segunda-feira, 28 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Ida Vitale

ALFREDO FRESSIA | Tres veces Ida Vitale

 


1. Los colores del aire

La señora Rosso, sentada en el vagón de un metro, dispone del lapso de trece estaciones para hojear con avidez los tres libros que acabó de comprar. Mientras lo hace, un hombre, sentado al otro lado del pasillo, saca de su bolsa tres cuadernos en blanco, intocados. Al bajar, la señora Rosso casi olvida sus libros, sintiendo “un sorpresivo desapego ante tanta letra impresa” y la tentación por las “posibilidades ilimitadas de un cuaderno en blanco”.

El relato se llama “Los poderes del blanco” y es uno de los veinticuatro que integran Donde vuela el camaleón (Vintén Editor. Montevideo. 1996), el nuevo libro de la poeta Ida Vitale y el primero de relatos en su vasta bibliografía comenzada en 1949 con La luz de esta memoria. Si el cuaderno en blanco representa las posibilidades ilimitadas de la literatura, la tentación de la señora Rosso es casi emblemática de la actitud literaria de Vitale: la creación poética como militancia permanente, instigada por la página en blanco mallarmeana y que, desde su libro anterior, Léxico de afinidades, de 1994, no excluye la prosa, más bien la incorpora y se renueva siempre frente al “espejo inagotable del inagotable mundo”.

La biografía de la montevideana Vitale se ha dividido desde hace más de una década entre Uruguay, México y Estados Unidos. Pero su escritura, siempre infinita de posibilidades, puede pasar de la poesía a la prosa, así como el camaleón cambia de colores, sin perder su identidad. Porque los relatos de Donde vuela el camaleón incorporan los varios colores de su poesía y no se esquivan de la presencia de un autor como Borges que siempre hizo parte del universo de esta escritora.

Una tradición popular dice que el camaleón vive del aire, y el aire es, en varios sentidos, el elemento recurrente de la obra de Vitale. Pero además, según Leonardo da Vinci, el camaleón “vuela sobre las nubes y encuentra aire tan sutil que no puede sostener a los pájaros que lo siguen. A esta altura no van sino aquellos a quienes les es dado por los cielos, esto es donde vuela el camaleón”.

La cita de Leonardo, en el original italiano, figura como acápite del libro e introduce al “aria tanto sottile” (“aire tan sutil”) en que se desarrolla el luminoso discurso de Vitale, sin duda porque se rehusa a la separación nítida de poesía y prosa. Si es cierto que al fin del siglo XX, el cuento, como género, debe aceptar el peso de su propia historia y la tradición que lo constituye, entonces los relatos de Vitale no son “cuentos”. Se trata, efectivamente, de relatos con un sostenido aliento poético y de estructura simple, frecuentemente binaria: dos fuerzas se oponen o se conjugan para que haya narración. Puede ser la lectora del metro y su contrapartida, el hombre de los cuadernos en blanco. Puede ser el doctor que, al dejar crecer la barba, es confundido con un eventual y suspecto hermano, pero que tampoco recupera su imagen al afeitársela (“El doctor Turbio”). O un tema caro a Vitale: la coleccionista de palabras que un día encuentra su alma gemela: ”Caminaba por el puerto y vio que una señora, por mirar el vuelo de las gaviotas en torno a la red que izaban unos pescadores, estaba a punto de llevarse por delante una de esas grandes piedras donde se amarran los buques. -¡Cuidado con el noray!, advirtió. Sin pensarlo, porque solía guardar para sí las palabras que nadie usaba. -Gracias, no lo había visto. O proís, le respondieron con afabilidad. Se supieron hermanas en el pastoreo de palabras”. Cuando su amiga muera, la protagonista, “muda de solemnidad”, callará para siempre. (“Un monumento para Eva”). También pueden ser personas, siempre dos, que discuten por motivos de intrincada definición y hasta se matan (“La paz fraterna”, “Otrosíes”). Pero en estos relatos, los personajes son también, por ejemplo, los pasillos, divididos, eso sí, entre dos polaridades: “Una, le hace ansiar convertirse en un patio amplio. (…)La otra propensión (…) es la de volverse dédalo”. (“Pasillos”).

