Allí donde no se respira sino el aire de las
altas cumbres, en la gran estación de la poesía italiana, esa primera mitad
del siglo XX donde sólo parecen erguirse las dos cumbres aisladas del (quizá
mal llamado) hermetismo: nada menos que Giuseppe Ungaretti (1888-1970) y el
único que merece aproximársele: Eugenio Montale (1896-1981), han logrado sin
embargo perfilarse otras dos cumbres no menos solitarias pero, cada cual a su
modo, lo suficientemente individualizadas. Una es la figura a la vez sombría
y radiante de Dino Campana (1885-1932), que en la mejor tradición de los
poetas malditos pagó con una vida de errancia y reclusión (inclusive en
hospicios) su experiencia de fondo, eso que el mismo Montale supo percibir
tan nítidamente como “la naturaleza más personal y más oscura del mensaje bárbaro de
Campana”. La otra es sin duda la voz alta y humilde, la difícil y colmada
sencillez de Umberto Saba (1883-1957). De quien, el próximo 25 de agosto (la
misma fecha que había elegido el Pavese suicida), se cumplirá medio siglo de
su muerte, en una clínica de Gorizia.
Triestino, lo fue toda su vida. Y no sólo por haber nacido allí, como
Ítalo Svevo, o por haber elegido vivir allí (como en parte James Joyce)
prácticamente toda su vida, con la única excepción de ese período negro en
que debió refugiarse en Florencia, donde cambió hasta once veces de
residencia escapando de las inicuas leyes raciales del fascismo (y donde la
figura de Ungaretti se ilumina por haberlo ocultado en su propia casa),
siempre bajo el temor de ser deportado a la Alemania nazi. (A pesar del
peligro, Montale lo visitaba casi a diario.) Sino también porque como la
misma Trieste en que nació, un 9 de marzo, y que todavía formaba parte
entonces del Imperio Austro-Húngaro, los blasones de su vida y de su obra
bien pueden ser la extraterritorialidad, la frontera, el cruce.
Hijo de un comerciante italiano y madre judía, Rachele Cohen, que al
parecer no logró aceptarlo por haber sido tempranamente abandonada, el
pequeño Umberto Poli (que tal era su nombre) sólo lograría amor y cobijo al
ser adoptado por una campesina eslovena, Peppa Sabaz, a la cual homenajearía
adaptando al de ella su propio apellido de escritor, su nom de plume.
Muy pronto comenzó a padecer frecuentes crisis nerviosas que, en 1929, lo
llevarían a psicoanalizarse con Edoardo Weiss, el introductor de Freud en
Italia. En 1909, el tierno y melancólico Umberto Saba se casa con Carolina
Wölfler, y al año siguiente nace su única hija, Linuccia. Aunque no le tocó
ir al frente, participó en la Primera Guerra Mundial.
Si Campana demostraba con la apasionada posesión casi crispada del
mayor universo posible una de las características fundamentales -y más
ambiciosas- de la poesía moderna, la calma mirada de Saba, no menos tensa ni
menos apasionada, aunque discurriera en apariencia serena y casi módicamente,
prefiere colocar en los paisajes cotidianos que contempla y que es,
su propio tono, su propio clima, el de un lenguaje exento de complicaciones y
sutilezas, y hasta en extremo sencillo, pero cuya lograda tersura y cuyo
sabio escandido no denotan en absoluto ninguna clase de facilismo o
superficialidad, sino todo lo contrario.
Es la propia médula, el meollo de la misma vida cotidiana, y la del
hombre -común, en el mejor sentido- que la refleja y que la vive, que la
encarna, lo que Saba viene a hacer fructificar y florecer. Brotes que veremos
también despuntar en las futuras corrientes realistas y neorrealistas de la
poesía italiana (de Pavese a Pasolini), con otros rumbos quizá, pero con la
misma legítima calidez de lo vivido y de lo compartible. Hay pocos casos como
el de Saba en la literatura mundial, de un poeta que haya llegado a rondar
entre los mayores de su patria y de su tiempo partiendo dignamente de un tono
menor (y en realidad sin apartarse nunca de él), de una mirada humanísima
pero sensible a las sencillas -y humanísimas- cosas y hechos de todos los
días.
