FRANCISCO MORALES SANTOS | Sobre la poesía de Luz Méndez de la Vega
Tal densidad tiene varios sentidos, entre
los que sobresalen la perfección formal, la hondura, la claridad y la sencillez
de su pensamiento, lo mismo que la disciplina que Luz mantiene en la realización
de su obra, todo lo cual se traduce en una poesía decantada y coherente. A todo
esto hay que agregar un ritmo melódico propio de quien, exigente consigo misma,
se ha dado a la tarea de estudiar a fondo la naturaleza de la poesía, la lectura
de los clásicos —Petrarca uno entre muchos de los que admira—, lo cual deviene en
construcción sólida de su mundo poético en la que nunca son gratuitos el ritmo y
las imágenes.
La perfección formal en Luz Méndez de la
Vega tiene que ver con la clara distinción que hace entre la prosa y la poesía cuando
escribe, toda vez que estas no son formas antitéticas sino complementarias y se
usan de acuerdo con la precisión y la intención de lo que se quiere comunicar. Ella
nos lo muestra con claridad en el cuerpo poético de este libro, en los ensayos que
ha escrito a lo largo de su vida literaria, en su teatro y en su trabajo periodístico,
pues a cada una de estas líneas le da el tratamiento que corresponde.
En lo referente a su poesía, tal perfección
está presente en el manejo de metros que posiblemente pasan desapercibidos para
muchos lectores (querramos o no, la mayor parte de la poesía se encuentra regulada
por la métrica, con mayor o menor rigurosidad) pero que están allí en la factura
de cada verso, en el enlace de uno con otro, en las pausas que contribuyen al ritmo
melódico, en las metáforas, todo lo cual “cae al alma como al pasto el rocío”, dicho
con un verso de Pablo Neruda.
La calidad de un poeta se manifiesta en
la hondura, la claridad y la sencillez, signos estos que revelan su dedicación permanente
al oficio, largos tiempos de lectura y reflexión, horas o días de ensayar el vuelo
de un poema. Esto, en Luz, no solo se trasluce en todos sus libros de poesía, sino
en sus escritos o en sus pláticas sobre la materia, donde pone de manifiesto su
erudición y su amor por la palabra. Así mismo, se nota en la alegría —manifestación
de certeza—, “cuando, creemos / encontrar el brillo / de una imagen o metáfora /
nunca antes vislumbrada,” (“Reciclaje”).
Yo veo su trayectoria poética desplazarse
como un río Usumacinta, y cómo en la misma corren parejos la pasión, la ternura,
el humor y no pocas veces la ironía. Asimismo, van de la mano la capacidad para
conmover mediante la lírica con el empleo regulado y siempre oportuno de imágenes.
Y es que Luz todo el tiempo está mostrando su constante energía y pasión por lo
vivido, por lo sentido, por lo que se añora. Algo también importante de señalar
es cómo lo estético y lo ideológico se imbrican a lo largo de su producción poética
confiriéndole a ésta una riqueza inmensurable. Esto es evidente desde su primer
libro Eva sin Dios, donde, refiriéndose
al amor, dice con vehemencia: “Quiero creer en ti / como la más urgente / verdad,
/ como la más cierta / verdad, / como la más irrefutable / verdad.”
En otra parte de este libro invita a olvidar
palabras que son sinónimas de promesa o añoranza porque, dice, “el amor, no debe
medirse / con el tiempo / ni cercarse / con palabras.”
Para quienes no conocen otra faceta en Luz
que su lucha constante por la igualdad de los derechos de las mujeres con los de
los hombres (recuérdense que es precursora en Guatemala); para quienes olvidan que
existen variantes entre los movimientos feministas; para quienes se quedan solo
en las manifestaciones efectistas del lenguaje que no conducen a nada (pues, de
repetirlas machaconamente, han hecho que el hombre se apropie de ellas), puede causar
asombro su exaltación a ese amor que le da “hondura al tiempo / y altura al sueño”.