Efectivamente, el universo ”sutil” de Donde vuela el camaleón incluye narraciones con personajes “humanos”, contemporáneamente situados (y, en dos casos, en una posible ciudad llamada Montehabano), pero también, en los primeros relatos, los personajes pueden ser un Reglamento insastisfecho con su condición, pues aspiraría a ser Precepto o Dogma (“De tejados arriba”) o un gorrión que durante gran parte de su vida no aceptaba el color pardo y soñaba ser azul (“Sobre un gorrión no azul”). Ambos relatos fundan en el libro el tema de la identidad, esa construcción frágil que con frecuencia es sólo un sueño. Y si el reglamento nunca pasa de un pedante, el gorrión puede ser leído como la alegoría patética del creador que un día puede “curarse” de su “obsesión celeste”, la busca del azul, y adquirir entonces “una mezquindad casi humana de la que había estado libre”. (“Ahora no tenía ilusiones de ningún color”).

Otros relatos abordan temas míticos o históricos: “El fin de los minotauros”, “Zenón el solitario” o “Las hemorroides de oro”, el texto que se aproxima a la maldición de Jehová contra los filisteos, quienes “a esta altura, terminarán por darle pena a cualquiera que se incline por los derrotados del mundo”.

Y como en los aprendizajes, para llegar a la última etapa del libro, con su universo de anécdota humana eventualmente cotidiana y contemporánea, el lector deberá pasar por la hipótesis de “Una nube oscura”, el relato donde mejor se conjugan la ironía y el lirismo característicos de la obra de Vitale. Se trata de las nubes que no nacieron de las evaporaciones de los ríos o los mares, sino de “un excepcional flujo de lágrimas”. “Aunque no de modo muy público, hay siempre una dilatada producción de lágrimas. No todas son de la misma calidad, como es natural”. Pero todas “Producen una evaporación más fina y nubes más exquisitas y comprensivas. Ellas absorben desde arriba ciertos duelos y aun los destilan y distribuyen, vertiéndolos allí donde son necesarios, donde hay almas áridas que requieren aunque sea una leve pulverización humectante. También existen llantos un poco grotescos, los de la vanidad herida, por ejemplo, pero si hay escasez todo se aprovecha”.

Expresamente despojados de la compleja arquitectura del género “cuento”, estos relatos brillan más bien en la libertad de un estilo que, para felicidad del lector, no escapa a la red infinita de alusiones poéticas, con frecuencia recogidas de la propia obra poética de Vitale, con su ironía siempre fina en medio de la incertidumbre, la misma actualidad política (el horror a los fundamentalismos, la reiterada inquietud ecológica), el humor que en Vitale es una forma de amor por estas criaturas que llevan colores como nombres propios (Rosso, Castaño, Verde, Negro, Blanco). Y es sabido que los colores, combinados, producen el blanco. El que instiga a la señora Rosso y a los poetas.

Publicado en México, este más reciente libro de la montevideana Ida Vitale (Procura de lo imposible, Fondo de Cultura Económica. 1998), quien además reside gran parte del año en Austin, Texas, no deja sin embargo lugar a dudas sobre su locus de creación. Se trata de un discurso poético configurado sobre la misma poesía, el “canto”, con todos los atributos que éste alcanza en la voz de Vitale, incluido el juego arriesgado y brillante de cierta dialéctica de construcción y desconstrucción del lenguaje. El editor no informa que algunos textos, entre el casi centenar que compone las ocho series o “capítulos” de esta aventura del idioma, ya habían aparecido en revistas mexicanas o en alguna plaquette de circulación limitada. No se trata por cierto de una distracción sino de la evidente intención autoral de crear un nuevo y vasto circuito poético del sentido.

Así, el libro se abre (en la serie “Soltar el mirlo”) y se cierra (“La voz cantante”) con el motivo del canto, entendido como única referencia definitiva a partir de la cual la reflexión y la memoria pueden ahondarse en la serie “Imágenes del mundo flotante”, o tornarse graves y aun amargas en “Tropelía”, “Jardines imaginarios”, “Arder, callar”, o constatar ese doble juego de presencias ausentes y de ausencias presentes, en “Terquedad de lo ausente” y “Presencias”.

