La bétise n’est pas mon fort
Paul Valéry (Monsieur Teste)[Obra que E. M. V. preservó a su lado hasta el fin.]
Podría contar algunas cosas banales del Chico Molina pero, en el instante de acudir al fondo de la memoria, siento un estremecimiento porque mucho, casi todo, lo de mi estructura subjetiva literaria se la debo a un noble de espíritu, a un auténtico príncipe chileno tal vez de cuentos de hadas, cuya casita del bosque de cemento era un humilde conventillo. Desde allí emergía por las tardes, muy elegante con su noble y pequeña estatura. Una flor roja en la solapa del traje gris impecable.
A este ser extraordinario lo conocí y lo trasladé muchas veces en vehículo, tarde en la noche, al final de reuniones con escritores, hasta su feudo, aquella “cité” de la Calle Nataniel al llegar a Aconcagua, en pleno dentro de la capital, vía ésta última donde tuvo su castillo otro noble de estirpe, Benjamín Subercaseaux. Para un mejor decir, vivían a media cuadra uno del otro.
Pero, antes de trazar un escorzo de Molina, debo confesar algunas intimidades que explicarán mis etapas presumidamente como escritor. Veréis la razón de por qué asumo unas memorias que van a “dar a la mar que…”
Mi madre recordó cierta vez que, cuando yo amamantaba en ella, veía palpitar mi cabeza, mi mollera blanda, apenas cubierta por una pelusa dorada… Perdón, no es mi intención retroceder tanto.
Entre el 43 y el 45 (once a trece años de edad), se manifestaban en mis inclinaciones naturales dos vocaciones distintas que, en el fondo son una sola: dibujaba, pintaba a la acuarela y a la tinta china (copiaba temas, ¡que más da!) y también escribía versos, “pensamientos” y breves narraciones que no alcanzaban a cuento. Y estas actas sí que no eran plagiadas pues ya era un lector consuetudinario y mi carácter, a pesar de los familiares que me rodearon y de los condiscípulos de colegios y liceos, correspondía clínicamente al de un introvertido. Esas cosas gráficas y escriturales están perfectamente encuadernadas y constituyen mi primer libro (1945) y por eso entiendo el sentimentalismo, la emoción contenida de Alone cuando recuerda su primera novela escrita a máquina allá por años primitivos de su era. Cierto, él fue más perspicaz literariamente, más autocrítico y destruyó la prueba de su inconsciencia juvenil. Pero tan privado acto expresivo, en la adolescencia o primera juventud, es decisivo en la vida de cualquiera. Previene un largo camino en que el inconsciente y la voluntad actúan por apetencias y se da, de este modo, el transcurso por un sendero pintado por la ingenuidad. Ingenuidad en el mejor sentido. De otra manera no se explica el amor, la ligazón con el texto hasta cuando la experiencia disfrazada de cosa fortuita te pega un grito y dice que estás equivocado. A veces sí, a veces no. Mi primer libro publicado es de 1964. Después, asomé de repente, castigado durante más de trece años sin música y sin la droga de la escritura secreta, viejo ya por dentro, en los salones de la Biblioteca Nacional, pues habían llamado a inscribirse en los Talleres Literarios Altazor. Allí trabajé ardorosamente en prosa y poesía. Pero un escarabajo me decía en secreto: Oye, no basta escribir. ¿Cómo, entonces?
Perseveré en la búsqueda el segundo año (semestres) de aquella fragua. Ceremonia inaugural en la Sala Medina. Presentaciones. Discursos. Profesores: Enrique Lafourcade, narrativa; Miguel Arteche, poesía; Braulio Arenas, brumosamente con literatura chilena antigua (era su estilo); Martín Cerda, ensayo; y Eduardo Molina Ventura en algo así como “El Hombre y la Cultura”. Me inscribí en los cinco talleres (uno diario semanal). Fue un 19 de Junio. Fecha especial porque allí el príncipe se vistió de mago y murmuró palabras alquímicas.
