Finalizando el siglo XIX
e iniciándose el XX, los poetas afines al movimiento Modernista
hispanoamericano impulsado por Rubén Darío tenían a la ciudad de París como el
centro de su imaginario, como el abracadabra de sus sueños tanto en el ámbito
de lo poético como en el de las demás expresiones del arte. Todos ellos le
adjudicaban a esa ciudad un magma de inspiración y creatividad que bordeaba lo
extravagante, al punto que si un poeta o artista no pasaba por ella, de seguro
sus capacidades creativas eran puestas en duda y corría el riesgo de quedar al
margen del mundillo cultural, es decir, en los extramuros de su época.
Dado el
solapado ambiente social y de cultura de plaza de mercado que se vivía en casi
todas las poblaciones hispanoamericanas, las realidades de una ciudad como
París resultaban fascinantes, propicias para la existencia mundana y la
constatación del carácter propio del ser humano residente en una urbe. Es
indudable que en esos años el mundo, en casi todas sus nociones, se recogía en
una ciudad como esa, y los artistas nacidos en ella, como quienes se hacían
adoptar por ella, contribuían con sus creaciones para el brillo del amplio
espectro de sus laberintos y encantos, tanto los intangibles como los
tangibles.
Uno de los
creadores que asumió el reto de develar los significados de vivir los trajines
y los efectos de un ambiente como el que propiciaba París, fue Charles
Baudelaire, tanto en su obra poética, como en sus ensayos sobre arte y demás
artículos periodísticos. Su escritura explora y recoge los síntomas nerviosos,
íntimos y sociales de su tiempo, a tal punto que lo convierten a él en un
arquetipo literario, símbolo de una época y de una condición humana.
Otro de los poetas significativos de la
cultura y el arte propiciados por el París de esos años, fue Stéphane Mallarmé,
quien inició su experiencia poética teniendo como referente a Baudelaire. La
quebrazón a la cual Mallarmé somete su yo, y la forma como lleva esta vivencia
a la escritura, rebaza los límites conocidos, dando a sus poemas matices
irreconocibles, novedosos. Su obra es un paso esencial dado por la poesía
escrita en Occidente. Se podría decir que, con ella, Occidente adquiere una
identidad nerviosa en su decir y de fragmento en su contenido. Lo hermético de
su lenguaje es luz revelando las manchas por donde se moviliza la mente humana,
tanto en lo diurno como en lo nocturno de su condición.
En las
primeras tres décadas del siglo XX París seguía siendo centro migratorio para
los poetas y los artistas del mundo. En la ciudad se vivían la bohemia y los
anhelos humanos llevados al delirio de lo racional, mientras las nociones y los
ideales hasta entonces concebidos eclosionaban, dejando en su lugar la
intemperie de otra realidad por descubrir. Empero, la fiesta y el esnobismo producían
el ruido suficiente para hacer creer que en los salones de París el mundo era
un carnaval interminable. Así hasta 1914 cuando explota la guerra y, con ella,
el tejido de sueños y realidades en sus clínicas interpretaciones racionales.
Entonces, en
medio de tal descomposición surgen las propuestas de la poética Surrealista
anunciando una utópica moral del
inconsciente.
A París llega
César Moro (Lima, 1903-1956) en 1925. Llegaba a esa ciudad manteniendo la
actitud iniciada en Hispanoamérica por los poetas, escritores y artistas afines
al Modernismo que buscaban airear sus ámbitos creativos y encontrar el
reconocimiento artístico en ella. De sus vivencias parisinas se sabe que en
1928 se adhiere al grupo Surrealista comandado por André Breton y colabora en Le surréalisme au service de la révolution. También, que en esos años adopta el idioma francés para la
escritura de su poesía [César Moro
Obra Poética, prefacio de André Coyné, edición, prólogo y notas de Ricardo
Silva-Santisteban (Instituto Nacional de Cultura, Lima, 1980)]. El impacto recibido en su encuentro con el Surrealismo y
su compromiso con los principios de vida y creación preconizados por el Manifeste du surréalisme publicado por
André Breton en 1924, se hacen fundamentales para su existencia y para
su escritura.
