terça-feira, 29 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Hugo Rodríguez-Alcalá

JUAN MANUEL MARCOS | Introducción a la poética de Hugo Rodríguez-Alcalá



Este estudio crítico de una parte de la obra del poeta paraguayo contemporáneo Hugo Rodríguez-Alcalá está basado en la tesis doctoral que presenté en la Universidad Complutense de Madrid en 1979. Aunque carece de otro mérito que el interés suscitado por los propios textos analizados, quisiera contribuir a la tarea de las nuevas generaciones de intelectuales del Paraguay: el esclarecimiento riguroso de la realidad histórica y la intimidad cultural del país, por encima de no pocas efusiones sectarias y personalistas, que de un modo u otro han opacado la imagen de un proceso humano colectivo singularmente revelador de ciertas claves rioplatenses y, en general, latinoamericanas. Uno de los caminos hacia esa misión, en el campo de la crítica literaria, consiste en la indagación monográfica acerca de los autores nacionales –más correcto sería decir: de cada país de la Nación Latinoamericana–, como sin duda el que aquí nos ocupa.

Hugo Rodríguez-Alcalá nació en Asunción en 1917, hijo de distinguidos escritores. Sus poemas testimonian el ambiente, asunceno y guaireño, donde creció. Se doctoró en Derecho en la Universidad Nacional de Asunción, y en Filosofía y Letras en la Universidad de Wisconsin (Madison). Ha desempeñado una brillante carrera como Profesor de Literatura Hispánica en los Estados Unidos; actualmente dirige –desde su fundación– el Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad de California (Riverside). Ha publicado una treintena de libros de crítica y ensayo, poemas, cuentos, y artículos en decenas de revistas y diarios de varios países, y poemarios como los que se citan en la bibliografía de este estudio.

Como varios poetas contemporáneos, incluidos no pocos vinculados con el vanguardismo, Rodríguez-Alcalá emplea constantemente metros clásicos. Pero la cosmovisión y la técnica de estructuración de su poesía corresponden cabalmente a la más radical contemporaneidad literaria. Su tema fundamental, la búsqueda de la integridad de sí mismo, configura un universo dinamizado, en lo esencial, por cuatro motivos líricos: la recuperación de la pureza y la plenitud de sus vivencias infantiles; la descripción humanitaria de personajes y situaciones de la guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia (1932-1935), que lo contó como adolescente protagonista y testigo; la visión crítica y nostálgica de la patria natal; y la intuición angustiosa pero no desesperada de la circunstancia humana sin más. En estos textos, de una valoración positiva del mundo y de la vida, Rodríguez-Alcalá propone la dicha como un éxtasis legítimo, y tiende la mano agradecida hacia la fuente misma de la Creación, con laico fervor. Una poesía que ilumina la intimidad exultante de la existencia, desde la exaltación vívida de los momentos más tiernos y plenos, hasta la melancólica memoria de la felicidad perdida. Esta actitud singulariza dicha experiencia poética, en el contexto generacional de una literatura que podría ser definida como un todo elegíaco, sombrío, y –no sin motivo– desgarrado.

Examinemos, primero, el poema “Primavera, otra vez”, de La dicha apenas dicha.

 

¡Qué cosa extraña es ésta de los versos!

Uno se olvida de que los escribe.

Se olvida de poetas y poemas.

Y, de pronto, reincide.

A mí me pasa así. Yo soy un hombre

ocupado y sin éxito

en cosas de poetas,

y he renunciado, ha mucho tiempo, a serlo.

Sin embargo, me ocurre que, un buen día,

luchando, por ejemplo, con los números,

la pluma, sola, empieza a escribir versos

Entonces noto que la primavera

está otra vez viniendo;

que el aire, afuera, está lleno de píos

y que también yo estoy lleno de versos.

 