Molina pronunció un menudo discurso, una seguidilla de frases exentas de grandielocuencia para anunciar el contenido de su curso. Pero, su ortodoxa sencillez, me revelaba ya una diferencia en el credo literario que hasta entonces nadie me había revelado, ni los libros ni la voz de otros escritores. Ví que aparecía por sobre las cabezas de los presentes una voluta muy tenue, quizás un humo gris, como un aura informe que permaneció un rato girando en el espacio y que después se elevó para desaparecer más allá de las luces. Ese fenómeno jamás se borró de mi memoria. Esa tarde casi noche, cuando el invierno venía del exilio, Gaston Bachelard había hablado en perfecto castellano por boca de su lejano heredero legítimo.
A partir de ese instante todo cambió para mí.
Como si en mi cabeza hubieran retirado un CD (cidí, pronuncian hoy) y en su lugar instalaran otro de distinto contenido. Supe, tuve la evidencia meridiana, de que hasta entonces yo había escrito narraciones y poesía última preocupado de la forma, del diseño de sentimientos y decoraciones, del lenguaje individual. Yo venía borracho, desde muy joven, con las formas degustadas en el admirable estilo prosístico de Villiers de L’Isle Adam. Y ahora, por el efecto de una sustitución imprevista pero radical, se me abrió como al ojo de una mosca la posibilidad de contemplar al hombre en su extensión vital. Esa noche, escribí afiebrado: “…podré avanzar sobre el mundo desde mi mundo”. Qué cosa.
Ciertamente, me trastorné y empecé a escribir menos porque había algo distinto en la literatura: la urgencia de una iniciación para un conocimiento desconocido.
Así caí en manos del endiablado Príncipe Molina. En sus clases, con alguna menguada matrícula, habló de cosas improbables para uno –simple mortal-, pero en tal forma que entregaba llaves. Por ejemplo, que cierto libro abordaba el problema y el misterio de “la transformación del fluir de la conciencia en la palabra”. Y citaba El mundo del silencio, de Max Frish, obra quimérica para mí así como el testamento de Merlín: nunca lo encontré y tampoco hice mucho por encontrarlo. Molina fue tan mefistofélico que empeñé mi alma literaria para siempre. Y no hubo necesidad que se lo dijera. Las clases seguían en “Il Bosco” o en otras fuentes de soda de menor reputación, o en otros mentideros, generalmente acompañados de Braulio, Martín (más de Martín que de Braulio) y de otra gente que no recuerdo para nada. Es posible que la piedra filosofal no sea otra cosa que una corriente de energía inmaterial. No, ¡qué digo!, si es un jamón con palta acompañado de unas copas de vino tinto.
Para sostenerme con dignidad, yo prestaba servicios en una fábrica de ropa de cuero (que ya no existe) y donde, por haberme ganado la confianza del dueño, solía utilizar un furgoncito Mitsubishi para mis andanzas nocturnas. En realidad, abusé de su confianza y solicito su perdón, aunque jamás tuve un accidente o un roce (parece que yo me disculpaba por el hecho de pasear el logotipo de la empresa por las calles de Santiago, en altas horas de la noche). Mientras las hojas de calendario caían al pavimento, tuve en suerte ir a dejar al maestro hasta su casa, no una vez, sino muchas. Y casi siempre el querido Chico Molina se bajaba tambaleante sobre sus cortas piernas y se dirigía a sus habitaciones reales en el oscuro cité. Una escena nocturna que se me grabó como una estampa surrealista de alto valor. Ese grupo de pequeñas casas, todas en peligro de caer, en muy mal estado, con el alma de los adobes, palos y tablas a la vista, constituía el reino, patrimonio y renta, del profesor que vestía impecable de gris y de corbata roja.
Las jornadas de ese año 78 se cumplieron con una visita (dos buses con la crema decadente y nueva de las letras chilenas) a la tumba de Vicente Huidobro, en Cartagena. El resto del día lo pasamos en el reino de Lo Gallardo, donde Inés Balmaceda Del Río. Y de allí tengo los testimonios irrefutables de unas cuantas fotografías captadas por mi, inéditas, ahora patrimoniales. Por otro lado, el nombre de Molina aparecía como una luciérnaga huérfana, pero brillante, en muchos artículos periodísticos de orden literario que yo leía, recortaba y guardaba -como lo hacen las hormigas y las abejas-. Así, un 8 de junio de 1980, Eduardo Anguita, entrevistado para El Mercurio (Artes y Letras), es preguntado y responde:
- Usted afirmó hace años, en un bello poema, que “Nuestro Señor Jesucristo subió al Calvario por el Chico Molina”.¿Todavía piensa que eso es cierto?
