JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | La pasión de la totalidad:
poesía y prosa de José Mármol
Su resultado: serenidad y equilibrio
de lo numéricamente completo.
RAINER MARÍA RILKE
Introducción
El poeta y amigo José Mármol me ha encomendado la honrosa
pero difícil tarea de presentar esta noche, no una, sino tres obras suyas que acaban
de salir de las prensas en espléndidos ejemplares de la Editorial Letra Gráfica
y la Editora Cole, con sugerentes ilustraciones de Kilia Llano, fotografías de Jocelyn
Ventura, Juan Carlos Fernández y Pascual Núñez, y atractivos diseños de cubierta
realizados por Manuel Martínez.
Se trata, en primer lugar, de una Antología poética[1]
de su obra publicada entre 1984 y 1999, con selección y prólogo de Médar Serrata,
y dos libros de prosa. Uno de ellos, titulado El placer de lo nimio,[2]
reúne cuarenta y cinco artículos breves sobre literatura, algunos inéditos hasta
ahora, varios publicados como prólogos de obras diversas y muchos aparecidos en
diferentes periódicos y revistas locales. El otro, Las pestes del lenguaje y
otros ensayos,[3]
agrupa veinticuatro trabajos más extensos, que en su momento fueron ponencias presentadas
en seminarios, coloquios y congresos, tanto nacionales como internacionales.
Estamos, pues, ante un verdadero tour de force
editorial de un poeta integral, quien prueba una vez más su admirable tenacidad
en el oficio de escritor y una disciplinada vocación que le ha permitido ocupar
un lugar privilegiado en la literatura dominicana de las últimas décadas. A riesgo
de incurrir en un lugar común, voy a repetir aquí lo que tantas veces se ha dicho:
José Mármol es la primera figura de su promoción literaria, es decir, del grupo
de escritores, en su mayoría poetas, surgido en la década de los ochenta. Y es también
su más notable teórico y completo exponente. Pero este vistoso traje no es producto
del azar ni de la publicidad, sino del trabajo constante y reflexivo, del talento
bien administrado que se enriquece a través del estudio sistemático, y de un conocimiento
progresivo que empieza en la filosofía y culmina en el poema, incluyendo una portentosa
cantidad de saberes metódicamente articulados, entre los que sobresalen las artes
visuales, el teatro, el cine y la música.
Mármol, auténtico creador de la palabra, sobrevive al
naufragio de la cotidianidad armado de su mejor talante, con el secreto propósito
de avanzar en su recorrido, concentrado y alerta, en pos de ese poema inalcanzable
por el que daría la vida. Así, el amable caballero dispuesto siempre a escuchar
a los demás, de modales distinguidos, preguntas agudas, sonrisa fácil y trato considerado,
ha hecho del pensar una útil herramienta de conocimiento. El dinámico ejecutivo
bancario, héroe de tantas batallas anónimas por la eficiencia, se levanta cuando
todavía los suyos duermen, a fin de aprovechar las tranquilas horas de la madrugada
para esbozar un poema, elaborar una idea, escribir un aforismo, trazar esperanzado
unas líneas sobre la impoluta superficie de la página en blanco, dejarse deslumbrar
a medida que van apareciendo en la pantalla de su computadora las palabras que acaso
lo desvelaran toda la noche.
El hijo nostálgico, que es también amante, compañero,
padre, amigo –roles que desempeña de manera ejemplar–, construye un universo propio,
dionisíaco y apolíneo al mismo tiempo, sin mesianismos de ninguna índole. Sólo se
adentra en la aventura del lenguaje y los procesos lúdicos de la creación, dejándose
sorprender por sus propios hallazgos. Mármol, ese creador que duda y busca sin cesar,
posee el atributo que el gran narrador peruano Julio Ramón Ribeyro atribuye al artista
de genio: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada.
La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir,
de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de
sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos
visto”. [4]
El placer de lo nimio
Existen vasos comunicantes entre las tres obras que
Mármol pone esta noche en manos del público. Es por eso que, categorizaciones aparte,
voy a comentarlas brevemente de acuerdo con el orden en que las fui leyendo. El
placer de lo nimio fue la primera que cayó en mis manos y de la que ya no pude
alejarme hasta llegar al final. El propio autor, en el prólogo, confiesa que escribió
esas páginas para llevar al lector a descubrir el placer de lo pequeño en el arte,
la cultura y la vida ordinaria. Sin embargo, en algunos casos, la concisión y sencillez
de los textos es relativa, como podemos comprobar en “La poesía y yo: un arte de
poética medular”, con el que Mármol inicia el libro, estableciendo la génesis de
su oficio y sus concepciones sobre la poesía y el poema.