La composición es una silva irregular, de pares asonantes. Nótese, además de la asonancia en el endecasílabo y el heptasílabo pares de la primera estrofa, la suerte de ritmo al mezzo, por epanalepsis, en sus versos segundo y tercero. La palabra “extraña” posee una deliberada polisemia: los versos son misteriosos en sí mismos, y más para el poeta, que declara sentirse ajeno a ellos desde hace tiempo. La elipsis del verso cuarto sugiere el papel que desempeña la memoria en la lírica de Rodríguez-Alcalá: el poeta ha olvidado una doble circunstancia, los poetas que lo rodeaban –su madre, su padre, sus compañeros de generación–, y los poemas que él mismo había escrito; es decir, había olvidado al poeta que él había sido. Pero, si “reincide” en el ejercicio poético, es porque recuerda. El recuerdo, a la manera platónica, le inspira nuevos poemas y, en suma, lo configura. El empleo del verbo “reincidir” –recaer en una falta– tiene naturaleza humorística, propia de la ironía coloquial y chispeante de todo el texto. Por otra parte, la idea de sorpresa –ese “de pronto” se encuentra reforzada por lo repentino del verso: el único semánticamente heptasílabo de toda la composición; hay más heptasílabos métricos, pero todos encabalgados. En la segunda estrofa, el poeta confiesa que no sólo ha olvidado a los poetas, sino que “ha renunciado” a serlo. Pero, a veces, le pasa que, haciendo cuentas, la pluma, “sola”, se pone a escribir versos. Lo activo en esta tercera estrofa no es la escritura sino el júbilo, no lo mecánico, sino lo emotivo. La estrofa cuarta, y última, constituye la más sonora, resplandeciente, y exultante. Fijémonos en la triunfal construcción de su primer verso, una suerte de endecasílabo provenzal. El estallido, “a toda orquesta”, de la cesura épica, expande el vibrante ritmo en dos hemistiquios libres, el primero como cabo roto (“Entonces no”), que prepara, al modo versicular, el otro estruendo, el definitivo, ese rarísimo acento en 5.ª, exhumado con toda su fragante armonía de quién sabe qué remota memoria del endecasílabo galaico antiguo, ese exacto acento que cae, precisamente, en el “yo” del último verso, en ese potente pronombre en el que el poeta –como Pedro Salinas– se encuentra, y se reencuentra, y lo encuentra casi todo. Ese extraordinario acento 5.º que rompe la métrica y obliga a una diéresis (“y que también yö estoy lleno de versos”), con lo que nos vamos a un dodecasílabo, muerta la sinalefa. Así, el primer verso de esta estrofa es de diez sílabas, y el tercero, de doce. Ninguno endecasílabo, y, sin embargo, ambos endecasílabos para el cómputo armónico de la silva libre. Pero…, miremos aún más de cerca. El “decasílabo” al dejar átona la primitiva 5.ª del endecasílabo (“Entonces noque la primavera”), imita el verso épico medieval francés de diez, con la típica cesura después de la cuarta tónica. El segundo hemistiquio es un leve hexasílabo trocaico que mitiga el ímpetu anterior (“que la primavera”). Ahora bien, “dodecasílabo” (“y que también yö estoy lleno de versos”) es de cinco más siete. Pero ese hemistiquio de cinco resulta hexasílabo (“y que también yo”). Y este “hexasílabo”, en su variedad dactílica, sugiere un paralelismo rítmico con el hemistiquio trocaico del primer verso. Mientras que un nuevo dactílico, el heptasílabo del segundo hemistiquio (“estoy lleno de versos”) ratifica y clausura, al cabo del último verso del poema, la nueva circunstancia existencial asumida por el poeta: redescubierto su “yo”, se siente otra vez poeta. Hay otras formas, claro, de leer este texto. Pero ésta, árida y excesivamente técnica, nos permite participar en el juego interno del poema, y percibir genéticamente, palabra por palabra, la marcha del poeta hacia sí mismo. Si comencé por “Primavera, otra vez”, y mediante estos aburridos pero imprescindibles tecnicismos, es, precisamente, porque este texto es de veras un poema heráldico en la lírica de Rodríguez-Alcalá.

Leamos “Pensamiento de abril”, de Abril, que cruza el mundo…

 

Ya vino abril, fingiéndose inocente.

Como él vino una vez la voz perdida,

vino cantando y se alejó muriendo

y yo quedé más solo todavía.

 

Abril es lo que pasa, el dulce engaño:

sombra de inaccesible encantamiento,

abril no falta nunca, pero pasa,

y de su canto de oro muere el eco.

 

Ese beso en la boca que adoramos,

ese temblor frente a unos ojos puros,

todo ese frenesí no es más que engaño,

canto fugaz de abril que cruza el mundo.

 

Ya vino abril, el mago fugitivo

que en luz envuelve su mensaje oscuro.

 