- Siempre he pensado así ese verso y los demás de aquel pasaje de un poema de Poesía Entera. El Chico Molina, y cualquier otro individuo humano aunque no sea tan digno y meritorio como Molina, es la persona concreta por la que Cristo subió al Calvario.
Entonces, uno entiende que nuestro personaje tenía una integridad poética en su persona, en su dialéctica cotidiana y en sus escritos, que nadie, al escucharlo o leerlo, podía ignorar o pasar por alto. El hecho de fabular con personajes reales y obras literarias, sólo revela su carácter de comediante -a veces- como una forma compensatoria de ciertos factores adversos de su persona: reducida estatura, estrabismo, voz chiquita. Pero era un erudito, un adelantado en la ínsula de Santiago y sus alrededores. Además, si fue editado por Huidobro en sus revistas de guerra, muy joven aún, es porque se trató de un muy buen mosquetero.
Allá por el año 45, ante Braulio Arenas, Mariano Latorre y Luis Oyarzún, entre otros, leyó el primer capítulo de un manuscrito suyo. Esta lectura despertó enorme admiración hacia el autor porque revelaba la presencia de un maestro. Y hubo celebraciones en restaurantes. Hasta que se supo la verdad: eran páginas iniciales de Demian, de Herman Hesse. Él mismo las había traducido del francés. Acorralado, contra-atacó haciendo saltar chispas de sus ojos azules: había probado la ignorancia de sus colegas. En efecto, Molina era ratón de bibliotecas, leía vorazmente a los últimos autores, devoraba revistas. Traducía poemas. Sus papeles, sin orden alguno, eran escritos con letra menuda, ilegible para cualquier otro mortal.
En algún mes de 1973 (de seguro que antes de septiembre) el Chico Molina viaja a París. Una dama financió los pasajes como quien le da una mamadera a un bebé. El hecho iluminó el resto de su vida. Decía que en Montmartre, sentado a la pequeña mesa de un café, había estado a metros de Sartre, y que Sartre, en un momento dado se paró y le increpó: “¿Usted se está burlando de mí?”, “Mon Dieu, jamais! Je suis vôtre admirateur, monsieur”, respondió Molina. Ambos tenían un ojo estrávico. “Llegó diciendo que había destruido la teoría de los últimos surrealistas y que había conocido a los personajes aún vivos de En busca del tiempo perdido, de Proust”, dice Alfonso Calderón, su extremo biógrafo (Venturas y desventuras de Eduardo Molina, Ed. Catalonia, Stgo., 2008).
Molina se perdió un tiempo de la capital. Aunque solían decir que reaparecía sin aviso previo en algún café, en “Il Bosco”, y tal como antes en la “Piojera” y “El Jote” de San Pablo, rudas tabernas estas últimas. Su refugio de “gran meaulneano” pertenecía al reino de Momo (Inés), allá donde el río Maipo rinde su cuerpo al portentoso océano.
Lo fui a visitar algunas veces en Lo Gallardo, pocos años después, en su evanescencia tranquila e implacable. Allí tenía sombras altas como un dosel, igual que en el Parque Forestal, bajo las cuales entablar combates dialécticos con el pintor y gurú Roberto Humeres, u otros como Luis Oyarzón, Iván Vial, Enrique Lafourcade, Alejandro Jodorowsky.
