JAVIER PAYERAS | Prólogo a Versos dorados, de Isabel de los Ángeles Ruano
Seguramente no me recuerda, ¿por qué habría de hacerlo?, hace
tiempo le entregué un pequeño folleto con mis poemas, usted lo guardó dentro de
una bolsa plástica y me dijo que llevaba prisa y que después vería de qué se trataban.
Me dejó diez años esperando. Ahora, de nuevo frente a usted, estoy seguro que tampoco
logrará reconocerme. Soy uno de los miles que mira caminando apresuradamente por
las calles del Centro; otro ser anodino que al verla, baja la vista y sigue de largo.
Hace unos días la encontré sentada al lado de la fuente de la
Plaza Central. Metía la mano en el agua. Su maletín estaba tirado en el suelo y
sus cosas rodaban por todos lados. Me acerqué para recogerle los lapiceros y algunos
papeles, y al entregárselos ni siquiera me hizo caso, simplemente seguía viendo
el reflejo de su mano en la fuente.
En otras ocasiones la he visto caminando por la Sexta Avenida
o parada frente a la vitrina de algún almacén, y de inmediato me viene un recuerdo
de infancia: una vez que se acercó a mi madre para venderle una pequeña loción,
y mi mamá, después de comprársela, me explicó quién era usted. Pasarían años para
descubrir un libro suyo, Torres y Tatuajes, para leer sus palabras y entender de
qué se trataba eso, ser poeta.
Ha tomado esta ciudad como todas las cosas: su luz mostaza, su
ruina, esa mercenaria sobrevivencia de quienes la transitamos y la vivimos. Ha logrado
precisarla, cartografiar con ella su geografía interior. Y le devuelve palabras.
Le arroja sus dedos para que no los congele el desencanto o el ruido; usted mejor
que nadie sabe que para escribir en Guatemala se necesita demasiada vocación. Voluntad
o masoquismo. De eso que al leerla uno se encuentre una y mil veces con versos deshechos,
con líneas dispares entre murmullos, dobleces de hastío o de ira deslindando en
la soledad o la ternura. Coincide en los lugares de esa ciudad secreta, esa que
cada día se nos construye adentro; donde fluyen figuras del pasado, espectros que
vuelven luego de deambular sin tiempo, de trepar durante años entre los edificios
y pedir asilo en los letreros luminosos. Cada transeúnte que la encuentra a su paso
vuelve hacia usted. Cada biógrafo suyo evade verbos y enumera adjetivos: talentosa,
sufrida, arrogante o —llanamente— loca; la dejaron suspendida en la mujer de hace
cuarenta años, la niña genio que saludó León Felipe, la estudiante de letras, la
periodista. Poco sabemos qué pasa ahora, sólo alcanzamos a verla deambular.
La voz de un poeta que camina; que nunca se le ve arrellanando
un sofá y aporreando profesionalmente una computadora, tarde o temprano se convierte
en la voz de todos.
Algunos de sus versos han quedado en el paréntesis de las páginas
que me sorprendieron:
Estoy frente
a un espejo sin límites
Contemplo
mis contornos en penumbra
Estoy en
mi habitación oyendo los ruidos
De la ciudad
Contemplando
los árboles de los arriates
Y las rotondas
Y veo aparecer
un caracol de siluetas que aborrezco.
Olvido la
carga de la vida
Y el dolor
de la muerte.
Vivo en el
centro de la ciudad
Con una mecánica
isocronía
Con un compás
terrible repitiéndose
Con la regularidad
de los motores
Que atraviesan calles y avenidas
Con la insomne
agonía de días esparcidos
Con esta
coloración de mi sangre tormentosa
Y estos días
moribundos
Y tediosos
Y me hacen pensar, que la buena poesía no sirve cuando no es
perfecta en la vida. Isabel, puedo leerla detrás mío, puedo sentir cómo coincido
con usted. Whitman, Vallejo y Miguel Hernández se inmolaron en un fuego que se alimentó
de ellos. Las palabras. Es para mí es un honor dirigirle las mías, tan torpes y
deleznables.
§§§§§
|
| |
|
|
|
§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Nenhum comentário:
Postar um comentário