Está por verse
el papel que el Surrealismo ha jugado en el arte venezolano. Es evidente que
este rol ha sido mejor estudiado en la literatura y su influencia la
encontramos en las vanguardias de los años 40 y 60; primero, en los integrantes
del grupo literario Viernes, José Ramón Heredia, Luis Fernando Alvarez y, sobre
todo, en Otto de Sola y luego, en el llamado Techo de la Ballena, agrupación
subvertidora que tuvo entre sus filas a Alberto Brandt, por actitud el más
surrealista de todos nuestros pintores. Investigadores como el rumano Stefan
Baciu han situado a nuestro máximo poeta, José Antonio Ramos Sucre, como el
primer escritor de lenguaje surrealista, por orden de aparición, en Venezuela.
Pero este creador solitario, que describió paisajes
fantásticos, no tuvo ninguna relación con el movimiento surrealista de París y
dudamos que se haya interesado por éste. Sencillamente, se nutrió de las mismas
fuentes que los surrealistas, es decir, de la poesía moderna y fue, como
aquéllos, gran lector de los románticos alemanes y de los poetas simbolistas,
de Baudelaire, Rimbaud, Nerval, Aloysius Bertrand, de quienes adoptó la forma
del poema en prosa.
No tenemos en pintura una tradición semejante, y ello
se debió, en primer lugar, al sólido peso de la institución académica, que
cimentó el prestigio de las escuelas realistas de fines del pasado siglo y
comienzos del presente; esto orientó el esfuerzo de los artistas hacia el
naturalismo y, posteriormente, hacia el Abstraccionismo, tal como se apreció,
en el primer caso, en la obra de los pintores del Círculo de Bellas Artes, y,
en el segundo, en las corrientes constructivistas que se iniciaron en la década
del 50.
El único artista de la generación de 1912 en quien
vemos asumir una conciencia del absurdo, que transgrede los planos lógicos de
captación de la realidad, fue Armando Reverón. Sin embargo, la actitud más
congruente de este artista con respecto a una asunción de lo fantástico, se
emparentará más con el Dadaísmo que con el Surrealismo propiamente. Sin
embargo, hablamos sólo de parentesco. Hay que tener cuidado. La única
referencia importante en la obra de Armando Reverón, aparte de la que procede
de su formación en la Academia de Bellas Artes, es la del Impresionismo. En la
perspectiva que nos interesa destacar aquí, Reverón sólo puede ser visto como
hombre y como constructor de un cierto tipo de antí-arte, de objetos
complementarios de su pintura, o involucrados en un contexto mágico, conforme
al cual se llenan de un significado esotérico y subversivo. Su concepto
pictórico cabe perfectamente dentro del espacio y la forma naturalistas. Sus
fantasías tienen manifiesto carácter figurativo. Reverón ignoró el Dadaísmo y
el Surrealismo. Nos interesa su actitud, su idea de lo fantástico, que en él es
absorbido por la vida, de forma tal que ha de llegar a la locura a través de la
vivencia misma de un orden absurdo, que hace de él (y no de su obra) el
verdadero personaje surrealista.