Efectivamente, la verdadera “procura de lo imposible” en este libro es de estirpe mallarmeana y reside en la imposibilidad del canto puro, no contaminado por la cotidianidad, casi amenazante, por el recuerdo y la imaginación, libres, y que pueden incluir Montevideo, Sicilia, Londres, Japón, o la reflexión sobre el dolor humano, acompañado de un estoico llamado a la paciencia (“tener paciencia”, pide uno de los textos, con uno de esos infinitivos que en Vitale se vuelven casi consignas), o el exilio, o la elegía por los seres perdidos de una familia, personal y espiritual, que componen referencias de la poeta (Octavio Paz, María Inés Silva Vila, entre otros).

Es un acto de humildad el que este libro no se llame “Canto”, el destinado a “Velar la nada” (“Capitulaciones”) desde los obsesivos “huecos” y la reiterada “niebla” que atraviesan y estremecen el discurso. Frente a la imposiblidad del Canto absoluto, Vitale responde con “paciencia”, que en su caso es paciencia de artífice. Y es allí donde el lector reencuentra el brillo raro de la obra de Vitale, y raro no sólo en la “Generación del 45” donde se la suele encasillar. Es el que surge del equilibrio entre la emoción y la inteligencia vigilante, la que incorpora aun el humor, y sin duda la que otorga cierto tono explicativo a algunos textos, y que la elegía no deja que se diluya en la prosa. O ese doble juego, poco frecuente en las letras uruguayas, entre la experimentación del lenguaje y el uso de formas clásicas (como los octosílabos consonantes de “Colibrí”). Y también las porosidades sutiles que comunican entre el yo lírico y un yo empírico, biográfico, que comparece trascendido, pero connivente y entrañable en esta poeta conocida por el público, de obra vasta y que jamás cae en el documentalismo testimonial.

Signado por el “Velar la nada” de la primera serie de poemas, el Canto de Vitale por su universo, real, tan real como los posibles “Montevideo” o sus pájaros obsesivos, y también metafísico, como la mirada sobre el viaje humano, “la distancia tan breve/ de nacimiento a nada” (“La mesa oscura”), asido a las palabras como a una cinta de Ariadna, conlleva en sí su propia amenaza de destrucción. Hay siempre en esta poesía, brillante, “iridiscente”, de sonoridades exquisitas, la amenaza de una lengua del infierno, el temblor de la pérdida y la muerte. Y si una región de la poesía de Vitale asume (aquí como en varios momentos de su obra) el riesgo de su propio anonadamiento, “La voz cantante”, esa serie de quince poemas que cierra este volumen, no es en absoluto un cuerpo extraño (o una “epéntesis”, por utilizar uno de los tantos términos cultos con que juega esta Voz cantante, y por cierto sonante, como en un scherzo, y que en el caso significa “aparición de letra no etimológica en una palabra”).

Más bien, esta parte final retoma los motivos del libro (la muerte, la magia, el riesgo, la escritura) para potenciar el enigma de la construcción del sentido. Menciones cultas (incluidas locuciones en otros idiomas), populares, míticas, literarias, van tejiendo un texto espléndidamente heteróclito, que podría sucumbir a cada instante, donde Laocoonte puede reunirse con Mateo Orfila (1787-1853), autor de un Tratado de los venenos, o con Nicandro de Colofón (s. II A.C.), que investigó los venenos ofídicos y sus antídotos en Theriaka y Alexipharmaka, o la literatura medieval francesa, con el misógino Jean de Meung (aprox. 1241-1305), contrapuesto a la poesía femenina de Cristina de Pisán (1364-1430), la joven viuda que se lamenta “Seulette suis sans ami demeurée”. La imposible alegoría lleva al humor, como en este juego con Turno, el rey muerto por Eneas en combate singular: “Después, será el itinerario eterno. Entonces habrá llegado tu Turno. —No, es Dido quien así corre— se inmiscuyó, eneasilábico, Eneas, pasando por el foro, fuera de época pero siempre inmejorable” (Poema 11). El juego (arriesgado, y aquí victorioso) sobre los sentidos inesperados que advienen de la pura sonoridad del lenguaje no es nuevo en la obra de Vitale ni, en este libro, ajeno a las series que preceden “La voz cantante”. Pero, exacerbados, oraculares, cierran el volumen con la nostalgia del Canto absoluto y la alegría de su “procura”, todo resumido en la palabra final del poemario: la dulce melancolía de la “mucha schadenfreude”.