En el mes de abril no hace primavera en el Paraguay, sino en los Estados Unidos –para circunscribirnos a los dos ámbitos del poeta-: la “imagen encarnada” de esta estación, en el poema, corresponde a una mujer de aspecto anglosajón –al menos si suponemos que los cabellos de ella, que es abril, son “de oro”, y la “pureza” de sus ojos, de zafiro-. Conviene observarlo, para inferir de aquí algunas ideas en torno al juego simbólico de las estaciones en la poesía de Rodríguez-Alcalá. Por ejemplo, los veranos guaireños de la infancia del poeta no aparecen engañosos, sino nítidos, permanentes. El norte configura, en cambio, una ilusión, un espejismo, y el abril norteño no comunica una certidumbre del ser, sino ecos perdidos y fugaces. La primera llega “cantando”, y el ritmo parece imitar la eufonía fulgurante de la naturaleza. Hay una combinación musical de endecasílabos; véase, en la primera estrofa, la sucesión de los endecasílabos a la francesa, heroico, sáfico, y el retorno del yámbico en el segundo par, plegado sobre la asonancia que constituye la estructura esencialmente polirrítmica de la composición. Llegó esta primavera, grávida de sonoridades, mas “se alejó muriendo”. El poeta no se siente ebrio de dicha, como a la sombra de la parra de su Tío Manuel –uno de los héroes de sus recuerdos de niño-. Tampoco se siente extendido en los otros, como en la hora trágica del Chaco; ni aferrado a sus raíces más próximas. Lejos de sí mismo, se siente solo. La fugacidad de la primavera le anuncia la fugacidad de la vida. La fragancia ritual de las flores, la cíclica juventud del mundo natural, “no falla”, se repite inevitablemente, inexpresivamente, cada año. Y, a su paso, secuestra vivencias e ilusiones, nos hurta momentos dichosos y hasta esos, más ácidos, que tampoco regresarán con los nuevos capullos. El poeta proyecta su amor hacia una mujer –primavera fulgurante del cosmos–, pero también ella será efímera. Las flores en flor, unos labios frescos, el aire aromado, una mirada traslúcida, todo es fugaz. El poeta intuye que las cosas, el paisaje, no son sino una huida inexorable y unánime del tiempo y el espacio que somos, de la vida que nos configura y somete a sus leyes inescrutables, la vida como “canto fugaz de abril que cruza el mundo”. Emerge de esta meditación sobre la vida, de este “pensamiento de abril”, el presentimiento de la muerte; más que fin, un umbral del infinito, el completarse definitivo del ser del poeta en una unívoca, expresiva, fundante y perenne Cosa: la incorruptibilidad de la cíclica y comunicante armonía poética. No un “mago fugitivo”; mago permanente el poeta cifra su ser en el de la poesía, y éste lo sobrevive en los demás. Vendrá la primavera, emblema de la vida y anuncio de su propia fugacidad; pero el poeta estará, entero, en una palabra de manantial y roca; en el umbral del infinito: la prodigiosa eternidad de la poesía, ese río inmaterial, luminoso y fragante, amasado con el dolor, la ternura, y la dicha de los hombres.

En “Domingo”, de Abril que cruza el mundo…, se percibe la influencia de Jorge Guillén.

 

¡Domingo! ¡Todo en ti existe!

 

En la cascada del sol

 

lo real se dinamiza

 

en plenitud de color.

 

 

 

¡Eco, pájaro, ansiedad;

brisa y celaje; dolor

antiguo y nuevo, rebosan

de realidad interior!

 

Mayo llega a su cenit,

¡el mundo es un gran rumor

pleno, unánime, potente:

¡sólo a mí me falta Dios!

 

Cuando Rodríguez-Alcalá describe esos engañosos abriles y mayos, los sitúa lejos de sus raíces, en los Estados Unidos. Sus alegrías fundantes están contenidas en sus poemas guaireños. Aquí, “Domingo” es otro nombre de la primavera. El poeta se deja arrebatar por el éxtasis cósmico. Su espíritu se inunda de luz y colores. Los octosílabos ceñidos, con asonancia en los pares, sugieren la sensación de movimiento, de encendida vitalidad. El poeta parece tocar con sus manos el corazón de la primavera. Ebrio de sol y de píos, de la brisa espléndida y el cielo a mediodía, el poeta concibe el mundo como música. Y, de pronto, estalla esta aparente antífrasis: “¡Sólo a mí me falta Dios!”. Este verso parece una ironía; al cabo de una descripción casi panteísta, la exclamación final, más que mitigar la sensación de exaltación lírica, confirma, de algún modo ambiguo, la euforia efusiva del poeta. ¿Por qué, pues, “Domingo”? En la tradición cristiana, el Domingo simboliza el homenaje semanal y colectivo de los fieles a Dios. La “maravilla del mundo” estimula la devoción cristiana. La belleza de la naturaleza se concibe como una gracia divina. Si miramos bien, podemos ver que lejos de una enigmática antífrasis, este último verso expresa una confidencia punzante y profunda: el poeta se siente sin Dios; es decir, sin lo “divino” de la primavera: su eternidad. Por eso no es lunes, martes, o sábado, en el poema, sino “Domingo”. El poeta describe una plenitud luminosa pero efímera, una visión cenital del mundo exterior, que sopla, en el oído del lírico, una advertencia sobrecogedora: que él no es Dios, que es mortal. Entre la fatalidad y la conjetura, este epigrama oximorónico opone el deslumbramiento del poeta ante el esplendor de la Creación, y su frustración íntima, pequeño creador también él, ante la transitoriedad de su propia existencia, que sólo la palabra podrá contener más allá de los “Domingos” en que todo existe, en que todo es Dios, menos el poeta, confinado en su delgada contingencia, sometido al destino de recordar para ser, de escribir para perpetuarse, de morir para acabar su último verso.

En el poema “Cordura”, también de Abril que cruza el mundo…, el poeta dialoga con la primavera, otra vez símbolo de la fugacidad de la vida. Le sugiere que modere su arrogancia.

 

Ya no estás, primavera, tan triunfante:

deja al verano iluminar el cielo

y lleva tus celajes, tus auroras,

adonde no haya sol y falten besos.

Yo también, en mi vida ilusionada,

diré adiós al enjambre de deseos

que a un ya maduro corazón envuelven

en su revuelo de enervantes pétalos.

