terça-feira, 15 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Isaac Felipe Azofeifa

CARLOS FRANCISCO MONGE | Homenaje en tres movimientos, a Isaac Felipe Azofeifa

 


1. Semblanza de un vigía

Hacer una semblanza significa, a la vez, echar una mirada al tiempo, y advertir desde nuestro presente que la vida no es sino la suma de encuentros y desencuentros con la historia. Y cuando se trata de una persona, convertida con los años en una voz poética, en un maestro y en un verdadero amigo, es imposible separar la idea de una semblanza de la palabra homenaje y de la palabra gratitud. Por eso, debemos empezar por agradecerle a Isaac Felipe Azofeifa que nos encontremos esta noche reunidos alrededor del fuego de la palabra, y como reviviendo los antiguos rituales de iniciación y conjuro. Pero además, le debemos también palabras de agradecimiento por haber recogido la antorcha ejemplar del otro maestro esta noche convidado, Omar Dengo, cuya presencia también nos recuerda que hay palabras hechas para permanecer y fructificar, como fuentes de la dicha y la amistad.

No me propongo hablar de su vida. No soy su biógrafo. Otros hay que lo harían mucho mejor, por estar más informados, porque lo han tratado más, o porque han vivido más cerca de él. Quiero darles una visión personal, que quizá corresponda a la de mi generación; nada más. Son fragmentos de una crónica; señales y recuerdos de una amistad que me honra; y palabras a un poeta que las sabe escuchar.

Supe de su nombre en un bello canto, en mis años de liceísta. Entonces creía que los poetas no eran seres reales, sino sombras de papel y letras. Pensaba que la música y la poesía eran mensajes misteriosos, hechos para la celebración, y para que nosotros, aquellos adolescentes, participásemos. Aquella canción es un emotivo llamado a unir nuestras manos y nuestras voces, en medio del júbilo que nos ofrecía la juventud. Llegué a amar aquel himno liceísta, escrito por Azofeifa, porque a diferencia de muchos otros, no era convencional ni acartonado; en él no había triunfos, fulgores, altiveces ni heraldos. Tan solo eran palabras humildes de amor y alegría que nos hablan de la verdad, el bien y la belleza. El tiempo me avisó que el autor de aquellos versos era fidedigno y real; y además, que merodeaba por la universidad a la que yo pronto asistiría, que daba lecciones de literatura, que había escrito y publicado media docena de libros, y si la suerte me acompañaba, que sería posible estar entre sus estudiantes. La casualidad me negó esto último, pero me propuse que algún día podría charlar con el poeta y maestro; y lo conseguí, con mezcla de alegría y temor, un mediodía de marzo, en su pequeño despacho, allá en la terraza de la Facultad de Ciencias y Letras. Una imagen me queda de esos años: su negrísimo cabello; su amplia sonrisa; sus gafas de incansable lector; y su conversación pausada y paciente, como extraída de unos abismos solo visitados por sus meditaciones.

Nuestros actos y palabras son inseparables: se habla como se es. Sin ser un privilegio de elegidos, es cierto que el poeta vive del lenguaje, y que a la vez lo vivifica. El suyo es un mundo que transfigura, porque también quiere alterar la realidad, y con ella los hechos y los días que les dan existencia temporal a las ilusiones. El poeta inventa su realidad no para suplantar la verdadera, sino para darle un paso más a su existencia; vive de la imaginación, porque la geografía del orden y lo establecido no le bastan ni lo nutren. En otras épocas se pensaba que los poetas no eran sino vaticinadores o mensajeros de voces, incomprensibles sin su mediación. Hoy día, el poeta sabe que su auténtico lugar en la historia no está entre las coronas de laurel ni en los templos de las verdades plenas, sino en el diario trajinar, recogiendo de aquí y allá los encantos del presente. Muchas veces hablé con Azofeifa sobre la doble condición del poeta: alguien que sin renunciar a su actualidad, proyecta y se ilusiona; vive la historia, y vislumbra a fuerza de palabras un más allá temporal. Con su ejemplo aprendí que quien nace con el don mágico de la palabra es, al mismo tiempo, un poeta, un maestro y un político; un cantor, un consejero y un demócrata.

