segunda-feira, 25 de agosto de 2025

DANIEL JIMÉNEZ BEJARANO | Verlaine el crucificado

 


Reunamos en nuestras sendas miserias

El perdón que nos era negado…

 

PAUL VERLAINE, Canciones para ella

 

Comenzaré con un lugar común estas breves líneas sobre Paul Verlaine: Su único credo definido y definitivo, fue la poesía. Al único al que no necesitó convertirse, del que nunca blasfemó, del que nunca se asumió como réprobo o hereje. Fue también la poesía su único amor; solipsista, autorreferente, mezquino y autoritario, pero amor a fin de cuentas; al único al que le profesó una irrestricta fidelidad. Pero como todo lugar común, debe visitarse como a un leprocomio perdido en el bosque de las palabras. Todo tópico recurrente es una mentira. Designar un momento propio del flujo de la conciencia con la misma palabra siempre, oculta o un ardid de la indiferencia, o el desprecio con que se cree entender a un autor que se sabe clásico pero al que no se lee, por considerarlo “superado”, “trascendido”, como si estos calificativos tuvieran alguna validez cuando de literatura se trata.

En Verlaine, suelen confluir ambos horizontes referenciales: de un lado fue tan leído por simbolistas y modernistas, que suele creerse que ya no tiene nada nuevo que decirle a un lector “posmoderno”; de otro lado, el culto a Rimbaud como al auténtico “vidente” de la poesía “contemporánea”, lo han sumergido en el plano banal de la anécdota, a la dudosa función de fugaz compañero de ruta de un genio verdadero. De lo que no se percatan quienes acuden a uno u otro horizonte, es de las celadas implícitas en ellos. En primer lugar, las lecturas que una “generación” o “movimiento” hacen de un escritor, no son transmisibles a las siguientes, como si de algo genético o hereditario se tratara, son a lo sumo referencias, no verdades. En segundo lugar, Verlaine no requiere de iniciáticas interpretaciones, ni de códigos arcanos para desentrañar su poesía, ni del acudir a tradiciones herméticas o esotéricas para captar su simbología personal: bastan la tradición católica en su versión exotérica, y abrir la mente y la emoción a su más explícita desgarradura.

Como puede inferirse, considerar a un poeta del calado de Verlaine como “superado”, no es más que una trampa tendida por los mercaderes del poema, por los adoradores de lo nuevo, a los que duele emboscarse en una influencia posible. Del mismo modo, hablar de la poesía como si de una religión o de un amor irrevocable se tratara, es caer en el juego de suplir con una borrosa metafísica lo que puede leerse como un rompecabezas hecho de deseos, fracasos, odio de sí y autoconsuelo, todo esto transmutado en un lenguaje que sigue sugiriendo, que sigue su singladura luminosa a través de las estéticas o mejor de los discursos estetizantes con que nos lastraron; y en el caso de muchos críticos no sólo les añadieron peso inútil, sino la castración definitiva; las vanguardias del siglo XX, como el dadá, el surrealismo, o incluso la misma poesía conversacional.

En poesía, como bien nos enseñaron Gelman y Enzensberger, lo actual y lo contemporáneo son palabras sin sentido: Cátulo y Dante nos son más próximos en su decir que muchos con quien compartimos el aleatorio destino de las generaciones.


Verlaine intentó sanarse de sí por medio de dos artificios: el recurso a la vida burguesa a través del matrimonio, recurso vergonzante y harapiento, muerto desde antes de hacerse sacramento; y la conversión, siempre recurrente y siempre fallida a la fe católica. Vale decir que de esos intentos de curarse de sí, quedan dos libros fundacionales: “La buena canción”, como el más alto tributo que le ha rendido un poeta a la vida conyugal, y “Sagesse”, traducido por Manuel Machado como “Sabiduría”, y por Díaz Cancedo como “Cordura”, difícil elegir entre ambas versiones; que se erige como una de las más elevadas cumbres de lo que el catolicismo como estética posible nos ha legado. Pero matrimonio y conversión pueden identificarse bajo el signo de un “amor más alto”, como dos caras de una misma búsqueda, como expresión de la misma potencia unitiva, en tránsito e intermitencia, pero inmanente y creadora que se reencuentra en el poema con su fuente: lo que es afán de fundirse con otro u Otro, se torna en el poema rigor, fijeza, fin de camino, ciclo sellado. Juego perpetuo de falsos hallazgos del que sólo nos exime la belleza, ese fuego frágil y deleznable que sin embargo, lo compensa todo.

