MARIO ROBERTO MORALES | Luis Alfredo Arango: un callejón de testimonios
Con la
instauración del MCC (que luego se truncó y estancó en una simple zona de libre
comercio que no estimuló los mercados internos), la cultura urbana se asentó en
Guatemala, y los drive-ins y los parking-lots y la fast-food vinieron
a ambientar la música rock que desde los años 60 tenía un importante espacio
urbano de difusión juvenil: la Radio 9-80. Las capas medias urbanas tomaban conciencia
de su importancia y se autodefinían según sus capacidades de consumo de espacios
y productos típicos de la urbanidad, como los pasos a desnivel, los autocinemas,
las discotecas, las boutiques, las galerías de arte y los moteles. A todo esto
se unía el auge de un fenómeno de enorme impacto social: la guerrilla urbana,
que competía con —y a menudo superaba en audacia y espectacularidad a— los Tupamaros
de Uruguay.
Como parte
de este proceso de industrialización y modernización urbanística y también como
respuesta a su estímulo, a lo largo de esta década Guatemala vivió el nacimiento
y desarrollo de un movimiento cultural que renovó localmente la plástica, la arquitectura,
la música, el teatro, la poesía, la narrativa y el periodismo. No se trató sólo
de un movimiento literario sino de algo mucho más amplio, ya que incluso las primeras
expresiones artísticas indígenas empezaron a ocupar los espacios tradicionalmente
ocupados por la criollez y la ladinidad, alcanzando la comercialización de sus
cuadros en las escasas galerías de arte de las zonas más elegantes de la ciudad.
La producción
poética de la década de los años 70 del siglo XX en Guatemala, estuvo marcada
por dos grupos literarios: La Moira, cuyos miembros fueron René Acuña, Manuel
José Arce, Carlos Zipfel y García y Luz Méndez de la Vega (quien publicaba sus
versos bajo el seudónimo de Lina Márquez, y a quien puede considerarse con toda
justicia como la pionera del feminismo y de la poesía feminista en Guatemala, así
como la referencia obligada de lo que se hizo después en materia de “poesía de
mujeres”), y por el Grupo Nuevo Signo, de mayor organicidad y con una definida militancia
política y estética, integrado por Luis Alfredo Arango, Antonio Brañas, Francisco
Morales Santos, José Luis Villatoro, Julio Fausto Aguilera y Delia Quiñónez,
al cual se incorporó, insuflándole nuevos bríos, Roberto Obregón cuando recién
llegó a Guatemala luego de estudiar filosofía en Moscú y haber publicado allá
algunos poemarios traducidos al ruso y otros idiomas soviéticos.
Junto
a producciones poéticas individuales como las de Alaide Foppa y las de Isabel de
los Ángeles Ruano, de intensos tonos líricos que exploran visiones femeninas del
mundo, Nuevo Signo era a la vez un nexo de continuidad y ruptura respecto del “sakertismo”
y sus búsquedas y exaltaciones nacionalistas, sólo que esta vez los poetas experimentaban
intensamente con hablas populares para expresar las visiones de mundo que conformaban
los imaginarios colectivos. Si, por su lado, Arango hacía versos que exponían
con humor coloquial las mentalidades indígenas y ladinas rurales, Villatoro forjaba
momentos poéticos con imágenes hechas a partir de giros secos y directos del habla
popular, y Morales Santos buscaba su yo poético mediante audaces metáforas a menudo
casi sensoriales. Por su parte, Aguilera evocaba lo popular mediante un verso sencillo
y cuidadoso que perseguía ideas y sentimientos brotados del dolor y la frustración,
y Brañas se esforzaba por lograr una poesía más interiorista mediante imágenes
verbalmente válidas en sí mismas. Delia Quiñónez exploró perspectivas líricas
sobre las problemáticas sociales desde una visión femenina, la cual se expresaba
mediante un léxico forjador de imágenes poéticas que remitían a formas coloquiales
propias de la cotidianidad popular. Roberto Obregón experimentó con registros
poéticos antiguos, como los de la Biblia
judeo-cristiana y el Popol Vuh, mezclándolos con hablas populares,
para dar cuenta de mentalidades y costumbres que él percibía como componentes
básicos de lo nacional-popular; un operativo muy parecido al de Asturias, sólo
que en Obregón lo real no era tratado con ribetes mágicos sino mediante abordajes
a menudo humorísticos de las lacerantes realidades derivadas de la dialéctica
latiminifundista del atrasado capitalismo local. Aunque Luis de Lión no perteneció
al Grupo Nuevo Signo, sí fue amigo y compañero generacional de sus integrantes,
y también escribió una poesía en la que el elemento coloquial define una visión
de mundo mestiza que se expresa desde su condición de indígena ladinizado. Arango
representa una especie de contraparte complementaria de la poesía de De Lión,
porque, como veremos, Arango expresa una visión de mundo igualmente mestiza pero
desde su condición de ladino indianizado.
