quarta-feira, 9 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Rosamel del Valle

JAVIER BELLO | Rosamel del Valle: la angustia de las influencias: Enigma tornasol

 


Cuando el pensamiento se desprende de sus raíces, el ser ve claro, interpreta en sí el sentido de un lenguaje simbólico o mítico que desea traducir este contacto. Hace lo posible por moverse en torno a esta lucidez y ordena el golpe que viene desde el país de adonde.

 

ROSAMEL DEL VALLE

 

La tercera dimensión de la realidad es la palabra. Habitamos no sólo el tiempo y el espacio, sino también los parajes de la imaginación, y el tránsito inevitable entre ellos. La angustia de las influencias es un nombre que designa una de las experiencias estéticas fundamentales de un autor, un fenómeno que necesita de la lectura y dispone de las implicancias vitales que ésta representa. Se trata de un tránsito doble: en primer término la tergiversación que el yo real infringe a la obra y, en segundo lugar, la huella que las palabras de otro dejan como un residuo permanente en el que lee. La voz de alguien parece hablarte a ti detrás de las palabras.

Mis primeras lecturas fueron narrativas. Sin duda el espíritu de lo imaginario, el ángel necesario de Wallace Stevens, se encontraba allí, pero al mismo tiempo se alejaba en esas páginas tras una distancia que he vuelto a sentir en toda obra -cual más, cual menos- que pretende hacer participar al lector de una ilusión de realidad exterior. Detrás de esas palabras no había una voz que me hablara. Sólo creí oírla cuando me acerqué al primer libro de poemas que cayó en mis manos: el Romancero gitano de Federico García Lorca, editado en compañía del Cante Jondo. Inmediatamente supe que aquella forma de obrar con la palabra se dirigía a mí. Luego vinieron mis lecturas de Residencia en la tierra de Pablo Neruda y Poeta en Nueva York del mismo García Lorca, dos libros que continúan persiguiéndome hasta hoy, al igual que las figuras de ambos autores. Poco después aparecieron Vicente Huidobro y Arthur Rimbaud. Luego Pablo de Rokha, José Lezama Lima, Gonzalo Rojas, Pier Paolo Pasolini, Enrique Lihn, sólo por nombrar a los primeros.

Tardaría mucho en describir con precisión todo aquello que en esas lecturas fue para mí concreto y fundamental. Esas palabras entraron en mí como una fluencia continua de ritmos e imágenes sin la que nunca he escrito un poema que me parezca de algún valor. Una fuerza que habitaba los lugares que yo desconocía de mí mismo y los iluminaba haciéndolos propios, a la vez que los evidenciaba ajenos, ese sitio movedizo y extraño que desconocemos pero que nos expande y nos delimita y que muchos suelen nombrar con palabras aledañas al concepto de lo subconsciente, pero que yo llamaré voz. Esa fuerza aún desconocida hizo de mí otro, ese otro que a veces vuelve cuando yo lo llamo y también cuando no lo hago, a hablar por mí. Ese estado interior no me era totalmente desconocido, pero su materialidad había sido diferente. En la infancia de la prelectura solía poner atención a fenómenos que los que me rodeaban consideraban inútiles: silbidos, melodías, el ruido de la lluvia, del mar, el enigma de los árboles y el zumbido de los insectos se asemejaron después a esas formas: cadencias, prosodias, giros de lenguaje, imágenes, consonancias y disonancias provenientes de mis primeras lecturas representan en mi conciencia el instante de lo primordial, la fundación de mí mismo, y continúan siendo las únicas que intento emular hasta ahora, aquellas que oscuramente vuelven no a adornar una lengua poética sino a constituirla en su materialidad primordial. Pocas cosas se han agregado posteriormente a este pequeño reducto que fundamenta mi personalidad, fija en el lugar del asombro adolescente.

Si hablo de la influencia de algunos poetas en un poeta, al menos en mi caso, debo decir que antes que sistemas de pensamiento, proposiciones filosóficas, manifiestos estéticos, mensajes ideológicos, lo que ha permanecido en mí son esas partículas de las primeras lecturas, aquello que aún llamo poesía por una serie de elementos que reconozco: al mismo tiempo habitantes de mi interior que pobladores de un lugar distante.