Zorro fino y plateado (cabellos y barbas nevados), ojillos azules como dos espinas cruzadas, ha sido llamado “Le Petit Hemingway”, “Duque del Crepúsculo”, “Barón de Nataniel”, “Patrono de Hesse”, y para qué seguir cuando Lafourcade se las sabe todas. Nacido en 1913, fue amigo del Vicente Huidobro rutilante de los años 30, ese máximo zapador de las letras chilenas. Estudió medicina, leyes, filosofía, sociología y no se recibió de nada. A confesión de parte, con un propósito: “…no tanto para seguir una carrera sino que para discutir”. Molina fue autor real de lo impalpable. Nunca se empleó. Educado en colegio jesuita, conjugó su iniciación surrealista reemplazando un Sagrado Corazón que estaba sobre la cabecera de su catre por un letrero que decía: “La verdadera vida está ausente”. Gran poeta, dejó de monumento los numéricamente escasos versos de Una noche invernal, y algo más, no mucho más. Se defendió por años diciendo que escribía una novela titulada El nadador sin familia o, más adelante, El Gran Taimado. Este nombre lo tomó Enrique Lafourcade para uno de sus libros (1984).
La trayectoria cenital de Molina permanece un tanto en las sombras debido a que los testigos de sus andanzas se aburrieron de este mundo. Pero, como dice Jorge Teillier, “lo que importa no es el carruaje sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.”
Los nombres de los hijos del Parque Forestal están ligados, por añadidura, a pequeñas comarcas por entonces esotéricas. Hablo de Caleta Horcón, vecina a Puchuncaví, y de Caleu, prodigioso lugar ubicado al fondo de altas montañas y cerros de la Cordillera de la Costa. Horcón es el escenario de la novela Pena de muerte, de Lafourcade, cuyos personajes son identificables -algunos de los cuales ya están mencionados aquí- según el estilo de crónicas enmascaradas de este notable novelista. Luis Oyarzún, autor deMudanzas del tiempo, páginas selectas de un extenso diario de vida, evoca socarronamente en la página 13, capítulo “Caleu, noviembre de 1948”, la siguiente escena en circunstancia de que él mismo está entre huertos:
(…) arrancando papas de plantas desconocidas y aun sin nombre que queremos aclimatar en los jardines.
“El poeta Molina carga una vara larguísima en cuya punta hay una pequeña pala inútil, una vara tan larga que debería ser usada para arrancar las hierbas del cielo. Con ella, él es un boyero sacado de alguna historia griega y a su paso las sementeras de trigo barbudo, los bosquecillos de álamos, los manantiales protegidos por la hierba de la plata son otra vez jardín en que podrían aparecer dioses, elfos y ninfas.
- ¡Hum! Ahora te descubro. Eres una encarnación de la naturaleza que imita al espíritu.
- Lo mismo venía yo pensando. Recién te reconozco, aquí, desnudo y entusiasmado buscando plantas al aire libre. Al fin te hallo cara…
Hay ahora armonía en el Olimpo y por nuestro cielo no circulan sino las nubes blancas que matizan el azul y que el propio azul engendra para sentir mejor el precio de su pureza. El cielo forma nubes y las devora en seguida.
- ¿Recuerdas esas nubes de Gide en las Nourritures terrestres que el cielo reabsorbe?
Este breve texto extraído de aquel hermoso libro de un profesor de universidad que camina senderos y bosques de Italia, Francia e Inglaterra, y que atesora como en un herbario los aromas de todas las flores silvestres de su país, arroja luces sobre la dialéctica fina, erudita, endiablada e irónica a veces, de estos dos personajes legendarios de la literatura chilena: Luis Oyarzún, Eduardo Molina.
Eduardo Molina enseñó en sus clases de Altazor (porque no fue un taller en el sentido común de la palabra) que el ejercicio de la literatura es una alquimia del “yo interior” y que la obra de calidad es esencialmente una estructura. ¿Cómo entender sin Molina qué es correspondencia, parte y todo, en una obra? ¿Quién sino él podía explicarnos que A la búsqueda del tiempo perdido tiene una arquitectura basada en la roseta de las catedrales, ésta que Corneille describió como una fórmula matemática?
“La lectura es una crítica a la existencia”, “Tiene permanencia la mirada nueva”, “La lectura es una palabra sobre la palabra, un pensamiento sobre otro pensamiento”, “Gastón Bachelard descubre la fantasía del conocimiento objetivo y descubre un nuevo movimiento de la imaginación, una sintaxis de la imagen, una estructura de la imagen”, “En filosofía aparece la imaginación como fenómeno de segundo orden pero Bachelard la valoriza y la destaca: es la parte creadora. Se trata del dinamismo de la imagen”.
