CARLOS FRANCISCO MONGE | Homenaje en tres movimientos,
a Isaac Felipe Azofeifa
1. Semblanza de un vigía
Hacer una semblanza significa, a la vez, echar una mirada al tiempo,
y advertir desde nuestro presente que la vida no es sino la suma de encuentros y
desencuentros con la historia. Y cuando se trata de una persona, convertida con
los años en una voz poética, en un maestro y en un verdadero amigo, es imposible
separar la idea de una semblanza de la palabra homenaje y de la palabra gratitud. Por eso, debemos empezar por
agradecerle a Isaac Felipe Azofeifa que nos encontremos esta noche reunidos alrededor
del fuego de la palabra, y como reviviendo los antiguos rituales de iniciación y
conjuro. Pero además, le debemos también palabras de agradecimiento por haber recogido
la antorcha ejemplar del otro maestro esta noche convidado, Omar Dengo, cuya presencia
también nos recuerda que hay palabras hechas para permanecer y fructificar, como
fuentes de la dicha y la amistad.
No me propongo hablar de su vida. No soy su biógrafo. Otros hay que lo harían
mucho mejor, por estar más informados, porque lo han tratado más, o porque han vivido
más cerca de él. Quiero darles una visión personal, que quizá corresponda a la de
mi generación; nada más. Son fragmentos de una crónica; señales y recuerdos de una
amistad que me honra; y palabras a un poeta que las sabe escuchar.
Supe de su nombre en un bello canto, en mis años de liceísta. Entonces creía
que los poetas no eran seres reales, sino sombras de papel y letras. Pensaba que
la música y la poesía eran mensajes misteriosos, hechos para la celebración, y para
que nosotros, aquellos adolescentes, participásemos. Aquella canción es un emotivo
llamado a unir nuestras manos y nuestras voces, en medio del júbilo que nos ofrecía
la juventud. Llegué a amar aquel himno liceísta, escrito por Azofeifa, porque a
diferencia de muchos otros, no era convencional ni acartonado; en él no había triunfos,
fulgores, altiveces ni heraldos. Tan solo eran palabras humildes de amor y alegría
que nos hablan de la verdad, el bien y la belleza. El tiempo me avisó que el autor
de aquellos versos era fidedigno y real; y además, que merodeaba por la universidad
a la que yo pronto asistiría, que daba lecciones de literatura, que había escrito
y publicado media docena de libros, y si la suerte me acompañaba, que sería posible
estar entre sus estudiantes. La casualidad me negó esto último, pero me propuse
que algún día podría charlar con el poeta y maestro; y lo conseguí, con mezcla de
alegría y temor, un mediodía de marzo, en su pequeño despacho, allá en la terraza
de la Facultad de Ciencias y Letras. Una imagen me queda de esos años: su negrísimo
cabello; su amplia sonrisa; sus gafas de incansable lector; y su conversación pausada
y paciente, como extraída de unos abismos solo visitados por sus meditaciones.
Nuestros actos y palabras son inseparables: se habla como se es. Sin ser un
privilegio de elegidos, es cierto que el poeta vive del lenguaje, y que a la vez
lo vivifica. El suyo es un mundo que transfigura, porque también quiere alterar
la realidad, y con ella los hechos y los días que les dan existencia temporal a
las ilusiones. El poeta inventa su realidad no para suplantar la verdadera, sino
para darle un paso más a su existencia; vive de la imaginación, porque la geografía
del orden y lo establecido no le bastan ni lo nutren. En otras épocas se pensaba
que los poetas no eran sino vaticinadores o mensajeros de voces, incomprensibles
sin su mediación. Hoy día, el poeta sabe que su auténtico lugar en la historia no
está entre las coronas de laurel ni en los templos de las verdades plenas, sino
en el diario trajinar, recogiendo de aquí y allá los encantos del presente. Muchas
veces hablé con Azofeifa sobre la doble condición del poeta: alguien que sin renunciar
a su actualidad, proyecta y se ilusiona; vive la historia, y vislumbra a fuerza
de palabras un más allá temporal. Con su ejemplo aprendí que quien nace con el don
mágico de la palabra es, al mismo tiempo, un poeta, un maestro y un político; un
cantor, un consejero y un demócrata.