Las lecturas que permanecen en mí, aquellas que ya he declarado, no oscilan, como se ha dicho tantas veces, entre el desorden absoluto del discurso y la claridad que se transparenta para comunicar algo, las contradicciones más comunes y vulgares del pensamiento poético. El irracionalismo representa un modo de convivencia con la palabra de una radicalidad distinta, donde a un enigma, a una formación material misteriosa, se le otorga una forma estricta: el comportamiento del azar es de por sí inaprensible para los sentidos, pero cuando se establece de manera concreta se presenta como un fenómeno regido por una ley exacta, la “cantidad hechizada”, como afirmaba José Lezama Lima, “esto y esto y esto” al decir de Juan Larrea. El poema como una maquinaria de origen desconocido, los engranajes de la oscuridad sólo visibles en su exactitud sin pauta, imanes donde el vértigo se pone en movimiento.

Poseo una confianza desmedida en la materia de lo desconocido que me habita. Las palabras de Juan de Yepes, llamado de la Cruz: “No te quieras solazar en lo que entendieres (…), sino en lo que no entendieres”, ayudan a comprobar la inexistencia de los límites del territorio de la poesía, cuyas aduanas algunos declaran inexpugnables y otros describen como puertas hacia el país de la inexistencia, el vacío, la locura y la superstición.

W.H. Auden, quien creía que el poema era una condensación de fuerzas desconocidas, escribe una de las alegorías más admirables, desde mi punto de vista, de la trasgresión necesaria a todo arte: el lector, el horror y el temeroso advierten al caminante sobre los peligros del paisaje que va a descubrir, cifrando el estigma en la frente del aventurero como un señuelo para los cazadores. “Fuera de esta casa. A ti, horror, es a quien buscan”, responde el jinete a los aduaneros de turno al dejarlos allí, al dejarlos allí”. El viajero se aleja del poema y se pierde de vista. ¿Por qué no internarnos en la oscuridad y tomar distancia de tan afamados predicadores? Las únicas condiciones de representación y legibilidad de las que puedo dar cuenta dicen relación con el retrato detallado de la imaginación y la alteración de las percepciones ante las evidencias de una realidad revelada en su multiplicidad material.

Esas cadencias y esas imágenes que sobrevivieron en mí como silbidos o visiones se proyectaron sobre un paisaje, pero un paisaje del cual no contemplé la superficie sino la forma de su materia y el espíritu que allí duerme sin descansar. Desde mi primer poemario, La noche venenosa, publicado en Concepción en 1987, existe en mi escritura una fluencia desde lo irracional que desea descubrir y ponerse en contacto con esa fuerza reprimida en el cuerpo de la materia. Quizá ese movimiento premoral y multívoco de mi deseo -la identificación posible e imposible del sujeto con los sentidos, muchas veces indescifrables, que pueblan los cuerpos y las cosas- intente franquear uno de los abismos fundamentales que acompañan a la distancia entre palabra y objeto, la lejanía del sujeto con respecto a la realidad plural de lo existente. La poiesis se me ha revelado como un estado de por sí contradictorio, más bien, como el estado puro de la confusión. Un enfrentamiento constante que sostiene la tensión entre ese impulso y el obstáculo que crea su imposibilidad, es decir, entre lo que puedo llamar recuerdo del abismo de lo infinito y su anulación a través del nacimiento del sujeto a su propia condición histórica.