La reacción de signo contemporáneo contra el
paisajismo se resuelve más tarde, hacia 1936, en un realismo social, con
influencia de la escuela mexicana. Dentro de este estilo, surge quien va a ser
el más ortodoxo de nuestros pintores de imagen surrealista: Héctor Poleo
(Caracas, 1918). Aunque se formó en la Academia de Bellas Artes de Caracas (de
la que egresó en 1937), fue México el país que contribuyó a la proyección
internacional, que muy pronto iba a hacerse
patente en el estilo con el cual Poleo recogió una temática latinoamericana, de signo social, escapando así al marco localista de la pintura venezolana. Sus campesinos, esculturalmente construidos, pedían en lo formal soluciones monumentales, una atmósfera épica, dotada de dramatismo y fascinación, que se hacen constantes en su obra y que posibilitan, en una primera etapa, el hallazgo de un humanismo americano que se inspiraba, formalmente, en la pintura clásica. Sus obras comienzan por exaltar la beleza física del mestizo, a tiempo que hacían reflejar en éste los problemas derivados del colonialismo y el vasallaje. Pintura modelada, aunque de recursos técnicos asombrosamente simples, volúmenes rotundos y disposición racional, de formas sólidas que tienden al estatismo de la composición. La laboriosa ejecución pone en evidencia el fino dibujo en contorno que está en la base de la construcción plástica. En 1940 inició este realismo de contenido americanista, que culminó hacia 1944, año en que Poleo se encuentra de nuevo en Caracas. Un viaje por los países andinos le permitió profundizar la temática campesina, resuelta con una fuerza que podía compararse con la del mexicano Diego Rivera. El último cuadro de esta serie es un paisaje pintado en Nueva York, en 1945, y cuyo título, En lucha por la tierra, era de por sí elocuente; sin embargo, su solución espacial se apoya en composiciones en perspectiva de pintores del Renacimiento, tal como se puede apreciar en obras de Guirlandaio y Benozzp Gozzoli (en temas como la Adoración de los Reyes Magos). El paisaje ocupa aquí gran parte del cuadro y resulta agrandado para enfatizar su monumentalidad, haciendo de él un motivo protagónico, de la misma forma que sucederá en sus primeras obras surrealistas. Poleo se establece en Nueva York en 1945, donde disfrutará más tarde de una beca de la Fundación Guggenheim. Es el año en que termina la Segunda Guerra Mundial. Confesaría después, que el pesimismo que lo embargaba hacia esta época, contribuyó a la visión apocalíptica bajo la cual enfoca la serie de obras que podemos caracterizar dentro de una etapa surrealista, a lo largo de este período que va de 1945 a 1949, uno de los más significativos de su carrera. En ese año Poleo se radica en París y da término a la etapa mencionada, pasando ahora a una figuración de signo apolíneo.
patente en el estilo con el cual Poleo recogió una temática latinoamericana, de signo social, escapando así al marco localista de la pintura venezolana. Sus campesinos, esculturalmente construidos, pedían en lo formal soluciones monumentales, una atmósfera épica, dotada de dramatismo y fascinación, que se hacen constantes en su obra y que posibilitan, en una primera etapa, el hallazgo de un humanismo americano que se inspiraba, formalmente, en la pintura clásica. Sus obras comienzan por exaltar la beleza física del mestizo, a tiempo que hacían reflejar en éste los problemas derivados del colonialismo y el vasallaje. Pintura modelada, aunque de recursos técnicos asombrosamente simples, volúmenes rotundos y disposición racional, de formas sólidas que tienden al estatismo de la composición. La laboriosa ejecución pone en evidencia el fino dibujo en contorno que está en la base de la construcción plástica. En 1940 inició este realismo de contenido americanista, que culminó hacia 1944, año en que Poleo se encuentra de nuevo en Caracas. Un viaje por los países andinos le permitió profundizar la temática campesina, resuelta con una fuerza que podía compararse con la del mexicano Diego Rivera. El último cuadro de esta serie es un paisaje pintado en Nueva York, en 1945, y cuyo título, En lucha por la tierra, era de por sí elocuente; sin embargo, su solución espacial se apoya en composiciones en perspectiva de pintores del Renacimiento, tal como se puede apreciar en obras de Guirlandaio y Benozzp Gozzoli (en temas como la Adoración de los Reyes Magos). El paisaje ocupa aquí gran parte del cuadro y resulta agrandado para enfatizar su monumentalidad, haciendo de él un motivo protagónico, de la misma forma que sucederá en sus primeras obras surrealistas. Poleo se establece en Nueva York en 1945, donde disfrutará más tarde de una beca de la Fundación Guggenheim. Es el año en que termina la Segunda Guerra Mundial. Confesaría después, que el pesimismo que lo embargaba hacia esta época, contribuyó a la visión apocalíptica bajo la cual enfoca la serie de obras que podemos caracterizar dentro de una etapa surrealista, a lo largo de este período que va de 1945 a 1949, uno de los más significativos de su carrera. En ese año Poleo se radica en París y da término a la etapa mencionada, pasando ahora a una figuración de signo apolíneo.