Dejemos que otro sol y otros azules

formen distintos cielos.

Tú, primavera, vete; y tú, locura

tardía de mis años, apaga ya tus fuegos:

 

hora es de abrir ventanas al poniente

y de orientar el alma a otros luceros.

 

La imagen de lo temporal, y por tanto, de lo humano, debe retirarse; admitir, la luz del verano –alegoría de la auténtica plenitud-. La florida estación debe abandonar al poeta, a quien no engañan sus espejismos, y dirigirse, en todo caso, a iluminar otros labios, acaso más jóvenes. Ya no lo seduce con sus “enervantes pétalos”. Indiferente a cielos “distintos” –es decir, cíclicos–, el poeta aconseja a la primavera que renuncie a persuadirlo con el hechizo con que, antes, lo acosaba hasta la “locura”. Pero la “cordura” del poema no radica en una especie de sensatez melancólica y crepuscular; ni en una preparación para la muerte, sino un mudar de ser. El poeta se aconseja a sí mismo, no tanto a una resignación taciturna, sino a una esperanza de otra vida: el ser de la poesía, en el que el poeta sobrevivirá a su propia carne. Así, “Cordura” no clausura las ventanas; las abre, aunque al poniente. Poesía repartida en los demás, unánime y varia, encendida siempre en “otros luceros”, en los que el alma del poeta no habrá de apagarse jamás.

El ambiente de “Entre dos orillas”, de Palabras de los días, a la inversa de la mayoría de los de Rodríguez-Alcalá, es lóbrego, enigmático.

 

 

Yo voy cruzando la calzada

para escapar, hacia la opuesta acera,

del hombre hundido en el confuso fango.

Del hombre pude ver sólo una pierna

y un trozo de la cara, no los ojos

ni la nariz. Le vi también la nuca

y la oreja derecha.

 

Voy cruzando

este río de fango en plena urbe

sin nombre conocido –tal vez sin habitantes-.

 

Noto que me sumerjo, que no avanzo

aunque me es dado ver la acera salvadora.

 

Este gabán que tengo es todo cieno.

Mis piernas, que se hunden, son de fango.

Mis brazos, que se rompen, son de lodo.

Miro hacia el cuerpo casi sepultado,

en el ocaso ceniciento.

La corriente me empuja hacia ese muerto.

Mi cuerpo, en su gabán, ahora flota

cual resto pestilente de un naufragio.

 

Frente al cadáver que me evita el rostro

estudio su mejilla y la oreja y la nuca

que a tenebrosa luz se me relevan.

En la acera, de pie, veo a mi hermano.

Está como antes de su muerte.

Lo único extraño es que su pelo, blanco,

es demasiado blanco, y fosforece.

Él me tiende una mano. Yo piso sobre el muerto.

 

Guido desaparece y quedo solo

mirando el cuerpo que ahora, desde el fango,

me enseña su semblante muerto y duro.

Ese semblante se parece al mío.

 

El poeta huye. Quiere dejar atrás a un hombre “hundido en el confuso fango”. No sospecha el nombre de aquel espectro. El texto –lejos de todo neorromanticismo– consiste en una elegía metafísica en la que el paisaje sin rostro que acosa al lírico parece disolverse en una selva de presagios todavía más sombríos que la definitiva nitidez de la muerte. Alargado como una pesadilla oscura, erizado de esquinas infames y desesperadas, el poema se debate “entre dos orillas”: vida y muerte electrizan la intuición de la fatalidad, no en esa “urbe sin nombre conocido”, sino en el propio espíritu del poeta. La existencia lo ahoga como un suplicio tantálico; le comunica el radical sentimiento del no-ser. Inmerso en la angustia, él percibe su contingencia en la muerte de los otros, y sabe que la muerte humana es siempre fraterna, inexorable, única. En esa pesadilla profética, descubre la muerte como un fenómeno solidario, como río unánime, como destino colectivo y esencial. No ha podido huir. La “corriente” lo lleva hacia el cadáver. La concepción de la muerte como “naufragio” transparenta el universo íntimo del poeta, fundado en la palabra viva, y en su memoria mágica, que descree de la fatalidad y confía en la eternidad de la armonía poética como superación del no-ser. Así, la muerte, como un no-existir, resulta una “caída”, una impericia, un naufragio. De pronto, aparece una imagen fulgurante, erguida y espléndida, en la acera. Guido, el difunto hermano del poeta no está en la corriente pestilente, sino “como antes de su muerte”: vivo. Sobrevive. Aquella sobrevida es, sin embargo, “extraña”, ajena a la naturaleza humana, mágica. Y este hermano mítico tiende una mano al poeta: lo salva de la muerte; en medio del sueño, le comunica el secreto de la eternidad poética, antes de esfumarse. Y el semblante del cadáver anónimo que sigue en el fango se parece al del poeta, porque es el rostro plural y uno de todos los hombres, “seres para la muerte”, pero, más aún, para la vida, rescatados por la emoción y la incorruptibilidad de la poesía. Rodríguez-Alcalá ha compuesto una elegía catártica, una meditación metafísica sobre el destino del ser. De esta radical introspección, ha despertado “salvado de las aguas”, del fango inexorable, con la vitalidad de la palabra, y la brújula de la comunicación lírica como señal y profecía. Salvado él, ha salvado también a su hermano del no-ser y, en la ternura de su imaginación, nos lo ha propuesto, como en un espejo entrañable, tendiéndole la mano. Una mano, no desde la nada, sino desde la permanencia, intacta en la memoria estremecida y cálida de los suyos, y fundada, otra vez, en el poema, en el tiempo sin fin de la poesía. Lenguaje de la imaginación, el amor, y el sueño, ella lo es, en definitiva, de la vida.