A partir de ese instante alguien existe como sujeto concreto, alguien que recuerda la totalidad y transmigra en la imaginación para ser otro. Paradójicamente, sólo la existencia otorga noción de este movimiento y de esa antigua unidad. Dentro de este ámbito existir puede ser una condenación. Al constituirse a través de la matriz de la forma, el sujeto se aleja del origen y debe comenzar a elegir, negándose a las demás alternativas, es decir, debe asumir el principio estable de la moralidad. El infinito se ha vuelto pérdida y la existencia se consuma en la linealidad. “Debe el hombre elegir entre perderse y salvarse; pero si elige está perdido”, escribió el poeta José Viñals, desmantelando con un cínico silogismo la lógica existencial de la cohersión. En la mayoría de los poemas que he escrito creo haber encontrado huellas de esta condenación que precede a las opciones históricas: “si ya se derramó mi sangre en un nido furioso de riachuelos pardos,/ si ya se derramó mi sangre latiendo dentro de una arena que es mi propia sangre,/ si ya se vertió la leche de los hijos sobre la misma bandeja donde fueron devorados”. Sin embargo, la pulsión que conduce a identificarse con la materia pervive en los subterráneos de la forma, la crea y la destruye: el “rayo fósil” de la persona. El sujeto deseante asume la devoración de todo aquello que lo rodea como un intento fallido de apoderarse de la totalidad por la palabra: “Cuánto amo todavía mis orejas como imanes de una fertilidad que no cabe en mi boca”. Quizá, el terror a la inexistencia domina y conduce el movimiento principal de identificación con la materia que puede ser hallado, creo yo, en cualquier artista que haya encontrado el punto de fuga del azar. Para todos es evidente que lo que ahora es, pudo no haber sido o haber existido de otra manera. Severo Sarduy, por ejemplo, lee los signos provenientes de ese ámbito desde la historia hacia la posibilidad: “Como si de todos los jeroglíficos de la muerte el más angustioso fuera el de no haber nacido”, escribe.

La voz poética, puedo afirmar a partir de mi experiencia de lectura y de escritura, proviene de un sustrato del deseo que no puede juzgarse en tanto moral e inmoral, sino que es anterior a ambas polaridades. El contacto con la materia de lo desconocido se encuentra en constante conflicto con la historicidad del sujeto. Cuando elige una forma y ésta le es otorgada, la voz se vuelve otra y se enfrenta con las formalidades preestablecidas de la lengua poética que la sostiene, de la cual sin duda ha provenido. El pensamiento que sostiene el discurso es su segunda víctima necesaria. El poema acepta sólo el pensamiento que su propia voz desarrolla. Cualquier intención previa del autor es expulsada. Si se acepta la voz del poema como un sustrato previo al pensamiento no comprometido con la materialidad de la palabra, se hace efectiva la trasgresión a un arte de la comunicación que busca construir un mensaje de lo preconcebido y espera de los receptores la aceptación de un material decodificable. La letra que sostiene la búsqueda de lo desconocido, el fundamento sin nombre, el huevo órfico donde se esconde el mundo, el tokonoma, imagen del vacío y de la plenitud, oscila entre la ilegibilidad y la revelación.

La autonomía de la obra literaria, una conquista estética de Óscar Wilde, fundamento de la poesía contemporánea, es, para mí, irrenunciable. Creo que el discurso poético no debe parecer real, sino que debe serlo: el poema constituye su propia realidad, la que, sin embargo, muchas veces es encubierta por el espejismo de las referencias. La experiencia citada se encuentra por el sólo hecho de ser invocada, dentro del poema. Intento llevar el fundamento de esa materialidad al extremo, donde toda referencia, incluso el significado estricto de cada palabra, sea imaginada en el discurso. No hablo de una voluntad experimental: se trataría de una ilusión técnica si se piensa que el sitio final de ese camino ha sido ya descubierto (pienso en los extremos a que llevaron al poema en nuestra lengua Vicente Huidobro, Rosamel del Valle y Juan Luis Martínez).

Estoy convencido que no existe una naturaleza humana totalizante, pero creo que cada individuo posee una naturaleza particular. Del mismo modo no creo que exista una lengua poética de la que son deudores todos los poemas, sino que cada poema establece un código propio que representa su sistema y que luego se incorpora al ideolecto del autor. Desde este punto de vista he adoptado sólo una doctrina estética, que parte de la certeza de que aquello que escribo bajo la forma de un poema no me pertenece.