Luego de ofrecer un perfil humano que incluye la melancolía
incurable, el pesimismo radical, el escepticismo, la iconoclastia, la abjuración
del nihilismo y otros rasgos con los que configura un autorretrato que resultará
insólito a quienes traten de identificar al autor con su obra, Mármol habla de la
poesía como “una dimensión estética en la que, por medio del lenguaje, conviven
y comulgan el sentimiento y el pensamiento, el tiempo vivido y el tiempo que vendrá.”
La poesía se escribe en soledad, cincelada a base de palabras que se persiguen incesantemente,
entre certezas, dudas, desgarramientos interiores, alegrías. “Soy, en definitiva,
un animal simbólico, una bestia de vocablos.”
Asombro, emoción, sentimiento, ideas, júbilo, tormento,
rebeldía, todo, en fin, acontece en el poema. “La poesía –como dice Octavio Paz
en una conmovedora página de El arco y la lira– revela este mundo; crea otro”.[5]
De la mano de maestros indispensables –Novalis, Valéry, Auden, Nietzsche, Heidegger,
Martí, Machado, Huidobro, Mieses Burgos, entre otros–, construye Mármol su poética
del pensar, postulando la indiscutible relación que existe entre poesía y pensamiento.
Nuestro autor sustenta su propuesta teórica en la filosofía, desde los griegos hasta
el presente, sin perder de vista un instante la autonomía del poema, creado a partir
del lenguaje, la imagen y el símbolo.
Con Mármol y los poetas de su promoción se produjo un
significativo viraje en la poesía dominicana de finales del siglo XX. Quedaban atrás
las concepciones utilitarias de la poesía, aquellas en que el poema, convertido
en ariete de ideologías sociales y políticas, contribuía al empobrecimiento de la
poesía, al poblarla de consignas y encorsetarla con férreos dogmas, privándola de
toda inventiva, arrebatándole la libertad que sólo el lenguaje otorga. Por eso,
uno de los artículos en que Mármol se muestra más cáustico se titula “Los intelectuales
ideológicos no están de moda”, donde la emprende contra la ortodoxia y el dogmatismo
que caracterizaron a la poesía dominicana de los años sesenta y setenta, así como
el desfase histórico de aquellas concepciones estéticas.
Muchos artículos de El placer de lo nimio constituyen
sentidos tributos a figuras sobresalientes de las artes y las letras nativas: Juan
Bosch, Manuel del Cabral, Luichy Martínez Richiez, Marcio Veloz Maggiolo, Domingo
Batista. También hay comentarios sobre el trabajo intelectual y los últimos libros
de importantes escritores, entre los que se encuentran Andrés L. Mateo, Fernando
Cabrera, Luis Arambilet, Miguel Phipps y Camilo Venegas. Paralelamente, el registro
de lecturas del autor incluye reflexiones sobre filósofos, narradores y poetas axiales
en su formación: Brodsky, Nietzsche, Heidegger, Hölderlin, Saint-Exupéry, León Felipe,
Borges, Calvino, Monterroso, Roberto Juarroz y Dionisio Cañas, entre otros.
Mármol escribe con igual autoridad acerca del amor que
sobre el autoritarismo. Sus incisivas meditaciones, basadas en voraces lecturas
bien asimiladas, se extienden al espíritu gregario y los paseantes posmodernos,
los sortilegios del milenio y el futuro del capitalismo. Puede hablar de La Habana
–ciudad suspendida en el tiempo y el espacio– como si hubiese vivido siempre allí;
o revelar su fascinación por la máscara cuando nos cuenta, con aire divertido y
pagano, el placer que le produce disfrazarse de diablo cojuelo en el carnaval. El
autor se proclama partidario del placer de lo nimio cuando dice: “Yo apuesto, en
una perspectiva decisivamente epicureísta, a encontrar la felicidad, el placer y
hasta el éxito en la incomensurabilidad de lo pequeño. No es cierto que sólo lo
grandioso sea sinónimo de logro o realización. Lo pequeño, en la medida que contiene
la dimensión de lo infinito, es realmente grandioso.”
Nuestro poeta no teme a la confesión íntima ni elude
criticar la mediocridad que ensombrece nuestro panorama cultural, como podemos constatar
en su frontal ataque a los pseudo-poetas, su incredulidad frente a la existencia
de una literatura nacional, su despliegue de humor negro al abordar el tema del
totalitarismo despótico y la literatura, o su fe en la poesía, al declarar tajantemente:
“Puede morir la poesía, pero, no el poema. El poema, el libro y la cultura han de
ser imperecederos.”