Tal es la semblanza que tengo de Azofeifa, cuya imagen de hombre político, de maestro y de poeta es ejemplar; es decir: modélica e ilustradora. Quien ejerce la política habla por lo que es, un ser en sociedad donde existe y actúa; el maestro habla por lo que ha sido, y enseña de su experiencia vivida; y el poeta habla por lo que quisiera ser, por ello su aspiración a lo absoluto y su afán por lo inalcanzable. En la confluencia de esas corrientes, la palabra es el reino; y en él nos encontramos al poeta, como un vigía que ha marcado los rumbos y ha trazado los mapas del presente que ahora desciframos.

Aunque tengo algunas noticias de su propio testimonio, he imaginado el despertar del poeta Azofeifa en sus prolongadas y retraídas contemplaciones del paisaje campesino en su pueblo natal. La noble rustiquez de la casa familiar; las lluvias repentinas y poderosas de lejanísimos octubres; los atardeceres plácidos y enamorados; los arroyos murmurando. Después vendrían los años juveniles, y cierta vocación por la soledad. Entonces, y con la ayuda de sus lecturas en la vieja Biblioteca Nacional, descubriría en el conjuro musical de los versos y las rimas, la presencia de una lengua que siendo la de todos los días, se lanzaba como una potranca, por sobre los cercados de la razón y el decoro. Tuvo el joven poeta buenos profesores de literatura y retórica, pero su verdadero maestro en el oficio de la poesía - me lo figuro - fue su padre, quien le tributó un profundo y amoroso respeto por aquellas creaciones juveniles. Las lluvias y atardeceres siguen apareciendo con su milagrosa puntualidad; de la Biblioteca hoy solo quedan unos escasos muros, y de las lecturas allí habidas hoy tenemos la voz de un poeta y la herencia de un pensador.

Apenas cumplidos sus veinte años, y casi como arrojado al mundo en un nuevo nacimiento, hace su primer viaje a Chile, país que marcó su existencia. Otro mundo, otra historia, otro paisaje, aunque para dicha suya, cobijado por la patria común de la lengua, donde ensayó sus nuevos rituales, entre canciones y cafés. Aquellos años fueron una ceremonia de entrada a la historia planetaria, a la literatura y a la vida. En el Santiago de hace sesenta y cinco años encontró abrazos y amistades generosas, vivió a su manera la bohemia de los artistas y poetas, asistió fervoroso a las conferencias de las grandes voces de la época (Ortega y Gasset entre ellas), y hasta consiguió que sus añoranzas por la lejana patria natal no lo cegaran ante el nuevo espectáculo cultural que asombrado contemplaba. Imagino también al poeta estudiante cotejando en secreto las dos realidades alojadas en su alma: la modesta vida provinciana del San José de entonces, y la inquietud desenfadada que lo envolvía en el Instituto Pedagógico de Santiago.

No sé lo que vino después. En 1934 lo encontramos de nuevo en San José, haciendo de profesor de Castellano, e intentando una y otra vez subvertir el orden, hábito que jamás abandonó. Encontró un país lleno de contradicciones: un ambiente aldeano; los ecos de una huelga de trabajadores bananeros que hizo historia en la región; ciertos rasgos fascistoides en el pensamiento de algunos políticos; y en medio de aquel berenjenal, el refugio iluminado del que sería su mentor espiritual: Joaquín García Monge, quien le ofreció las páginas del Repertorio Americano para hacer valer su voz. Sus palabras se agudizaron como dardos, y sus creencias tomaron la forma y la altura de un edificio verbal, habitado por ángeles y hechizadores en busca de un designio mayor: hacer de la poesía un manantial nutricio y milagroso. Todo para buscar su propia identidad y un sentido del mundo y los entornos.

