domingo, 20 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Carlota Caulfield

AIMÉE BOLAÑOS | Autoficciones en movimiento de Carlota Caulfield

 


Carlota Caulfield me hace pensar en una poética del sujeto en tránsito que se crea en condiciones de transculturación y diáspora, de instigadoras estrategias identitarias al producir su discurso de autocreación ontológica y cultural.

Como es conocido, el tema de la autoficción ha sido prácticamente circunscrito al género narrativo, a partir de la tan citada definición de Serge Doubrovsky en Fils (1977), aunque Vincent Colonna la remite a Luciano de Samosata (siglo II), reconocida como pulsión arcaica. En verdad, constituye una práctica consustancial al arte, a su naturaleza ambigua y autorreflexiva, si bien asistimos hoy, en medio de la explotación mediática de las prácticas confesionales, al crecimiento expansivo de un género posmoderno que supone un cambio de paradigma artístico al marcar, en opinión de Manuel Alberca, el paso de una concepción representativa o mimética de la figura del autor, a otra basada en la simulación de la presentación de éste en su obra.

Ciertamente la práctica autoficcional implica modificaciones en la postura enunciativa y renueva los parámetros de la autobiográfica al asumir, con todas sus implicaciones, al concederle protagonismo al acto discursivo y a la palabra. Mudan las voces codificadas por la narratología y son cuestionadas sus figuras canónicas, principalmente el autor, lo que genera una productiva incertidumbre, rearticuladora de tiempos e identidades narrativas. El sujeto que se narrativiza y narra una historia, que se autocaracteriza en su recorrido vital y creativo, que se perspectiviza en cronotopos múltiples, que juega con los reflejos de su ser, marca un punto de giro en las actuales prácticas, después de los precipitados anuncios del fin de los relatos de la subjetividad. En verdad, pudiera pensarse que la autoficción favorece un nuevo tipo de testimonio en y por la escritura, de renovada pasión por la Letra. Su dispositivo se abre al reflejo de sí para sí, también de sí para el otro como convergencia y diálogo. Crea un espacio de encuentro y revelación, intersubjetivo y transnarcisista por su explícita dimensión comunicativa escritural, espacio iluminado donde acontecen las indagaciones identitarias.

Las formas autoficcionales hacen posible una reflexión sobre la pluralidad de las envolturas del yo y sus múltiples gestos, sobre el carácter efímero de su coherencia, en una topicalización de sí inédita que, al darle forma al sujeto, le permite advenir, según Simon Harel. Por su parte, Madeleine Ouellette-Michalska, actualizando el pensamiento de Barthes y Genette sobre las escrituras de sí y lo ficticio de la identidad, subraya la naturaleza ambigua y problemática del género, su equívoco de lo imaginario y lo real que envía el mensaje contradictorio de soy yo, pero no soy yo. En tal sentido, el pensamiento de Régine Robin, en su clásico Le Golem d’écriture, no deja lugar a dudas: En premier lieu, l’autofiction est fiction, être de langage qui fai que le sujet narré est un sujet fictif parce que narré, dit dans les mot. Así, aunque comparte en apariencias el pacto autobiográfico canónico en cuanto a identificación de autor, personaje principal y narrador – añadiría sujeto lírico -, el protocolo nominal está en franca contradicción con el protocolo textual que ha optado por la ficción. Equívoco, ambigüedad, trasgresión, distinguen su estatuto controversial. Desde el sujeto autor, la autoficción especular examina no solo la constitución de la identidad, sino también la poética, los mecanismos compositivos, la constitución de los enunciados, puestos en foco por los escribas advertidos.

