Dice él que nació y no creció mucho, y para acompañar el humor con que se toma a sí mismo, jugando al analista se dirá que, a través de su obra, trata de replicarse constantemente. Así, vemos astillas de sus sueños en su serie Peces y quizá, transformado en chupacoto, adivinamos al escultor fundido sobre las broncíneas caderas de la serie Verano.
Una lectura: Momo, de Michael Ende, dio origen a personajes oscuros y escondidos capaces de definir casa, vida y hacienda. Esas eminencias grises que, con una firma o un sello, definen una existencia, ingresaron a la realidad como Los hombres grises. Todos llevaban máscaras. Uno de ellos (El lobby del escarabajo) lucía un fálico cuerno que alguien, involuntariamente, quebró cuando se exponía en la plaza 24 de Septiembre hace 26 años. El escultor le puso un parche de bronce y así nació una extraña combinación de paquió y bronce; ahí está la escultura, con su misterio a cuestas, a la entrada del Búho Blanco, esa casa creada a imagen y semejanza de sí mismo y de Yasuko, su musa y compañera.
Antes de conocer a su esposa, la estética de su arte no había encontrado sus rumbos, aunque tenía la influencia de Marcelo Callaú, de quien aprendió a sentir con dedos de árbol. Las vetas, los colores, el olor y el peso de la madera fueron transmitidos por este desaparecido maestro. Hablamos de 1983, año en que su disciplina de obrero y sus raíces tropicales lo anclaron definitivamente en Santa Cruz, donde sobrenada en una búsqueda estética que, a la luz de su actual madurez, parecería infructuosa.
Ya sabemos que nació en Yungas y que vivió en La Paz y El Alto. Bien pagado por la industria de la construcción -corría el turbulento 1979- fue de vacaciones a Santa Cruz. El trópico que vivía en él despertó y encontró el clima de la infancia. En pleno turbión –el del río y el de sus 18 años- se fue a nadar al Piraí y no fue necesario más, el desarraigo estaba ya instalado, aunque no encontraba la excusa perfecta para renunciar a su trabajo. Finalmente, se le ocurrió: “Me voy al cuartel”, le dijo a su jefe. Después de los ocho años que pasó en La Paz (cinco de ellos en El Alto), empezó a renacer. Con la ayuda de cuatro amigos invirtió la indemnización que le dio la empresa constructora en música y baile; el resto lo dilapidó.
Así, viviendo en un cuartito como un estudiante, lo encuentran 1983, Callaú y la Escuela de Artes Visuales. Esta vez, el turbión en el que nada es artístico. Aunque gana una bienal, considera que aún no ha encontrado su cauce, así que, junto a un amigo pintor, decide que su espacio de trabajo le queda pequeño y, dos años después, se interna en el Parabanó. El cuartito se convirtió en un campamento de refugiado. En el remoto monte buscaba madera, comía plátanos verdes y yuca.
De las muchas obras que vieron esos días de verdor y calor, hay que destacar a una especie de Golem que, sin saberlo, estaba tallando. Meses y meses transcurrieron, hasta que se enfrentó a un tronco con el que pasó diez días a solas. Cocinaba y tallaba, cocinaba y tallaba. Quien desee conocer al hijo de esos días, puede verlo en el edificio de la AECI. Fue bautizado con el nombre de ‘Alienado’, un hombre preso de sus prejuicios y de los de otros. Debe ser difícil encontrar ahora algún resto de ese taller, que, para 1988, estaba ya devorado por el monte.
Grandes eslabones de madera que hacían conjeturar al público si se trataba de la talla de una sola pieza o la unión de varias, muestran que la madurez ya está en camino. Después de superar esos tallados, que él considera ‘efectos técnicos’, visitó Argentina. Allá, 40 colegas se reunieron en el Primer Encuentro Mundial de Escultores y se conmovieron con Esperando el amanecer, que muestra la misteriosa placidez de una mujer embarazada.
Después del adiós definitivo de Don Ata llegó una serie llena de nostalgias. Guitarras retorcidas, con las cuerdas reventadas y silentes, Guitarras tristes, colgaban de las paredes como recuerdos queridos. Me abandonaron los taquiraris (1993) es una protesta a seis cuerdas que también ganó una bienal.
En 1994, un viaje a Japón cambiaría su vida. Conocía ya a su compañera, Yasuko. Perdido en medio de un idioma extraño, fue llevado a una reunión donde sólo una persona –además de su esposa- hablaba español. Resultó ser hija de un escultor, y así fue a conocer una escuela de escultura. “No, no hay en Bolivia una escuela así”, les dijo, y no le creían: “¿En un país tres veces más grande que Japón?”.
Las becas que otorgaba la escuela estaban destinadas sólo a estudiantes de origen asiático, pero seguramente el rostro de Bustillos se derritió como una de sus Guitarras tristes, mientras en el silencio nipón se escuchaba retumbar el estallido de una cuerda interior. Meses después, conmovidos, los directivos de la escuela le pidieron sus datos y después de los papeleos que firmaron y sellaron varios hombres grises, subió a un avión para estudiar, durante cien días, los secretos del bronce. Su disciplina obrera fue puesta a prueba durante diez horas diarias, seis días a la semana.