Tal es la semblanza que tengo de Azofeifa, cuya imagen de hombre político, de
maestro y de poeta es ejemplar; es decir: modélica e ilustradora. Quien ejerce la
política habla por lo que es, un
ser en sociedad donde existe y actúa; el maestro habla por lo que ha sido, y enseña de
su experiencia vivida; y el poeta habla
por lo que quisiera ser, por ello su aspiración a lo absoluto y su afán por
lo inalcanzable. En la confluencia de esas corrientes, la palabra es el reino; y
en él nos encontramos al poeta, como un vigía que ha marcado los rumbos y ha trazado
los mapas del presente que ahora desciframos.
Aunque tengo algunas noticias de su propio testimonio, he imaginado el despertar
del poeta Azofeifa en sus prolongadas y retraídas contemplaciones del paisaje campesino
en su pueblo natal. La noble rustiquez de la casa familiar; las lluvias repentinas
y poderosas de lejanísimos octubres; los atardeceres plácidos y enamorados; los
arroyos murmurando. Después vendrían los años juveniles, y cierta vocación por la
soledad. Entonces, y con la ayuda de sus lecturas en la vieja Biblioteca Nacional,
descubriría en el conjuro musical de los versos y las rimas, la presencia de una
lengua que siendo la de todos los días, se lanzaba como una potranca, por sobre
los cercados de la razón y el decoro. Tuvo el joven poeta buenos profesores de literatura
y retórica, pero su verdadero maestro en el oficio de la poesía - me lo figuro -
fue su padre, quien le tributó un profundo y amoroso respeto por aquellas creaciones
juveniles. Las lluvias y atardeceres siguen apareciendo con su milagrosa puntualidad;
de la Biblioteca hoy solo quedan unos escasos muros, y de las lecturas allí habidas
hoy tenemos la voz de un poeta y la herencia de un pensador.
Apenas cumplidos sus veinte años, y casi como arrojado al mundo en un nuevo
nacimiento, hace su primer viaje a Chile, país que marcó su existencia. Otro mundo,
otra historia, otro paisaje, aunque para dicha suya, cobijado por la patria común
de la lengua, donde ensayó sus nuevos rituales, entre canciones y cafés. Aquellos
años fueron una ceremonia de entrada a la historia planetaria, a la literatura y
a la vida. En el Santiago de hace sesenta y cinco años encontró abrazos y amistades
generosas, vivió a su manera la bohemia de los artistas y poetas, asistió fervoroso
a las conferencias de las grandes voces de la época (Ortega y Gasset entre ellas),
y hasta consiguió que sus añoranzas por la lejana patria natal no lo cegaran ante
el nuevo espectáculo cultural que asombrado contemplaba. Imagino también al poeta
estudiante cotejando en secreto las dos realidades alojadas en su alma: la modesta
vida provinciana del San José de entonces, y la inquietud desenfadada que lo envolvía
en el Instituto Pedagógico de Santiago.
No sé lo que vino después. En 1934 lo encontramos de nuevo en San José, haciendo
de profesor de Castellano, e intentando una y otra vez subvertir el orden, hábito
que jamás abandonó. Encontró un país lleno de contradicciones: un ambiente aldeano;
los ecos de una huelga de trabajadores bananeros que hizo historia en la región;
ciertos rasgos fascistoides en el pensamiento de algunos políticos; y en medio de
aquel berenjenal, el refugio iluminado del que sería su mentor espiritual: Joaquín
García Monge, quien le ofreció las páginas del Repertorio Americano para hacer valer
su voz. Sus palabras se agudizaron como dardos, y sus creencias tomaron la forma
y la altura de un edificio verbal, habitado por ángeles y hechizadores en busca
de un designio mayor: hacer de la poesía un manantial nutricio y milagroso. Todo
para buscar su propia identidad y un sentido del mundo y los entornos.
Aquellos también fueron días de incertidumbres y sobresaltos, porque rebelarse
contra unos hábitos políticos y pedagógicos no era más fácil que trastrocar un sistema
literario. Bien apertrechado de conocimientos sobre la psicología educativa de la
época, y lleno del entusiasmo renovador propio del joven profesor graduado en el
extranjero, Isaac Felipe Azofeifa tropezó con la rigidez de la maquinaria burocrática
y con la intolerancia de los ignorantes; y por ello adoptó otra táctica: airear
aquel empolvado mundo no ya desde las secretarías e intendencias, sino desde su
centro vital y promisorio: la juventud de su antiguo liceo, donde incitaba a la
disconformidad y a la rebeldía. Ya había empezado una campaña de críticas a los
programas y métodos en la enseñanza del Castellano; y aunque los cambios no empezaron
de inmediato, sus palabras consiguieron la solidaridad de los estudiantes, de algunos
directores de colegios, y hasta la mirada del Secretario de Educación.