Las impresiones más duraderas al terminar la lectura
de El placer de lo nimio son de integridad, coherencia y lucidez de un poeta
muy consciente de su oficio y celoso de su ética. En “Epílogos al aire” lo dice
sin tapujos: “Porque a mi ver, la ética de un escritor consiste en su compromiso
con la palabra, con su lengua, en cuyos sonidos silábicos han de permanecer la impronta
de su hacer estético y la biografía de sus días. La ética del escritor empieza y
termina en su nivel de conciencia sobre la necesidad de dominio de las propiedades,
secretos, certezas y misterios del lenguaje. Mi ética es, pues, mi idioma y a través
suyo pongo de manifiesto mi individual, única e intransferible manera de estar en
el mundo, de recrearlo, de reinventarlo en cada sustantivo y cada verbo.”
Las pestes del lenguaje y otros ensayos
Este libro, integrado por ensayos más extensos que el
anterior, es un sólido alegato en favor del lenguaje, una fiera demostración de
independencia conceptual, un decidido ataque contra las “pestes” que destruyen lo
mejor de nuestras reservas y potencialidades espirituales. Con voz enérgica, Mármol
denuncia lo que llama el “brote epidémico de una literatura contagiada por disvalores”.
Son pestes de impensables consecuencias, causadas por los bacilos del determinismo
historicista, la instrumentalización ideológica del arte, la falta de criterio,
la misología u odio a los razonamientos, el hecho de “publicar sin escribir” tan
propio de oportunistas que desean obtener prebendas o ascender socialmente, y en
especial el desconocimiento de la lengua por parte de muchos de nuestros escritores,
cuya ignorancia de la sintaxis, la semántica, la lexicología y la fonología, entre
otras, ha contribuido a un ostensible empobrecimiento del idioma y la cultura. Esta
penosa condición de orfandad se manifiesta, según el autor, en la parálisis de nuestra
poesía y el cultivo de una narrativa que no ha logrado superar las limitaciones
impuestas por el historicismo, el regionalismo, el costumbrismo y los anecdotarios.
De ahí que postule una poética basada en la relación de identidad entre pensamiento
y lenguaje, una nueva poesía vinculada a un nuevo lenguaje poético.
Como parte de sus preocupaciones teóricas, el poeta
aborda la relación entre la instancia literaria y la nacionalidad, recalcando que
la primera es capacidad de invención por medio del lenguaje, en tanto que la segunda
queda relegada al marco geográfico en que el escritor se desenvuelve, siendo una
categoría de carácter jurídico-político que en ningún caso puede identificarse con
la literatura. La lengua no es únicamente lo que permite al escritor crear libremente,
sino el ámbito que constituye su verdadera patria. Cuando se lee la obra de escritores
de la llamada diáspora, que como Pedro Vergés o Viriato Sención han escrito novelas
en el exterior, se advierte de inmediato cuán fuertemente arraigadas están sus vivencias
en esta isla. El lector se percata del intento de recuperación de lo nuestro a través
de la nostalgia, el deseo, la memoria. En ambos casos, cada uno con sus cualidades
específicas, se revela su diestro dominio de la lengua materna, el español dominicano.
Sin embargo, algo diferente ocurre con la obra de otros
dos notables escritores de origen dominicano, Junot Díaz y Julia Álvarez, que emigraron
a los Estados Unidos cuando eran apenas unos niños. En el fondo de sus obras subyacen
las raíces históricas y étnicas de su país de origen, la tierra de sus mayores,
pero el inglés es la lengua que han empleado para escribir sus obras, por lo que
las traducciones juegan un papel preponderante. No sorprende que la propia Julia
Álvarez se autodenomine “escritora domínico-americana”, “una forma subjetiva de
conjugar –como dice Mármol– lo que como sujeto es con las raíces históricas
y étnicas de donde proviene”.
En “Lectura de cenizas”, ensayo sobre Pedro López Adorno,
escritor de la diáspora puertorriqueña, el autor afirma la trascendencia del español
“como clave de la identidad histórica y cultural de Puerto Rico”, asunto que para
nuestros vecinos reviste una importancia vital debido a la gravitación del neocolonialismo
desde hace más de un siglo. De paso, pone de relieve los daños de la insularidad
geográfica y mental que ha mantenido incomunicadas a las Antillas de habla hispana.
En otro ensayo, Mármol formula la novedosa tesis de
que periodismo y literatura son un mismo lenguaje. “El periodista –dice– es un escritor.
Lenguaje y verdad son atributos que componen la carta ética del periodista escritor.”