Intento abandonar cada poema a su propia habla, me esfuerzo en descubrir aquella gramática que le otorga una naturaleza particular y obedecerla. Si para algo debe servir una ocasión como ésta es para declarar la propia pertenencia y debatir sobre los alcances y posibilidades de cada estética. Comenzaré por hacer lo propio. Esas imágenes y prosodias que me otorgan materia, corresponden a poéticas que se construyen sobre lo que muchos han calificado como el exceso connatural a nuestra lengua poética, la lengua castellana. Creo que la grandeza de un proyecto estético no debe medirse a partir del logro o el fracaso de sus intenciones -uno de los pilares fundamentales de cualquier descalificación crítica- sino juzgarse en base a su productividad. Sin duda el español es rico en tales fracasos literarios: Luis de Góngora, José Lezama Lima, Juan Larrea, Vicente Huidobro, Rosamel del Valle, y además resumidero de grandes maquinarias de lenguaje también supuestamente fallidas según los cónsules de la posmodernidad y los edecanes del neoclasicismo: Saint John Perse, André Breton, Paul Celan y Ezra Pound. Mi prueba de fuerza fue y sigue siendo acercarme a esas enormes lecturas de nuestro lenguaje y desde allí constituirme. Devoración y asimilación. El primer límite que intento abordar es la propia lengua. La lengua materna es la que alberga al lenguaje en su materialidad sonora e imaginística más propia e intensa; no la traducción. Toda gran traducción ha sido posible, históricamente, gracias al dominio de la lengua que va a ser receptora de una nueva versión. Sin embargo, creo que Ezra Pound fue lúcido al declarar que la traducción, en un sentido amplio del término, es fundamental: la apropiación de las particularidades discursivas de la lengua extranjera ayuda a distanciar la perspectiva de la propia lengua.

Me someto a la sabiduría de Pound sobre esta materia para intentar deponer un mito de la crítica chilena contemporánea: se suele afirmar que la poesía chilena de este siglo constituye una sola línea tradicional unida por características estéticas independientes a los sucesos históricos que la componen. Sin duda es fácil descubrir continuidades, pero la diversidad de nuestra poesía sólo ha podido parecer una unidad independiente a través de un meticuloso trabajo de ocultamiento. Una vez más nos encontramos con aduanas y extranjerías. Muchos poetas pagaron -algunos lo siguen haciendo- el precio de las influencias extranjeras y de las relaciones con sus contemporáneos: Vicente Huidobro, Eduardo Anguita, Humberto Díaz-Casanueva, Braulio Arenas, Gonzalo Rojas y, por supuesto Rosamel del Valle, han sido calificados, no de muy buena manera, de excéntricos. Lo que quiero decir es que la poesía chilena de este siglo parece ser por sobre todo inseparable de los movimientos de la poesía contemporánea y sus particularidades son producto de cada uno de los sujetos que la conforman, no de una naturaleza general. El concepto de lo propio y lo extraño se debe, más bien, a adjudicaciones de legitimidad sobre diversas tendencias estéticas que convienen a los sujetos enunciantes, pero que son recubiertas de una propiedad nacional. Sólo un ejemplo: la elaboración del poema breve, donde cada palabra se encuentra ahí representando un significado preciso, otorgaría particularidad a la poesía chilena de esta última mitad del siglo. Su existencia es cierta y, por supuesto, necesaria; su origen obviamente no es nacional sino, más bien, anglosajón. Su primacía crítica desde los años sesenta ha ayudado a ocultar otras presencias. Junto a Pezoa Véliz, Nicanor Parra, Armando Uribe, Óscar Hahn, Gonzalo Millán y Floridor Pérez, existen Pedro Prado, Eduardo Anguita, Mahfud Massís, Alfonso Alcalde, Stella Díaz Varín, Braulio Arenas, Enrique Lihn y Raúl Barrientos, que practican el poema desde una perspectiva divergente.

Rosamel del Valle no sólo pertenece sino que encabeza esa concatenación poética, por estos días apartada de los centros valorativos de la crítica chilena. Permítaseme aquí invocar su espíritu, el del más inencontrable de nuestros hermanos: Rosamel Del Valle proviene sin duda de tres poetas: Rainer María Rilke, T.S. Eliot y André Breton. Cada uno de ellos actúa en diversos aspectos de su obra como telón de fondo, acentuados uno u otro por periodos, y apareciendo con mayor o menor intensidad a lo largo de series y libros de poemas.