Este oficio de profesor lo llevó a preguntarse todos los días si estaba en su
derecho cambiar las actitudes y creencias de sus alumnos. No era lo que deseaba,
y no era así como entendía la pedagogía; por el contrario, formar a un estudiante
no debía ser más que hacerlo despertar, y permitirle contemplar a sus anchas el
mundo. Pensaba, escribía, y cuando podía, publicaba, aunque sus artículos y proclamas
solían caer en la espesa quietud de las conciencias satisfechas, creadas y creadoras
de un paraje anodino y estéril.
Dichosamente no fue un luchador solitario. Muchos jóvenes intelectuales renovadores,
en medio de los sobresaltos de las guerras, que cada vez se sentían más cercanas,
fundaron con él un Centro para el Estudio
de los Problemas Nacionales. Ya los políticos de antaño se habían agotado de
gobernar, y la Costa Rica de medio siglo pedía otras respuestas y otros lenguajes;
y vemos de nuevo al maestro y al escritor arremangado en las labores más urgentes
de la vida política y de las tareas educativas, editando las páginas de la revista Surco, paciente y reflexivo las más veces,
rojo de ira cuando las situaciones lo obligaban, respondón ante las diatribas de
los demagogos, riguroso, punzante y desconfiado. Como lo son en muchos de sus poemas
de amor, las palabras de su lenguaje político siempre han sido granadas, aunque
a veces envueltas en pañuelos de finos encajes. Sembró vientos, logró atraer otras
voces amigas y solidarias, vio materializadas algunas de sus aspiraciones, cosechó
esporádicas tempestades; pero ya en su conciencia no se volverían a separar su canto
de poeta, su voz de maestro y su verbo político.
A lo largo de sesenta años de actividad docente, Isaac Felipe Azofeifa demostró
que la política es inseparable de la educación. Lo hemos escuchado muchas veces
decir esta verdad, que no aprendió en los tratados ni en las oficinas. Para fortuna
histórica, nuestras alergias a los ruidos militares han sido alimentadas por una
educación civilista y confiada en los valores de la democracia. Desde esa circunstancia,
y con la mirada de un pensador moderno, nos ha señalado, con cierto desconsuelo,
los males y peligros de esta pequeña patria natal: su dependencia, la alienación
de sus habitantes, la gradual pérdida de identidad, la mansedumbre y la postración.
Pero advierte también que el antídoto a estos padecimientos ha estado siempre al
alcance de la mano: una persistente defensa de la libertad, la construcción de una
fraternidad de ideas y propósitos; y sobre todo, la dignificación de la vida y de
la persona. Por ello una de sus predilectas en materia política ha sido la palabra soberanía, pero no aquella antigua del
poder absoluto, sino la de nuestra conciencia, para aspirar a una más alta condición
de la comunidad.
Puede que tengamos hoy muchas preguntas sobre cómo es o cómo debe ser la patria
de nuestros días. No puede haber respuestas definitivas, pero siempre hay maneras
de trazar un itinerario a nuestras aventuras. Azofeifa empezó a dibujar el suyo
desde sus soliloquios en los años de infancia, y hasta ayer mismo, cantando, escribiendo,
aconsejando y dando testimonio de claridad y honradez. Este es el verdadero animal político de los tiempos que corren.