Poseedor de una sólida cultura, nos dice con sorna en “Retrato académico”:

 

Flores de sabiduría y de maldad,

Oliendo a lucro y servilismo,

Criaderos de hipocresía.

Este individuo hace poesía,

la expele con un nombre pomposo

 

Versos crudos que pueden atribuirse aún a las tentativas de los académicos por domesticar la poesía, “produciendo” textos que evoquen la “estructura poemática”, mismos académicos que renuncian al fluir de esa potencia creadora y unitiva al asumirse como “productores” de discursos, cuya única variación es la forma, esa prestidigitación de palabras en la que el continente es el contenido. Pero Verlaine era víctima de esa potencia creadora, unitiva, potencia siempre en rebelión contra la utilidad y la acumulación: de ahí que sus conversiones a la fe dogmática o al amor convencional, si es que no son lo mismo al momento de cercenar las alas de la conciencia en su afán de abrirse al amor y la fe, fallaran de modo sistemático: lo suyo era crear, crear siempre, a destajo, sin importarle el dar testimonio de una creencia, de un estatus, de un estado civil, de un conocimiento secreto. Diciente es el hecho de que en el cásico estudio de Jurgen Baden (1969) “Literatura y conversión” Paul Verlaine, no aparezca. Y es que: “La ruptura que se produce en la conversión aplica nuevas medidas para valorar la vida. Tiene lugar un cambio de sentido radical, que el lenguaje religioso suele denominar con el término técnico de penitencia.”

Lejos de Verlaine el intentar aplicar medidas de valoración a la vida, pues en él su desprecio de sí era su signo dominante, nada ante sus ojos podía darle sentido a lo que más despreciaba, que era su propia existencia; nada más lejos de él que la idea de penitencia, lo suyo era la hybris, el renovado remordimiento de quien se enfrenta a toda deidad posible armado con las armas del poema, sólo para retornar sumido en la más honda desesperación de ser. Sin embargo, es esa redención por la belleza lo que lo hace tan necesario en estos tiempos de nihilismo sin pasión, de desapasionada poesía. Porqué Verlaine no “producía” textos: los vivía como expiación y ofrenda ante el altar del dios único de su ego desencadenado.

 


Y en cuanto a nuestras almas, ¡Oh señora!,

De asunto tan sutil no habléis ahora,

Nos importa un ardite esa cuestión.

No estamos en el cielo y sí en la monda

Bola del mundo, en la tierra redonda

Donde todo es lascivia y perdición. (Canciones para ella)

 

¿Son estas las palabras de un converso, o en el mejor de los casos, las de un buen esposo católico? Por supuesto que no. Lo suyo era una permanente protesta contra una concepción utilitaria del universo como diría Marcel Raymond (1933). Rebelión permanente que se opone desde la poesía al dogma católico y a la institución matrimonial tal como se entiende desde esta perspectiva dogmática. Un hombre rebelde no puede convertirse a una fe diferente a la de la rebelión misma, como nos enseñara Camus. De ahí que podríamos afirmar que en Verlaine matrimonio y conversión fueron actos de rebeldía frente a su propia vocación de rebelde, traiciones a sí mismo de las que no tardó en arrepentirse, para seguir transgrediéndolo todo, poema a poema. He ahí su legado: la poesía como acto consciente y permanente de insumisión. Y sin embargo, a veces, urgido de una secreta alegría, de una íntima servidumbre a la potencia creadora y unitiva que lo sobrepasaba, se atrevía a cantar:

 

Mundo, animales,

Aguas, plantas y piedras,

Todo lo que hacéis

No es más que oración.

Obediencia en vosotros.

Todo es obediencia.