Rosamel del Valle no fue un poeta surrealista, al modo de Braulio Arenas en su primer periodo. Sin embargo, fue influenciado por el espíritu del surrealismo más que de cualquier otra vanguardia histórica. Más aún, en la superficie de su irrenunciable materia personal, aparecen de pronto los procedimientos imaginísticos de Breton. Pero Rosamel puede ser contemplado a la luz de esta comparación como un Breton sin manifiestos estéticos colectivos ni métodos de escritura prefijados, por lo que se libra de Breton en el mismo momento que lo encuentra.

Coincide Rosamel del Valle con Pablo Neruda en tener un antecedente común: Arthur Rimbaud, pero la lectura de Rosamel resulta menos biográfica. Neruda, al decir el mundo se transforma a sí mismo en un mito, el mito que nombra (“Yo estoy aquí para contar la historia”), el mito del poeta que aún pervive entre nosotros y del que no han salido ilesos muchos de los poetas posteriores, por presencia o por ausencia. El mejor ejemplo de aquello es Nicanor Parra, el antipoeta, un poderoso tropo literario que le permitió librarse de la figura de Neruda.

Neruda es considerado lo propiamente nacional, pese a su triple lectura extranjera: Quevedo, Withman, Buadelaire, pues mitificó también junto a su propia imagen la de Chile, casi indisolublemente una de otra: siempre se encuentra su figura entre el discurso y la realidad, casi siempre su yo se interpone, sea cual sea éste, entre la voz y el escucha. Rosamel permanece libre del influjo de Neruda: al decir el mundo transforma en mito al mundo, no a sí mismo, ni tampoco a una geografía en particular. Neruda no es un solo sujeto, pero es uno en cada periodo de escritura. Rosamel es siempre otro. Quien nos habla detrás de sus poemas puede calificarse como el sujeto más escurridizo de nuestros contemporáneos. Aparece, nunca del todo; se esconde, vuelve a aparecer, pero apenas lo percibimos.

Fue más cauto y, a la vez, más generoso. Su imagen no es ostensible y, por lo tanto, no está sometida al desgaste propio de los sujetos beligerantes. Su desaparición de antemano deja ver aquello con lo que dialoga: la materia poética y la existencia del mundo. El sujeto poético asumido como un constante otro es para Rosamel la transgresión de la unidad como principio invariable de la continuidad de la materia y del espíritu. No quiero discutir la centralidad de Neruda en ninguno de sus pilares, nada más lejano de mi intención. Sólo quiero recordar que por encima de su figura transida por la geografía, planea Vicente Huidobro y levita Rosamel del Valle, preparado en todo momento a descender de la mano de Orfeo a las profundidades donde Neruda se origina.

“[La poesía de Rosamel del Valle] es un ejemplo a seguir por los poetas que a veces dudan de que han nacido para una excursión enigmática dentro de la vida, para formular una interrogación que a veces no vale tanto por la respuesta sino por el poder de la interrogación misma”, declara Humberto Díaz-Casanueva. Sin duda, lo que se puede leer entre líneas tras estas palabras es la visión de Rosamel como un caminante, un danzante que construye su propio movimiento hacia una casa menos ostentosa que la de sus compañeros de generación y las de sus respectivos descendientes poéticos; una casa secreta. Una morada de lo desconocido, a cuyo misterio sólo cabe una sola respuesta, una pregunta. Su obra como una invitación a una conversación sin conclusiones. Una conversación infinita.

El pensamiento organizado y preconcebido detrás de gran parte de la obra de Rosamel del Valle casi no existe como pensamiento programático en sus niveles ideológico, estético y filosófico: nunca ésta fue subordinada a alguna intención anterior al propio discurso. Sin duda hay un afán de contemplar el universo como una construcción, al modo de Rainer María Rilke, pero su diferenciación entre lo terrenal y lo celestial no es determinante. Arriba y abajo se confunden y se superponen, y pueden ser habitados por criaturas de origen desconocido. El coro de ángeles no se encuentra en el mismo sitio que en Las elegías del Duino de Rilke.