Estos son, señoras y señores, los fragmentos de mi crónica. No es la historia
de Isaac Felipe Azofeifa, sino apenas una mirada hija de una amistad, de la que
esta noche tan solo quiero dar circunstancial testimonio. Lo he visto leyendo generoso
los torpes poemas de jóvenes soñadores; lo he escuchado en sus charlas sobre el
arte y la cultura; lo he leído en los periódicos incitando a la acción y al trabajo;
lo he hallado en febriles reuniones como patriarca de grupos renovadores y críticos;
y lo he contemplado en su vieja mecedora, con su taza de café, su mirada escrutadora
y desconfiada, entre papeles, libros y fotografías, reviviendo el pasado, vislumbrando
el futuro y atendiendo el presente, en la casa familiar de su trópico verde, muchos
años atrás dejada con las lluvias de octubre. Son lluvias que aún persisten entre
las sombras frescas, y en esta noche retornan uniendo nuestras manos, uniendo nuestras
voces, en la canción del júbilo que alguien habrá cantado esta mañana, un joven
estudiante tal vez, cuya vida se alumbra con la voz de un poeta misterioso a quien
sueña conocer y quiere abrazar.
2. La rama de fresno
Una
de las formas de la condición humana es la conciencia del amor. Esta conciencia,
que se adivina primero, se abre paso después mediante el erotismo, y con él los
juegos de la imaginación, la sensualidad y la intuición de las plenitudes. Más allá
de sus contradicciones y desafueros, el movimiento amoroso es el gesto primordial
de la comunicación; primero como instinto, luego como pasión, y finalmente como
arte. La seducción, los escarceos y los avances de los enamorados no son elementales
ni primitivos: tienen los ingredientes del más refinado ritual artístico. El verbo
amoroso busca la unidad; funde la convicción del sentimiento y el poder persuasivo
del lenguaje; y para ello no hay mejor camino que las artimañas de la retórica alimentadas
por el juego y la gracia del canto. Así nos figuramos el nacimiento del primer poema
de amor: un sentimiento, un deseo y un surtido de estrategias lingüísticas.
Amor, erotismo y palabra forman el huerto triangular más visitado por la poesía.
El Cantar de los Cantares es solo una muestra de la rica tradición de
la poesía amorosa que llega hasta nuestros días; es al mismo tiempo un homenaje
al placer sensual y una danza de gratitud y júbilo. La presencia o la ausencia del
amado son anecdóticas; lo importante es estar enamorado e imaginar los resplandores
de la eternidad mediante la palabra. Lo mismo puede afirmarse de la poesía de amor
cortés, la renacentista o la romántica. En el poema bíblico los amantes se buscan,
se elogian, gozan y se exaltan; el trovador provenzal del siglo XII se humilla y
padece, porque sufrir por amor honra; los versos de Petrarca son una sed de absoluto
y el canto a una mujer inalcanzable. Juntas, esas tres versiones han formado una
tradición, fortalecida después con la pasión del Romanticismo, y las alucinaciones
de los simbolistas. Tales son las fuentes de la poesía amorosa que hoy día leemos
y escuchamos.
Según la leyenda, el arco del dios Eros estaba hecho de una rama de fresno,
y sus flechas eran imprevisibles y certeras. La flexibilidad del fresno y los efectos
del dulce veneno fueron, seguramente, resultado de un saber misterioso. Y privados
de tal saber, los humanos tuvieron que inventar. Uno de sus frutos fue la palabra;
porque el amor, cuando es pasivo y mudo, no es amor; y la canción de amor se ha
convertido en la reacción humana ante la fuerza de la pasión. El poema es la substancia
del amor, y el resultado de un oficio no exento de ajetreos y pugnas por alcanzar
una verdad si bien no histórica, cuando menos verbal.
Los mitos y las tradiciones hablan casi siempre de amores y pasiones humanas;
y no podía ser de otro modo. Creadas o imaginadas, han sido vividas por humanos,
no por dioses ancestrales. La tradición grecolatina abunda en idilios y predilecciones
entre dioses y humanos, uno de ellos de especial significado: Eros enamorado de
la terrenal Psiquis, y ambos, después de algunas vicisitudes, finalmente adaptados
uno al otro (el dios que se humaniza; la mujer que se diviniza). Es el amor a lo humano, y el mito verbalizado en
una fábula que lucha por dirimir las diferencias entre la sustancia temporal de
nuestras ansiedades, y el deseo de conocer las condiciones de la atemporalidad.
Por ello el amor es una pasión, mientras que el erotismo es un arte; y el poema
un intento por salvar las distancias - como el destino de Psiquis - entre el mundo
de la imaginación y el de la evidencia histórica.