Sin pretender historiar la autoficción, vale reparar en que los teóricos de las escrituras de sí, y en particular de la autoficción, todavía muy ocupados con clasificaciones y diferencias de estatuto epistemológico y retórico entre autobiografía y autoficción – en el fondo o explícitamente centrados en la oposición entre realidad y ficción-, conceden escasa atención a la poesía como género ficcional, a pesar del sesgo introspectivo, confesional e intimista que, en gran parte, la caracteriza, Cabe también estudiar las contribuciones del discurso de autoría femenina al florecimiento actual de la autoficción. En relación a esta ausencia, resulta aportadora Madeleine Ouellete-Michalska que se detiene en la escritura femenina, mayormente francófona, y establece vínculos entre autoficción y movimientos migratorios, dos marcas de la mayor importancia en la literatura contemporánea, referidas a sus estrategias de apagamiento y reconstitución. De tal manera dice: Si les femmnes et les migrants se sentent aimantés par l’autofiction et s’y démarquent plus facilement, c’est peut-être qu’investir une forme créatice d’effacement et d’ébranlement identitaire permet d’en faire un certain rétablissement.

La poesía de Carlota Caulfield indaga en la imagen autoral de un sujeto que vive una experiencia de diáspora, de intensa movilidad cultural en condiciones de exilio y migración, pero no al modo tradicional, sino subvirtiendo las isotopías autobiográficas caracterizadas por las formaciones ejemplarizantes, legitimaciones, carácter exhaustivo, unicidad. Sus estrategias, evidentemente, son otras.

Me pregunto, entonces, si sus textos se han alimentado con voracidad de la institución literaria llamada autor o si la literatura, como el Saturno de Goya, la ha devorado, incorporándola a la ficción, si bien esta pregunta no implica una respuesta excluyente. Aunque sabemos que quien habla no es quien escribe, y que quien escribe no es quien existe, no podemos escapar al juego de identidades, asumido por esta escritora como razón de ser de su poética. Así, me inclino a pensar que la escritura/lectura, en medio de tantas derivas, se ancora en esos reflejos especulares que están muy lejos de desaparecer en la cultura actual. Con sus matizados movimientos de ausencias y presencias, desconstruyendo identidades discursivas fijas, las mujeres artistas que se autoficcionalizan, Carlota Caulfield en este caso de modo revelador, son representativas del sujeto de la alta modernidad que, al decir de Foucault, no es aquel que se descubre, sino el que se busca y está obligado a crearse a sí mismo.

Rosario Castellanos, figura clave de la poesía de la alta modernidad latinoamericana, observa: Cuando una mujer latinoamericana toma entre sus manos la literatura lo hace con el mismo gesto y con la misma intención con que toma un espejo: para contemplar su imagen. Vincent Colonna al definir la autoficción especular, invoca el espejo como su metáfora característica, apelando a la imagen lacaniana del espejo, no duplicado real, sino de ficción. En este orden metafórico, me gustaría subrayar el carácter no representativo de la autoficción especular. En ella la función autor es principal, aunque pueda ser simplemente una silueta, confinado a un rincón o margen, si bien engarzado en el universo ficticio, por tanto, influyente de modo decisivo en lo que habremos de contemplar como obra, no importa su escala o procedimientos. Para Colonna en mettant en circulation son nom, dans les pages d’un livre dont il est déjà le signataire, l’écrivain provoque, qu’il le veuille ou non, un phénomène de redoublement, un reflet du livre sur lui-même ou une monstration de l’acte créatif qui l’a fait naître.

Como sujeto transcultural que realiza cruciales viajes a la búsqueda de sus formas significantes, aparece la autora Carlota Caulfield, cuyo discurso traspasa los límites que los contratos de lectura autobiográficos han canonizado, fiel a un ritual dominante: el de la poesía como ficción.

En el contexto de la obra más reciente de Carlota Caulfield, cobra peculiar relieve Movimientos metálicos para juguetes abandonados (2003), libro de una poética del sujeto en tránsito. Entre sus poemas, “Londres, cualquier día” resulta particularmente significativo:

 

Me he paseado por todo Londres

 

con mi viejo abrigo de cuero negro

y un sombrerito de tela, torcido en los bordes.

De mi nadie sabe nada, sólo que soy una poeta en tránsito,

que hablo inglés con cierto acento indefinido,

y que mi nacionalidad es confusa.

Aunque en Londres me libré de algunos duendes perversos

que me persiguen desde mi nacimiento, se me unieron otros,

quizás el peor de todo sea el que no deja de soplarme al oído:

Regresemos, regresemos pronto, que allí está nuestra vida.