Palabras exactas de Molina, captadas con una grabadora en sus clases.
Acabar, realizarse, ver todas las cosas surgir bajo el signo de la energía. Esta enajenación está en la base de todo pensamiento moderno. Comunicarlos es el esplendor de su devenir íntimo, ontológico, perteneciente al ser y no a la forma exterior. No hay otra felicidad que el percibir esta realidad y comunicarse con ella. Estos nuevos críticos nos hacen descubrir un nuevo Racine, no el academicista sino el creador. El dinamismo de Corneille. El gran arte renace de sus cenizas. Hay un italiano ensayista en el Dante: descubre un Dante sobre el otro Dante, porque descubre una realidad psíquica. El autor que no produce sus lectores, no existe.
¿El Príncipe es el autor de tanta metafísica? Si no lo fue, eso no tiene importancia. Esa metafísica era suya.
El poder de inspiración de los libros espera. Hay una selección previa del propio lector. Por lo tanto, se crea un valor. El lector resulta un creador del encuentro suyo con el autor. Se descubre lo que no se dijo. Los buenos libros no permanecen cerrados sino que siempre vuelven a inspirar ideas. Un texto malo no tiene la palabra viva polivalente.
En Molina está el amor de un vaso y de las flores. El rumor del bosque y el aliento del camino polvoroso rumbo a la cantina de Llo-Lleo. Quizás si el puente de Santo Domingo era el estropajo de un París desarticulado y desvanecido en el mito. La voz de Eduardo Molina desapareció de las cintas del escuálido ladrón de sueños.
¿Por qué todos -o casi todos- los que leen a Bachelard en la universidad, también los de afuera, no quedan impresionados sino por su transparente encanto imaginativo, por la belleza plástica de sus últimos libros? ¿Bachelard es eso? ¡Chaque fou sa marotte!… Todavía, y con mucho espanto, leí en un número de Magazine Littéraire (revista parisina, 1983), que una ensayista habló de él como “Inmense manipulateur d’images et de citations…Il lui manqué fort peu pour qu’il soit un sublime poète”. Nada más. Ese no es el científico puro, riguroso, doctor en química y física, que descubre maravillado que en cada actitud humana contemplativa hierve, en mayor o menor grado, un fluido imperceptible pero límpido y nocturno, que no tiene otro nombre que poetización. Él enseña que un químico que manipula elementos en búsqueda de una solución especial, está en una actitud poética. Lo mismo diría del niño que toma una tiza y busca una forma sobre el papel, pizarra, muro o suelo. Idéntico fenómeno cuando un militar, inclinado sobre un mapa, trata de descubrir nuevas tácticas o movimientos de fuerzas. A partir de este fenómeno psicológico es posible entender más esencialmenteal hombre. Y, por cierto, un mundo nuevo dentro del arte.
Bachelard había provocado una incursión distinta ante la hoja en blanco: el desafío de penetrar más profundamente en las razones que se tienen para ubicarse en un espacio tan amorfo como el arte. Tendría que investigar hasta en los resortes genéticos de un modo de ser, porque una raza mixturada al menos por dos vertientes, tendría su absurdo Vesubio o, tal vez, su propio aquelarre con brujos y brujerías manifestados sutil o brutalmente. Así, ¿qué distancia tiene que recorrer un lector de Santiago de Chile para conocer gestual e intestinalmente la poesía inglesa? ¿Cómo podemos entender el humour de Eliot? ¿Cómo acceder a la compleja poética de Mallarmé? ¿Y la razón spengleriana? Para entrever el curso de la humanidad hay que atrapar nociones de antropología, filosofía, religión, economía, sociología, y cuánto diablo más, recién para entrever que lo humano es la vida del hombre; que la anécdota biográfica y su opuesto el espíritu son un todo indestructible.
Tanta bóveda clausurada. Tanto libro quemado. Porque viene la gran pregunta: ¿estamos preparados para ser escritores y arriesgar juicios sobre lo que nos rodea desde el micro al macrocosmos? Pregunta, en verdad, insoportable.
