y aunque tan distintos e incluso en ocasiones opuestos, Rimbaud comparte con él esta identificación con los encuentros experimentados en el exterior: “Desde hacía mucho tiempo me vanagloriaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía modernas. Me gustaban las pinturas idiotas, rótulos, decoraciones, telones de saltimbanquis, enseñas, cromos populares; la literatura pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos con faltas de ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos de la infancia, viejas óperas, estribillos bobos, ritmos ingenuos.” (Arthur Rimbaud, 1998. Hugnet pone en relación esta Alquimia del verbo de Rimbaud con el collage, Georges Hugnet, “Collage et montage”, Dictionnaire du Dadaïsme, 1916-1922, Éditions Jean-Claude Simoën, Paris, 1976. Georges Hugnet, 2003). Quizás no comparta Baudelaire la abstracción de Rimbaud, pero ciertamente ésta actúa a nivel objetual. Las palabras son conceptos que en el ensamblaje sintáctico alcanzan su revelación en tanto que objetos, por eso es este último poeta uno de los referentes del grado cero de la escritura de Barthes. Este autor atribuye a Rimbaud, y no a Baudelaire, el haber roto con la poesía clásica dependiente de la prosa cualitativamente (Roland Barthes, 1972). Mediante esta abstracción Rimbaud consigue un lenguaje propio de la poesía (sinestesias entre colores y letras en Voyelles) que no tiene porqué restringirse a la palabra, sino que es susceptible de aplicarse a las demás artes, tal y como han practicado muchos de sus seguidores del siglo XX, e incluso a la realidad misma, porque su idiosincrasia radica en el hecho de que se ubica al margen de la lógica (Pere Gimferrer, 2005. El escritor vanguardista rumano Benjamin Fondaine relaciona a Rimbaud y su Carta a la vidente con el azar dadaísta, una necesidad de las cosas creadas fuera de sí mismas. Benjamin Fondane “Signification de Dada”, texto inédito y sin datar, y recogido en Petre Raileanu et Michel Carassou, 1999). La poesía pasa a ser, indirectamente como en el caso de Baudelaire, un medio de conocimiento de la realidad contradictoria, implícita en la estética de Hegel y en la filosofía de Novalis (“El artista es la síntesis del teórico y del práctico”, Novalis 1974. Estos escritos datan entre 1795 y 1800), sólo que ahora precisa como requisito poético –como ocurre en la adopción de la dialéctica por el materialismo histórico– de la pérdida del idealismo (“No existe orden ni desorden donde no hay una idea semejante que ejerza una influencia sobre la enumeración y la división de los objetos”, Novalis 1974).