Singular destino entonces el de Umberto Saba: nada menos que ser un buen poeta en una generación con cumbres como Ungaretti y Montale. Pero su natural y proverbial humildad, la aparente ajenidad (por otra parte tan humana) de su ascendencia, de su lugar de nacimiento y de su historia personal, supo hacer trascender a su “sabiduría triste”, a su “melancolía desolada” (como bien dijo Augusto Vicinelli), en una límpida y humanísima poesía. esa con la que atemperó a “la serena desesperación”, bello título de uno de sus muchos y tocantes libros. Los libros que, callada y digna, hondamente (como por su propia esencia y presencia él sin duda ha preferido), siguieron hablando por él, lo han ido ubicando, poco a poco, pero con toda justicia, al lado de los grandes poetas de su tierra y de su tiempo.
Además de la poesía, toda su vida giró prácticamente alrededor de una
única ocupación, su legendaria Librería Antigua y Moderna, cerca de la Plaza
de la Bolsa, en Trieste. La misma que imprimió en 1921 Il Canzoniere,
primera versión de un mismo creciente volumen que iría incorporando todos los
suyos, y que sería a lo largo de los años la recopilación reiterada de la
totalidad de sus poemas bajo ese único título. No muchos lo percibieron, al
principio. Honra sin duda a Montale el haber sido uno de ellos. Otro fue el
crítico Giacomo Debenedetti, quien sutilmente apeló como metáfora al viaje
del salmón hacia sus fuentes, enfrentando aguas contrarias, para aludir a la
honradez y hondura con que Saba persistió en su propio camino mientras
predominaban estéticamente otros dominios, por lo menos contrarios si es que
no adversos. Pero incluso porque no resulta en absoluto usual que un prosista
se ocupe de los poetas, se hace sin duda más valioso este aserto del narrador
Guido Piovene: “Puede ser que la prosa italiana de este siglo haya dado
algunos escritos (pocos) de igual valor. Pero estoy seguro que no ha dado nada
mejor.”
Y también, para enfrentar hoy mismo la arrolladora banalización, el
sinsentido apenas de adquisición de objetos con que la globalizada sociedad
de consumo y del espectáculo ha devaluado los verdaderos valores originales
de la vida cotidiana, y que por desgracia ha tenido su cría espuria en
supuestos criterios estéticos de minimalismo esmirriado o de prefabricada
coloquialidad, ha de resultar un verdadero antídoto, un gran mentís, la
simplicidad de fondo, la conmovedora intimidad de la poesía de Saba. Sigo
creyendo que es a nivel de vida cotidiana (como un verdadero test de
realidad) que han de ponerse a prueba las cuestiones -pretendidamente- más
significativas de la vida. Y mi experiencia personal es que lo que entendemos
por poesía, por poesía lírica, aún en estos tiempos y también en todos los
tiempos, en sus mejores exponentes, en sus más lúcidos logros, no ha hecho
(como Saba) otra cosa que ocuparse de ello. Los poemas auténticos tratan de
revivir, de mantener vivos, de conservar latentes, para uno mismo y para
otros, esos chispazos de percepción de lo sagrado que hay en el hombre, de lo
sagrado que hay en muchos instantes de muchas vidas cotidianas.
Esos relámpagos de hominización, donde el hombre se siente -más que se
descubre-, se palpa, se convierte él mismo en conciencia de lo sagrado de su
propia condición y de lo que la envuelve, de su relación con el mundo y con
el tiempo, el universo y los otros hombres, son la herencia y la cantera a la
vez donde la poesía (nunca mera literatura) trabaja y se logra. Y se
justifica. Mantener encendida esa conciencia, como lo ha hecho cabalmente
Saba, abierta siempre para los otros y para uno mismo, para el que quiera y
pueda verla, es -fue, será- su tarea. Por eso hay (como en Saba) una poesía
cotidiana de la vida extraordinaria. Y también una poesía extraordinaria de
la vida cotidiana. (Que no son juegos de palabras.) Porque más allá de
vocablos y de anécdotas, en el centro de ese instante sagrado que conjuga,
intercala, disuelve, unifica y hace irradiar otros miles y miles de instantes
similares, el hombre se descubre y nos descubre, a la vez animal y especie,
humanidad y sociedad, instinto y cultura, cuerpo sagrado y santo espíritu,
capaz del poema y de la vida.
Eso mismo que, tal vez, el propio Umberto Saba vino a afirmar con
sencilla grandeza: “A los poetas les queda por hacer la poesía honesta.”
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Rodolfo Alonso (Argentina, 1934). Poeta, traductor y
ensayista. Fue el primer traductor de Fernando Pessoa en América Latina. Contacto: gonyparanoico@hotmail.com. Página ilustrada com obras de Luis Caballero
(Colombia), artista convidado desta edição de ARC. Agulha Revista de Cultura # 58.
Julho de 2007.
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