Ambos oficios no se pueden desvincular como si fueran categorías distintas. Claro
está, cuando Mármol habla de periodismo literario, cultural, narrativo o de creación,
uno sabe que se refiere a las más altas expresiones de la prensa escrita. Hay países,
entre los que se hallan España, Argentina y México, donde existe una larga tradición
en este sentido. Del nuestro, el autor menciona los connotados casos de Rafael Herrera,
Germán Emilio Ornes, Rafael Molina Morillo y Federico Henríquez Gratereaux, entre
otros, a los que me permitiría agregar algunos nombres ilustres de quienes también
ejercieron el periodismo, no sólo literario, con resultados encomiables, en ejemplar
fusión entre periodismo y literatura. Son ellos Héctor Incháustegui Cabral, Pedro
Mir, Freddy Gatón Arce y Manuel Rueda. A propósito, don Héctor decía que el periodismo
le había enseñado el sentido de la proporción justa –ni una línea más ni una menos
de la requerida–, la claridad expositiva y la comunicación rápida pero dotada de
un encanto que sobrepasa las fronteras de la mera información, la noticia o el reportaje.
El autor dedica la mitad de los ensayos de esta obra
al comentario de obras y escritores sobresalientes de la actualidad, como Tomás
Eloy Martínez, uno de los máximos exponentes de la narrativa argentina de hoy. En
un agudo análisis sobre su novelística, Mármol considera que el autor de Santa
Evita y El vuelo de la reina (Premio Alfaguara 2002), logra transfigurar
la realidad mediante “el poder simbólico de la palabra y las fuerzas libérrimas
de la imaginación”.
En el perspicaz ensayo-prólogo sobre la poesía escatológica
de Alexis Gómez Rosa, contenida en su libro Lápida circa y otros epitafios de
la torre abolida (2004), Mármol establece nexos con otros autores y literaturas
que alimentan la obra de Gómez Rosa, un poeta en quien confluyen el divertimento,
la ironía del “burla burlando” perpetuo, la provocación y la jocosidad antillana.
Aunque Mármol enumera una serie de textos de autores dominicanos que abordan la
metafísica de la muerte, de Domingo Moreno Jimenes a René del Risco Bermúdez, estimo
que el antecedente más preclaro, entre nosotros, de este libro de Gómez Rosa, posiblemente
sea el conjunto de incisivos “Epitafios” que Manuel Rueda incluyó en su libro Por
los mares de la dama (1976).
Los poetas ocupan la atención del autor en buena parte
de esta obra. A veces para vincular la filosofía con la poesía, como en “Martín
Heidegger: el apasionado”, una meditación sobre la trascendencia del pensador alemán
y su vínculo amoroso con Hannah Arendt, antes, durante y después del fervor nacionalsocialista,
y las intrincadas redes de grandeza y mezquindad, pasión y egocentrismo enclavadas
en el alma del autor de Ser y tiempo en la oscura noche del totalitarismo
nazi.
Otras veces es el comentario sobre una antología del
crítico peruano Julio Ortega sobre poesía latinoamericana del siglo XXI; un libro
del puertorriqueño José Luis Vega que le permite referirse a la necesidad de la
“confraternidad literaria” antillana; un emotivo homenaje al poeta y ensayista Antonio
Fernández Spencer a raíz de su fallecimiento; la recensión de una antología de jóvenes
poetas traducidos al francés; o la relectura de una obra que, como Poeta en Nueva
York (1929-1930), le incita a escribir un hermoso ensayo sobre Federico García
Lorca, explorando su circunstancia vital, su periplo americano y el origen de la
fuerza oscura de su poesía dramática, con la que exaltó el componente cultural afroamericano,
justo en la encrucijada de la gran depresión del capitalismo.
Las notas de Mármol sobre la poesía dominicana contemporánea
son un intento de ordenación de los movimientos y tendencias más importantes, desde
los forjadores de principios del siglo XX, postumistas y vedrinistas, hasta los
poetas finiseculares. En cuanto a este texto, obviamente taxonómico, me parece oportuna
la siguiente precisión: la conferencia de Manuel Rueda que sirvió de plataforma
para lanzar el Pluralismo a mediados de los setenta, fue dictada en la Biblioteca
Nacional la noche del 22 de febrero de 1974. Su controvertida obra Con el tambor
de las islas. Pluralemas, se publicó al año siguiente. Hoy ese libro resulta
un objeto curioso y es una verdadera proeza conseguir un ejemplar intacto, sin la
mutilación que entonces desató el escándalo público. A pesar de haber provocado
un indudable sacudimiento en las letras dominicanas de aquellos años, el Pluralismo,
aunque tuvo un puñado de adeptos aventajados, careció de continuadores más allá
del período de efervescencia. La tarea era ardua, pues suponía la imbricación de
dos lenguajes: el musical y el poético, condición que tal vez sólo su creador –un
artista verdaderamente excepcional–, estuviera en condiciones de realizar a plenitud.
No podían faltar en Las pestes del lenguaje y otros
ensayos las consideraciones de Mármol sobre la obra de algunos de los más importantes
poetas de las últimas promociones. El comentario acerca de Soledad Álvarez, a propósito
de la publicación de su libro Vuelo posible (1994), le permite formular un
juicio que podría suscitar refutaciones ideológicas, cuando dice descreer de “la
supuesta literatura femenina” o, peor aún, del “lenguaje femenino”, expresando que
tanto Soledad, como Aída Cartagena Portalatín o Jeannette Miller son autoras de
“poesía a secas”, “poesía sin más”.
