ALFREDO FRESSIA | La poesía conquistada de Luis Bravo
Es preciso admitir que una obra poética, para
efectivamente serlo, constituye normalmente una suma de sus opus instalados
en el tiempo, un dibujo dinámico, pero definitivo, que cada aventura estética va
completando. La poesía es un arte del tiempo, en todos los sentidos, y atraviesa
la biogafía del creador en busca de su propio destino (ese “mito personal” del que
habla Charles Mauron). Efectivamente, casi no existen obras “únicas”, resultado
de pocos años de producción, y existen en cambio obras breves tejidas con las obsesiones
que atraviesan décadas. Hay sin duda poetas que crearon sólo en la adolescencia,
o pocos años, y es casi inevitable pensar en Rimbaud. Pero Rimbaud pertenece a un
tiempo en que fue necesario “ser absolutamente moderno”, y las vanguardias que atravesaron
el siglo XX demostraron que lo necesario fue más bien ser relativamente moderno
y conquistar su mito a cada verso.
Personalmente conozco a Luis Bravo desde hace
treinta años. En los primeros años ‘70 era alumno de un curso de Preparatorios donde
yo daba clases de Literatura en un aula que no era la suya. Pero el adolescente
de 1974 buscaba la compañía de los poetas que se reunían entonces en el café Sorocabana.
Estaba imantado por la poesía porque ya era poeta, aunque entonces nadie lo supiera,
tal vez ni siquiera él mismo. Cuando regresé al país, en 1985, Bravo ya había iniciado
sus publicaciones, junto a la generación del grupo UNO, la de aquellos jóvenes que
se disponían, desde los últimos años ´70, a destruir y reconstruir el canon literario
cuantas veces fuese preciso en nombre de un vitalismo que incluía la urgencia política
de esos años.
Por marca generacional, pero también por legítima
vocación literaria, Bravo dialogó siempre con estéticas diversas, las asumió a veces,
las respetó siempre en su larga labor como crítico que en este sentido no puede
escindirse de su trabajo de creación. Releyendo los títulos de esta obra (entre
otros, Puesto encima del corazón en llamas, 1984, Claraboya sos la luna,
1985, Lluvia, 1988, Gabardina a la sombra del laúd, 1989, Árbol
veloz, CD-rom y libro de 1998), y revisando su vasto trabajo de performer,
se percibe esa construcción al modo de un “liquen”, donde pueden convivir los juegos
tipográficos, ciertas explícitas aproximaciones al neobarroco, el anti-verso junto
al verso rico, material y sonoramente extenso, el trabajo en libro, pero también
en un apoyo innovador como el CDRom, donde se volvía aun más explícito el laberinto
con que esta obra también nos desafía.
Leído con la perspectiva del tiempo de
la poesía, Liquen resulta una unidad potenciada de toda la obra del poeta.
Ese título-resumen se encuentra en uno de los textos, breve como casi todos los
de este libro, y ese poema, que busca explicarse a sí mismo, constituye un arte
poético. Se llama “Alta cerviz” y dice: “El cielo allí/ liquen de estrellas//
constelados alfabetos/ dibujan aquí el poema”. Sideral o vegetal, la constelación
se reconoce definitivamente palabra. Y el enigma de la mutación en palabra es una
de las obsesiones de la obra de Bravo.
En el “Epílogo” de Liquen el poeta Elías
Uriarte adscribe esta poesía al “más delicado simbolismo contemporáneo (…) la
mínima plenitud infinita de los ´haikus´ y del rechazo minimalista”.
No podía ser más exacto. Esta plena poesía mínima no sólo nos hace “ver” los objetos
del mundo, esos que generalmente quedan contaminados por el caos en la materia bruta
de la vida, sino que los introduce en correspondencias inesperadas. “En el piso
de tierra/ las estrellas con pezuña/ de los gallos”, dice el poema “Hermética”,
y nos enseña la dimensión sideral de una simple huella.
Sin duda, algunas de las “experiencias” poéticas
de la producción de Bravo no funcionaron. Ciertos juegos verbales, muy al estilo
de varios irreverentes, apresurados creadores del grupo UNO, entran en la obra de
este poeta como trazos que no “cierran” el dibujo de su estética, pesos muertos
que el poeta viene eliminando especialmente desde Árbol veloz. Aun en Liquen
se puede encontrar un quiasmo como “la voz dicha/ la dicha de la voz”, que
sobrecarga el mismo poema que acaba (“Veladura”). Y sin embargo, el lector encuentra
en este poemario la más depurada voz de Bravo. El primer poema, por ejemplo, que
abre camino a ese acento inconfundible, contiene en sí la poiesis, la creación
y el parto de un mundo. Se llama “Laguna”: “el sol poniente de larvas/ silencio
núbil// asido el aire a su carcaj milenario/ añicos de luz el tafetán del agua,//
pasa la flecha de sombra de unos peces”. Y como el elemento agua es el dominante
del libro (y de toda la obra de Bravo), hay lugar para la tensión que crea ese poema
junto al siguiente, paradójico texto de la muerte. El ataúd flotante de la poeta
María Eugenia (Vaz Ferreira) reaparece aquí bajo “la rosa flotante/ féretro rojo
en minúsculos esquilfes ”, como también de María Eugenia advendrá el solitario
croar de un sapo que instala el silencio necesario para oír la voz del poeta. Y
para que ésta resuene en el lector.
Porque finalmente, parte de la gratitud que
siente el lector frente a estos textos reside en la generosidad del poeta. Este
creador que incorpora a muchos otros en su obra, que reseña, prologa, presenta tantos
libros de poesía, sabe también fundar el espacio para que su receptor cree y crea.
Esa permanente invitación a la inteligencia y a la sensibilidad forma parte de la
capacidad de persuasión de esta poesía “abierta” y tensa, que medita desde “Ars
longa” con estos dos únicos versos: “El aspaviento de la ménade,/ lo estoico
del menhir”. Entre ambos, los lectores intuimos la vida menos breve.
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