Luis Alfredo
Arango nació en 1935 en Totonicapán, en la zona indígena del altiplano, y murió
en el 2001 en la ciudad de Guatemala. Perteneciente a una clase media rural ladina,
se hizo maestro de educación primaria y desde esa posición conoció y vivió las
realidades lacerantes de la diferenciación clasista y étnica de su pequeña Guatemala,
regida por oligarcas y militares, y desangrada por luchas populares reprimidas.
Contrajo matrimonio con una mujer indígena y mantuvo siempre un apego a su terruño,
el cual, en última instancia, constituyó el núcleo afectivo del que dedujo su
poética y su política.
Arango
aprendió tempranamente a mimetizarse con sus bosques, montañas y ríos, como le
ocurre a cualquier niño que crezca en un ambiente rural exuberante y de paisajes
extáticos. El amor al terruño no fue en él un resultado de conductas ni poéticas
aprendidas sino de contactos primarios en los que la inocencia fija para siempre
en la subjetividad una noción vigorosa e irrenunciable de pertenencia. Es por ello
que le canta a lo que en la naturaleza él percibe como popular: por ejemplo, al
clarinero (“pájaro de indios”), de cuyos movmientos extrae toda una poética cuando
dice:
Para hacerte poemas
hay que hacer como vos:
dar saltitos, volar,
levantar las palabras
y hacerlas llover.
El pueblo
lo subyuga a la vez con dolor y dicha. Se duele de la condición miserable de los
campesinos indígenas, y vibra de alegría con sus costumbres, su sentido del humor,
su risa soterrada por la explotación. Y deriva de todo eso un orgullo localista,
una identidad ligada a lugares que le han desatado los sueños y con los cuales
se funde como si él mismo fuera un árbol más, un río más, una nube más, cruzado
por su propio mestizaje, asumido en la adhesión simultánea a valores “paganos”
y tradiciones cristianas. Por eso dice:
Yo viví trescientos años
acostado, embrocado sobre el río Samalá. Con los pies en Chingonom y las manos
en el barrio de Santiago.
Él pertenece
al pueblo como el pueblo le pertenece a él. Por eso lo percibe como un objeto amado
al que conoce como a sí mismo:
A Toto lo doblo. Lo desdoblo.
Lo saco al sol. Me lo pongo. Lo despulgo con cariño. Le quito los piojos. Le examino
las costuras. Lo dejo a la intemperie llevando serenos y aguaceros (...)
De esta
identificación con el terruño, con su gente más humilde y con las hibridaciones
que han hecho históricamente posible los mestizajes culturales guatemaltecos, el
poeta pasa a tomar conciencia de la realidad política que rige los ámbitos de
su vida, y se burla de las ideologías patrias de quienes son los dueños de la
tierra y hacen posible ese clima de opresión al expulsar de las ventajas de la
ciudadanía a los estratos populares en los que él se mueve y a los que irrenunciablemente
pertenece. Sin perder su agudo sentido del dolido humor popular, el poeta dice:
La patria es un discurso
que todos conocemos.