Conocida es la máxima “Je est un autre” presente en la Lettre du voyant de Rimbaud, por la cual los surrealistas Marcel Jean y Arpad Mezei entendieron un desdoblamiento del yo que reclama una síntesis que encontrará en la realidad cotidiana gracias a la transmutación que la alquimia verbal facilita (Marcel Jean y Arpad Mezei, 2001. También contamos con el juicio de Marcel Raymond sobre su obra: “Rimbaud señala, pues, al poeta como tarea “hacerse vidente”, esto es, despertar en su espíritu las facultades adormecidas que le pondrán en relación con lo real cotidiano”, Marcel Raymond, 1983). En última instancia, esta identificación con el exterior también es la meta ansiada por Baudelaire. Se trata de una alternativa a la función servil del lenguaje como representación de la naturaleza, y que ahora se asimila para encarnarse en ella (Marcel Jean y Arpad Mezei, 2001). Esta posibilidad evoluciona latente en algunas fuentes literarias muy concretas: la poesía de Lautréamont al definir lo bello como un encuentro fortuito (“Es bello (…) como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y de un paraguas”, Conde de Lautréamont, 1997), en las derivas del Doctor Faustroll de Jarry por un París convertido en marismas (Alfred Jarry, 1980), en los intentos por alcanzar el absoluto de Mallarmé y en la estética de la sorpresa del espíritu moderno de Apollinaire (Roger Shattuck, 1991. Novalis ya había identificado el romanticismo con el arte de la sorpresa, Novalis, 1974), hasta llegar a la disolución de la identidad en los collages de Max Ernst (Max Ernst cita en Más allá de la pintura (1936), para referirse al collage, L’alchimie du verbe de Une Saison en Enfer de Rimbaud. También recurre al encuentro fortuito de Lautréamont. Max Ernst, 1982. Werner Spies, 1984, advierte que estos precedentes literarios no aportan una técnica determinada que Ernst aplique a la pintura, sino una analogía que para nosotros construye un espíritu nuevo definido –como ya hizo Roger Shattuck– por el acto de yuxtaponer). Nace un concepto nuevo de poesía que no implica la articulación de un lenguaje bajo unas normas encaminadas a alcanzar una mayor belleza, como señala Barthes, sino una naturaleza contradictoria cuya primera dialéctica se asienta entre el sujeto y el objeto (Novalis asegura que el objeto de la poesía no está en la poesía misma sino en lo maravilloso, y que el poeta invoca al azar, Novalis, 1974 y 355), haciendo así del autorretrato su tema principal. Ya no es un problema que atañe solamente a unos poetas determinados; pasa a ser cuestión de todos. Antes que Isidore Ducasse, Hegel anunció el fin del arte en la superación del espíritu, e incluso advirtió el ocaso de la dependencia a unas técnicas determinadas. Con ello profetizó la propiedad del arte y de su nivel superior, la poesía, como algo extensivo a todo el mundo en función de su “talento personal” (G. W. F. Hegel, Estética I, 1988). Esta idea fue desarrollada posteriormente por Marx y Engels, pero desde un punto de vista materialista, al distinguir la democratización del arte como uno de los síntomas de la sociedad comunista (“En una sociedad comunista no hay pintores, sino, todo lo más, hombres que, entre otras cosas, pintan”. Esta cita pertenece a su Die deutsche ideologie, recogida en K. Marx y F. Engels, 1969. En esta misma página Marx relaciona el origen del artista con la división del trabajo. Arturo Schwarz encuentra un paralelismo claro entre esta afirmación y los ready-mades “anartísticos” de Duchamp. Arturo Schwarz, 2000, lo que aprueba la máxima profética lanzada por Apollinaire respecto a Duchamp en 1913: “Quizás esté reservado reconciliar el Arte y el Pueblo a un artista tan despreocupado por la estética y tan preocupado por la energía como Marcel Duchamp”. Guillaume Apollinaire, 1994). Sin embargo, lo relevante de esta disolución del artista consiste, como apunta el mismo Marx, en que es consecuencia de la desaparición de la división del trabajo, lo que implica el hundimiento de la identificación poesía-arte-trabajo correlativo a la liberación de la dependencia técnica y a la posibilidad de considerar poéticamente todos los aspectos que se desprenden de la realidad misma: Novalis, a partir de los principios de elección, combinación y ritmo como método, unifica las distintas manifestaciones artísticas, desde la música hasta la pintura y la poesía, siendo éstas desprendidas de la naturaleza por la acción del sujeto. La poesía, ahora hegemónica por ser la más efectiva a la hora de liberar al espíritu de lo sensible –según Hegel–, puede ser localizada en cualquier ámbito de la realidad negativa por definición respecto al sujeto, en palabras de Novalis en todo tipo de libros y tratados, incluso en los asuntos de negocios (Novalis, 1974, donde afirma además: “El poeta necesita de las cosas y de las palabras como teclas, y toda la poesía se basa sobre activas asociaciones de ideas”), como posteriormente apuntarán los dadaístas Tzara y Paul Dermée. Frente a la belleza de las leyes rígidas que gobernaron la estética del pasado, ahora el fin último es la manifestación de uno mismo, objetivo considerado una necesidad moral porque deriva de la moral misma, la lucha contra los límites naturales, la dominación de lo natural (G. W. F. Hegel, 1997), que en la sociedad industrial se transforma en la lucha contra las condiciones sociales al ser presentados los objetos manufacturados como naturales. Cuando el sujeto se revela mediante la resolución poética de la dialéctica, el objeto se manifiesta, negando de esta manera que la representación de la realidad sea el fin último del arte (G. W. F. Hegel, 1997), porque la síntesis se suma a la naturaleza preexistente (“El arte es complemento de la naturaleza/ El arte es la naturaleza complementaria”, Novalis, 1974) para invitar a un nuevo sujeto a una nueva experiencia estética. Todo parece coincidir en el marco de las contradicciones del mercado industrial, pues la sentencia de Marx de que el mundo no debe ser explicado sino construido (“Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo”, undécima tesis de Tesis sobre Feuerbach, manuscrito de 1845, citado en Jaime Brihuega, 1996. No intentamos ver en la vanguardia un seguimiento de las teorías marxistas, más bien una superación de las mismas porque, cuando nació el nuevo arte, la sociedad ya pudo conocer la función correctora que tuvo El Capital a finales del siglo XIX y principios del XX, al advertir de los peligros de la concentración de las ganancias. Octavio Paz, 1990. En realidad, son pocos los movimientos vanguardistas que se han inspirado directamente en el marxismo, y algunos se han opuesto a él directamente. La voluntad de transformación revolucionaria de la vanguardia histórica no coincide con las consecuencias reales de la II Internacional. Nuestra intención es observar cómo El Capital de Marx y el arte vanguardista son resultados de una nueva situación del objeto propiciada por la Revolución Industrial, que desprende un nuevo mercado que acabará dominando la industria misma), surge de una crítica a la representación y a la consecuente separación implícita en su análisis de la mercancía, que oculta el valor de uso de los objetos. Recordemos cómo el grupo de la revista Documents –dirigida por Georges Bataille– reclamaba un materialismo radical que rescatase el valor de uso de los objetos, incluyendo sus funciones fetichistas y los mitos del arte primitivo, una labor continuada posteriormente por el estructuralismo de Lévi-Strauss que relaciona la necesidad taxonómica con la diferenciación entre unos grupos humanos y otros a partir de la desviación de la función de diversos seres naturales apropiados (el totemismo como bricolaje. El concepto de bricoleur de Claude Lévi-Strauss se encuentra en Claude Lévi-Strauss, 1988, donde establece un correlato entre lenguaje y tecnología al tomar el pensamiento restos psicológicos e históricos para una formación mitológica y totémica, así como el bricoleur toma fragmentos que han quedado fuera del “discurso” tecnológico. También el autor señala el carácter necesario y a posteriori de esta transacción y préstamo).