Paralizarse. Virar. Encuevarse. Gatear. Llorar. ¿Qué?
Trabajar. Trabajar. Estudiar. Beber. Amar. Indagar el pasado. En fin, moverse.
Cuando Molina cerró vallas en torno al concepto de “literatura”, entregué un papel con un par de líneas y presuntuosas explicaciones adicionales. Pretendía, quizás ingenuamente, atrapar en unas cuantas palabras aquello que los sabios no han terminado de explicar. “Literatura, un fenómeno que construye un espíritu utilizando las propias técnicas del lenguaje escrito”. A la salida de clases, me dijo que le gustaría más adelante ver eso. Nunca volvió al asunto, quizás para no desperdiciar estocadas. O estaba ya muy cansado. Yo también olvidé aquello hasta hoy que reviso apuntes.
Así, con buenos o malos frutos, se me abrió la “naranja mecánica”. Por eso, repito, nada más surrealista, intrínsecamente surrealista, que un texto literario, por muy plano, subjetivo o pedestre que parezca. Aprendí que podría escribir, si me lo propusiera, fantasías con lo terrenal, los genes, las miserias de las opresiones, el sudor de la frente y las axilas, la sangre y los espermatozoos. Si fuera capaz de liberarme de toda una historia personal de fronteras, pequeñeces, vanidades, marcas culturales y religiosas. Si pudiera. Porque bien vale la pena tratar de conocer la libertad del yo y sobrevolar las cavernas, las fosas de cadáveres y reinados. Si se pudiera. A lo mejor, se puede.”La única ley verdadera es aquella que conduce a la libertad”, ha graznado Juan Salvador Gaviota. Es la libertad espiritual que adoró Eduardo Molina y que entregó generosamente en sus clases y charlas.
Cuando estuve con él, en Lo Gallardo, amenazaba con sus “memorias completas”. Y estaba trabajando en Los días de nuestros años. Qué hermoso título, Fue un gran titulador. No mostró ninguna página. Pero me niego a creer que fuera una fantasía, un ensueño. La verdad la tiene el poeta y profesor Miguel Ruiz, también alumno de “Altazor”, ya que es el heredero material de todos los papeles que dejó el maestro. Un día yo paseaba solo y meditabundo por el bosque alto que hermoseaba una suave colina, dentro de la propiedad de Momo, cuando una voz me llama desde lo alto. Cierto: desde lo alto. Era Miguel, encaramado en un árbol.
El semestre del año 1977 culminó en Montegrande, al pie de la tumba de Gabriela Mistral. Ese día, 12 de diciembre, hice circular un cuaderno sin líneas donde muchas personas (Miguel Arteche, Martín Cerda, Campos Menéndez, entre los mandamases, y Paz Molina, Armando Rubio y Miguel Ruiz, entre una breve suma de “alumnos”) dejaron sus impresiones captadas en tan denso momento. Allí, el Chico Molina me dejó manuscrita una espontánea improvisación: “En este valle de Elqui me siento en el fondo del misterio de la Mistral, piedras y poesía…”. Frase breve, estremecedora si bien se entiende. No solamente ese recuerdo tomé. En una reunión de camaradería, en el curso de ese viaje, recitó “el poema que lo hizo famoso”. En verdad, era el caballito de Troya que le hacían montar en tertulias bien regadas: En la noche invernal.
De esos versos se conocen variantes. Como por ejemplo, que el niño tiene una manzana roja en la mano. Ese espectáculo poético lo vivió en Chiloé.
La maledicencia entre los escritores roza muchas veces la crueldad. En verdad había un fondo de maldad cuando le exigían recitar esas líneas porque suponían que no había escrito nada más en su vida. Decenas de invenciones -que el propio Molina incentivaba con la picardía danzando en sus ojos-, se le cuelgan (o colgaban), algunas de las cuales han sido publicadas con cierta displicente vulgaridad y desaplicación.
La verdad es otra. Hay un material oculto, apenas revelado por Miguel Ruiz en el sencillo libro Eduardo Molina, un poeta mítico (Platero, Stgo. 1996).