 

2. Nueva poesía de Ida Vitale: la ética de un canto

En principio, Reducción del infinito (Tusquets Editores. Barcelona, 2002), el nuevo poemario de la montevideana Ida Vitale, editado en Barcelona, “da a conocer” la obra de la poeta a un público español (“merecía que la diésemos a conocer en España”, dice explícitamente el editor). Sin embargo, para quien ya la conocía, en los lugares donde ha transcurrido su biografía y su obra -esa especie de eje imaginario que, de Montevideo a México, atraviesa todo el Continente- el libro aporta cuatro vastas series de poemas inéditos, casi todos recientes, y la certidumbre de una centralidad brillantemente conquistada en lengua española por su voz, un decir reconocible, tenso, irreductible a la paráfrasis y ajeno a los ruidos de las diacronías literarias.

Lucidez crítica, precisión, “esencialidad”, deliberada ocultación de elementos biográficos, metáfora iluminadora, he ahí una serie de características de la poesía de Ida que el editor destaca, con justicia, para situarla, como lo hace regularmente la crítica, en un línea mallarmeana y una tradición que pasa por Juan Ramón Jiménez o Eugenio Montale. De hecho los nuevos poemas aquí presentados, las series “Nuevas arenas”, “Contenido manifiesto”, “Breve mesta” y “Solo lunático, desolación legítima”, se inscriben en esa estética precisa y luminosa, renuente a la mímesis en nombre de una ética potenciada por el mismo “desengaño” humano frente a un mundo que insiste en su devastación. La quinta parte, “Fieles”, incluye una antología personal de algunos de sus libros, a saber, y por orden, de Procura de lo imposible, 1998, Parvo reino, 1984, Jardín de sílice, 1980, Oidor andante, 1972, Cada uno en su noche, 1960, y Palabra dada, 1953.

Para los lectores de su obra, desde 1949, y para los más jóvenes, es ciertamente una ocasión imperdible para (re)conocer la obra de la poeta, a quien las periodizaciones críticas continúan situando en la Generación crítica, o del ’45. Sin duda, los uruguayos (y los brasileños, debido a las lecturas críticas de Antonio Candido y, actualmente, de un grupo paulista de estudios que en este exacto momento están abocados a la recuperación de una “generación crítica” transnacional) seguirán citando esa promoción literaria en tanto locus significante que ayudaría a situar parte de una obra. Se debe admitir, sin embargo, que ocurre con la obra de Ida, como con otros poetas “del ‘45”, un proceso de deslinde respecto al grupo generacional, una autonomía acentuada por la misma centralidad continental que sus obras han logrado.

Sin duda esa “centralidad”, como valor, que incluye difusión y aceptación de una estética, pasa en lengua española por ciertos lugares editoriales (Barcelona, México, Buenos Aires) de amplia proyección internacional. Condición necesaria, ese circuito editorial privilegiado está lejos de ser suficiente. De hecho se recuerdan mal ciertas tentativas poéticas, contaminadas por lo que Croce llamaba “oratoria”, cuyo idioma renunció a la “periferia”, en tanto locus sin duda, pero también como condición fundadora de la poesía. Se trata efectivamente de un principio que podría formularse así: toda real poesía es periférica y el imposible, inaudible, obediente canto de toda doxa es prosa. Si la poesía surge de una mirada única, deslindada del mirar general, colectivo y aceptable, si su vocación es entregarse a una brújula rebelde a todo Norte hegemónico, entonces la “centralidad” reside en la antípoda de cierto idioma neutralizado, enyesado en el propio afán de reconocimiento y general aceptación.