Es una hemeroteca
repleta de cadáveres, anuncios y
crónicas sociales.
Acto seguido,
procede a hacer un recuento de los elementos dolorosos de esa situación e, inesperadamente,
concluye involucrándose brutalmente como responsable de sus desgracias y, en un
acto poético suicida, exclama:
Hasta que me di cuenta que
yo también soy un farsante
¡y me prendí fuego!
Prenderse
fuego equivale no tanto al sacrificio del bonzo cuanto al ritual de Kukulkán cuando
se incendia a sí mismo y se eleva hacia el cielo, convertido en la Estrella de
la Mañana, después de prometerle a su pueblo volver para liberarlo de su propio
infierno, el Xibalbá que todos llevamos dentro. Siguiendo esta senda mística,
Arango hace de pronto un alto en el camino para reflexionar sobre su poesía, remitiéndola
a otros registros estéticos quizá opuestos a los suyos, y llega a la siguiente
conclusión:
Me dijo un viejo amigo que
no leo
que no estudio
que todo lo que escribo
ha sido dicho ya miles de veces
que en todo el mundo
no hay más que diez
o doce libros esenciales
que
lo demás es puro desperdicio.
Es verdad
yo no poseo nada más grande que
mi ignorancia
sólo tengo una gran oscuridad
en la que hasta la más humilde luz
puede brillar intensamente.
Y es esta
la luz de su poesía: una luz sencilla y vibrante como el agua, como las piedrecitas
en el lecho del arroyo. Estas convicciones estéticas populares lo llevan a examinar
desde la misma óptica el pensamiento filosófico, conjugando ideas místicas con
imágenes que evocan al populacho dicharachero, de ideas concretas y prácticas:
Ahora entiendo eso de la
fe
que mueve montañas
... sobre patitas de hormigas.
Un populacho
que oscila entre el proletariado rural y las capas medias más depauperadas, y en
las que los chistes con juegos de palabras constituyen un entretenimiento cotidiano,
como cuando, en versitos cómicamente rimados que recuerdan los romances viejos,
algunos epigramas y las letras de los corridos, el poeta dice:
Un zopilote alienado
que renegó de su pueblo,
quiso pasarla de gringo
con el cogote encalado.
¿De qué te sirve el repello
—le dijo un zanate al vuelo—
Si aunque te pintés de
blanco
seguís comiendo... de aquello?
Pero al
mismo tiempo que el poeta recrea el humor popular, también se embebe en la contemplación
del embrujo de la naturaleza. Por eso, al estilo de los antiguos chinos, da cuenta
del movimiento milagroso de la vida animal y vegetal con pinceladas de verbo popular
que captan detalles para expresar totalidades:
Los torditos van trepando
la colina
son gregarios
si uno vuela
vuelan todos
dan un giro
lo dibujan en el aire
aletean sobre un pino
“¡este no... mejor el otro!”
Estas
contemplaciones plásticas, cinéticas, llevan al poeta a tomar partido amoroso
por el pueblo en el que él ve los mismos rasgos hermosos de la naturaleza. Por
eso, encarnando al pueblo en las aves que observa, apunta con duro sarcasmo que
expresa el dolor de la impotencia ante la opresión violenta:
Los verdaderos pájaros
no toman píldoras para dormir
ni saben qué diferencia
hay
entre una aspirina y una
bala
Y, además,
toma conciencia de que es la situación del pueblo la que define las acciones populares
y no las retóricas construidas para endulzarle el oído. Por eso, enarbolando una
imagen que muchas buenas conciencias considerarían profana, dice con humor dolorido:
¡Aquel pueblo tenía
tanta hambre que se comió a la paloma de la paz...!