A Plinio Chahín lo estudia con admiración, situándolo
como autor de una “poética del cambio” o “poética del pensar”, de ahí su “radical
contemporaneidad”, y que sea un crítico implacable que ha sabido hacer la disección
de la crítica local con el escalpelo de sus análisis. Armando Almánzar Botello merece
su respeto por su buen dominio del idioma; Fernando Cabrera posee sensibilidad poética
y escribe libros provistos de una personalidad singular; Médar Serrata tiene conciencia
de la noción de ritmo; César Augusto Zapata es un original narrador sicoanalista;
Ginny Taulé transgrede paradigmas y esquemas; y Camilo Venegas crea una poesía dotada
de una gran riqueza de sentidos.
Es indudable que José Mármol –un autor culto, autónomo,
insumiso, visceral y reflexivo– alcanza en Las pestes del lenguaje y otros ensayos
una estatura crítica respetable que lo coloca entre los mejores exponentes del ensayo
en nuestro país.
Antología poética
La Antología poética es el libro medular que
Mármol pone en manos del público lector esta noche. En 1997, bajo el título de Lengua
de paraíso y otros poemas,[6]
el autor tuvo el acierto de reunir un conjunto de textos de su obra publicada en
ocho años, colocándolos en orden retrospectivo, de 1992 a 1984. En su selección,
Médar Serrata no hace un ordenamiento temático, sino que plantea “una trama de nuevas
posibilidades asociativas”, pese a que sigue la cronología en que fueron publicados
los libros (1984-1999): El ojo del arúspice (poemas),[7]
Encuentro con las mismas otredades (1),[8]
Encuentro con las mismas otredades (2),[9]
La invención del día,[10]
Premio Anual de Poesía 1987, Lengua de paraíso (poemas),[11]
Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía 1992, Deus ex machina,[12]
Premio Casa de Teatro 1994, y Criatura del aire.[13]
Serrata dice que “toda antología es un acto de violencia”,
pero también, “una antología es, ante todo, un acto de injusticia”.[14]
Aparte de que por lo general quedan fuera textos importantes, los criterios de selección
pueden ser muy diversos, tanto teóricos como personales, prevaleciendo los gustos
del antólogo. Tengo, por necesidad, que ceñirme a un breve comentario de los poemas
reunidos por Serrata, autor de un prólogo ilustrativo que, para mayor provecho del
lector, sugiero sea visto cuando se concluya la lectura de los poemas, y no antes.
La poesía de Mármol nos coloca ante los grandes dilemas
ontológicos de nuestro tiempo, algunos de los cuales constituyen asuntos eternos.
Sus obras nos ponen en contacto con muchos de los problemas que desvelan al mundo
posmoderno. Esta poesía está hecha de palabras e ideas, lanzada al aire con una
irreverencia que al inicio fue grito de autarquía e intento de destrucción de lo
caduco y disfuncional. Después, al par que afinaba destrezas y adquiría madurez
en el oficio, iba domeñando sus demonios interiores, con un saldo de serenidad que
no ha logrado sofocar al rebelde que habita en él.
En esa búsqueda obsesiva del poeta hay siempre una clave
que nos remite al sustrato filosófico o literario que nutre sus preocupaciones conceptuales.
Los títulos de los poemas, los epígrafes que funcionan como leitmotiv, e
incluso las alusiones cifradas –como la de Silvano Lora en “Estación de la rabia
(3)”, o la del protagonista de Los miserables de Victor Hugo en “Origen del
amor”–, forman parte de una coherente visión teórica, unas veces filosófica y otras
literaria. Así lo vemos, de manera destacada, en las referencias al Zarathustra
de Nietzsche, a Heráclito, Milton, Van Gogh, Thomas De Quincey, Schiller, Antonin
Artaud, Michel Foucault, y sobre todo a Constandinos H. Cavafis, el poeta de Alejandría
que hizo de la voluptuosidad un arte. Esta intertextualidad, presente en toda la
obra de Mármol desde el primer libro, constituye un diálogo y una clave elocuente
para comprender su poesía.