El presente Reducción del infinito exhibe una obra poética que de hecho ocupa un lugar estético privilegiado (en esta edición de circulación internacional, pero en parte hubiera podido ser uruguaya o mexicana) porque la reflexión sobre la escritura y la ética se crea desde lugares autónomos a cierta globalización discursiva hegemónica y autoritaria. “Nuevas arenas”, por ejemplo, la primera serie inédita de este libro, se sitúa en una buscada penumbra, para advertir sobre los peligros solares de la palabra, traducirse (literalmente en un caso) desde lo secreto, reconociendo con sabiduría el palimpsesto (y sin abdicar del discurso moral ni parodiarlo, más bien asumiendo una tradición estilística de la reflexión ética: “Cuidado:/ no se pierde sin castigo el pasado,/ no se pisa en el aire”). Y advierte: “Sí, no vayamos más lejos,/ quedemos junto al pájaro humilde/ que tiene nido entre la buganvilia/ y de cerca vigila./ Más allá sé que empieza lo sórdido,/ la codicia, el estrago.” En los homenajes de “Contenido manifiesto”, la “periferia” poética se sitúa con esta nitidez (y su moral implícita): “Todo sucede a una distancia abismal/ de este mundo,/ que aún se imagina libre/ de la Bestia y del Límite”. La “Breve mesta” es literalmente una asamblea, una “mesta” de la real ternura de la poesía de Ida, que sus lectores reencuentran tras la ironía y la “precisión”. Se abre con la casi neoplatónica -reducida del infinito- “Serie del sinsonte”, ese pájaro de canto prodigioso (“Iridiscente en lo más alto de su canto/ entre dos luces libre celebra, labra”), y pasará por gatos, caracoles, gusanitos, erizos, atenta por un lado a la tragedia ecológica (otro elemento ético que no es nuevo en esta obra), pero se deliciará en el soneto, las aliteraciones más finas, el oxímoron revelador.

De tono grave, situado cerca del supuesto “alijo” final, entre la ilusión revista y el desengaño, “Solo lunático, desolación legítima” constituye una instigadora serie de quince décimas espinelas, que remiten inequívocamente a la “Desolación absurda” y la “Tertulia lunática” de Julio Herrera (citadas además como acápite junto a los versos de Góngora “Dirán que es melancolía/ y no es sino desengaño”). Tampoco aquí hay ninguna concesión al posible afán hegemónico del texto. A lo sumo, en esta edición española, la autora puso una nota pedagógica sobre Herrera y Reissig en pie de página, que además importa para entender qué Julio Herrera es el aquí citado. Porque de hecho, las décimas se suceden como una meditación que no busca en absoluto parodiar el vértigo idiomático del poeta ni aquel campo minado de la referencialidad que son sus poemas octosílabos (incluyendo en esto el poema “La Vida” de 1903). El Julio Herrera homenajeado por Ida es el del “desencanto”: “Repetir su esquema formal implica un homenaje y el intento de aludir a las pocas variaciones en el ‘calvario’”, dice la nota autoral. Pasan aquí, como en una puntuada recapitulación, las celadas, los errores, reiterados, la mentira, la envidia. Y el egoísmo ocupa la decimotercera décima: “Que el número más funesto/ se consagre al egoísmo/ que es epicentro del sismo,/ constancia de lo funesto”. Del poeta de los octosílabos en “desequilibrio”, queda el homenaje y, una vez más, prevalece la reflexiva poesía de Ida, siempre tentada por su canto, la sinsonta nuestra. Y si el pájaro dejaba “a solas cada uno con su sueño”, la poeta cierra los inéditos con una gravedad y un “desencanto” que también contribuyen a la mirada de soslayo rebelde y periférica que, frente a un siglo XXI que parece desplomarse sobre nosotros, ha llevado su poesía a una real, conquistada posición central en el Continente y en sus lectores.

 

3. Nuevos poemas de Ida Vitale: la poesía señalada

La palabra griega “trema” significa “orificio” y, más específicamente, “punto”. Prosperó en las lenguas modernas para designar los dos puntos horizontales que colocamos, en el caso del español, sobre la vocal “u” para indicar que ésta debe pronunciarse. A los gramáticos españoles sin embargo no les gusta el “trema”, prefieren el nombre “diéresis”, tal vez para destacarse de las otras lenguas latinas, donde sí se usa largamente el trema (mientras la “diéresis” queda en ellas limitada a la separación fonética de diptongos).

Trema (Editorial Pre-Textos. Valencia, 2005) es también el nombre del más reciente poemario de Ida Vitale, una serie de cuarenta y un poemas breves, que funcionan como un “punto” que da voz, que “hace sonar” y “señala” estos recortes nuevos de un único discurso, gigante, que Vitale inició en 1949 con La luz de esta memoria. Su último opus había sido Byobu, un delicado texto en prosa aparecido en México en 2004 y reeditado en diciembre de 2005 en Madrid por “Adamaramada”, un nuevo sello editorial. Pero en prosa o en verso, la obra de la poeta, como conjunto, se revela siempre una y única, por más que se transfigure siempre, que exhiba sus cambios de piel, su brillo siempre nuevo y también sus regiones sombrías. Se trata además de una obra creada desde un idioma que se niega al registro unívoco, que salta de la expresión popular a la subversión de la fórmula burocrática o al perfecto refinamiento de lenguaje que desafía el balbuceo colectivo.