Sobre el poema “Ir, ir, ir…”, de Palabras de los días me dice Rodríguez-Alcalá en una carta: “Es una meditación pesimista sobre la vida cotidiana, la repetición de los actos, la rutina y el ajetreo de la vida moderna”.

 

¡Eso de ir de la navaja al peine,

del peine a la camisa, a la corbata!

 

(¿Tomaste el desayuno?

¿Te lavaste los dientes?)

Es tarde. Es siempre tarde. Darse prisa.

Eso de ir al coche,

ponerlo en marcha y luego

ir entre luces verdes,

ir entre ruidos y humo gris a escape,

ir de una cosa a otra

sin reposar en nada.

 

Es siempre tarde y si no es tarde, urge

ir hacia algo, hacer alguna cosa

porque hay que ir, que ir de esto a lo otro,

 

como del peine a la camisa, a la corbata,

del desayuno al baño,

del baño al coche, en coche a la autopista

de prisa porque es tarde o por costumbre…

Ir, ir, ir. ¡Siempre ir hacia lo mismo,

ir hasta el mismo sueño como en coche,

como si, si quedáramos inmóviles,

con ansias de no ir, de ser tan sólo,

no nos iríamos también sin falta!

 

Una variación epigramática de tono conversacional. El léxico subraya el énfasis coloquial. Aunque predominan los habituales heptasílabos, se percibe un esfuerzo en favor de una mayor libertad y soltura en la versificación. Un festival de repeticiones retóricas, desde la epanalepsis de su mismo título y la epímone de sus dos versos primeros, la composición constituye una vasta y sugestiva anáfora, una sátira del ritual cotidiano. De la expolitio interpretativa del quinto verso, pasamos a la rauda estrofa siguiente, donde un par de oportunos encabalgamientos, y la agobiante epanáfora del infinitivo epónimo, transmiten la sensación de ansiedad y vértigo. La estrofa posterior “repite”, a su vez, métodos similares. Pero lo conversacional del poema no reside solamente en su estructura versicular. Tras esa irónica descripción de los hábitos diarios, el poeta propone una confidencia. La vida no es más que absurdo ritual, pero si nos negáramos a él, no por ello conseguiríamos alargarla. Rodríguez-Alcalá comprende que no puede fundar su permanencia en la ilusión de detener el dinamismo natural de la existencia. Y el poeta aspira a quedarse, a quedarse en la vida, a través de la comunicación de su entidad espiritual a los demás en el misterio de la permanencia poética.

“Fin del exilio”, uno de los poemas más conmovedores de Rodríguez-Alcalá, pertenece a su poemario El portón invisible.

 

Abren camino, los del duelo, a un deudo

de porte militar, y de ojos duros

que, llegando al ataúd recién abierto,

con cerrado color sobre él se inclina.

De tierra lejanísima, por aire,

el difunto llegó, la víspera, de incógnito.

Cuando el deudo descubre el rostro muerto

y dice: –Es él–, el duelo advierte

que el vivo y el difunto se parecen,

y que ambos, sin palabras, se saludan.

Cumplido el rito fúnebre, introducen

el ataúd en nicho a cal pintado.

Y el cortejo disuélvese entre tumbas.

 

En su tiniebla el muerto abre los ojos

y los cierra, sobre una terca lágrima.

Tal vez comprende ahora

que la muerte, en la tierra lejanísima,

lo ha liberado del exilio;

que ahora, por fin, se encuentra de regreso.

 