Los poemas de El ojo del arúspice subvierten
todo convencionalismo literario. La ruptura no es sólo temática, sino formal, cuando
se eliminan las mayúsculas y la puntuación, o se violenta el discurso a base de
dislocaciones sintácticas al inicio de algunos textos: “sucios una mano joven aparta
cuatro encéfalos” (“El ojo del arúspice –1-”), “de anteanoche etiquetas de rones
y dulce vino criollo” (“El ojo del arúspice –2-”). Un desbordamiento verbal desata
una turbonada de emociones, sin que asomen su rostro el sentimentalismo ni la queja
de extracción romántica. Lo que observa el poeta es un páramo de soledad en el que
se escuchan lamentos de dolor. Como un sacerdote antiguo que ausculta las entrañas
de los muertos para hacer sus vaticinios, el poeta saca a la superficie miserias
y tormentos, pedazos de cuerpos, imágenes alucinantes de un universo hostil, en
una actitud que recuerda el memorable aforismo de Nietzsche: “Compensación del poeta:
sus sufrimientos y el placer de expresarlos”.[15]
Incluso el goce se manifiesta en violencia carnal, conjunción
y disyunción de piernas y manos, encuentro y lucha de sexos y humores, en interminable
flujo y reflujo de espasmos, vértigos y voces ahogadas que murmuran frases ininteligibles
en la madrugada. En ese campo de erotismo exaltado, el amor es la única fuerza que
puede, si no redimirnos del todo, al menos reconciliarnos momentáneamente, como
se constata en los poemas “Origen del amor” y “Desidia de noviembre último”.
Si los relojes simbolizan el tiempo que preside la vida,
el olvido es la ausencia que nos precipita hacia la nada. De ahí que la memoria,
esa recuperación de cosas entrañables o despreciables, constituye un asidero para
permanecer y continuar, aunque no disminuyan un ápice ni el escepticismo ni la irreverencia
(“Pecado genial”).
Aunque publicados en un lapso de cuatro años, los poemarios
titulados Encuentro con las mismas otredades (1) y (2) revelan un
parejo anhelo de originalidad, el mismo fervor inquisitivo del poeta por la creación
a partir del lenguaje: inventar una miríada de seres y cosas siguiendo líneas divergentes
que van del silencio a la palabra, del caos al orden, de la oquedad a la plenitud,
del instante a la eternidad, y viceversa. El poeta es un demiurgo que escribe y
piensa, mientras evoca un orbe de derrotas y quejidos. En su poema a E. M. Cioran
–filósofo que con mirada lúcida descendió al averno de la desesperanza y la amargura
contemporáneas–, el poeta, convertido a su vez en divinidad, busca “una forma diferente
de pecar”, “otro castigo”, “otro paraíso que no hayan sido escritos todavía”.
La insubordinación contra los órdenes establecidos y
las ortodoxias de una fe petrificada en rituales y ceremonias, se fundamenta no
tanto en el descontento frente a las iniquidades del mundo, o las quejas contra
las imperfecciones del universo, ni siquiera en la desobediencia del incrédulo,
sino más bien en el deseo de suplantar al creador armado de un instrumento distinto,
impredecible y enigmático, un lenguaje que es un “ábaco difícil” con el que se pueden
construir realidades desconcertantes.
Reaparecen aquí las imágenes de la infancia, a través
de esa búsqueda de la identidad personal que transforma las cosas que recupera,
convirtiéndolas en materia de la imaginación. La memoria “se vuelve perpetua”, “es
un mar que nos transita / nos colma / nos sumerge”. El poeta desanda sus pasos infantiles
en “La madame Sosostris de los Mármol”. Allí vuelve, con voz entrecortada por la
ternura, a las escenas en que la tía Consuelo, convertida en pitonisa barrial, hacía
sus esperados vaticinios a las muchachas en flor. Aquellos presagios misteriosos,
escuchados tras una pared de madera por el niño y futuro poeta, lo transformaban
en portador de secretos, aproximándolo peligrosamente a las inclemencias de la adultez.
El llamado “paraíso perdido de la infancia” es también un lugar de recuerdos perturbadores,
la región tenebrosa donde habitaba “un dios miope”, “un dios torcido y venenoso”,
el “milenario luto”, una “achatada ciudad”, “la más honda soledad”.
La ciudad, un nido de situaciones sórdidas en medio
del caos urbano (“Azufre y ciudad”), exacerba la sensación cotidiana de cansancio
y rutina (“Consuetudinario”). El origen está en ese hurgar incesante en sí mismo,
para llegar a comprender y explicar. Un punzante escrutinio de todo lo circundante
–desde barberías y buhoneros hasta la Barra Payán y las muchachas tiernas–, es el
que pone al desnudo la verdadera condición del que observa: “en la soledad persigo
cada vez más instinto y menos sienes, agitado mar de voces liberado. encuentro con
las mismas otredades. de las que sale uno victorioso y a las que siempre vuelve
derrotado.” (“Encuentro con las mismas otredades”).
Las otredades se descubren también en el reencuentro
con Vladimir Mayakovski, el trágico poeta cuyo suicidio fue tan estremecedor como
previsible; en las imágenes colectivas de las masas norteamericanas recreadas por
Walt Whitman, el carpintero de Brooklyn; o en la justa evocación de Macedonio Fernández,
estimulante y provocador.