En 1933
abandona París y regresa al Perú, a Lima, donde, en
compañía de Emilio Adolfo Westphalen, intenta inocular el vigor creador del
Surrealismo en actividades que chocan con las convenciones de la Lima de
entonces. En 1938 se establece en Ciudad de México donde comparte con Wolfgang
Paalen, Remedios Varo, Leonora Carrington, Benjamin Péret y poetas mexicanos
del grupo Contemporáneos, entre los
cuales se distingue su amistad con Xavier Villaurrutia.
En México
escribe en español, entre 1938 y 1939, los 13 poemas que componen La tortuga ecuestre, libro descomunal,
resultado de sus íntimas experiencias amorosas narradas en versos y ritmos
insólitos, desbordados en el aprehender de las imágenes con que el poeta
intenta expresar la pasión y el desgarramiento producto de esa vivencia. La tortuga ecuestre es un libro inaudito
en mitad de las formas estiladas hasta entonces en el tema amatorio, tan caro
en la tradición hispana. Libro espléndido y atormentado por la plenitud y el
desasosiego cuando el amor transgrede el orden representado en la cicatriz “del
pecado original” que escinde y condiciona la realidad humana.
Y es que la
escritura de La tortuga ecuestre se
resuelve en una fábula de vértigo cuando la magnitud de sus palabras impacta
las realidades y la otredad del lector atento. Entonces el lector se ve
adentrado en el atónito de versos entregados por el poeta en una avalancha
hasta entonces insospechada en el idioma español. La escritura de estos 13
poemas hace crujir los aparatosos modales del idioma y su rutina impuesta como
norma para el afecto cae arrasada por la pasión, permitiendo así la realidad de
una escritura no sometida por la familiaridad que canoniza el habla, máxime
cuando se trata de asuntos como los del amor que, igual al magma constante de
la existencia, se comporta sin límites en sus raíces y en el devenir de sus
tramas:
Amo la rabia de perderte
Tu ausencia en el caballo de los días
Tu sombra y la idea de tu sombra
Que se recorta sobre un campo de agua
Tus ojos de cernícalo en las manos del tiempo
Que me deshace y te recrea
El tiempo que amanece dejándome más solo
Al salir de mi sueño que un animal antediluviano
perdido
en la sombra de los días
Como una bestia desdentada que persigue su presa
En el poema
de La tortuga ecuestre “El fuego y la
poesía”, en sus seis numerales, el poeta trae a la escena del lenguaje lo
aprehendido por él tras el encuentro con un cuerpo, con una piel hecha única
realidad que cubre y padece cuanto ha acumulado la historia humana en el
escenario del mundo. Cuerpo amado reventando “los días y las horas de desnudez eterna” hasta la rabia de su
pérdida. Es una ausencia expuesta en la línea del espanto trazada por “una bestia desdentada que persigue su presa”
tras los signos del asombro acumulados en la intimidad “como una piedra sobre una isla que se hunde”, quedando el poeta, y
su lector, a merced del impacto de las palabras que visten la lentitud de un
olvido. Soledad hecha por el fuego del tiempo que termina labrando los labios y
su decir en los rescoldos de la ceniza de un “alfabeto enfurecido”. Al cabo de la escena, el agua, con la que el
poeta no conseguirá borrar el ardor impreso en su memoria, mantiene sus lentas
y mínimas variaciones.
Las Cartas escritas por César Moro en 1939,
paralelas en su escritura a la de los poemas de La tortuga ecuestre, hoy son inseparables del libro, pues son un
nítido correlato de la experiencia vital que hizo posible el ímpetu amoroso y
demoledor revelado en tales poemas. Dice en una de ellas: “Sólo pido a la vida que nunca me deje un momento de reposo, que
mientras haya un soplo de vida en mí, me torture y me enloquezca tu recuerdo,
que cada día se me haga más odiosa tu ausencia y que por una fuerza
incontenible me llegue a encerrar en una soledad que no esté habitada sino por
tu presencia”. Se hace alucinante el silencio y la noción de olvido que
esta escritura participa. No reconocer como poemas en prosa estas Cartas, sería ignorar los aportes
logrados para la poesía por quienes han creído en el ritmo exploratorio de las
palabras, en su capacidad analógica para penetrar en el magma mismo de la
realidad o de la otredad que les permita significar su decir.