Aquellos también fueron días de incertidumbres y sobresaltos, porque rebelarse contra unos hábitos políticos y pedagógicos no era más fácil que trastrocar un sistema literario. Bien apertrechado de conocimientos sobre la psicología educativa de la época, y lleno del entusiasmo renovador propio del joven profesor graduado en el extranjero, Isaac Felipe Azofeifa tropezó con la rigidez de la maquinaria burocrática y con la intolerancia de los ignorantes; y por ello adoptó otra táctica: airear aquel empolvado mundo no ya desde las secretarías e intendencias, sino desde su centro vital y promisorio: la juventud de su antiguo liceo, donde incitaba a la disconformidad y a la rebeldía. Ya había empezado una campaña de críticas a los programas y métodos en la enseñanza del Castellano; y aunque los cambios no empezaron de inmediato, sus palabras consiguieron la solidaridad de los estudiantes, de algunos directores de colegios, y hasta la mirada del Secretario de Educación.

Este oficio de profesor lo llevó a preguntarse todos los días si estaba en su derecho cambiar las actitudes y creencias de sus alumnos. No era lo que deseaba, y no era así como entendía la pedagogía; por el contrario, formar a un estudiante no debía ser más que hacerlo despertar, y permitirle contemplar a sus anchas el mundo. Pensaba, escribía, y cuando podía, publicaba, aunque sus artículos y proclamas solían caer en la espesa quietud de las conciencias satisfechas, creadas y creadoras de un paraje anodino y estéril.

Dichosamente no fue un luchador solitario. Muchos jóvenes intelectuales renovadores, en medio de los sobresaltos de las guerras, que cada vez se sentían más cercanas, fundaron con él un Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales. Ya los políticos de antaño se habían agotado de gobernar, y la Costa Rica de medio siglo pedía otras respuestas y otros lenguajes; y vemos de nuevo al maestro y al escritor arremangado en las labores más urgentes de la vida política y de las tareas educativas, editando las páginas de la revista Surco, paciente y reflexivo las más veces, rojo de ira cuando las situaciones lo obligaban, respondón ante las diatribas de los demagogos, riguroso, punzante y desconfiado. Como lo son en muchos de sus poemas de amor, las palabras de su lenguaje político siempre han sido granadas, aunque a veces envueltas en pañuelos de finos encajes. Sembró vientos, logró atraer otras voces amigas y solidarias, vio materializadas algunas de sus aspiraciones, cosechó esporádicas tempestades; pero ya en su conciencia no se volverían a separar su canto de poeta, su voz de maestro y su verbo político.

A lo largo de sesenta años de actividad docente, Isaac Felipe Azofeifa demostró que la política es inseparable de la educación. Lo hemos escuchado muchas veces decir esta verdad, que no aprendió en los tratados ni en las oficinas. Para fortuna histórica, nuestras alergias a los ruidos militares han sido alimentadas por una educación civilista y confiada en los valores de la democracia. Desde esa circunstancia, y con la mirada de un pensador moderno, nos ha señalado, con cierto desconsuelo, los males y peligros de esta pequeña patria natal: su dependencia, la alienación de sus habitantes, la gradual pérdida de identidad, la mansedumbre y la postración. Pero advierte también que el antídoto a estos padecimientos ha estado siempre al alcance de la mano: una persistente defensa de la libertad, la construcción de una fraternidad de ideas y propósitos; y sobre todo, la dignificación de la vida y de la persona. Por ello una de sus predilectas en materia política ha sido la palabra soberanía, pero no aquella antigua del poder absoluto, sino la de nuestra conciencia, para aspirar a una más alta condición de la comunidad.

Puede que tengamos hoy muchas preguntas sobre cómo es o cómo debe ser la patria de nuestros días. No puede haber respuestas definitivas, pero siempre hay maneras de trazar un itinerario a nuestras aventuras. Azofeifa empezó a dibujar el suyo desde sus soliloquios en los años de infancia, y hasta ayer mismo, cantando, escribiendo, aconsejando y dando testimonio de claridad y honradez. Este es el verdadero animal político de los tiempos que corren.