Templado con esos nuevos conocimientos, comenzó fundir. Pero antes, mostró en la calle cómo se podía crear esculturas utilizando desde la procaz motosierra hasta la más delicada gubia (aunque, obviamente, las herramientas más preciadas son sus manos). La época de las vacas flacas tuvo cierto carácter premonitorio, porque ni bien acabó de lijar la obra, se anunciaron ciertas medidas económicas. Se podría decir que desde entonces (1995) la popularidad de sus obras ha aumentado visible y palpablemente.
El pasado de la ciudad no tardaría en llegar a su taller (había empezado a construir el Búho Blanco, su casa y centro cultural). Un amigo le regaló dos caballos y, a fuerza de observarlos, terminó tallándolos. Luego siguió con las vacas. Rápidamente, la ciudad vio que esos incompletos animales venían a llenar su rumiante nostalgia de pueblo, en cuyas calles ayer nomás pastaban los bueyes. Así, la arquitectura adoptó algunas de sus obras y la ciudad, con ínfulas de modernidad, se dio cuenta que gracias a la velocidad de las avenidas había sido alcanzada por la profecía (quiero llamarla así) del no-lugar de Marc Augé, y desesperadamente quería completarse con su pasado. Vacas y caballos poblaron restaurantes y fachadas.
En medio de las suaves ondulaciones chiquitanas, el escudo brasileño irrumpe con frecuencia. Uno de esos lugares está en San Xavier. Inmensas piedras de graníticas que fueron el escenario de la ancestral danza de los Yarituses (Piedras de los Apóstoles es su nombre postcolonial) han sido recientemente vistas como una posibilidad turística. Bustillos empezó a construir un museo cerca de esas piedras. Después de superar algunas miopías locales, Búho Blanco San Xavier (dedicado al escultor japonés Isamu Noguchi) quedó inaugurado. La sensibilidad con el entorno y una estética sugerida por el granito son las características de este espacio, en el que se respira un aire curiosamente ancestral y contemporáneo.
La serie Verano es ya conocida. Esos bronces tienen el poder para despertar al travieso voyeur que todos llevamos dentro y al crítico que no podemos disimular. ¿Acaso no forman esas caderas una unidad con la Feuille de vigne ferrell de Duchamp? Ambas obras juegan con el vacío y el no-vacío, con esa suerte de juego intelecto-sensorial que, como todo desnudo, incomoda y estimula.
Hay más. Las máscaras volverán este año (curiosamente, el primer trabajo en bronce que lo dejó satisfecho, fue una representación del rostro de su esposa), como siempre en madera; los toros y la serie Verano, ampliada, estarán lista para su exposición en la Santa Cruz y luego en La Paz.
La Manzana Uno, que empezó casi como una aventura, se transformó en un proyecto que ya dura tres años. Donde antes había policías y detenidos, se ven ahora exposiciones de pintura, escultura y fotografía. Se desarrolla ahí gran parte de la faceta de promotor cultural que ejerce Bustillos. Hubo ya dos encuentros de escultores, en el que artistas de varios países desnudaron su proceso de creación en plena calle. El último ha dejado una serie de obras para la ciudad, que serán exhibidas en el Paseo de la Escultura.
En realidad, Bustillos nació y sigue creciendo. En alguna parte se ha escrito acerca del anhelo escultórico de extenderse al ilimitado espacio y prolongarse a lo inacabable del tiempo (otra vez Momo). Para que las obras de este escultor sean vistas por el público, tienen que pasar por el veredicto del fuego crítico del creador que, en el caso del bronce, las bautiza, y en el de la madera, las convierte en ceniza.
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Javier Méndez-Vedia (Bolivia, 1969). Periodista. Es autor de un reportaje distinguido con el Premio Nacional de Periodismo Científico acerca del uso de pesticidas y las alternativas para la producción biológica. También obtuvo un reconocimiento nacional con reportajes sobre biodiversidad, como la historia de la Victoria regia, descubierta para la ciencia en su país. Contacto: javiermendezvedia@gmail.com. Nuestros agradecimientos a Gabriel Chávez Cazasola y Denisse Aguilar. Página ilustrada con obras del artista Juan Bustillos (Bolivia).
El período de enero de 2010 hasta diciembre de 2011 Agulha Revista de Cultura cambia su nombre para Agulha Hispânica, bajo la coordinación editorial general de Floriano Martins, para atender la necesidad de circulación periódica de ideas, reflexiones, propuestas, acompañamiento crítico de aspectos relevantes en lo que se refiere al tema de la cultura en América Hispánica. La revista, de circulación bimestral, ha tratado de temas generales ligados al arte y a la cultura, constituyendo un fórum amplio de discusión de asuntos diversos, estableciendo puntos de contacto entre los países hispano-americanos que posibiliten mayor articulación entre sus referentes. Acompañamiento general de traducción y revisión a cargo de Gladys Mendía y Floriano Martins. |
terça-feira, 18 de novembro de 2014
Juan Bustillos o el veredicto del fuego | Javier Méndez-Vedia
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