Rodríguez-Alcalá fue modesto y lacónico al comentar, a mi solicitud, este texto: “Es homenaje a Pablo Max Ynsfrán, muerto en Texas y repatriado en su ataúd. Fue corresponsal mío durante casi treinta años”. Leamos: un pariente del difunto se encarga de reconocer la identidad del cadáver que acaba de llegar por avión; cumplido el formalismo, el entierro se verifica como de costumbre. Hasta aquí el poema no es más que un austero romance heroico irregular, de versos blancos. Con escrupulosa economía verbal, el poeta ha narrado la repatriación y el entierro. Mas los últimos seis versos nos estremecen. El cadáver abre los ojos en su tiniebla, en su oscura e intransferible soledad irremediable. Ese complemento circunstancial de lugar, en la función propia del epithetum ornans, acentúa el sentimiento de solidaria angustia del poeta ante esos ojos en sombra. El muerto, en una proyección prosopopéyica de las lágrimas reales del autor, parece experimentar una sensación vivísima, sufrir la nostalgia y la ausencia, llorar en la transparencia de su propio dueño, el presagio de otros destinos comunes. Un alto precio, la vida, ha tenido que pagar el transterrado para estar, de nuevo, entre los suyos. Y, en el desamparo y la infinitud de aquella irreparable soledad, recuperar su tierra. La poesía elegíaca de Rodríguez-Alcalá no consiste en un canto sobre la muerte, sino una lírica apuesta por la afirmación de lo espiritual sobre la corruptibilidad humana: es una poesía contra la muerte. Al recuperar su integridad en la pureza de sus recuerdos infantiles, en el humanitarismo descubierto en el desgarramiento chaqueño, y en la singularidad entrañable de su propia comunidad nacional, el poeta confía, en el umbral del infinito, que esta actitud puede continuarlo, y continuar a los suyos, más allá del silencio inevitable, contra el tiempo y sus terribles auroras. La poesía de Rodríguez-Alcalá aspira, con pasión y lucidez, a conocer el mundo, a describirlo e interrogarlo; a explorar la realidad hasta sus misteriosas raíces, con rigor y con amor, con música y con luz; a despojarnos de la frivolidad y del absurdo, sin abatimiento, y así, sentirnos ser. El poeta de los recuerdos guaireños está enamorado de la inocencia, la plenitud y la pureza de aquellos momentos cálidos y deslumbrantes de la Villarrica de su niñez. El poeta de la epopeya chaqueña, enamorado de una humanidad convocada a la lucha fratricida y a la muerte anónima, sin discriminación de banderas. El poeta de la nostalgia y la revisión de la intrahistoria nacional, enamorado de su patria sancionada con la tragedia, y tan espléndida e intransferible siempre en la policromía de sus paisajes y, sobre todo, en la infinita ternura de su pueblo. El poeta maduro, que presiente sin amargura la inexorabilidad del tiempo, enamorado de la palabra, de la poesía que ha fundado la mitad acaso más viva de su condición humana, de ese verso circular, fundante, perpetuo.

En “Jardín Botánico”, de Palabras de los días, su protagonista, el propio poeta, tiene cuatro años. Su madre lo ha llevado a una fiesta al aire libre, en el Jardín Botánico, un vasto parque público, en las afueras de Asunción. Se celebra una boda, un aniversario… En un claro del bosquecillo hay “bullicio de baile, carcajadas y violines”. El niño rodeado de rostros desconocidos, de unas muchachas de las que sólo sabe decir que son “altas”, de los mozos, unos “hombres de blanco”, con “cestos”, que sirven “el agua”, no encuentra a nadie familiar más que a su madre. Ella, dice con vago asíndeton, es “joven, ágil”. (Doña Teresa Lamas Carísimo de Rodríguez-Alcalá tenía treintaicuatro años en 1921; en 1921, publicaría el primer volumen de sus Tradiciones del hogar). El niño se aburre. Pasea entre los “grandes”, indiferente a los trajes de gala, las danzas, la comida. Admira los caballos que pastan bajo la sombra de los árboles. Aunque la mayoría de los invitados ha llegado en tren, algunos han venido en carruaje. Alguien descubre la curiosidad del niño por los animales, y lo monta, para distraerlo; el pequeño, un poco embriagado por el sol y el desconcierto, acepta.

 

Alguien sobre un caballo al trote largo

entre árboles veloces

me conduce en zigzags de sol y sombra.

 

En un claro del bosque oigo bullicio

 

de baile, carcajadas y violines.

 

Me hallo solo, de pronto, en un sendero.

(¿Y el caballo, por Dios, qué es del caballo?)

 

El bosque está en silencio. El sol declina.

Bajas, en el crepúsculo chirrían las cigarras.

¿Se han ido todas las muchachas altas,

y con ellas mi madre –joven, ágil-

y los hombres de blanco con los cestos,

los violines y el agua?

 

Oigo venir el tren. Veo a lo lejos

subir a todos.

Corro.

Grito.

Lloro.

Nadie me ve ni siente.

Atruena el aire

el resollar del tren.

Con gran esfuerzo

me aúpo en el estribo enorme y duro.

Y en ese instante el tren se pone en marcha.