Las relaciones entre el erotismo y la poesía son muchas y variadas. El placer
físico supone la actividad armónica de todos nuestros sentidos: besos, miradas,
aromas y caricias, acompañados del susurro cordial, la petición o el conjuro; es
decir, de la palabra convertida en ritual del gozo, y en expresión hedonista del
afecto. Para el poeta, el amor empieza y termina por la palabra. Un poema vale tanto
o más que una caricia, aunque el suyo sea un artificio, una ilusión; es el simulacro
que resuelve el deseo de fijar su vivencia en una forma que traspase las fechas
y la fugacidad. Laura y Petrarca solo existen hoy en los poemas; Beatriz es una
creación verbal de Dante, y Dulcinea no vive sino en las cartas y en los discursos
de don Quijote. Esto no ha cambiado con el tiempo; se han renovado las formas y
los hábitos literarios, pero el poema amoroso ha existido siempre como un homenaje
al ser amado vertido en ceremonia verbal.
Como toda poesía auténtica, la de Isaac Felipe Azofeifa ha sido siempre poesía
de amor. Sus canciones son ejemplos de claridad verbal y compromiso cordial. La
alegría y la fabulación eróticas se combinan con el arte del entusiasmo ante los
atributos de la belleza física y el deseo de unidad. Por la inmensa tradición de
la poesía erótico-amorosa, en su obra están presentes otras voces y ecos, reelaborados
por la experiencia histórica y el devenir estético; porque la hibridez es una de
las marcas principales de toda poesía: no es fundación primordial, pero tampoco
imita. Es, ante todo, hallazgo,
vocablo predilecto de Azofeifa. Por eso es difícil especular sobre sus fuentes,
que son diversas y dispersas. Los pasajes bíblicos son frecuentes y usados con provecho:
el Libro de Ruth, el Cantar de los Cantares, los Proverbios. La visión petrarquista, recorrida
y alimentada por la tradición española es otra; bien encontramos en los versos de
Azofeifa el alma dolorida o feliz de Garcilaso, Lope o Quevedo.
A tales rasgos hay que agregarles el árbol frutal de la poesía de vanguardia
hispanoamericana. La sinrazón, la temeridad conceptual, y las pruebas de fuerza
en la hechura metafórica son las señas de identidad de esta poesía amorosa de Azofeifa;
y en Costa Rica algunos han recogido esa antorcha literaria e incendian los campos
del erotismo con verdadera vocación. Esta especie de parentesco literario tiene
mucho que ver con la nueva sensibilidad ya fecundada en los versos vanguardistas
que Azofeifa publicó hace ya más de cincuenta años.
Los poemas de Trunca unidad incluidos en sus Cien poemas de amor tienen mucho de conjetura, pero no carecen de
la emoción y la audacia de toda poesía amorosa. Aunque hechos con ardor, ceden momentos
para meditar, porque el amor se vive entre el júbilo y la amenaza; entre la presencia
y la lejanía; entre la certeza y la duda. Aquellos poemas nacieron en momentos de
incertidumbre y sobresalto; pero esas circunstancias, lejos de aminorar la velocidad
de las emociones, acentuaron la pasión y la hondura poéticas. La incertidumbre disminuye
en los poemas de Canción, y se convierte en fervor y vehemencia en Cima del gozo. El primero es un homenaje
al amor; el segundo, una exaltación del erotismo. Ambos reaccionan ante el mito
de la perennidad, porque si bien el amor puede ser eterno, la poesía amorosa es
nostalgia de eternidad.
Se ama y se escribe como deseo de perpetuidad, en la vida y en la historia.
El poeta inventa un sueño, y el sueño solo es realidad en el artificio de los poemas.
Lo demás son devaneos: hacer poesía amorosa es, con toda seguridad, más difícil
que hablar de ella; y también más fascinante: es como doblar aún más, hasta sus
límites, la rama de fresno que el amor nos tiende a la vuelta de cualquier esquina.
3. Órbita
Informados
los antiguos de que nuestro planeta tenía la forma de un círculo (orbis,
en latín), el sentido de la realidad empezó, literalmente, a girar; y con ello nació
el deseo de recorrer el cosmos. Para la especie humana, el ansia de integrar el
conocimiento y alcanzar una visión totalizadora del mundo han sido, al mismo tiempo,
una posibilidad y una utopía; pero ni antiguos ni modernos han dudado un instante
de que la aventura del existir supone un gesto de apropiación y dominio de la realidad.