 

Como no he podido librarme de ese duende insistente,

he releído, aunque con poco entendimiento       

la astrocarta que me hicieron en 1987.

Sí, quizás la voz insistente tenga razón.

En mi mapa del mundo aparece

que Júpiter me favorece en las Islas Británicas,

que debo escaparme a París con un actor galés,

y que moriré en la isla de Menorca.

 

Pero Londres no termina en la pura especulación ni en el puro ensueño.

Estamos en noviembre y yo vivo en Bloomsbury,

lo que me da un cierto regusto literario.

Toda tarjeta postal que envío

se apropia de mis paseos diurnos y de una cierta euforia

casi ya desconocida.

Veinticinco libras esterlinas me dan la llave de la ciudad

desde un autobús de tonos carmelitosos.

Aunque varios guías turísticos me ofrecen

por el mismo precio todo tipo de visitas

a museos y paseos en barco,

yo, sin saber por qué, quiero sentarme

en ese autobús,

el menos pintoresco,

y que los ruidos de la ciudad lleguen hasta mí.

 

Lo que quiero es empaparme de arquitecturas y panoramas.

Ver cómo la gente se amontona en los cruces de calles,

cómo los monumentos cambian de forma,

y cómo reúno fuerzas para poder regresar a mi hotel,

y cambiarme de ropa en diez minutos y volver a hablar de poesía.

 

El poema, como todo el libro, se sustenta en la significante relación entre letra y vida, de aquí que asuma la apariencia confesional, biográfica, casi testimonial en correspondencia con su sesgo coloquialista. Aún así, trasciende estas expectativas. En él cobra forma una poeta que existe y medita, mira y habla, ávida de sí y del mundo, particularmente entrenada en el registro de sus percepciones sensitivas y intelectuales. La voz autoral crea una ambivalente existencia especular: autoexpresiva y contextual, de introspección y exteriorista, de imágenes del yo relacionales, provisorias, en la que el género funciona como un mecanismo de producción de sentidos. Sin embargo, su femenino artista no es un contenido ya formado, sino una posición crítica y performativa que interroga, con su lenguaje, la constitución de esos sentidos.

Esta autora, que deja ver fragmentos de un proceso inacabado en una narrativa del yo, también de proyecciones mitologizantes, da vida simultáneamente a una red de mapas del imaginario, recodificando los escenarios comunes del turista accidental. Con ella va su posexilio porque resemantiza los lugares del tránsito, cargados de la visión personal para configurar su retrato en escenario móvil y abigarrado, entre citaciones neobarrocas y surreales, posmodernas en todo caso, donde se dan cita los más variados espacios de la cultura y tienen lugar sus personalísimos gestos. Persiguiéndose y hablando de poesía, a semejanza del Londres fabulado, no termina en la pura especulación ni en el puro ensueño.

Inmersa en cronotopos dinámicos, la poeta se produce. Sus escrituras proyectan la intimidad en el espacio del oficio, la historia cultural y la institución literaria cuando trata de llevar el yo hacia lo más íntimo, a través de sus metamorfosis que no contradicen el principio de autofidelidad. Enmarcada en las ciudades del imaginario, Carlota Caulfield se autorretrata como la mujer artista que es, o imagina ser, al narrativizar sus signos y mitomanías, a la par que actúa de modo performático.

Como los textos de Movimientos... muestran, esos mapas exteriores, se encapsulan en una más vasta cartografía del espacio interior sin fondo ni límites. Parte sustancial del mundo, nombrándolo y nombrándose en la continuidad de los espacios del tránsito, la mujer artista que el lenguaje funda, es también fundante. Desdibujadas las fronteras entre la que describe y lo descrito, espectadora y espectáculo de su personalidad puesta en escena, el autorretrato en movimiento va más allá de la típica imagen narcisista, focalizada exclusivamente en sí. El éxtasis contemplativo que la distingue incluye el mundo.