Y hay algo más sorprendente. Sorprendente para los que no sabíamos del siguiente hecho:
Vicente Huidobro publicaba en 1935 unos cuadernos de acción política y literaria que llamó Vital. En el N° 3 de tan raro documento, hay una referencia a cierta exposición realizada en la Academia de Bellas Artes, en octubre de 1933, por Eduardo Molina y otro. Pero ese indicio de que nuestro personaje estaba presente en las actividades culturales de la época, no es nada con lo que aparece en la revista de poesía Total, de enero de 1936, perteneciente también a Huidobro (existieron otras, comoOmbligo). Ofrecen obras de firmas notables como Julio Molina Müller, Rosamel del Valle, Gerardo Seguel, Volodia Teitelboim (poema “Fundación de la vida”), Enrique Gómez-Correa, Braulio Arenas, Adrián Jiménez y… el inefable Eduardo Molina Ventura. Sí, el mismo.
Pero la existencia de aquel intenso poema no es antecedente de la jugarreta del Parque Forestal muchos años después. No era posible, bajo ningún punto de vista, burlarse de Vicente Huidobro. Estamos en presencia, entonces, de un vigoroso poeta surrealista que eclosiona en su ardiente juventud. Y no podía ser de otro modo, si formaba parte del corso de tan excesivos personajes y sí era lector privilegiado de cuanta obra europea le ofreciera su prodigioso anfitrión.
“Mentiroso profesional, escritor sin obra y bohemio de las generaciones del 38 y 50”, excreta sin documentarse el cronista Roberto Careaga, de La Tercera, el 19.09.2008. Bohemio, sí, pero príncipe; y con esto dejo en claro que no fue un borrachín sino un extenso conversador de sobremesa en cualquier lugar que fuera. Cuando yo lo iba a dejar, se bajaba solo y sabía encontrar la desvencijada puerta de su “cité”, ese que, a pesar de todo, le ayudaba a subsistir arrendando piezas. Sabía ocultar con dignidad su pobre situación económica. Es decir, no era de este mundo.
Cambien, en consecuencia, las miradas compasivas hacia tan ilustre personaje.
Tomemos otros registros para una bibliografía general del poeta, y esta vez recogida por esa labor calmada pero certera de Jorge Teillier. Algunos apuntes de un artículo publicado en Las Últimas Noticias, Santiago, un 29 de mayo de 1977. Dichas glosas tratan de obras de Molina:
El número 5 de Hipócrita lector (revista literaria limeña) “In Memoríam”, poema dedicado a Rosamel del Valle. En 1930, Gong -órgano literario de Valparaíso dirigido por Oreste Plath- publica una nota crítica sobre la metáfora renovadora en Huidobro y Neruda. 1935, “Hay un llamado”, es el prólogo a Hombres de máquinas, novela de Laurencio Gallardo. Otro de sus prologados fue Efraín Barquero, poeta residente en Lo Gallardo; Molina escribe la introducción de El viento de los reinos y de la autobiografía de Barquero Arte de vida. En la antología Madre España (1937), donde Gerardo Seguel reúne a los poetas que rinden homenaje al pueblo español En 1942, Andrés Sabella reúne a los poetas de la Universidad de Chile en una antología publicada en la revista Hoy, “Narrador sin familia”, dedicado a Braulio Arenas. Por esos años, Molina firmaba otros textos como “Diógenes Linterna”. Lafourcade señala que en la revista infantil Semanita su rúbrica era la de “Marquesita Pompadour”. Bajo anonimato, publica La mano ensangrentada serie folletinesca en Don Fausto. Braulio Arenas también escribió en esa revista de entretención y, se dice, en El Peneca, de niños (1940-1950). Cuando le pregunté a Braulio sobre esos “pitutos”, me cambió la conversación y no insistí.
Realidad y mito. Por allí se escabullen los fantasmas.