El ser humano la recorre, le da un contorno, y en ella se sitúa. A la crónica de
esa aventura Isaac Felipe Azofeifa le ha dado, en su postrer libro de poemas, el
alegórico nombre de Órbita.
Su poema inicial habla de un ser que despierta, se yergue, saluda con ardientes
palabras al mundo, y con ello funda una realidad. El universo se convierte, así,
en un manantial de sucesos cuyos orígenes quedan atrapados en el mito, pero su explicación
y sentido están en la palabra y en el orden humanos. En nuestra lengua, el vocablo universo apareció a mediados del siglo XV, y su acepción
era clara: el conjunto de todas las cosas. El hombre moderno empezó a contemplarlo
no solo como una gracia divina, sino también como un hecho natural, inmediato y
cuantificable. El mundo acontece y el ser humano lo descifra y dispone: estrellas,
nubes, aves, árboles, hormigas y átomos se sitúan a la luz de la mirada humana.
El poema se titula ¿El mago?, es decir, el hacedor de mundos mediante el hechizo
de unas palabras que transforman y trastornan.
La imagen del taumaturgo verbal, y el sistema de relaciones que nace entre los
gestos de hablar (nombrar) y fundar (conocer) un mundo, sintetizan la obra de Azofeifa.
No atrapados, sino viajantes en el universo; no víctimas de la realidad, sino constructores
de la historia, es lo que dicen una y otra vez estos poemas. El mundo es un todo
integrado y justo: no importan sus dimensiones, sino la visión que de él se tiene;
por eso hay tres ideas preeminentes en el libro: el universo, la historia presente y la palabra.
De ellas somos parte y causa.
Órbita es la crónica de un existir, y la conciencia de un tiempo; el transcurrir agradecido
y vigilante, porque la vida es un don otorgado del que gozamos, y al mismo tiempo
un deber por cumplir. La primera de sus cuatro secciones, “El Universo tiene mi
medida”, es un acto de fe: el universo tiene la dimensión humana; y en él, las preguntas
sobre el origen de la vida, el destino de la existencia y la razón del ser toman
la forma de una nueva creencia: no hay exclusiones ni diferencias, sino un centro
dinámico donde vida y muerte, pasado y presente, principio y final son trances apenas
de una totalidad.
La identificación entre el gesto verbal y la pasión amorosa es el tema de la
segunda sección, “Capitana”. Como los amantes en su danza infinita, el amor y la
historia se funden; y la mayor alegría de los seres enamorados es haberse encontrado
en el tiempo que fluye. El encuentro, el goce y las despedidas son accidentes de
la vida. La amada amante es mujer, guerrillera, diosa, capitana, pasajera fugaz;
y el cantor la construye y la evoca, también con la generosidad de quien sabe que
el pacto del amor es, sobre todo, la luz de la historia.
La sección “¿Todos fuimos jóvenes?” es una dura advertencia y el llamado al
abrazo. Se nace en el universo; se organiza verbalmente el mundo; se ama en el tiempo;
y se vive en la ineludible realidad del presente. La sevicia y el caos se aglomeran
con el fin del milenio; las ilusiones han rodado; el planeta se enferma; y abundan
las amenazas. ¿Cómo cantar entonces? ¿Cuál es el destino de la poesía en un mundo
manchado por el odio y el miedo? Aquí no hay cabida a las respuestas candorosas,
porque el mundo es desmedidamente complejo.
Por ello el libro cierra el ciclo con los mitos de la purificación mediante
la palabra. “Memorial del poema” es un autorretrato, un autorreconocimiento. La
imagen del viejo puente que contempla su agua es de una belleza singular: pasa el
acontecer, trastabilla, sigue, se integra a la historia mayor; y el puente sigue
allí, abrazado a su río, perdurando también, firme y seguro en la memoria. Es una
metáfora del poeta y del poema, y sus orígenes llegan hasta los mitos primordiales:
la palabra es tiempo y deseo de perpetuidad. Sin negar la esperanza, el árbol de
la vida florece porque siempre hay quien sueña, despierta y habla; y con ello les
da un orden nuevo a la materia y sus sombras, como el mago inicial y el esplendor
de su lengua.
§§§§§
|
| |
|
|
|
§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Nenhum comentário:
Postar um comentário