Marcadamente epistemológica, la poesía concede una atención principal a las formas de conocimiento, sobre todo, inherentes al proceso de creación, en una enunciación memoriosa y perceptiva, de la mirada que describe e inventa. El sujeto ni unitario ni definido, tampoco a la búsqueda de una “unidad perdida” como en tantos metarrelatos de la modernidad, aparece contingente, contextualizado. Ajeno el pensamiento estético de Caulfield a las concepciones esencialistas, de circulación tan insistente en la contemporaneidad, y no solo feminista, su idea de sujeto no supone una entidad, sino una dinámica. Activamente los contextos –históricos, culturales, sociales, de historia de la literatura y el arte, genéricos, gendrados– participan en los eventos significativos y actos confesamente personales. En consecuencia, la ficcionalización de sí misma despliega un amplio e inusitado espectro:

 

Más allá del párpado

se alimenta el ojo

en su recorrido

hacia lo que a mí me interesa

porque es lo que no soy.

 

En ese recorrido identificatorio, tanto hacia el mundo referencial como hacia adentro, procurando nuevas maneras de conocer, de conocerse, en el indistinto espacio interior/exterior más allá del párpado, el yo discursivo explora la fragilidad existencial y su ambigüedad. De aquí, en gran parte, los cuentos chinos y los muñecos de Bertrand, a los que se dedica los tres poemas que forman el epílogo del libro. Ese teatro de marionetas, convertido en urbe, donde los muñecos se mueven como sombras para ejecutar una danza macabra, la autora revisita las danzas de la muerte medievales y del expresionismo simbolista en un clima surreal. Los tres poemas, de extrema síntesis y distanciamiento alegórico, crean una escena fantasmática, dominada por la ausencia de vida verdadera y el pavor existencial. En ese teatro, devenido universo, es posible asistir a la propia existencia, los juguetes se descubren autoproyectivos. El Londres fascinante del poema inaugural de Movimientos… reaparece, pero aquellos espectadores que no quieren saber nada abandonan el teatro espantados, y después compran un pasaje para irse muy lejos, a algún rincón del mundo donde nadie sepa cuáles son los juguetes de Bertrand.

En esta visión, “Les cages sont toujours imaginaires” se distingue por su discurso autorreferencial que tematiza la infelicidad y el desarraigo, tópicos que no están ausentes en la obra más contemporánea de Caulfield, aunque reescritos. Saltan a la vista las diferencias si se compara este poema, también el epílogo que da nombre al libro, con poemarios tempranos, como A veces me llamo infancia (1985) o 37th Street and other poems (1987), en los que el duelo por la cultura-infancia perdida y la nostalgia son más referenciales. Por su parte, “Les cages...” reelabora el imaginario simbólico originario, desplazándolo y descentrándolo: del duelo por la cultura perdida hacia una cultura del duelo que permite vislumbrar el exilio no solo de un mundo, sino también de nosotros mismos. Esta variación cosmovisiva supone una forma más simbólica, no circunscrita a la experiencia de un pasado que los poemas de la primera época han contado con mayor énfasis biográfico. Al rememorarse desde un omnipresente quizás, la historia personal alcanza otras resonancias. Exilio y fragilidad existencial continúan su conmovedor diálogo interminable:

 

No hace tanto tiempo

fui hija de un extraño país,

habité muros de cicatrices

mientras aprendía que nunca

tendría un idioma verdadero.

 

Han pasado más de veinte años

desde que abandoné mi ciudad:

ella regresa borrosa, en harapos

las más de las veces, otras casi

majestuosa y de anatomía bíblica

………………………………………

Si se construye algún puente, es movible.

Lo único cierto son los laberintos de huesos,

pasajes con fibras y canales hacía las cavernas

donde toda narración queda interrumpida

por un quizás.

 

En esta tensa zona visionaria de Movimientos..., alternan las parábolas y enunciaciones metafóricas con las narrativas biográficas más explícitas. Aún así la praxis enunciativa del componente identitario cultural en su dimensión no solo de pérdida, sino de conquista de nuevos espacios y reestructuración, no importa si contado de manera más transparente u opaca, aparece como el referente dinámico que impide el enunciado monológico y la reiteración de los motivos de la pérdida dolorosa en el destierro, propios estos últimos de la literatura del exilio y, de una parte no poco significativa, de la cultura cubana de la diáspora.