Sin embargo el problema no está en el tema
sino en la mentalidad del individuo. Todos los poetas, mujeres y hombres, lo han
enaltecido, han dado cuenta de los diversos grados de pasión con que lo han vivido;
lo que pasa es que en estos tiempos el amor carnal entre el hombre y la mujer tiende
a ser visto por determinados sectores con cierta repulsa, como si fuera la médula
de todos los males. En este punto hay que destacar un atributo que ha distinguido
y distingue a nuestra autora, el cual consiste en su meridiana claridad para establecer
diferencias tanto en lo que concierne al uso del lenguaje como en las maneras con
las que hay que librar batallas para erradicar la desigualdad.
Precisamente, el tema del amor campea en
su producción poética, lo evoca, le canta, establece similitudes entre éste y lo
más pródigo de la naturaleza; el amor como afirmación se haya presente en muchos
de sus poemas. Pero ella no se concentra únicamente en el elogio, sino que disecciona
el amor para mostrar sus luces y sus sombras, sus aristas, su fuego (“Y, la palabra:
/ Amor, / en cambio, / aquí dentro/ ¡Quemando / con tal saña! / como si fuera eterna.”),
así como las heridas que suele dejar. Es incontable el número de veces que se refiere
al amor, unas para expresar sin rodeos lo que para ella representa, como en el poema
“Vía única” en el cual dice:
Invariablemente
voy hacia ti
norte para mi brújula
que aunque la mude de sitio,
o le dé vuelta,
siempre te señala,
y hace desembocar, en ti,
mi destino.
Tú, amor,
inexorable para mí,
como la vida
para la muerte.
Asimismo afirma su creencia en el amor de
esta manera:
Olvida, como yo,
reloj y calendario.
El amor, no debe medirse
con el tiempo
ni cercarse
con palabras.
(“Tiempo y palabra”)
Otras veces, en cambio, se refiere a él
para endilgarle la causa de pesadumbres, como el abandono, la desolación, las heridas
en el alma, etcétera. Así, en el poema “La red” leemos:
Seguí,
con los brazos abiertos
todo el día,
en mi frustrado intento,
y,
al llegar la noche
cansada los cerré
sin nada
entre la piel
y el alma
ni siquiera
la huella del amor…
O bien
También te odié y amé
como odio y amo
mi imagen en el espejo.
(“Díptico ante el espejo”)
Veamos un último ejemplo sobre el tema del
amor en Eva sin Dios: “Te irás y lo nuestro
será sueño y olvido” (“Anticipo”). Siempre sobre el mismo asunto, pero ahora tocando
el ámbito familiar, en la última parte de Tríptico
la autora habla de la soledad (suya, nuestra, de todos, en determinado momento de
la vida) como algo avasallador, como si fuera una marea gigante derivada de la ausencia
de alguien a quien se ha amado:
Yo tanto he estado sola
que ya olvidé los signos
y no comprendo los gestos
—rehén de mí misma
que ha perdido las llaves—
aunque quisiera
salirme e ir contigo,
o que tú conmigo vinieras,
esta soledad ¡tan mía!
más duro me cerca
y, de mí, te aleja…
(“Rehén”)
El tratamiento del amor en la obra poética
de Luz es propio de ella; con esto me refiero a su delicadeza y ponderación para
expresarlo, en la gravedad de las palabras y en la habilidad para manejar un tema
tan recurrente y sin embargo difícil. En otras palabras, la escritura de sus versos
deja entrever seriedad y aplomo para hablar de ese fuego que envuelve nuestras vidas,
así como una gran claridad al verbalizar los más secretos sentimientos del ser humano.
Es más, no le quita el dedo al tema a lo largo de su producción, trasmitiendo en
sus versos la intensa pasión con que lo ha asumido, pero sin caer ni en el conformismo
ni en la cursilería; en todo caso le parecen cursis aquellos poemas modernistas
que declamaba el padre “cuando se le ponía / ‘triste el vino”.