Estos son, señoras y señores, los fragmentos de mi crónica. No es la historia de Isaac Felipe Azofeifa, sino apenas una mirada hija de una amistad, de la que esta noche tan solo quiero dar circunstancial testimonio. Lo he visto leyendo generoso los torpes poemas de jóvenes soñadores; lo he escuchado en sus charlas sobre el arte y la cultura; lo he leído en los periódicos incitando a la acción y al trabajo; lo he hallado en febriles reuniones como patriarca de grupos renovadores y críticos; y lo he contemplado en su vieja mecedora, con su taza de café, su mirada escrutadora y desconfiada, entre papeles, libros y fotografías, reviviendo el pasado, vislumbrando el futuro y atendiendo el presente, en la casa familiar de su trópico verde, muchos años atrás dejada con las lluvias de octubre. Son lluvias que aún persisten entre las sombras frescas, y en esta noche retornan uniendo nuestras manos, uniendo nuestras voces, en la canción del júbilo que alguien habrá cantado esta mañana, un joven estudiante tal vez, cuya vida se alumbra con la voz de un poeta misterioso a quien sueña conocer y quiere abrazar.

 

2. La rama de fresno

Una de las formas de la condición humana es la conciencia del amor. Esta conciencia, que se adivina primero, se abre paso después mediante el erotismo, y con él los juegos de la imaginación, la sensualidad y la intuición de las plenitudes. Más allá de sus contradicciones y desafueros, el movimiento amoroso es el gesto primordial de la comunicación; primero como instinto, luego como pasión, y finalmente como arte. La seducción, los escarceos y los avances de los enamorados no son elementales ni primitivos: tienen los ingredientes del más refinado ritual artístico. El verbo amoroso busca la unidad; funde la convicción del sentimiento y el poder persuasivo del lenguaje; y para ello no hay mejor camino que las artimañas de la retórica alimentadas por el juego y la gracia del canto. Así nos figuramos el nacimiento del primer poema de amor: un sentimiento, un deseo y un surtido de estrategias lingüísticas.

Amor, erotismo y palabra forman el huerto triangular más visitado por la poesía. El Cantar de los Cantares es solo una muestra de la rica tradición de la poesía amorosa que llega hasta nuestros días; es al mismo tiempo un homenaje al placer sensual y una danza de gratitud y júbilo. La presencia o la ausencia del amado son anecdóticas; lo importante es estar enamorado e imaginar los resplandores de la eternidad mediante la palabra. Lo mismo puede afirmarse de la poesía de amor cortés, la renacentista o la romántica. En el poema bíblico los amantes se buscan, se elogian, gozan y se exaltan; el trovador provenzal del siglo XII se humilla y padece, porque sufrir por amor honra; los versos de Petrarca son una sed de absoluto y el canto a una mujer inalcanzable. Juntas, esas tres versiones han formado una tradición, fortalecida después con la pasión del Romanticismo, y las alucinaciones de los simbolistas. Tales son las fuentes de la poesía amorosa que hoy día leemos y escuchamos.

Según la leyenda, el arco del dios Eros estaba hecho de una rama de fresno, y sus flechas eran imprevisibles y certeras. La flexibilidad del fresno y los efectos del dulce veneno fueron, seguramente, resultado de un saber misterioso. Y privados de tal saber, los humanos tuvieron que inventar. Uno de sus frutos fue la palabra; porque el amor, cuando es pasivo y mudo, no es amor; y la canción de amor se ha convertido en la reacción humana ante la fuerza de la pasión. El poema es la substancia del amor, y el resultado de un oficio no exento de ajetreos y pugnas por alcanzar una verdad si bien no histórica, cuando menos verbal.

Los mitos y las tradiciones hablan casi siempre de amores y pasiones humanas; y no podía ser de otro modo. Creadas o imaginadas, han sido vividas por humanos, no por dioses ancestrales. La tradición grecolatina abunda en idilios y predilecciones entre dioses y humanos, uno de ellos de especial significado: Eros enamorado de la terrenal Psiquis, y ambos, después de algunas vicisitudes, finalmente adaptados uno al otro (el dios que se humaniza; la mujer que se diviniza). Es el amor a lo humano, y el mito verbalizado en una fábula que lucha por dirimir las diferencias entre la sustancia temporal de nuestras ansiedades, y el deseo de conocer las condiciones de la atemporalidad. Por ello el amor es una pasión, mientras que el erotismo es un arte; y el poema un intento por salvar las distancias - como el destino de Psiquis - entre el mundo de la imaginación y el de la evidencia histórica.