En los tres poemas sobre la muerte (“Decir de la muerte”
4, 7 y 8), se propone una dialéctica del fenómeno concebido como “silencio irreal”
y ausencia. El sentido común advierte que morir es cesación de latidos y respiración.
Para el poeta, “morir no es pasar. es fijarse en el centro de lo inamovible” (“Decir
de la muerte” 7); “muero al posar la mirada que no ve. Al poner el oído que no escucha.
Al blandir la mano que no entiende ni lenguaje ni aspecto de los seres y las cosas”.
(“Decir la muerte” 8).
En La invención del día (1989), Mármol despliega
el mapa sobre la mesa y desarrolla más a fondo sus preocupaciones filosóficas, acentuando
el carácter corrosivo de la cotidianidad. Se refuerza el tono pesimista de libros
anteriores, con sus antinomias entre ser y no-ser, y crece la sensación de cansancio,
dolor, desamparo, delirio, soledad. En el plano formal, advertimos atrevidos juegos
verbales que son más que meros artificios (“Esquicio del vuelo”).
La huella de Eliot (“El extraño”) evidencia el entronque
citadino del poeta y la importancia que atribuye a las dimensiones de lo eterno
y los nexos entre conciencia humana y voluntad divina. En esta misma línea, Schopenhauer
supone otra recurrencia al pesimismo voluntarista (“El asesinado de inocencia”),
mientras que una poeta y dos filósofos griegos le permiten replantear su incredulidad,
su escepticismo frente a los dogmas (“El último sofisma de Protágoras el mago”),
la heterogeneidad existencial de un profano (“Biografía y humedades”), o el erotismo
desacralizador de Safo (“La invención del día”).
Es de resaltar la vocación plástica del poeta desde
temprana edad, más tarde sustituida por la poesía, en su carrera de irrefrenable
inclinación por los vocablos. De los monstruos sagrados de sus libros anteriores,
llámense Van Gogh, Goya, Picasso, Colson, o Rufino de Mingo, pasamos, en La invención
del día, al poderoso Cézanne y su indomable paleta, estableciendo una relación
indisoluble entre imagen y escritura. Como en un cuadro de dimensiones gigantescas,
la ciudad enseña sus miserias en el “Poema 24 al Ozama: acuarela”, una aguada dantesca
en la que el río, en su curso hacia el mar, es “refugio del miedo de la noche y
de toda la pobreza de unos hombres”, testigo del “largo testimonio de secretas temporadas
de amor y de todo excremento verdadero”, eco del “murmullo de los troncos y las
piedras”, “los ahogados”, “los suicidas”, “las vírgenes violadas por murciélagos
y sapos”.
En general, Lengua de paraíso, con sus poemas
en verso y prosa y uso de mayúsculas en el inicio de cada verso, es notorio el rechazo
a lo fácil y trivial en literatura. El poema es asombro, clarividencia, tormento,
torrente mágico, misterio de lo exacto (“Arte poética”). El poema es también la
mejor definición del ser auténtico, expresión de sinceridad, dudas, mitos, invención
del mundo. (“Llega a cantar lo que eres”). Todas estas expresiones me hacen pensar
en un libro de Mármol que leí hace algunos años, Premisas para morir (aforismos
y fragmentos)[16],
en el que encontramos, expresadas con una densidad sugerente, las claves de su pensamiento.
Éstas son algunas:
“La poesía es el desahogo lúcido de los adoloridos”.
“Descubrir la novedad de lo constante, ese es el acierto
de un poema”.
“La gran pasión desborda siempre al gran pensamiento.
De hecho, el segundo no puede existir sin la primera.”
“El poema es la única forma infinita de conocimiento.
Los demás saberes tienen por esencia la indubitabilidad de sus propios límites.”
Como vemos, el autor no hace sino avanzar en su largo
recorrido hacia el poema infinito y las numerosas manifestaciones heterogéneas que
convergen en la creación poética. Mármol, en los poemas de este libro, se muestra
dueño de unas ideas que ha venido madurando durante largo tiempo: cuestionador de
una divinidad petrificada (“Oración”, “Día de septiembre”); sensual y apasionado
pero fervoroso creyente del amor (“Paradoja”, “Alterego”); admirador del arte nativo
(“El jardín de Cestero”) y el gran arte universal, desde los impresionistas hasta
las vanguardias de principios del siglo XX (“Museo de Arte Moderno de New York”);
y sobre todo, atormentado creador, asediado por el sexo y las agonías del quehacer
literario. No por casualidad, en el “Poema sin fin”, sus creadores tutelares son
Freddy Gatón –el poeta con quien guarda un sutil parentesco–, André Breton y Vicente
Huidobro, a través de tres textos de ruptura como son Vlía, Nadja
y Altazor.
