En
ocasiones, un título es un condensado que intenta significar, desde la brevedad
de su enunciado, la vastedad de un sentido al que se querría ceñir en la
economía de sus términos: operación imposible y sin embargo necesaria, ya que
titular es el acto que funda la identidad de un cuerpo textual en la inminencia
de su porvenir.
De esa imposibilidad puede emerger, no obstante, un título que diga, como
una brevísima obertura, la elementalidad de un sentido que sólo podrá ser leído
cuando el texto despliegue aquello que su nombre anuncia: "La orilla que
se abisma" prefigura, en su decir metafórico, el advenimiento de un
universo en el que las significaciones, tan infinitas como el espacio donde se
despliegan, abren sus orillas sobre el borde inalcanzable de su inconmensurable
extensión.
Margen litoral -y margen literal- la orilla que se abisma es lo que se
pierde, hundiéndose en una horizontalidad sin límites, en el instante en que la
mirada se abre a un "otro lado" cuya fuga desdibuja los límites del
terruño y los confunde, en ese desdibujarse, con los contornos evanescentes del
universo.
No sólo se abisma la orilla. Junto con ella, se abisma la mirada que busca
aprehenderla, en una contemplación extática que refleja el espectáculo del
abismarse universal, el tiempo y el espacio míticos donde el mundo deviene
totalidad en la fugacidad de un reverberar, el de la luz o el sonido.
Abriéndose, abismándose, el mundo es. Hecho de un extrañamiento "de
sí" que se consuma en el silencio y el vacío, el universo es todo lo que
restituye la gracia de la imagen, como modo de afirmación de un sentido que
desearía iluminar la densidad de lo abismado. Iluminación fatigosa y
perpetuamente fallida, en la medida en que nunca se termina de decir el allá
que la imagen vislumbra -y por ello el decir se vuelve asimismo infinito-, en
ese susurrar luminoso el texto renace en cada uno de sus desfallecimientos,
para insistir desde sus silencios y escanciones en su pretensión nobilísima de
instaurar el cosmos.
Tratando de significar ese espaciamiento que abre las márgenes del mundo
hacia un confín "que no sería", el texto deviene espacio él mismo:
los versos dibujan una topo-grafía que instaura orillas imprecisas, márgenes
fluctuantes y lábiles que se esfuman en sus proyecciones sobre el continente
vacío de la página. Como una mímesis sutil que quisiera mostrar ya no la imagen
sino la forma de la imagen,
los versos se dispersan configurando un espacio textual cuyos límites se hallan
constantemente en fuga: de verso en verso, de poema en poema, el texto se
construye como un espacio infinito, discurriendo morosamente en un movimiento
perpetuo que conoce, él también, momentos de remanso y discontinuidades que
ritman su fluir incesante.
Al representar el espacio, el texto se
presenta como espacio.
Abierto a la "intemperie sin fin" del vacío de la página blanca,
espacializa además sus articulaciones para mantener su decurso: por encima de
los versos, va tramando su ilimitada sintaxis, para engarzar, a la manera de
las cuentas de un collar que nunca terminara, la solidez de sus puntos
sustantivos con el hilo de aquellas partículas conjuntivas o prepositivas que
en la lengua solamente representan el lugar de un pasaje.
Esa textualidad en permanente expansión es la inscripción de una escritura
múltiple en cuanto a su naturaleza significante. Porque así como la escritura
intenta reproducir de manera fidedigna la oralidad de un discurso modulado por
entonaciones, interjecciones, silencios y sonoridades que orquestan su pudorosa
armonía, por otra parte lo grafemático adquiere un valor suplementario al
generar un exceso de sentido en la composición "pictórica" del poema.
La línea discursiva que recorre en su desarrollo moroso -y aquí la morosidad
es un efecto de lectura que produce la complejísima sintaxis del texto- la
infinidad de versos irregulares que se despliegan desplazando sus posiciones de
un lado a otro de la página, significa, más allá del carácter grafemático de
sus elementos, una representación "visiva" -visible- del río, en la
medida en que esa línea reproduce, a la manera de un diagrama, las formas del
curso cambiante pero eterno de ese río al cual no cesa de nombrar. La letra
oscila de ese modo en una polivalencia "semiótica" generada tanto por
su función reproductiva de lo fónico cuanto por el sentido icónico que produce
su composición espacial, al modo de una figura que sobresignificase al objeto
poetizado; esa figurabilidad que desborda la mera función de notación de la escritura
resulta, además, la marca de otras escrituras que establecen un horizonte
textual sobre el cual, y contra el cual, el texto se construye.