 

“Alguien sobre un caballo…” Una silva, breve como el protagonista, nos introduce a la “selva” del Jardín Botánico. La sinalefa en el heptasílabo, y el oxímoron, nos sugieren la sensación de salto, de agilidad, de movimiento. De pronto, el niño queda solo. El caballo y el jinete se han ido. El niño, desesperado, no sabe orientarse. Pasan las horas. Las cigarras son ahora hostiles, no como las de los patios guaireños. Ahora, chirrían. La aspereza de la aliteración nos contagia el escalofrío del desamparo infantil. De repente –todo ocurre a fogonazos en esta secuencia impregnada de pánico–, el niño escucha el tren. Frenético, corre hacia donde el ruido lo apela. Por fin, casi sin aliento, alcanza un claro, desde donde divisa, a lo lejos, el tren. Pero ya está a partir. La gradación nos lleva hasta el clímax del poema. Los “grandes” suben al tren. Nadie lo echa de menos. La angustia sobrecoge al niño. Se quedará solo, definitivamente solo. El estruendo de la locomotora, el trueno de aquella máquina infernal, estalla en esas erres desgarradoras; los cinco últimos versos son onomatopéyicos. Pero el pequeño no se da por vencido. Ahogado casi por la desesperación, prosigue su carrera, tropezando y reincorporándose enmedio de sus débiles alaridos, hasta aferrar, jadeante, sus cuatro años, al postrer estribo del tren. El encabalgamiento suave sugiere, bajo la tensión todavía asfixiante de la onomatopeya, el alivio del niño al sentirse seguro en aquel estribo. Sólo entonces la máquina, con la multitud de invitados, se pone en movimiento. Es un trrrennn, que arranca… Ray Verzasconi ha distinguido dos puntos de vista en este texto, el del adulto y el del niño (cf. el estudio crítico citado en la bibliografía). Encuentra en la primera estrofa vocablos de persona mayor, mientras que más adelante “predomina la visión del niño”. Al trazar una enumeración de ciertos aspectos del poema, que le parecen ejemplos de esta perspectiva infantil, cree advertir en todos ellos una “falta de lógica”. Opino que Rodríguez-Alcalá, inspirado en la técnica del montaje cinematográfico, más bien ha fragmentado algunas escenas, y las ha revuelto, no tanto para sugerir “la visión del niño”, como el desasosiego interior del adulto; más que un “caos”, pues, un “film”, minuciosa y racionalmente “montado”. Pero estoy de acuerdo con la distinción de esa doble perspectiva, que sugiere Verzasconi. Su análisis de la fusión de ambas visiones es excelente:

Es en la quinta estrofa… Donde la fusión de las dos perspectivas es más evidente. Si el niño se pregunta adónde se han ido todos porque le han dejado solo en alguna parte, el hombre puede hacerse la misma pregunta porque, con el transcurso del tiempo, las muchachas ya no le parecen altas ni su madre joven. Por eso, en las últimas estrofas, la desesperación del niño para alcanzar el tren y el terror que siente ante la posibilidad de hallarse solo durante la noche representan también la desesperación del hombre para recuperar su pasado y el terror que siente ante la posibilidad de encontrarse solo en la noche que será la muerte. Cuando el niño “con gran esfuerzo” se aúpa “en el estribo enorme y duro” del tren, el hombre, ya ligado con él, logra lo imposible, lo ilógico: recupera el tiempo perdido.

Si en el poema “El canto del aljibe”, del poemario del mismo nombre, el poeta emergía del “aljibe” de su mundo interior, con el agua amanecida de sus vivencias infantiles, revividas y perennizadas en el texto: “Jardín Botánico”, asume la mirada del niño, el riesgo y la agonía de la meditación y la soledad, hasta alcanzar, por fin, el “estribo” de su propio ser, aupándose al tren de la vida, al tren que son los otros, esa caravana de imágenes vestidas de olvido, donde lo humano es inmortal. A la par que captura el tiempo en una emoción y una melodía que resistirán la corrupción y lo inexorable, el poeta recuerda; y, como escribe Augusto Roa Bastos, en el prólogo de este libro. “Hugo Rodríguez-Alcalá habla de estos recuerdos. Luz mestiza, su poesía… de vida y deseo, de tiempo y recuerdo, de lo que fue y es, de lo que sigue siendo para él la realidad perdida pero transformada y recobrada en canto dentro de sí…”. Recordar, pues, para que aquel niño del Botánico continúe aleteando entre esas muchachas altas y esos hombres de blanco, entre caballos misteriosos, violines mágicos y cigarras taciturnas, tras un tren a pesar, de todo puntual, estrepitoso, de estribos enormes y hospitalarios, duros como la ternura de un ocaso.

Leamos, por último, “Proyecto de poema” –uno de los más espléndidos de la poesía paraguaya–, también de Palabras de los días.

 

Tema:

mi madre en la casona vieja,

entre las cuatro y cinco de la tarde.

 

Que se la pueda ver a sus ochenta

y tantos años pulcra y sosegada,

leyendo en su sillón del corredor.

 

Que el corredor se haga imaginable:

largo, con sus baldosas coloradas

y las que han sido más o menos blancas.

 

Que, como fondo, el patio sea intuible

con las palmas, la parra, el jazminero,

y el aljibe en el centro.

 

No abusar de detalles:

lo esencial es la dueña de la casa

leyendo en su sillón.

 

Rostro moreno,

hermoso todavía,

capaz de la alegría más vivaz

como de la tristeza más discreta.

 

El cabello rizado, todo blanco.

El aire de la patria, dulce y ácido,

ha de sentirse en torno a su figura.