El Surrealismo conoció hacia los años 40 una
extraordinarJa expansión. André Bretón, jefe del movimiento, vive exiliado en
los Estados Unidos, donde se une a Duchamp, Masson, Tanguy, Matta, y prolonga
su estadía por cinco años en América. En 1942 aparece en Nueva York la revista
VVV, de amplia actividad surrealista. En California se ha establecido Salvador
Dalí, cuya obra maestra, Persistencia de la memoria, es adquirida por el Museo
de Arte Moderno de Nueva York. El Surrealismo llegó a México y se propaga a las
Antillas, a Cuba, a Venezuela. En Martinica el poeta Aimé Cesaire edita la revista
Los trópicos, de filiación surrealista. Hacia el Sur, el movimiento conoce un
rápido éxito. En Chile, Braulio Arenas publica la revista Leitmotiv, donde se
insertan textos de los principales surrealistas.
La influencia más importante que actúa sobre Poleo es
la de Salvador Dalí (1904), genial pintor español con quien tiene técnicamente
más de un punto en común. Por ejemplo, el gusto de los grandes espacios
abiertos, precisos y continuos, con objetos en primer plano, dentro de una
perspectiva metafísica, como se aprecia en Bacanal, obra de Dalí pintada en
1939, o como en Persistencia de la memoria, de 1936. Esta misma decoración
abierta, decantada y extremadamente detallada en sus planos lisos, que viola la
lógica del enfoque o punto de vista del naturalismo, se encuentra en la obra
del artista venezolano, si bien en éste los escenarios tienen casi siempre
franca relación con el paisaje latinoamericano y, aún más, con el venezolano.
Mesetas erosionadas, que nacen en su obra como una premonición del futuro,
cuyos signos quedan demasiado visibles en ciertos lugares de la geografía
surrealista de Venezuela; las regiones desérticas de Carora, los médanos de
Coro, la gran Mesa de Guanipa, el llano en tiempo de sequía. Todas estas
imágenes de la memoria configuran en el surrealismo de Poleo una visión
derrotista, con nombre y apellido: el destino del país, la identidad del
habitante, el sometimiento a fuerzas destructivas, formas del desastre que el
poeta transgrede simbólicamente al plano de las catástrofes bélicas. En Ciudad
heroica, (1945) uno de los primeros cuadros de la serie, vemos una iglesia que
podría ser la Catedral de Caracas, sostenida por puntales,
destacando en un orden de arquitectura bamboleante, para indicar que el último punto de resistencia se quebrará muy pronto. Es la destrucción ecológica, que aquí ha cavado cráteres milenarios, absolutamente idénticos a sí mismos, como es el tiempo fijo. La noción de intemporalidad se pone de manifiesto en todo el período de figuración escultural de Poleo, incluyendo a sus pinturas del realismo social, con sus sólidas configuraciones de personajes andinos. Lo apreciamos también en la etapa surrealista, intensificada a su extremo más tenso, aquél en la cual se anula. Gravedad tensa y expectante, más allá de la cual nada puede pasar, porque ya se ha superado el límite de la esperanza; la neutralidad del sufrimiento, más bien, en que los personajes se concentran para reconocerse como individualidades, pero también como tipos ideales, impone al tiempo una presencia