De un lado, la escritura del simbolismo: de ella evocan los poemas su
elaborada fonética, el verso libre, la alta conciencia de los procedimientos
compositivos que generan la imagen, pero sobre todo ese lugar paradigmático en
su excepcionalidad que es "Un golpe de dados…" de Mallarmé, cuya
composición espacial sostenida por una sintaxis expansiva constituye una suerte
de modelo que orienta la escritura orticiana.
De otro lado, la escritura de la poesía china: en este caso, un modelo
inaprehensible dada la radical alteridad que supone la escritura ideogramática,
pero que no deja de alumbrar al texto en la manera de construir
"caligráficamente" su bidimensionalidad, o en el modo de inscribir el
vacío, no sólo como blanco sino también como efecto de elisiones de unidades
significantes.
Ese horizonte textual -verdaderamente universal en su doble nivel de
alteridad- no constituye sin embargo un límite que recortaría, acotándolas, las
formas de una escritura reproductiva: ni simplemente simbolista, ni mucho menos
oriental, la escritura orticiana opera sobre ese horizonte para provocar la
singularidad de su propio suceso. Diríase que de lo que se trata, en todo caso,
es de una manera del devenir del poema, de un modo de realización que escapa
-como la escritura mallarmeana o la escritura china- de la pura linealidad del
lenguaje para instaurar, en su espacialidad significante, la ambigüedad
esencial de la palabra poética. Ambigüedad que no debe entenderse aquí como
simple "autorreferencialidad" del texto ni como una especie de
polisemia que sería desactivada por algún tipo de interpretación hermenéutica:
el espesor semántico de la escritura orticiana, si bien comporta los signos de
su propia poeticidad al tiempo que significa al mundo, está dado
fundamentalmente por una construcción sintagmática que potencia, en un grado sorprendente,
sus mecanismos de articulación sintáctica y textual.
Reproduciendo en su inmensidad la del espacio litoral, el texto se abre,
para insistir, desde su ilimitada sintaxis, en sus interrogaciones extensísimas
que preguntan -a un otro tan múltiple como desdibujado- por ese mundo
evanescente que se desdobla en un allá ilocalizable: como si fuera una parodia
de la deixis, el allá que nombra el texto -irreductible a toda localización
espacial- significa un espacio atópico donde los seres y las cosas devienen
imágenes fantasmáticas que borran los límites supuestos de lo real.
Lejos de una cosmovisión o de una estética que pretendiese diferenciar al
mundo en zonas de realidad o irrealidad, la imagen orticiana integra las formas
múltiples de esas criaturas por cuyo destino no deja de interrogarse: el canto
de la calandria o de la ranita, el tiritar de las viborinas bajo la lluvia, el
estremecimiento los sobrevivientes de los baldíos, son simplemente los datos
que posibilitan, al desplegarse la mirada sobre el mundo, la inscripción de una
dimensión trágica donde la temporalidad del universo y de la historia se
conjugan.
Sometida al devenir universal, la vida es la fugacidad de ese
"minuto" en que se disgrega, cuando no es segregada, la existencia de
los seres vivientes, no sólo por imperio de los designios naturales sino
también de los designios humanos que gobiernan su decurso. Sin embargo, la
mirada que contempla ese espectáculo se resiste, desde un saber hecho de
iluminaciones y reminiscencias, a aceptar como evidencia la disgregación del
universo; cada momento del ser, en su efímera temporalidad, es asimismo un
momento de afirmación de la gracia del ser que tiende a un futuro en el cual
todo habrá de reencontrarse.
De ese modo, el mundo se muestra como una escena en la que se oponen, en
una singular dialéctica, la tragicidad de la vida y la certeza de un momento
donde la "salvación" habrá de ser, por todos y para todos: figura
amorosa de comunión cósmica, la "redención" que representan "las
milicias de las consumaciones sin fin y de las integraciones sin fin"
afirma la trascendentalidad de un tiempo que confiere sentido a la Historia.
Pero si todo es y no es, como "la semilla de ese árbol que ha de abrir
simultáneamente, un día, las hojas de su vuelo y de su caída", la mirada
no puede dejar de buscar, en cierta compulsión por repetirse, las inciertas
imágenes de los seres y las cosas en las que se alumbra, hecha de dubitaciones
e interrogaciones, la precariedad de su presente. Por ello, el preguntar se
vuelve insistencia en "llamar" a los infinitos nombres de todo lo que
puebla al mundo, repitiendo hasta casi la exasperación las formas
interrogativas que evocan esa infinitud, como si se tratara de modular, a
través de incesantes variaciones, todas las formas posibles del sentido con las
que se dice el cosmos.