La obra poética
de César Moro se constituye en una muestra de las provocadoras búsquedas
practicadas en las vetas del lenguaje y de los hallazgos obtenidos en ellas
para la ampliación significante del idioma español. La forma como él realiza la
escritura de sus versos y la ausencia en ellos de toda puntuación, les permite
a sus poemas un ritmo en construcción constante, tuquio de imágenes produciendo
una imantación de dibujo que revela lo impredecible de sus hallazgos, el súbito
instante de toda palabra resurgiendo de entre las cenizas para atrapar la
atención del lector atento.
Después de la
descomunal avalancha de palabras e imágenes con las que César Moro asume la
escritura de La tortuga ecuestre y de
las Cartas, pareciera quedar sumido
en un instante de sosiego cuando, entre 1939 y 1941, escribe en francés Le château de grisou (El castillo de grisú),
libro del cual se puede leer la traducción al español hecha por Ricardo
Silva-Santisteban. Los de Le château de grisou son poemas donde la
piel, el cuerpo amado y el ardor que despertaron, empiezan a ser guardados en
el silencio de la memoria y, siendo evidente que no poseen el fragor de los
poemas de La tortuga ecuestre, la
manera como el poeta asume su sustancia sensual le permite elaborar una
escritura contenida y críptica, como un volcán a punto de reventar en las
palabras que lo contienen.
En 1942
escribe en francés el poema Lettre
d’amour (Carta de amor), del que se puede leer la traducción hecha por
Emilio Adolfo Westphalen. Lettre d’amour parece
fundarse en el ímpetu y la fuerza que hicieron posible los poemas de La tortuga ecuestre:
¿No era tu sonrisa el bosque resonante de mi
infancia
no eras tú el manantial
la piedra desde siglos escogida para reclinar mi
cabeza?
Pienso tu rostro
inmóvil brasa de donde parten la vía láctea
y ese pesar inmenso que me vuelve más loco que
una araña
encendida agitada sobre el mar
Pero no, el
ardor y el vigor de esta Carta de amor
yace en lo oscuro de la memoria donde un cuerpo, único, nunca más será posible
para el abrazo, la caricia y el furor del amor. Tampoco es renuncia, sus versos
parecen escritos para anunciar que el poeta no olvidará y que en vano pide la
sed al fuego. Mientras en los poemas de La
tortuga ecuestre, en medio del caos y del dolor producidos por la
separación del cuerpo amado, la existencia palpita como experiencia reveladora,
en la Carta de amor toda experiencia
ha concluido, dejando exhausta la vivencia. Pareciera como si el poeta se
entregara a la desolación donde la ausencia del cuerpo amado lo deja,
congelando su existencia.
En
1948 regresa al Perú, a su natal Lima, donde permanecerá hasta 1956, año de su
muerte. La
personal experiencia poética de César Moro y su directa relación con el
movimiento Surrealista le permitieron ser conciente del maremágnum de su mundo,
de las ascuas vividas por el ser humano del siglo XX. Por lo mismo, no es de
extrañar que su escritura surja del
riesgo y en el vértigo de la vida, como si el poeta habitara en un alfabeto impactando
hacia una realidad desconocida.
En el sentido
estricto que ello implica en la vida de un ser humano, César Moro fue un
rebelde. En las acciones de su
existencia y en las de su escritura no pactó con quienes usurpan la integridad
de la que puede disponer una persona. Su actitud marginal nos permite creer en
el poder de subversión y revelación que poseen las palabras y su escritura en
un mundo organizado y justificado en los esplendores de la miseria y la
impotencia humana. Aquí cabe citar un verso de uno de sus últimos poemas,
escrito en francés el 8 de agosto de 1955, el cual se puede leer en la
traducción de Ricardo Silva-Santisteban: “Uno
da todo para no tener nada. Siempre para comenzar de nuevo. Es el costo de la
vida maravillosa”.
***
Omar Castillo, Medellín, Colombia
1958. Poeta, ensayista y narrador. De sus libros publicados son de señalar: Huella estampida, obra poética 2012-1980,
donde reúne sus libros de poemas publicados en sus más de 30 años de creación
poética (Medellín, 2012), el libro de ensayos En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana
(Medellín, 2014) y el libro de narraciones cortas Relatos instantáneos (Medellín, 2010). De 1984 a 1988 dirigió la
revista de poesía, cuento y ensayo Otras palabras,
de la que se publicaron 12 números. Y de 1991 a 2010, dirigió la revista de
poesía Interregno, de la que se
publicaron 20 números. Desde 1985 dirige Ediciones
otras palabras. Contacto: ocastillojg@hotmail.com.
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