Humberto Díaz-Casanueva, quien compartió con Rosamel búsquedas y posiciones estéticas, no es, como se ha querido ver, un simple traductor de un pensamiento filosófico, pero en su poesía puede hallarse transfigurado el paradigma existencial que aprendió de primera mano de Martin Heidegger. Rosamel en ninguno de sus poemas llega a ser tan trágico como el Díaz-Casanueva de El Réquiem, pero mantiene una mayor variabilidad de tonos sin nunca perder el destino de su palabra: muchas veces es lúdico, incluso irónico. Los separa una diferencia radical de tonos: Rosamel enuncia sus poemas con el constante telón de fondo del romanticismo, donde la obra de arte representa una justificación de la existencia humana y una justificación de sí misma, y al mismo tiempo una sublimación de la propia perecibilidad; Díaz-Casanueva mantiene un tono trágico-existencial constante en gran parte de su obra y, sin duda, en todas sus obras de madurez, sin otorgar espacio a esa redención.

Rosamel plantea el desafío de una escritura que no necesita de un sujeto estético excluyente para existir por sí misma. No sabe en ningún momento, ni pierde tiempo en descubrirlo, si es rilkista- intelectualista, si es un pequeño dios, si los poetas bajaron del olimpo, si el poema es el vehículo de una comunicación.

Creo que el desafío que empieza a aparecer desde las profundidades y las continuidades del secreto para la poesía de este fin de siglo, y que será representativa de la del siglo que viene, es la figura de Rosamel del Valle. Su obra trasciende la mezquindad en la representación de las parcelas del territorio de la poesía, sus aprobaciones, excomuniones y advertencias: la división sintagmática de los grupos, el rechazo a lo foráneo y al exceso del discurso. Su obra pone a dialogar la poesía chilena con los mayores derroteros líricos contemporáneos y se adelanta a los poetas más inesperados. Los descubrimientos formales de John Ashbery, por ejemplo, uno de los últimos grandes líricos norteamericanos -enemigo de los realismos y las antivanguardias de fin de siglo- están ya en Rosamel. Rosamel del Valle representa para mí una discreta sonrisa final en la máscara de la escritura y la máscara de la personalidad, del personaje que habita los discursos poéticos de este siglo. Una sonrisa irónica, piadosa y a la vez desafiante, que pregunta por el origen y lo ubica en todos los sitios posibles, y que como Orfeo, padre de la música, desacentúa la importancia del fin y se regocija en el tránsito. Una máscara que no tiene sexo ni edad, no defiende un habla marginal, ni tampoco intenta desmoronar un discurso centralista, un poeta que no representa el alma y el cuerpo como entes separados, que no ve como opuestos incompatibles lo bajo y lo alto, que no sostiene a cuestas ningún mito de la juventud. Su obra se encuentra en su propio centro. Sus poemas son exaltaciones sostenidas en la calma de una retórica que subvierte y hace temblar el edificio de lo que llamamos retórica.

Estoy seguro que con él se toparán quienes pregunten ante las puertas del tiempo por la poesía chilena contemporánea, y también quienes pretendan cercar su pertenencia y pertinencia en términos de idiosincrasia, nacionalidad, ideología, novedad, poder, género, generaciones, clase. Aunque no sobrevivamos, podemos, al olvidar por un momento la propia perecibilidad, estar tranquilos. Si entramos a la obra de Rosamel del Valle habitaremos en la casa de la poesía, la casa del dormido: aquel que con insuficiente lengua intenta decir la cantidad que se adhiere a sus oídos magnéticos; aquel de los ojos cerrados. ¿Cuál es el canto de un dormido? ¿Qué versos calman su sed? ¿Qué dicen los dormidos cuando no dicen nada?

¿Qué es una casa donde todos duermen? Una interrogación que se incendia detrás de la conciencia, un estado de pureza y al mismo tiempo de confusión, todo aquello que se mueve antes de que se abra el ojo de las palabras.

Termino con los versos iniciales del Orfeo de Rosamel del Valle, es decir, un final que es a la vez la invitación a un comienzo: “He aquí una fuente para dormir, una claridad sin abrirse, Sola en el tallo del sueño. Bienvenido, viajero devorado que te asomas Ciego desde el agua a la tierra.”


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§ Conexão Hispânica §

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Fortaleza CE Brasil 2021



 

 

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