Contorneadas por la forma de esas preguntas tan amplias como recurrentes,
las extensas enumeraciones donde se significa el universo se muestran, desde
esa perspectiva, como la manifestación de una pulsión que querría nombrar, amén
de la totalidad del mundo, la totalidad de los nombres que podrían significar
cada elemento del mundo.
Nombrar todo y nombrarlo de todas las maneras posibles parecería ser la
utopía de la escritura orticiana, como si la mismidad del ser solamente pudiera
decirse repitiendo, en innumerables series diferenciales, las variaciones de
las imágenes que muestran las formas cambiantes de lo múltiple donde se
representa lo mismo.
Esa pulsión y esa utopía determinan la complejísima sintaxis del texto, que
extiende la dimensión frástica en una medida inaudita, haciendo de su
inacabamiento la marca de una persistencia que se resiste al movimiento
conclusivo del ordenamiento sintáctico.
La sintaxis orticiana se lee como una sintaxis inconclusa porque la
escritura orticiana es una escritura de lo inconcluso: abierta a la inmensidad
de un decir infinito, que vuelve sobre sí misma para enunciar al mundo en su
repetición incesante, esa escritura se encarna en una frase que no podría
constreñir, en el ámbito de una extensión limitada, la fluencia de su decir
expansivo.
Análoga a la sintaxis de Mallarmé, la sintaxis de Ortiz parecería querer
demostrar que el texto puede enunciarse en una sola frase, tan amplia como el
mismo texto. Esa frase resulta excepcional no sólo por su amplitud, sino además
por su irreductibilidad a las formas del lenguaje comunicacional, puesto que se
construye a partir de formas inexploradas de la combinatoria virtual que ofrece
la gramática de la lengua. Porque si en el uso comunicacional la lengua se
actualiza en estructuras sintácticas cuyas articulaciones conservan un
ordenamiento lineal, que no alcanzan a perturbar los procedimientos de
subordinación y coordinación, en la frase orticiana la lengua se actualiza en
estructuraciones sintácticas de gran complejidad, merced a la recurrencia de
formas subordinadas y coordinadas que expanden no sólo la estructura elemental
sino también las estructuras derivadas. A la manera de un proceso que
recomenzara constantemente, la estructuración sintáctica se reproduce a partir
de cualquier lugar de su desarrollo, abriendo nuevos cursos que complejizan los
cursos preexistentes, en una trama sostenida por la utilización de pronombres,
preposiciones y conjunciones que producen una verdadera proliferación de lo
articulatorio:
Y no te roza, / ahora, aquel azoramiento, aquél / de limo… / que las luces,
al ceñirse, / ciñen, / y ya hasta el cuello, / a los aparecidos de entre los
taludes, / o de esos sobrevivientes de los baldíos de los que ninguno sabe,
todavía, / cómo flotan sobre los junios: / aquel imposible, por ejemplo, de
faldas, más sin paño / para enjugar a la ‘colilla’ / que tropieza en sus
tocesitas…
Esa modalidad de la sintaxis orticiana evoca la de Mallarmé, hecha de
inversiones, elipsis e incrustaciones ilimitadas, en la que se ha leído el
intento de sustraerse a la linealidad del lenguaje. Pero si en Mallarmé se
pierde la linealidad del lenguaje al fracturarse la sintaxis, en Ortiz se
pierde, antes que por un defecto, por un exceso de lo sintáctico, que se dispersa en
diversas líneas de fuga instaurando una real arborescencia, al ramificar en una
pluralidad de estructuras derivadas la estructura frástica elemental.
Paradójicamente, esa ramificación solamente puede ocurrir en el devenir
sintagmático del texto, y por ello se espacia la contigüidad de sus
constituyentes: la sintaxis se va configurando entonces como articulaciones
discontinuas, que conectan sintagmas distantes entre sí, en un proceso que
vuelve imposible toda lectura lineal, dado que el texto obliga a una lectura
"en vaivén" mediante proyecciones y retroacciones que buscan
reconocer antecedentes y consecuentes, determinados y determinantes, según una
topología inaprehensible en términos de "escucha".