Este verso
puede interpretarse también como la opción del poeta por la violencia guerrillera
por la que transitaban las luchas populares de su tiempo. Una opción de poeta,
por supuesto, pues nunca se aprestó, por fortuna para sus lectores, a sustituir
su oficio de hacedor de versos por el de guerrillero, como ocurrió con algunos
contemporáneos suyos, quienes se lanzaron a ese abismo sin mucha fortuna. Arango
acepta la violencia como algo irremediable para un pueblo con hambre, pero también
busca la paz. No una paz bienpensante, sino una ganada a pulso:
Voto por la paz
pero por una paz nacida
de la justicia.
Su visión
popular del mundo lo hace definir los objetos que utiliza el pueblo desde la óptica
animista del pensamiento mágico y desde una percepción erótica, suya, de ese
animismo. Por eso, convierte los instrumentos musicales en objetos vivos que encarnan
los deseos de quienes se deleitan con sus notas:
Al arpa le gustan las caricias
—¡la enloquecen!—
por eso es que siempre termina
en aguaceros torrenciales.
La experiencia
del pueblo lo es todo para él. Si esa experiencia desaparece, su poesía, su identidad
mestiza, su sabiduría popular desaparece:
Sólo el caminante sabe
cuánto vale un palmo de sombra
en el camino
Y sólo
el poeta sabe lo que es un palmo de poesía conquistado a la iniquidad. El poeta
caminante Luis Alfredo Arango transcurrió los senderos de su país con el dolor
de su pueblo a cuestas: se dolió, derramó lágrimas de impotencia y cantó su
desesperanza en versos llenos de vida y de humor popular. Buscaba, como sus contemporáneos,
forjar una poesía con los materiales más sencillos. Y aunque este afán animó
también la poesía del Grupo Saker-ti durante los años de la revolución de octubre,
así como la llamada “poesía revolucionaria” o guerrillera de Otto René Castillo,
Roberto Obregón y otros, Arango y sus amigos del Grupo Nuevo Signo buscaron expresar
al pueblo sin altisonancias populistas ni martirologios deliberados, yendo a las
hablas locales para construir con ellas las lenguas poéticas que expresarían una
visión popular y mestiza de su pueblo. Cada poeta de ese grupo logró hacerlo de
manera original. Arango lo hizo buscando la sencillez y la pulcritud de un verso
basado en hablas simples que, como en los aforismos, encierran verdades hondas y
certezas irrenunciables.
Arango
tuvo muchos seguidores que se inspiraron en su ejemplo para hallar su propia expresión
literaria. El pupilo más evidente es Humberto Ak’abal, quien tomó de Arango el
verso liso y simple que expresa sentimientos intensos a menudo por medio de lo que
se deja de decir, y también la manera como Arango expresó el humor popular del
altiplano indígena, mediante expresiones breves e ingeniosas. Esta herencia poética
mestiza les ha servido a poetas que no se consideran mestizos sino “mayas” puros,
para expresarse en castellano, reclamando para sus versos la continuidad de la “poesía
maya” de la antigüedad precolombina. Sin embargo, como siempre ocurre, la historia
se encarga de develar los entretelones de la pretensión fallida de originalidad
absoluta, echando luz sobre un hecho tan cierto como evidente: que la originalidad
se construye siempre sobre las espaldas de los maestros.
Pero más
allá de apropiaciones válidas y no tan válidas de la poesía de Arango, su herencia
poética constituye un reservorio de identidad cultural que a cualquier guatemalteco
y, en general, a cualquier lector de habla hispana, le depara recorridos intensos
por los terrenos de la subjetividad de un hombre que vivió la vida como la quiso
vivir, y que encontró mediante sus versos la razón de su existencia. El mérito
de Luis Alfredo Arango es haber expresado con amor vibrante y estética impecable
los hallazgos poéticos de su cosmovisión mestiza, guatemalteca y popular desde
su condición ladina. Y este es un logro por el que bien valieron la pena la vida
y la lucha de este extraordinario creador. Ante él dejo ahora a los lectores, abriéndoles
esta puerta de entrada a su corazón nostálgico:
Yo soy EL QUE RECUERDA.
Deberían llamarme:
Calle de Años,
Calle de Almas,
Callejón de Testimonios.
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§ Conexão Hispânica §
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