En el poemario De las palabras y la sombra van de la mano el intimismo (el llanto que
emitimos al nacer, como “la terrible expresión / de la primera soledad del cuerpo”)
y la naturaleza, es decir, el aire, el paisaje, el mar, la condición del verano:
“Polvo y hojarasca / en espiral / se elevan entre la ciega / tolvanera / y sólo
queda / el dolor de las ausentes / hojas” (“Verano”)
Creo no equivocarme al considerar su libro
Las voces silenciadas como el más resuelto
en cuanto a la defensa de la mujer, quien por siglos ha sido el centro de la casa
pero en atención a los oficios domésticos que tácitamente se le asignan y todo cuanto
hace para satisfacción del “amo impaciente”, incluso “para entretenerlo / —no sólo
con cuentos— / condenada a morir /—como Scherezada— / a su menor signo de fastidio”
(“Tema bíblico”).
Muchos de los poemas de este libro son una
respuesta a una moral, a un medio y a unas prácticas heredadas del autoritarismo
de gobernantes de este país en un pasado no muy remoto. A este respecto, cabe recordar
cómo, a finales del siglo XIX y bien entrado el XX, algunas damas se daban a la
tarea de escribir y publicar libros de versos “almibarados” sobre los que caían
elogios por su “primorosa ternura femenina”, pero cuando algunas escritoras auténticas
plantaron una poesía diferente, con atisbos de atrevimiento, debieron hacerlo ocultándose
en seudónimos, como es el caso de Josefa García Granados, y entonces los críticos
o les brindaron alguna atención o trataron, con su indiferencia, que esa transgresión
resultara minimizada o, en el peor de los casos, invisibilizada.
Aquí vuelvo a señalar el equilibrio que
hay entre la creación poética de Luz Méndez de la Vega y su postura en pro de la
mujer. Ella no se rasga las vestiduras ni grita ni zahiere, porque, aunque es de
una personalidad fuerte y se la reconoce como una mujer contestataria, lo que busca
es imponer su voz poética en constante evolución en un ámbito social tan complejo
como el nuestro. De esa cuenta, dispuesta romper esquemas, llama las cosas por su
nombre pero sin concesiones —en especial a lo vulgar o a lo trivial—, a menos que
sean para darle énfasis a discurso con el fin de que éste llegue a donde ella lo
desea, sin abandonar su calidad creativa. Veamos:
Cabalgando el humo
de las cacerolas
o escurriéndose
entre el agua
del fregadero,
se escapa
la metáfora audaz
o la imagen brillante
que haría romper
la dureza de las palabras
rebeldes a domarse
en el poema.
(“Rasgaduras y zurcidos”)
Por último, quiero resaltar los poemas “Cabellos
largos” y “Biología es destino”, en los que con aguda ironía cuestiona a Schopenhauer
y a Freud. En Helénicas siguen presentes los temas de sus libros anteriores, es
decir, el amor y el erotismo, pero llaman nuestra atención no solo por la profundidad
sino por el conocimiento que la autora tiene del mundo heleno del que toma personajes
que encarnan aspectos comunes a todos los mortales. Por ejemplo, Sísifo, ese personaje
mitológico que ha subir perpetuamente una gran piedra, a quien Luz compara con el
poeta, o Edipo, eternamente atormentado por el amor a Yocasta (“Cegué mis ojos,
Yocasta (…) para contemplarte siempre / irremplazable”), o Penélope, la que esperó
veinte años el retorno de Ulises (“Veinte años / de oscuras noches / en que el deseo
/ se hacía ceniza / sobre mi ardiente castidad de esposa”.), o Ifigenia, quien ve
convertida su sangre núbil “en propiciadora fuente / de vientos guerreros”.
En Toque
de queda Luz Méndez de la Vega deja constancia del gran dolor colectivo en el
que, durante la segunda mitad del pasado siglo, nos vimos envueltos los guatemaltecos
cuando todo el país fue convertido en cementerio. Como una plomada caen los diez
versos del primer poema que resumen la temática del libro, al decir que el toque
de queda lo escuchamos “por dentro /de nuestra piel, / de esta delgada piel /que
nos cerca: / inermes territorios / rodeados por la sangre /y por la muerte, / en
esta vasta región /del silencio”. Más adelante establece símiles como “vulnerables
e inermes peces ciegos” o “habitantes / de la oscura caverna / del miedo”.