Si la lectura no puede retener, como memoria, la improbable sucesividad de
las unidades articuladas, ello se corresponde con la imposibilidad de
reproducir oralmente las dimensiones de una textualidad que se construye como
una tópica de lo monumental: al derogar la continuidad -la contigüidad- de lo
lineal, la sintaxis orticiana se despliega en una heterotopía que espacia, en
un entrecruzamiento de planos y relaciones, la superficie sinuosa del sintagma.
Hay, por otra parte, una coexistencia de la continuidad con la
discontinuidad en ese registro donde el texto se articula: así como la sintaxis
se ve quebrada a menudo por procedimientos de elisión, que suprimen sintagmas
verbales para provocar la inscripción no predicativa de sintagmas nominales,
por otra parte los límites que deberían acotar lo sintáctico se ven
frecuentemente transgredidos, puesto que las aparentes oraciones se conectan
por medio de formas conjuntivas que sugieren, por encima de la notación y la
puntuación de la escritura, una continuidad de lo sintáctico que atravesara su
máximo dominio, el espacio oracional.
En ese plano, como así también en el puramente sintáctico, la disyunción
deviene una sucesividad de alternativas que en su amplitud significa, además de
relaciones de exclusión, relaciones de equivalencia entre las series conectadas. Forma
singular de la repetición, la conjunción disyuntiva se lee en los poemas como
el soporte de un proceso de recurrencias anafóricas, donde cada sintagma
actualiza, por medio de variantes diferenciales, la representación múltiple del
objeto:
O la hojilla que amanece / sin amanecer…? / O el acuerdo que se descubre,
desde casi la nada, / en el secreto que no tiene / edad…? / O todavía el
quehacer que increíblemente se liga, enjugándose, / con el de las abejas del
éter…? / O nuestras cinco puertecillas sin sus cenizas, una vez, / o sin las
acumulaciones de la rutina, / dando, naturalmente, / tras el rayo del deshielo,
/ sobre la azucena sin contradicción…
Simétricamente, la conjunción copulativa, además de modularse como
manifestación de un tono enfático, se lee en ciertos casos como una forma
disyuntiva que establecería las opciones no excluyentes donde los enunciados
generan las diversas posibilidades de construcción de la imagen:
En el rocío que sube, / ellas / más blancas que el día… / Y la luna dejó
‘viborinas’ en la penumbra? / Y el suspiro de las sombras / dejó novias / en
esta ‘orilla’? / Y lo desconocido que no llega a respirar / dejó /
desvanecimientos en la hierba, / de cera?…
Si las conjunciones copulativas y disyuntivas expanden el orden sintáctico
más allá de la puntuación que querría acotarlo, complejizando la significación
de las secuencias vinculadas, las conjunciones adversativas, al conectar
aparentes oraciones, sobreimprimen un sentido polémico a ese proceso que
articula "proposiciones" enfrentadas, en una dimensión dialógica
donde las voces no siempre pueden situarse en posiciones enunciativas específicas:
O la debilidad, todavía, sobre los bordes de los precipicios / a que
llevaran los tapices? / -Pero la melancolía del ‘río’ / es una llaga que no
puede acceder a cabrilleos / de lirios…
Ni es de luna, indefectiblemente, por el camino de los escalofríos / y de
los ladridos / para cortar, maeterlinkianamente, un hilo… / -Mas, si pudiéramos
responder hasta a las hijas de la vibración / no lo haríamos luego de
‘salvarnos’?…
A pesar del uso de guiones que en estos casos inauguran las secuencias,
sugiriendo la emergencia de otra voz, la lectura se enfrenta con opciones
interpretativas indecidibles en la recurrencia de las conjunciones
adversativas, ya que por un lado se lee el sentido contrastivo de las
secuencias conectadas, pero por otro resulta dificultoso, cuando no imposible,
atribuir los enunciados a la singularidad de un habla.
Esencialmente plurales en cuanto al lugar supuesto de su enunciación, los
enunciados adversativos podrían adjudicarse tanto a una voz que dialogara con
sí misma, como a diversas voces -de un otro o unos otros indeterminados- que
fueran tramando el desarrollo de una polémica atenuada en su tono antes que en
su significación.