Y eso basta a Dios. (Felicidad)

 


Verlaine no necesita de hermeneutas, ni de exégetas. Cristalinas fluyen sus palabras, crucificado entre la voluntad de crear belleza y el desprecio de una vida que consideraba indigna de toda creación. Nadie como él, para ejemplificar el hecho de que no hay nada más oculto, más esotérico o secreto, que la coherencia entre vida y obra. Que explicar a un poeta por sus pretendidas visiones sólo denota apatía y desdén frente al ejercicio de una emocionalidad libre y sin complejos verbales. Porque en Verlaine poesía y utopía son lo mismo: desgarrado entre una civilización utilitaria y el presentimiento de un mundo mejor, construido desde el gozo de la belleza, y no desde el intercambio mercantil, sólo tenía dos opciones: o la huída a la trascendencia, de la que no tenía otro modelo que el misticismo tradicional en la muy católica Francia postrevolucionaria, o la institución matrimonial como rechazo de sí mismo, como un intento de pactar con la realidad, de transigir con lo que no se puede transigir, esto es con los valores del colonialismo triunfante y del capitalismo como único proyecto civilizatorio posible. Vidente de un mundo donde las emociones sean posibles en libertad e igualdad, nos dejó su poesía, a pesar de sí mismo solidaria consigo mismo y con nosotros, sus lectores.




DANIEL JIMÉNEZ BEJARANO (Colombia, 1963). Abogado egresado de la Universidad de Antioquia, con maestría en Filosofía Política de la misma universidad. Ha colaborado con periódicos y revistas de la ciudad y del país. Participó en varias ediciones del Festival Internacional de Poesía de Medellín y ganó premios de poesía como el Luis Cernuda en España, el Andrés Bello, el Ciro Mendía y el León de Greiff en Colombia. En sus poemas, logra recrear atmósferas e inquietudes vinculadas a otras épocas y lugares, confrontándolas con las de la humanidad contemporánea y generando nuevas asociaciones, visiones y significados. Al mismo tiempo, evoca el espíritu heroico y mítico de los guerreros, místicos, magos y aventureros de la Edad Media como símbolo de su propio destino poético, personal e incluso colectivo. Sabe trascender las anécdotas personales en sus versos para comunicar una experiencia interior, un universo de profundo significado humano. Su lenguaje poético muestra el rigor y la maestría de un oficio que se valora por su pasión y conocimiento.



JUAN CARLOS JURADO REYNA (Ecuador, 1980). Artista plástico. Para él, la pintura es un nuevo lenguaje, una gramática de colores y formas cuyos significados solo el espectador podrá descifrar, pues toda obra de arte tiene dos creadores: el autor y quien la contempla con mirada crítica y reflexiva. Entre sus logros destaca la autoría del mural del oratorio del Seminario Mayor San José en Quito, realizado en 1998. En 2024, presentó la exposición Tiniebla Sagrada en la Galería Bastidas. Esta serie también fue exhibida en la Feria AQ Arte Quito 2024 y en la Casa de la Cultura Núcleo del Chimborazo, consolidando su propuesta artística. Ese mismo año, concluyó el mural en la pared central del Centro de Promoción Artística de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Posteriormente, desde febrero hasta marzo de 2025, su obra fue expuesta en el Museo Muñoz Mariño, ubicado en el tradicional barrio de San Marcos, en el centro histórico de Quito. En 2024, presentó el libro Tiniebla Sagrada, una obra que fusiona la poesía de Rocío Soria con sus reflexiones y pinturas, creando una profunda conexión entre palabra e imagen. Entre sus encargos más destacados de 2024 se encuentran dos retratos: uno en homenaje a la poeta Violeta Luna, organizado por el Fondo de Cultura Económica, y otro en honor a Hermann Schirmacher, uno de los fundadores del Hospital Vozandes. Ahora se encuentra con nosotros, como artista invitado de esta edición de Agulha Revista de Cultura.



Agulha Revista de Cultura

CODINOME ABRAXAS # 05 – PUNTO SEGUIDO (COLOMBIA)

Artista convidado: Juan Carlos Jurado Reyna (Ecuador, 1980)

Editores:

Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com

Elys Regina Zils | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2025




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FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

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