 

Y no olvidar:

que a pocos pasos de ella

brinquen y píen cuatro o cinco audaces

gorriones, reclamando

las migajas rituales de la tarde.

 

Si pudieras pintar ese retrato

con las palabras justas,

estarías allí, en la vieja casa,

vencedor de tu exilio y, para siempre,

con tu tiempo mejor recuperado.

 

El arte literario de Hugo Rodríguez-Alcalá, que alcanza en este texto su máxima altura y madurez, nos muestra cómo, una vez más, una poesía nacida de una emoción individualísima e intransferible puede ascender a lo universal y abrazar los sentimientos de todo el género humano. Y, en especial, los de los paraguayos que lejos de la tierra natal beben en los grandes poemas escritos por su pueblo el néctar nostálgico y esperanzado de sus raíces; su pasado heroico, de Las leyendas de Alejandro Guanes, la ternura melancólica de Un puñado de tierra de Hérib Campos Cervera, el sueño de un “tiempo mejor recuperado” de este “Proyecto de poema”.

El empleo de recursos distanciadores es frecuente en la poesía de Rodríguez-Alcalá. Aquí, el poeta nombra “proyecto” a su texto compuesto de endecasílabos blancos en casi toda su extensión, que gana así fuerza dinámica y evocadora, como si fluyera en un perpetuo “hacerse”, abierto y circular. Los dos primeros versos precisan el motivo, el protagonista, y la situación del cuadro. A este portal temático, siguen tres rigurosos tercetos, encabezados por el pronombre “que”, en función anafórica. Subyace, además, una epanalepsis en la reiteración del subjuntivo exhortativo en tercera persona. La imprecisión temporal, propia del subjuntivo, suaviza delicadamente la energía del imperativo. La imagen de la anciana madre del poeta emerge así con levedad conmovedora. Una epímone encadena, con espontaneidad, el segundo terceto. Aparece ahora, después del close up del personaje, un primer plano del ambiente; el autor no describe el corredor: sólo aspira a hacerlo “imaginable”. La lítote sugiere apenas la opacidad de las baldosas; reina una voluntad de diafanidad en la composición. Hasta ese instante, todo ha sido tenue en el poema. Pero en el último terceto de la trilogía anafórica brota un segundo plano del ambiente: el patio, símbolo de la plenitud ontológica en la lírica de Rodríguez-Alcalá, quien lo desea intuible, deslumbrador, incorruptible. El autor renuncia al asíndeton, y describe el patio mediante una enumeración completa de sus notas, cerrada con una firme conjunción en el último verso –el único heptasílabo de la serie-. La espléndida nitidez del patio, a pesar de vérselo en el fondo, en contraste con la vaguedad de las imágenes anteriores, produce en el terceto un intenso efecto oximorónico: el poeta subraya de este modo su pasión trascedente, cifrada en la alegoría cíclica del patio, y su icono axial, el aljibe. Parra, patio, aljibe: casi toda la poesía de Rodríguez-Alcalá cabe en este fragante terceto. Pero el autor interrumpe sus planos generales, corta, y en el umbral de una nueva secuencia ilumina, otra vez, a su heroína: unas pinceladas de la espiritualidad de la ancianita. Los años se le han quedado, fulgurantes, en el pelo. Y, “la patria” la acompaña como irrenunciable aureola. El subjuntivo retorna en los brincos y píos de unos gorriones, cuya condición humilde refuerza, en prosopopeya empática, la beatitud del personaje. Nótese, también, el empleo del infinitivo, no como vicario del imperativo, sino con la intención de sugerir modestia, introspección; como si el poeta se aconsejara a sí mismo, en un lírico borrador. La idea de “proyecto”, del título, impregna la rigurosa arquitectura del poema, con exacta coherencia. Lo conmovedor en esta original actitud proyectiva radica en la timidez reverente del autor, que así parece no osar a trazar un retrato definitivo, acaso siempre imperfecto, de su madre. El carácter ritual de las migajas evoca la cotidianidad del cuadro. La última estrofa disuelve todo rastro de voluntad imperativa, y consiste ya en un soliloquio triunfal. En estos cinco versos destellan las claves esenciales de la poética de Rodríguez-Alcalá. En este contexto, no es difícil comprender que “pintar un retrato con las palabras justas” sólo resulta accesible a un poeta auténtico. Las notas de “casa”, “abolición del exilio”, y recuperación y perfeccionamiento del tiempo o la vida, expresan claramente un estado de gracia poético: la dicha. La aspiración de Hugo Rodríguez-Alcalá es alcanzar la felicidad mediante la armonía de la comunicación poética. Y, en definitiva, esta dialéctica Poesía/Dicha, se funde en una radical plenitud: la del Ser.

 


§§§§§

 


 


 





 


 


 





 


 


 




 


 

§ Conexão Hispânica §

Curadoria & design: Floriano Martins

ARC Edições | Agulha Revista de Cultura

Fortaleza CE Brasil 2021



 

  

 

Nenhum comentário:

Postar um comentário