La imposibilidad de reconocer los lugares enunciativos desde donde se
polemiza produce un efecto de extrañeza, al leerse las formas de una refutación
cuyos sujetos resultan ilocalizables: enunciado cuyas marcas de enunciación no
pueden remitir a un lugar reconocible, la "refutatio" deviene una
figura elocutiva desgajada del discurso que la enuncia. Ese desgajamiento
termina leyéndose como la teatralización de un discurso argumentativo en el que
no cuentan los ejecutantes sino la ejecución misma: en ese movimiento trazado
por una figura que inscribe la confrontación de no importa qué voces, el texto
va mimando los modos de una argumentación que sostiene, más allá de su
polifonía, la perspectiva de una mirada que ve, desde su azoramiento esencial,
la dramaticidad del devenir universal transmutada en las imágenes antitéticas o
contradictorias donde se revela.
De ese modo, la construcción de la imagen se basa en una complejísima
articulación sintáctica, modulada por el uso recurrente de formas conjuntivas y
prepositivas, según una dinámica de lo expansivo que produce el espesor
semántico del texto.
Lejos de la articulación sintáctica que actualiza el discurso
comunicacional, la sintaxis orticiana deroga en su exasperación la linealidad
del lenguaje, pero al mismo tiempo potencia las posibilidades virtuales de
combinación que ofrece la gramática de la lengua, como si se tratara de exhibir
la riqueza inexplotada del código. Sin embargo, esa práctica que se inscribe en
el orden codificado de la legalidad gramatical termina parodiando la ley que
debería regirla, en un simulacro de gramaticalidad que transgrede, en su mimar,
el imperio de sus normas.
Se sabe que una gramática, cualesquiera sean sus principios y reglas, no es
más que el intento imposible de formalizar la naturaleza de los fenómenos
lingüísticos, de suyo irreductibles a una supuesta matematización donde la
relación entre expresión y contenido, o significantes y significados, pudiera
homologarse a la simetría perfecta de lo biunívoco. Pero si toda gramática se
construye sobre el imperativo de producir un modelo del objeto lingüístico
exhaustivo y no contradictorio, es porque la "pulsión" gramatical
sólo puede realizarse en la alucinación de un objeto algebraico que excluya,
desde su logicidad, las "anomalías" lingüísticas que caracterizan,
constitutivamente, ciertas prácticas como la poética.
Ese gesto de exclusión, que fija los límites impuestos por la Ley
gramatical, reconoce distintas formas de manifestación: en el caso de las
teorías generativistas o transformacionales, la noción de
"gramaticalidad" resulta el parámetro inapelable que instituye las
posibilidades combinatorias del código.
En tanto que manifestación de la Ley, la gramaticalidad presupone un
privilegio de lo sintáctico sobre lo semántico, determinando bajo la forma de
reglas de selección las restricciones que fijarían sus límites: semejante concepción
se sostiene en un imaginario lingüístico donde las categorías y las funciones
sintácticas se articulan para generar las formas de un sentido torpemente
denotativo y prisionero de una lógica referencial.
Enfrentada a esa clase de imaginario, la sintaxis orticiana se lee como un
simulacro paródico de su legalidad: su decurso conserva las categorías y
funciones aceptables por la gramática, pero las actualiza en unidades lexicales
que violan, sistemáticamente, las restricciones contextuales, generando
sintagmas "anómalos" en su configuración. Sobre una especie de matriz
sintáctica elemental, que permite reconocer funciones tales como sujeto, verbo,
objeto o circunstantes, los poemas se actualizan en sintagmas donde las
unidades léxicas se combinan derogando todas las constricciones gramaticales
del sentido:
Más de improviso / se libera la congoja que ha debido de urgir / unas
pupilas… / y las pupilas dividen y acercan y vuelven, infinitamente, a tejer /
pero en fosforecencias de aguapé / los rocíos de la nebulosa / y éstos flotan,
a la vez, en idas / y venidas, / y se inclinan, aún, a detallar en miopía / las
sendas que reflejan luego de disuadir y disuadir / del río…
De esa forma, la sintaxis orticiana se convierte en un reverso paródico de
la sintaxis gramatical; si ésta pretende que el orden sintáctico sea el lugar
donde el sentido pueda limitarse, aquella lo libera de toda restricción,
posibilitando su diseminación absoluta.
Si se ha calificado -a falta de un epíteto mejor- como fantasmática a la
imagen generada por el texto, es para señalar con ello su naturaleza y su
función representativa, irreductibles a una relación de tipo
"referencial". El valor representativo de la imagen no podría
pensarse en los términos de una concepción "realista", pero tampoco
desde un punto de vista que hiciera de la imagen el lugar donde una
subjetividad, autosuficiente en su alucinar, produjera una fantasmagoría sin
nexos con su exterior.