Un poema de Trema, llamado “Café de Milán” se sitúa entre el murmullo de ese café milanés. Un “yo lírico”, de esos que en la obra de Vitale sostienen una reflexión ética, se dirige a una segunda persona que tiene todo para ser la propia poeta. Habla de emigraciones y de destinos. Le recuerda, por ejemplo, que “una vela indecisa” (…) “te encadenó a otros parajes,/ otras violencias, otros premios”. Para que hubiera poema, esa voz necesitaba deslindarse del susurrado balbuceo colectivo, y lo hacía así: “Nadie de los que aquí se sientan/ soñó compartir mesa con un árbol/ ni linceó el linaje de las nubes”. En esa marca de identidad reside una definición de esta poesía, que incluye amorosamente a la naturaleza, aquí árbol y nubes, y los “lincea”. Lincear es “descubrir o notar lo que difícilmente puede verse”, dice el diccionario. Que se sepa, esa es la función central de la poesía, “lincear” para que todos podamos ver lo que sólo el poeta “descubrió o notó”.

Este nuevo libro aborda casi todos los tópicos de la obra de Vitale. Por eso, junto a la naturaleza (viva o muerta), comparece el hombre, el único animal que justifica ese discurso ético que también es aquí central. No se trata sólo de que el tema ético sea constitutivamente humano, se trata de que esta poesía se dispone con frecuencia a enseñar -especie de acto de amor por sus lectores- la defensa contra el “gavilán humano”. El poema “Andén”, el de ese “gavilán”, es representativo por la nitidez plástica de la imagen, pero también por el uso del exhortativo, una retórica (y no un mero “uso retórico”) propia del discurso ético: “Si has visto los círculos lentos/ e insistidos del gavilán,/ teme la constancia/ del gavilán humano/ en la bajada precisa y enemiga,/ confía en unos pocos seres/ -nada más dulce./ Borra los otros”.

Por así decirlo, la poesía de Ida parece navegar por el árbol de Porfirio. Sube hasta la “Substantia”, la eterna, la aristotélica (y Porfirio era fiel a Plotino, su platónico maestro), va bajando entre los cuerpos, animados o no, y es ahí donde se entrega al tema de la memoria, se acerca a los cuerpos animados, pero no racionales, un nivel en que el discurso no vacila frente a los grandes temas ecológicos, pasa con cautela a los animales racionales (mortales, los dioses no entran demasiado en esta estética, y hasta los milagros son “naturales”, “prodigios” diría la teología medieval) y surge entonces, con los hombres, el tema ético.

Pero Trema es también un libro de evaluaciones. Hay poemas cuyo tema es la propia poesía, son poemas “señalados” que ayudan a evaluar mejor los logros de esta lírica, porque se aproximan al Arte Poética que ha guiado a la poeta, y otros, donde inequívocamente el yo es femenino, acaso feminista, y tal vez directamente el yo biográfico. Es el caso de “Fortuna” que celebra “Ser humano y mujer, ni más ni menos”.

Si este libro no innova en los “temas” de la poeta, si adhiere a varios de ellos, con placer o amargura, si conversa al oído y da consejos, también conoce el límite, ese que, para los poetas, es el silencio, el ya no poder decir lo indecible, ya no lincear el silencio. Y es sobre el silencio, lo no dicho, uno de esos poemas antológicos de Vitale, breve como para que se pueda transcribir. Se llama “En el aire”, que sabidamente es donde suele dejarnos la poesía, y dice así: “Un jardín de geranios y su aire./ Junto a su cerca dejo a que paste/ el buey que pesa sobre mi lengua/ y digo: Aquí te quedas, come/ en verde dehesa, pero terrena,/ y canta, luego, si puedes,/ si nadie escucha,/ lo que te queda por no decir”.

 


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§ Conexão Hispânica §

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Fortaleza CE Brasil 2021



 

  

 

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