Toque de queda encierra conmovedoras evocaciones de Rogelia Cruz y Rita
Navarro, dos mujeres jóvenes y de gran talento que pagaron con sus vidas el derecho
a soñar con un país donde se pueda vivir con certeza. En este libro también hace
un reconocimiento al Grupo de Apoyo Mutuo que, en medio de lo más cruento de la
época se hizo escuchar más allá de nuestras fronteras. Así, dice “Las voces del
amor / se alzan / más allá del miedo / y crecen / desde la plaza, // arremolinan
el aire / y golpean en vano / las ventanas del palacio.” (“Frente a una ventana”)
En términos pictóricos, este libro hace
pensar en el “Guernica” de Pablo Picasso y “El grito” de Eduard Munch.
El recorrido por la poesía de Luz Méndez
de la Vega finaliza en el poemario Frágil
como el amor, que escribió en 2004, año en que se celebró el centenario del
nacimiento Pablo Neruda, a quien en la dedicatoria llama “inmenso, inolvidable océano
poético”. Como la autora lo explica en las palabras introductorias, el libro en
mención fue escrito cuando se le otorgó la Medalla Presidencial Conmemorativa del
Centenario de Neruda por parte del Gobierno chileno.
Frágil como el amor está dividido en cuatro partes: “Huellas
en la arena”, “Testimonios”, “Relojes y calendarios” y “Claroscuros”, cada una precedida
por una estrofa de libros del celebrado escritor chileno.
“Huellas en la arena” es una estancia evocadora
de sentimientos y energías del ahora “nostálgico y resignado / cuerpo”, de “tiempo
vivo / que sentimos / ¡tan intenso!”; es como una paráfrasis del “nosotros los de
entonces ya no somos los mismos” de Neruda.
“Testimonios”, es como el vino que se bebe
a pausas mientras la mente rememora sitios y momentos de un ayer en el que se han
quedado “una antigua ternura”, la cual desborda al evocar la casa de “ladrillos
lentos”, donde objetos o plantas colocados por sus manos confunden calendarios,
como su habitante que ya no es la misma de antes. Con la misma suavidad y calma,
Luz le dedica versos a un oficio que parece menor pero que encierra mucha ternura
por algunas cosas que al trascender nuestro afecto tratamos de guardar al lado nuestro:
Obsesiva es mi pasión / por reparar las cosas rotas. La goma
de pegar sobre mi mesa, / pega: cacharros, ‘bibelots’, / la rota mano de una estatua
/ o el lomo desgarrado de un libro / forzado en los anaqueles.
Cosas que “se tiñen de tristeza”, como ella
dice en “Lenguaje olvidado”.
En “Relojes y calendarios” (tercera estancia
del libro) habla de la inclinación del hombre a inventar relojes y calendarios como
una manera de querer negar la brevedad de nuestro paso por la Tierra. Veamos cómo
percibe el tiempo:
Sin bordes ni señales
Sin olores ni sonidos
Intangible entre los dedos,
Resbala el tiempo
(“Paradoja”)
Frágil como el amor cierra con la sección titulada “Claroscuros”,
en el que Luz, nuestra luz en la vida y en la poesía, sigue reflexionando con la
serenidad propia de sus años y su sabiduría en la inquietud (“enloquecido afán”)
del creador por nombrar las cosas, pues:
Todo está dicho.
Las palabras
están gastadas
de tanto repetirlas.
(“Reciclaje”)
A su vez, la sección termina con una “Carta-botella
a Pablo Neruda”, en la que elogia las cualidades poéticas del chileno universal,
hilvanando los nombres de sus libros con los versos en los que manifiesta su conocimiento
de la poesía nerudiana.
Para finalizar, quiero decir que la relectura
de los poemas de Luz afirma mi creencia en que nadie que se jacte de conocer la
literatura guatemalteca puede ignorar el papel fundacional que tiene su poesía,
tanto por el sabio manejo de sus temas como por la profundidad de los mismos.
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