misteriosa que escapa del instante y que pareciera fijarse en un marco supraterrenal. Es un impulso hacia lo simbólico, constante en Poleo, por el cual la anécdota es sacrificada a lo inmemorial, el individuo al prototipo humano, el tiempo a la eternidad. Aun cuando se deja seducir por las conformaciones sádicas a lo Dalí, tal como se aprecia en una serie de gouaches de 1947, Poleo vuelve reiteradamente a la figura clásica, al hombre cuya integridad física es respetada sólo para inscribirla en los signos de devastación, en muros destrozados que enmarcan otros episodios, lánguidas figuras o rostros nostálgicos, sufrientes. Obsérvese su obra más importante, pintada en 1947, Regreso a la noche, que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Se trata, evidentemente, de una obra inspirada en el desastre de Hiroshima, al que se alude al fondo de un paisaje enervado, visto a través de un hueco de forma acorazonada, abierto en el muro; apreciamos una secuencia simbolizada en tres momentos: el hongo atómico al fondo, luego una pareja de jóvenes enmarcada por un portarretratos que no es más que el hueco de una ventana incrustada a um muro despedazado y finalmente la habitación donde están las dos figuras femeninas, distantes y aisladas a su vez entre sí por la barrera de un brocal. Del cuadro que ha estado allí, colgado en el fondo de la habitación, queda sólo el marco, que deja ver la pared en la cual se abre el boquete, y por éste, descubrimos el plano de la pareja, en perspectiva, ya descrito. Pero es que ¿el cuadro estuvo allí llenando ese marco de madera carcomida, o sencillamente consiste en todo eso: en la pared y el paisaje con sus figuras al fondo? La realidad es ambigua y así nos la muestra Poleo en esta obra. Nojsabremos dónde termina la memoria y dónde comienza lo real. Las obras de este período reflejan las obsesiones de Poleo, el terror cruel de la noche, que él atribuye al fin de la civilización, después de lo ocurrido en Hiroshima. Las visiones surrealistas dejan de ser, por esto, manifestaciones ortodoxas de un estilo pictórico que vio en las asociaciones oníricas, una puerta de acceso al juego. O, como decía Dalí: “La fotografía coloreada de la irracionalidad concreta y del mundo imaginario en general”. Para Poleo, lo fantástico es la verdad de lo terrible, no una demostración de los recursos de una pintura entendida como vía de escape a los sueños, por omisión de la realidad, por voluntad de escándalo. De aquí su capacidad significante, su atmósfera que compromete la sinceridad de un artista latinoamericano, que se ve a sí mismo reflejado en una angustia que él hace suya. Esto se puede apreciar en la serie de los autorretratos, que pinta entre 1947 y 1949, y con la cual pone fin a la etapa surrealista. Autorretratos extraños, en los cuales aparece nuevamente ese reiterado marco físico, tan pronto de madera como de concreto, y que no sirve tanto para rodear la figura vejada, envejecida, lacerada, reducida a su caricatura, como para apuntalar el simulacro de su derrumbe, la “emoción pública” de su caída, como decía Balzac. Apuntalada para que no se caiga, como un parapeto de Jerónimo Bosch.