Las relaciones entre el erotismo y la poesía son muchas y variadas. El placer físico supone la actividad armónica de todos nuestros sentidos: besos, miradas, aromas y caricias, acompañados del susurro cordial, la petición o el conjuro; es decir, de la palabra convertida en ritual del gozo, y en expresión hedonista del afecto. Para el poeta, el amor empieza y termina por la palabra. Un poema vale tanto o más que una caricia, aunque el suyo sea un artificio, una ilusión; es el simulacro que resuelve el deseo de fijar su vivencia en una forma que traspase las fechas y la fugacidad. Laura y Petrarca solo existen hoy en los poemas; Beatriz es una creación verbal de Dante, y Dulcinea no vive sino en las cartas y en los discursos de don Quijote. Esto no ha cambiado con el tiempo; se han renovado las formas y los hábitos literarios, pero el poema amoroso ha existido siempre como un homenaje al ser amado vertido en ceremonia verbal.

Como toda poesía auténtica, la de Isaac Felipe Azofeifa ha sido siempre poesía de amor. Sus canciones son ejemplos de claridad verbal y compromiso cordial. La alegría y la fabulación eróticas se combinan con el arte del entusiasmo ante los atributos de la belleza física y el deseo de unidad. Por la inmensa tradición de la poesía erótico-amorosa, en su obra están presentes otras voces y ecos, reelaborados por la experiencia histórica y el devenir estético; porque la hibridez es una de las marcas principales de toda poesía: no es fundación primordial, pero tampoco imita. Es, ante todo, hallazgo, vocablo predilecto de Azofeifa. Por eso es difícil especular sobre sus fuentes, que son diversas y dispersas. Los pasajes bíblicos son frecuentes y usados con provecho: el Libro de Ruth, el Cantar de los Cantares, los Proverbios. La visión petrarquista, recorrida y alimentada por la tradición española es otra; bien encontramos en los versos de Azofeifa el alma dolorida o feliz de Garcilaso, Lope o Quevedo.

A tales rasgos hay que agregarles el árbol frutal de la poesía de vanguardia hispanoamericana. La sinrazón, la temeridad conceptual, y las pruebas de fuerza en la hechura metafórica son las señas de identidad de esta poesía amorosa de Azofeifa; y en Costa Rica algunos han recogido esa antorcha literaria e incendian los campos del erotismo con verdadera vocación. Esta especie de parentesco literario tiene mucho que ver con la nueva sensibilidad ya fecundada en los versos vanguardistas que Azofeifa publicó hace ya más de cincuenta años.

Los poemas de Trunca unidad incluidos en sus Cien poemas de amor tienen mucho de conjetura, pero no carecen de la emoción y la audacia de toda poesía amorosa. Aunque hechos con ardor, ceden momentos para meditar, porque el amor se vive entre el júbilo y la amenaza; entre la presencia y la lejanía; entre la certeza y la duda. Aquellos poemas nacieron en momentos de incertidumbre y sobresalto; pero esas circunstancias, lejos de aminorar la velocidad de las emociones, acentuaron la pasión y la hondura poéticas. La incertidumbre disminuye en los poemas de Canción, y se convierte en fervor y vehemencia en Cima del gozo. El primero es un homenaje al amor; el segundo, una exaltación del erotismo. Ambos reaccionan ante el mito de la perennidad, porque si bien el amor puede ser eterno, la poesía amorosa es nostalgia de eternidad.

Se ama y se escribe como deseo de perpetuidad, en la vida y en la historia. El poeta inventa un sueño, y el sueño solo es realidad en el artificio de los poemas. Lo demás son devaneos: hacer poesía amorosa es, con toda seguridad, más difícil que hablar de ella; y también más fascinante: es como doblar aún más, hasta sus límites, la rama de fresno que el amor nos tiende a la vuelta de cualquier esquina.

 

3. Órbita

Informados los antiguos de que nuestro planeta tenía la forma de un círculo (orbis, en latín), el sentido de la realidad empezó, literalmente, a girar; y con ello nació el deseo de recorrer el cosmos. Para la especie humana, el ansia de integrar el conocimiento y alcanzar una visión totalizadora del mundo han sido, al mismo tiempo, una posibilidad y una utopía; pero ni antiguos ni modernos han dudado un instante de que la aventura del existir supone un gesto de apropiación y dominio de la realidad. El ser humano la recorre, le da un contorno, y en ella se sitúa. A la crónica de esa aventura Isaac Felipe Azofeifa le ha dado, en su postrer libro de poemas, el alegórico nombre de Órbita.