La historia de la cultura y el imaginario simbólico de la cultura e historia originarias se cruzan en las singulares visiones desde la persona que, al componer su narrativa de vida, fabula no solo el yo, sino sus coordenadas culturales. En este sentido resaltan las ciudades de la cartografía imaginaria de Caulfield. Cada una -Londres, New York, París, Roma, La Habana constante- corporiza un lugar de la memoria, es una construcción mítico-biográfica, con su peculiar arquitectónica onírica, que tiene su puesta en escena a modo de dédalo, teatro, espectáculo. Entidades espirituales y signos culturales en continua mudanza, son poiesis pura. Estas ciudades de la memoria y el viaje, como cajas chinas, acogen también las casas, las de la historia familiar, las de la matriz y su diáspora, como “Rue de la Messine, 10” que interpreta el motivo de la casa, aquí el sentido tropológico más cercano a la metonimia que a la metáfora:

 

Aimée y yo no hemos encontrado el primer laúd del mundo,

aunque lo hemos buscado minuciosamente,

yo en mi francés infantil, y ella con su suelta lengua belga.

Pero sí hemos descubierto un tesoro arquitectónico y sentimental:

casa de mi abuelo, alta blanca, huesuda como un animal prehistórico

en buena forma.   

 

Y como yo soy casi especialista en reliquias

y una sentimental casi de telenovela, me puse a llorar de alegría;

casa, morada, palacio señorial que albergó la diáspora de los míos,

en un París de excepciones y gestos.

 

A diferencia del flâneur, aunque comparta su mirada, el vagabundeo del sujeto lírico hace posible la recuperación de restos de la historia personal. Los puntos de referencia son cosmopolitas. En ellos, la autora, antisentimental y desmitificada, se delinea en una fundante relación genealógica que rearticula diferentes partes de su historia, descubriendo pertenencias en el desarraigo. Siendo también una observadora apasionada del movimiento de la ciudad fulgurante, la artista del poema descubre en el mapa parisino no cualquier morada, sino la casa de su diáspora. Y vale reparar en este oxímoron. En él conviven la diseminación diaspórica y la fijeza concéntrica de la casa matriz que también existe en el movimiento excéntrico distintivo de la diáspora. Finalmente el exilio del flâneur, paseante no más solitario, se transfigura en una casi epifanía identitaria muy vinculada a las percepciones y saberes del sujeto errante.

Como acontece en la literatura latinoamericana, desde el modernismo y la eclosión vanguardista, el llamado cosmopolitismo puede ser descubrimiento. Ya Mariátegui afirmaba que el periplo europeo de las vanguardias había sido el más tremendo hallazgo de nosotros mismos. Al decir de Jesús J. Barquet, en esta dirección se mueve la poeta con su “voz transmigrante y cubanamente des-semantizada”. Ostensiblemente no es una vuelta a las raíces. En sus textos, y retomando la idea de Stuart Hall, la tradición sólo podría ser leída como “lo mismo en mutación”. Y ese camino por el pasado y los orígenes le permite, entre otras cosas, producirse textualmente como un nuevo tipo de sujeto en el que la identidad cultural está por venir, en formación.

La artista viajera de Movimientos..., a semejanza de otros viajeros paradigmáticos de este mundo poético, se dedica a explorar su alma como si jugara al ajedrez con un contrincante infatigable (2003: XXVI). Esta primera persona es influenciable e influyente, se muestra en sus trasmigraciones y metamorfosis, está dispuesta a todo tipo de contaminación. Al retratarse como poeta en tránsito, en el transcurso y la travesía se forma y transforma. Su identidad conjetural sorprende con sus contrapuntos y juegos de perspectiva.

Para Carlota Caulfield, como para otras escritoras en las actuales circunstancias de tan conturbada movilidad cultural, el empeño estética ha sido desarrollar una poética del sujeto como un signo de movimiento que “hace sentido” en la transculturación. En esa dimensión diaspórica, a mi manera de ver como lo más significativo de sus estrategias estéticas, Movimientos… ofrece diferentes retratos de la mujer artista en su vívida praxis de vida y cultural. La poesía reelabora y asume el duelo de la cultura en su sentido de experiencia autocreadora. Su autora interpreta variaciones del viaje laberíntico a sí, en la dinámica de las identidades heterogéneas y efímeras, difractadas y diluidas, de sentidos pospuestos que habrán de recomponerse en otras combinaciones imaginarias, nunca terminales, próxima esta interpretación a la différance derrideana que cultiva una secreta y nada convencional percepción de las diferencias en el juego de la ambigüedad.