Si lo real es lo que se ve,
como querían los simbolistas, el mundo deja de ser el espacio positivo de lo
denotable para convertirse en una totalidad trans-referencial: por ello, los
seres y las cosas se transmutan en actores y procesos que, de una manera
fantasmal, se revelan en esas "iluminaciones" que no podrían
atribuirse a lo simplemente subjetivo ni a lo puramente objetivo, ya que la
imagen orticiana -en tanto síncresis de lo oriental con el simbolismo- se lee
como la fusión del sujeto y el mundo, consumada en el
éxtasis del mirar.
Efecto de una verdadera arte poética, en el sentido casi orfébrico del
término, esa imagen se actualiza en una retórica de lo sintagmático: las
figuras que el texto privilegia, como la anáfora y la elipsis, operan sobre esa
dimensión para tramar las continuidades y las discontinuidades sobre las que su
enunciado se despliega.
Verdadero soporte de las formas nominales de los poemas, la elipsis acota
lo sustantivo donde se significa el universo, despojándolo de cualquier
modalidad predicativa, como si el nombrar cobrase un valor mostrativo que
bastara para instituir el mundo:
Un río… / o la iluminación, más bien, del efluvio del ‘huésped’ / al
lechar, aún, su vía… / Un río… / y unas venillas de flauta por las que no deja
de morir / un tiempo que, sin embargo, no era…
Pero en tanto la elipsis fractura el enunciado, desgajando sus lugares
sustantivos, la anáfora opera a través de esas fracturas repitiendo lo mismo
por medio de lo otro: en ese juego donde lo diferente se enuncia desde la
equivalencia que simbolizan los nexos conjuntivos, la anáfora repite, en lo
plural de su manifestación, la insistencia de un sentido que recurre en el
acontecer proteico de la imagen.
Así, esa retórica de lo sintagmático inscribe, merced al trabajo de las
figuras que confieren su forma a la superficie sinuosa del texto, tanto lo
continuo como lo discontinuo, lo pleno como lo vacío: si la elipsis indica el
espacio de silencio donde emerge el poema, la anáfora afirma la perpetua
proliferación de los signos que intentan colmarlo.
Como todo artefacto retórico, este dispositivo "elocutivo"
inscribe no sólo el modo de un decir sino también el sujeto de ese decir,
generando en la superficie del texto las marcas donde el sujeto se enuncia.
Irreductible a toda ubicación tópica, irrepresentable bajo la forma de una
deixis estructurada sobre el paradigma pronominal, ese sujeto se dice en todas
las personas, en la medida en que se fusiona con los otros, con las voces y en
las voces de los otros, para instaurar un diálogo infinito en el que las
interrogaciones devuelven, sobre el espejo de su reflexividad, las palabras tan
trémulas como luminosas donde el mundo, al preguntarse, se escribe eternamente.
NOTA
1. Tal es la lectura practicada por Julia Kristeva en La révolution du langage poetique, específicamente en el capítulo II de la sección B, "Sintaxe et composition" (págs. 265 a 291). París, Du Seuil, 1974.
1. Tal es la lectura practicada por Julia Kristeva en La révolution du langage poetique, específicamente en el capítulo II de la sección B, "Sintaxe et composition" (págs. 265 a 291). París, Du Seuil, 1974.
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Organização a cargo de Floriano Martins © 2016 ARC Edições
Artista convidado | Ana Eckell (Argentina, 1947)
Imagens © Acervo Resto do Mundo
Esta edição integra o projeto de séries especiais da Agulha
Revista de Cultura, assim estruturado:
1 PRIMEIRA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
2 VIAGENS DO SURREALISMO, I
3 O RIO DA MEMÓRIA, I
4 VANGUARDAS NO SÉCULO XX
5 VOZES POÉTICAS
6 PROJETO EDITORIAL BANDA HISPÂNICA
7 VIAGENS DO SURREALISMO, II
8 O RIO DA MEMÓRIA, II
9 SEGUNDA ANTOLOGIA ARC FASE I (1999-2009)
10 AGULHA HISPÂNICA (2010-2011)
A Agulha Revista de Cultura teve em sua primeira fase a
coordenação editorial de Floriano Martins e Claudio Willer, tendo sido
hospedada no portal Jornal de Poesia. No biênio 2010-2011 restringiu seu
ambiente ao mundo de língua espanhola, sob o título de Agulha Hispânica, sob a
coordenação editorial apenas de Floriano Martins. Desde 2012 retoma seu projeto
original, desta vez sob a coordenação editorial de Floriano Martins e Márcio
Simões.
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