Su poema inicial habla de un ser que despierta, se yergue, saluda con ardientes palabras al mundo, y con ello funda una realidad. El universo se convierte, así, en un manantial de sucesos cuyos orígenes quedan atrapados en el mito, pero su explicación y sentido están en la palabra y en el orden humanos. En nuestra lengua, el vocablo universo apareció a mediados del siglo XV, y su acepción era clara: el conjunto de todas las cosas. El hombre moderno empezó a contemplarlo no solo como una gracia divina, sino también como un hecho natural, inmediato y cuantificable. El mundo acontece y el ser humano lo descifra y dispone: estrellas, nubes, aves, árboles, hormigas y átomos se sitúan a la luz de la mirada humana. El poema se titula ¿El mago?, es decir, el hacedor de mundos mediante el hechizo de unas palabras que transforman y trastornan.

La imagen del taumaturgo verbal, y el sistema de relaciones que nace entre los gestos de hablar (nombrar) y fundar (conocer) un mundo, sintetizan la obra de Azofeifa. No atrapados, sino viajantes en el universo; no víctimas de la realidad, sino constructores de la historia, es lo que dicen una y otra vez estos poemas. El mundo es un todo integrado y justo: no importan sus dimensiones, sino la visión que de él se tiene; por eso hay tres ideas preeminentes en el libro: el universo, la historia presente y la palabra. De ellas somos parte y causa.

Órbita es la crónica de un existir, y la conciencia de un tiempo; el transcurrir agradecido y vigilante, porque la vida es un don otorgado del que gozamos, y al mismo tiempo un deber por cumplir. La primera de sus cuatro secciones, “El Universo tiene mi medida”, es un acto de fe: el universo tiene la dimensión humana; y en él, las preguntas sobre el origen de la vida, el destino de la existencia y la razón del ser toman la forma de una nueva creencia: no hay exclusiones ni diferencias, sino un centro dinámico donde vida y muerte, pasado y presente, principio y final son trances apenas de una totalidad.

La identificación entre el gesto verbal y la pasión amorosa es el tema de la segunda sección, “Capitana”. Como los amantes en su danza infinita, el amor y la historia se funden; y la mayor alegría de los seres enamorados es haberse encontrado en el tiempo que fluye. El encuentro, el goce y las despedidas son accidentes de la vida. La amada amante es mujer, guerrillera, diosa, capitana, pasajera fugaz; y el cantor la construye y la evoca, también con la generosidad de quien sabe que el pacto del amor es, sobre todo, la luz de la historia.

La sección “¿Todos fuimos jóvenes?” es una dura advertencia y el llamado al abrazo. Se nace en el universo; se organiza verbalmente el mundo; se ama en el tiempo; y se vive en la ineludible realidad del presente. La sevicia y el caos se aglomeran con el fin del milenio; las ilusiones han rodado; el planeta se enferma; y abundan las amenazas. ¿Cómo cantar entonces? ¿Cuál es el destino de la poesía en un mundo manchado por el odio y el miedo? Aquí no hay cabida a las respuestas candorosas, porque el mundo es desmedidamente complejo.

Por ello el libro cierra el ciclo con los mitos de la purificación mediante la palabra. “Memorial del poema” es un autorretrato, un autorreconocimiento. La imagen del viejo puente que contempla su agua es de una belleza singular: pasa el acontecer, trastabilla, sigue, se integra a la historia mayor; y el puente sigue allí, abrazado a su río, perdurando también, firme y seguro en la memoria. Es una metáfora del poeta y del poema, y sus orígenes llegan hasta los mitos primordiales: la palabra es tiempo y deseo de perpetuidad. Sin negar la esperanza, el árbol de la vida florece porque siempre hay quien sueña, despierta y habla; y con ello les da un orden nuevo a la materia y sus sombras, como el mago inicial y el esplendor de su lengua.

 


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§ Conexão Hispânica §

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ARC Edições | Agulha Revista de Cultura

Fortaleza CE Brasil 2021



 

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