Hemos analizado el proceso histórico que cambió el estatus del objeto en el marco de la Revolución Industrial, un objeto definido ahora por su opacidad y que tan sólo puede ser elegido y seleccionado para formar parte de una nueva estética frente a la anterior imitación de la realidad, la cual marcó el fin hegeliano del arte –en tanto que liberación del espíritu– para relegarlo a las meras habilidades técnicas. La separación que ejerce un arte imitativo es paralela a la separación manifiesta de la mercancía respecto a los objetos que pone en circulación y, de hecho, ambas alienaciones surgen junto al despegue de la hegemonía burguesa. La reacción del collage a esta situación intentará salvar la fisura introduciendo en las obras de arte objetos que anteriormente no eran considerados artísticos (tanto la problemática de la industria como la del arte se encuentran entre el pensamiento y la acción, es decir, entre el pensamiento y su materialización, entre el hombre y su relación con el entorno. La Revolución Industrial sólo será superada, según el pensamiento de Lewis Mumford, mediante la reconciliación del hombre con sus actividades y la consecuente liberación del espíritu, el cual pasará a dominar el mundo. Pierre Francastel, 2000), objetos que pertenecen a la realidad cotidiana y por tanto poseen una mayor identificación social que la pintura aplicada en los talleres. Este proceso de apertura al margen del collage artístico propiamente dicho, abarca desde la pintura al aire libre de los realistas e impresionistas –el salir al exterior para pintar el motivo directamente–, hasta la toma de papeles y envoltorios para la elaboración de una composición decorativa, así como los temas caricaturescos y fantásticos de la prensa y de la ilustración popular del siglo XIX que, en ocasiones, rozan el absurdo (imágenes de Rodolphe Töpffer, Grandville, George Cruikshank, Edward Lear e, incluso, las ilustraciones de John Tenniel para Alicia a través del espejo de Lewis Carroll), y que Gombrich define en su totalidad como un movimiento de concentración desde los márgenes de la cultura (cultura popular) hasta el centro (arte elevado) (E. H. Gombrich, 2003). De esta manera nos acogemos al principio histórico de Florian Rodari que distingue el collage del siglo XX de todos sus posibles precedentes (Florian Rodari, 1988); es decir, su estudio deberá iniciarse en el momento en que todo el bagaje o cajón de sastre popular, artesanal, decorativo, industrial, etc., es introducido en obras destinadas a un consumo artístico, bien para disolver el concepto de obra aislada, como ocurrió con las vanguardias históricas, o bien para institucionalizar partes de la realidad en museos y galerías. Sin embargo, no compartimos la idea de Rodari de que sea la meditación de los artistas sobre la práctica del collage la que distinga las manifestaciones anteriores de los primeros papiers-colles cubistas, sino el momento histórico en cuyo marco los primeros collages atacaron la nobleza de la pintura, tanto en la galería de Kahnweiler como en la exposición de la Sección de Oro de 1912.