La insistencia de los cronistas en recalcar la falta de obra impresa del poeta es majadería. Hay muchos testimonios pero lo que falta, simplemente, es la recuperación de sus “obras completas” y eso mucho depende de los papeles que guarda Miguel Ruiz, documentos que él confiesa que son ilegibles. De esta forma, el mito es realidad y habría que reconocerlo pese a las pruebas en auto. Curiosamente, como ocurrió con varios escritores notables de nuestra historia literaria, parece que el personaje de carne y hueso, con su habilidad intelectual y su arte de hablar, superó al que suscribió textos y libros. Estoy pensando, además, en el propio Luis Oyarzún.
Una de sus últimas apariciones públicas del noble Marquis de Molineux et Venturinsky, fructificó en agosto de 1983, bajo flashes del mercadeo, cuando Lafourcade presentó su libro Los refunfuños de M. Le Comte (Ed. Bruguera, 1983, gastronomía como nuevo género literario). En verdad, nuestro personaje aparece una y otra vez en las crónicas mercuriales del gran novelista, a veces como un referente cómico-mítico; otras, con un sentimiento de nostalgia en palabras que se han escrito, no lo dudo, con una suave humedad entre las pestañas. En cierta ocasión, Edmundo Concha, crítico literario, sensible autor de la columna “Día a Día” de El Mercurio por muchos años, le llamó la atención a Enrique por su excesiva dependencia moliniana (07.04.96). Pero se reconciliaron cuando E.C. supo de una historia que repitió en su columna, bajo el título de “Anécdotas”:
Helo aquí, mal repetido. A un matrimonio joven le nace su primera guagua. Y como ambos trabajan y ganan poco no pueden atenderla como se debe. Al fin llegan a un acuerdo con un vecino de departamento que no ha permitido jamás que su tiempo sea sorbornado por el diabólico trabajo. A él le sobran las horas desocupadas. Es precisamente el Chico Molina, con el cual el matrimonio hace un trato remunerado. Ellos irán diariamente a su trabajo pero dejarán hechas dos mamaderas para que Molina se las dé, una al mediodía y otra al atardecer. Y eso funciona bien para todos, menos para la guagua, que empieza a enflaquecer. La madre, temerosa, toma entonces las precauciones del caso y descubre la causa: las mamaderas se las estaba tomando el Chico Molina.
Me acerqué a Lafourcade y le expliqué que esa anécdota le quedaba chica a Santiago y que era más propia del mejor París, el de Montmartre de Jean Cocteau. Y le agregué que siguiera tirándole serpentinas a su Chico Molina, a quien ya es hora de que se le llame el Gran Molina.
A este ser ingrávido, Eduardo Molina, se le ha coronado con laureles, se le ha llevado a un tinglado de coligües y narcisos y se le han prendido los títulos más sublimes a los que puede aspirar un ciudadano egregio, muchas veces con crueldad o tal vez porque no había otra forma de nominarlo.
Falleció en agosto de 1986. Miguel Ruiz entregó parte del patrimonio poético de Eduardo Molina en su libro. Y refiere allí: “Nos encontrábamos en Lo Gallardo, en casa de la Momo, su amiga y mecenas, y en la de otra buena mujer, Mercedes Menares, mi madre, quien lo acogió y asistió cristianamente durante los últimos meses de vida del poeta, ayudándole a bienmorir aquella madrugada del invierno de 1986.”
Un poeta, ahora sí, de antología. Ardiente y audaz, surrealista total, por los años 30. Poeta finísimo, casi oriental, tímido para publicar, en su época postrera. “El autor que no produce sus lectores, no existe”, escuché de este personaje singular. Lo que fue, quizás, su postrera ironía. Ironía que hiere, además, a quien le venga el sayo.
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Hernán Ortega Parada (Chile, 1932). Poeta, narrador y ensayista. Ha publicado Cuentos (1966), La muerte del ruiseñor (poesía, 1992), además de tres obras de referencia sobre la poesía de Jorge Teillier, Enrique Gómez-Correa y Ludwig Zeller. Contacto: ortegap1932@gmail.com. Página ilustrada con obras del artista Eligio Pichardo (República Dominicana).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
terça-feira, 18 de novembro de 2014
Eduardo Molina Ventura, en los días de nuestros años | Hernán Ortega Parada
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