destacando en un orden de arquitectura bamboleante, para indicar que el último punto de resistencia se quebrará muy pronto. Es la destrucción ecológica, que aquí ha cavado cráteres milenarios, absolutamente idénticos a sí mismos, como es el tiempo fijo. La noción de intemporalidad se pone de manifiesto en todo el período de figuración escultural de Poleo, incluyendo a sus pinturas del realismo social, con sus sólidas configuraciones de personajes andinos. Lo apreciamos también en la etapa surrealista, intensificada a su extremo más tenso, aquél en la cual se anula. Gravedad tensa y expectante, más allá de la cual nada puede pasar, porque ya se ha superado el límite de la esperanza; la neutralidad del sufrimiento, más bien, en que los personajes se concentran para reconocerse como individualidades, pero también como tipos ideales, impone al tiempo una presencia misteriosa que escapa del instante y que pareciera fijarse en un marco supraterrenal. Es un impulso hacia lo simbólico, constante en Poleo, por el cual la anécdota es sacrificada a lo inmemorial, el individuo al prototipo humano, el tiempo a la eternidad. Aun cuando se deja seducir por las conformaciones sádicas a lo Dalí, tal como se aprecia en una serie de gouaches de 1947, Poleo vuelve reiteradamente a la figura clásica, al hombre cuya integridad física es respetada sólo para inscribirla en los signos de devastación, en muros destrozados que enmarcan otros episodios, lánguidas figuras o rostros nostálgicos, sufrientes. Obsérvese su obra más importante, pintada en 1947, Regreso a la noche, que se encuentra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Se trata, evidentemente, de una obra inspirada en el desastre de Hiroshima, al que se alude al fondo de un paisaje enervado, visto a través de un hueco de forma acorazonada, abierto en el muro; apreciamos una secuencia simbolizada en tres momentos: el hongo atómico al fondo, luego una pareja de jóvenes enmarcada por un portarretratos que no es más que el hueco de una ventana incrustada a um muro despedazado y finalmente la habitación donde están las dos figuras femeninas, distantes y aisladas a su vez entre sí por la barrera de un brocal. Del cuadro que ha estado allí, colgado en el fondo de la habitación, queda sólo el marco, que deja ver la pared en la cual se abre el boquete, y por éste, descubrimos el plano de la pareja, en perspectiva, ya descrito. Pero es que ¿el cuadro estuvo allí llenando ese marco de madera carcomida, o sencillamente consiste en todo eso: en la pared y el paisaje con sus figuras al fondo? La realidad es ambigua y así nos la muestra Poleo en esta obra. Nojsabremos dónde termina la memoria y dónde comienza lo real. Las obras de este período reflejan las obsesiones de Poleo, el terror cruel de la noche, que él atribuye al fin de la civilización, después de lo ocurrido en Hiroshima. Las visiones surrealistas dejan de ser, por esto, manifestaciones ortodoxas de un estilo pictórico que vio en las asociaciones oníricas, una puerta de acceso al juego. O, como decía Dalí: “La fotografía coloreada de la irracionalidad concreta y del mundo imaginario en general”. Para Poleo, lo fantástico es la verdad de lo terrible, no una demostración de los recursos de una pintura entendida como vía de escape a los sueños, por omisión de la realidad, por voluntad de escándalo. De aquí su capacidad significante, su atmósfera que compromete la sinceridad de un artista latinoamericano, que se ve a sí mismo reflejado en una angustia que él hace suya. Esto se puede apreciar en la serie de los autorretratos, que pinta entre 1947 y 1949, y con la cual pone fin a la etapa surrealista. Autorretratos extraños, en los cuales aparece nuevamente ese reiterado marco físico, tan pronto de madera como de concreto, y que no sirve tanto para rodear la figura vejada, envejecida, lacerada, reducida a su caricatura, como para apuntalar el simulacro de su derrumbe, la “emoción pública” de su caída, como decía Balzac. Apuntalada para que no se caiga, como un parapeto de Jerónimo Bosch.
A partir de 1949, junto con radicarse en París, Poleo
fue abandonando el surrealismo, en cuyas actividades, en tanto que movimiento,
no participó activamente. Una de sus últimas obras en esta dirección fue Ocaso,
actualmente en la Galería de Arte Nacional, y que es posiblemente un
autorretrato. Su próximo paso lo lleva a un estilo de transición, que significó
un reencuentro de la figura humana y, sobre todo, del rostro femenino,
transición en la cual se insertan, todavía, ciertos rasgos de la dramatización
surrealista, pero que prepara el camino para los logros siguientes del período
cromático, que habría de llevarlo, un poco más tarde, a la geometrización de una
tipología mestiza, en la que el artista vuelve al encuentro de sus raíces.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA
AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 151 |
Março de 2020
Artista
convidado: Lia Testa (Brasil, 1977)
editor geral
| FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor
assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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