El collage, constituido así como un fenómeno histórico que suscitó –junto con la abstracción– el gran cambio del arte del siglo XX, responde a una nueva situación del objeto que acontece más allá de las fronteras del arte. Por esta razón, la visión ofrecida generalmente por la historiografía y la crítica acerca del extrañamiento de las partes constitutivas de un collage, sea al nivel que sea (iconográfico, formal o material), no se corresponde con la realidad del gesto constituyente, dado que es la realidad la que se presenta extraña de antemano en el marco del mercado, mientras que el collagista en cuestión intentará otorgar nuevas funciones a los objetos alienados que, no obstante, escapan de los anteriores medios de conocimiento racional y de las disposiciones miméticas o narrativas aristotélicas. La salida que la obra artística del siglo XX ha escogido frente a esta crisis de la realidad ha consistido, en un principio, en huir de su propia condición artística para alcanzar la coherencia entre su forma y su contenido, entre su forma y su materia, porque ésta es la única vía de hacer reconocible la realidad arrebatada: el collage y la producción artística contemporánea en general, tan sólo podrá hablar de su propio proceso de elaboración, de sí misma, y nunca de referencias que les son ajenas por nacer de la escisión de sus niveles de comprensión, y con ello nos referimos a los análisis iconográficos, lingüísticos y formales llevados a cabo en vistas a su recuperación institucional y artística. Por encima de si es arte, lo decisivo en el collage es la reconstrucción del tiempo vivido, la construcción –o la solidificación del gesto– de uno mismo.

 

NOTA

Ensayo originalmente publicado en la revista de la AACA – Asociación Aragonesa de Críticos de Arte, Saragoza, diciembre de 2007.

 

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MANUEL SÁNCHEZ OMS (España, 1974). Además de ser conocido como teclista y bajista de diversos grupos de música experimental (Kärnvapen attack, Metano y Ma-gyar), es Doctor en Historia del Arte y ha trabajado como investigador y profesor en la Universidad de Zaragoza durante diez años aproximadamente (2003-2012). Ahí ha formado parte de diversos equipos de investigación. Con anterioridad ha publicado "L’écrevisse écrit. La obra plástica" (PUZ, 2006) y "Terapia Marx. Poesía, teatro y surrealismo en el cine" (Mala Raza, 2009), y ha comisariado diversas exposiciones, entre ellas "Sahún. La construcción incesante de la pintura 1961-2007" en el Palacio de Sástago de Zaragoza. Actualmente es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y de la Junta Directiva de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte.
  

 


PIERRE MOLINIER (França, 1900-1976). Fue pintor, fotógrafo, diseñador y creador de objetos. En 1955, Pierre Molinier se puso en contacto con André Breton y en 1959 se exhibía en la Exposición Surrealista Internacional. En ese momento, definieron el propósito de su arte como para mi propia estimulación, indicando la dirección futura en una de sus exhibiciones en la muestra surrealista de 1965: un consolador. Entre 1965 y su suicidio en 1976, hizo una crónica de la exploración de sus deseos transexuales subconscientes en Cent Photographies Erotiques: imágenes gráficamente detalladas de dolor y placer. Molinier, con la ayuda de un interruptor de control remoto, también comenzó a crear fotografías en las que asumía los roles de dominatriz y súcubo que antes desempeñaban las mujeres de sus cuadros. En estas fotografías en blanco y negro, Molinier, ya sea solo con maniquíes de muñeca o con modelos femeninos, aparece como un travesti, transformado por su vestuario fetiche de medias de rejilla, liguero, tacones de aguja, máscara y corsé. En los montajes, un número improbable de miembros enfundados en medias se entrelazan para crear las mujeres de las pinturas de Molinier. Declaró: En la pintura, pude satisfacer mi fetichismo de piernas y pezones. Su principal interés con respecto a su sexualidad no era ni el cuerpo femenino ni el masculino. Molinier dijo que las piernas de ambos sexos lo excitan por igual, siempre que no tengan pelo y estén vestidas con medias negras. Sobre sus muñecas dijo: Si bien una muñeca puede funcionar como un sustituto de una mujer, no hay movimiento, no hay vida. Esto tiene cierto encanto si se está ante un cadáver hermoso. La muñeca puede, pero no tiene que convertirse en el sustituto de una mujer.



 

Agulha Revista de Cultura

Número 220 | dezembro de 2022

Artista convidado: Pierre Molinier (França, 1900-1976)

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