Al ficcionalizarse, la figura autoral funda también una genealogía que le da asideros. Lectora de Ovidio, Catulo y Marcial, poetas del yo proclamado, inmersa en la historia de la literatura de modo apasionado y selectivo, su obra está abierta a heteróclitas presencias artísticas, filosóficas, esotéricas, mitológicas, históricas que funciona como bajo continuo de la escritura de sí. Su poética del sujeto no se constituye en la oposición modernista de lo metropolitano y marginal, que de alguna manera aún consagra los límites y jerarquías. La apropiación no es filologizante, historicista, sino existencial, tatuadas las escrituras de los otros en su propio y personalísimo cuerpo textual.

Su poética muestra las mutaciones y travesías de un sujeto de múltiples rostros y rastros. El arte del retrato se torna más complejo en la medida que incorpora la autorreferencia a su condición memoriosa y viajera. La autora se autorretrata con insistencia, sin embargo, esta práctica autoficcional no supone la multiplicación de sí hasta el absurdo, si bien su figura como autora articula la ficción. Fascinada por sí misma, sus dobles y simulacros, la imagen no es de vaciamiento o solipsista, sino proliferante, en interface con el otro, tanto individualidades como macroestructuras culturales, para dar sustento a una indagación identitaria, en la que, junto al sentido celebratorio, aparecen las marcas de exigüedad cultural y fragilidad relativas a la extranjería, el exilio, la diferencia.

La poesía metaficcional diseña intrincadas redes de sí y del mundo. Liberada de límites metafísicos, la autoficción especular permite a una autora llamada Carlota Caulfield travestirse y desnudarse para instaurar visiones de su ser, en la escritura y escribiendo. Al practicar estas formas autogenerativas, la poesía deviene un saber nada convencional que actúa en un orden transnarcisista: el de la puesta en obra a través del proceso creativo del sujeto y, a la par, del proceso de composición del texto.

En el interior de ese espacio creativo en movimiento, de migraciones reales y simbólicas, sus rasgos identificadores se inscriben. La permeabilidad de este sujeto en tránsito resulta tan productiva que puede crearse como figura transcultural, cumpliendo roles de escritora y escriba, autora y personaje. Su autoficción es dialógica, intertextual, volcada a los ritos de pasaje, de trasnformación en su acepción amplia, más deudora de Proteo que de Narciso.

Lejos de respuestas ontoteleológicas y estereotipos, la autoficción de sus poemas muestra a una mujer artista, a una hacedora que se constituye culturalmente cuando se retrata, hace sus metapoemas y discurso de poética. Las preguntas oraculares de quién soy y cómo conocerme son formuladas en el seno del oficio, clave de la percepción de su identidad que se revela como un ejercicio de libertad, donde conviven la trasgresión y el tributo. Trasmutando las ausencias en renacimientos, recuperando bajo otras apariencias señales primordiales, moviéndose en cualquier dirección hacia la oscura irradiación de la poesía, Carlota Caulfield nos convida a la reinvención de nosotros mismos y de nuestra cultura, al vuelo de la memoria, al viaje. Tal vez por ello, y a mi pregunta de cómo se ve en el contexto de nuestra literatura, la autora al responder, abre una nueva pregunta:

 

Soy una poeta cubana. Pero, en definitiva, no me interesa defender ninguna identidad en particular, quizás la única que me atreva a defender sea la de poeta.

De pronto me siento atrapada en el juego de identidades. ¿Qué significa ser una poeta cubana?



§§§§§

 


 


 





 


 


 





 


 


 




 


 

§ Conexão Hispânica §

Curadoria & design: Floriano Martins

ARC Edições | Agulha Revista de Cultura

Fortaleza CE Brasil 2021



 

  

 

 

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