Desde su título, los textos en prosa poética de Deus
ex machina retoman un tema nodal y constante en la obra de Mármol: las imperfecciones
y limitaciones de la divinidad. Hay un amargo desafío en la voz del poeta sublevado,
que “desata sus demonios” a instancias de otro gran sedicioso de la imaginación
(Gatón Arce). Con palabras desnudas, admonitorias, sin máscaras simuladoras: “El
poema revienta lo creado. Tan humilde, casi un dios desterrado, yo, poeta, me libero
del orden, de la mano del caos, de la verdad quemante y del consuelo. Con un aliento
nuevo me dirijo a nombrar el cosmos instantáneo de lo siniestro y bello” (“Genus
irritabile vatum”).
Ese poeta indócil, hijo desobediente que se sumerge
en las zonas más hondas de la carne en busca de sonidos y sensaciones inéditos,
roces y perfumes seductores que desaten los leones del deseo (“Epifanía del deseo”),
es también “un domador del cosmos”, en cuya voz conviven el odio y el amor (“La
luz dijo al poeta”), un mercenario “al que la llama impuso poderes sobrehumanos”
(“Ascensión”).
Con Criatura del aire, último de los poemarios
antologados, Mármol concluye una etapa de su creación poética. Sus tribulaciones
y furores juveniles –expresados en versos implacables en los que no hay espacio
para la placidez del hombre satisfecho– fueron dando paso a una decantada expresión
que revela su madurez, sin que hayan desaparecido sus dudas y pesares, su mirada
inquisitiva, su descreimiento visceral, sus ironías, su lucidez.
La presencia obstinada de Dios y la creación (“Destrucción”),
los actos fallidos de un Dios solitario y triste (“Abandono”), y el ostracismo del
atormentado que transita por un terreno siempre abrupto, son característicos de
algunos poemas que integran este libro. A veces la ironía adquiere tintes sarcásticos
para expresar ciertos matices de la existencia de muchos seres: “Vivir es acaso
encender la vellonera, / beberse la botella, atarse cada noche con ardientes caderas.
/ Un río es el milagro de la vida. Un río es alimento de la muerte.” (“Medio día
en el Ozama”).
Retornan los espectros de la muerte y la nada, quitándonos
el sueño. Vemos, impasibles, cómo corren río abajo los despojos y miserias que arrastra
la suave corriente de lodo y agua, la cual se desplaza sin prisa hacia los confines
de una ciudad convertida en fosa común de los vencidos: “No hay calles terrosas
del poblado cercado por un río, / ese gran río marrón, a veces manso espejo cristalino,
/ a veces loco enorme cargando entre su rabia las casas y los niños, / hasta dejarlos
muertos junto a gatos y perros, cuchillos y enlatados” (“Desesperanza”).
Asido a la materialidad del cuerpo y sus deleites, el
poeta dirige su mirada más diáfana a la contemplación y el goce de los sentidos.
El erotismo no es ya un potro desbocado, sino la exploración de lo ignoto en el
placer, el único refugio donde el amor y la hermosura de la hembra, contra toda
destrucción posible, dan algún sentido a la vida: “Caí, fiereza en ristre, sobre
su cuerpo entero, / en un vuelo salvaje nos fuimos alejando camino a lo profundo.
/ Mi respiración, como atajado mar en un suspenso brío, / fue destapando toda la
belleza de sus líneas, / los lunares marrones, dunas en las caderas, / los dichosos
volúmenes de su fragilidad, / el ancho territorio silvestre de su sexo.” (“Esplendor”).
Conclusión
Las obras más recientes de José Mármol confirman su
elevada estatura de escritor. Mediante un vigoroso pulso e indiscutible dominio
del lenguaje, ha transformado los abismos, incertidumbres y suplicios de la existencia
humana en materia de creación literaria. Sus ensayos, incluso los más concisos y
coyunturales, transpiran conciencia de oficio, capacidad crítica y vasta formación
humanística, cualidades que sólo se adquieren a base de inteligencia, estudio y
trabajo. Su poesía –un corpus complejo, pero nunca abstruso–, revela lo que
en el título de esta presentación, apoyándome en el aforismo de Rilke, he llamado
la pasión de la totalidad, o sea, el intento de abarcarlo todo para transformarlo
en arte. Su poesía es también un vivo ejemplo de libertad individual y voluntad
creadora, cuyos ejes principales son la palabra y la imaginación. Mármol no hace
otra cosa que seguir a Paz cuando éste dice que “el poema no es una receta para
la acción: es un objeto verbal destinado al goce y a la contemplación, es decir,
a la comprensión estética y moral del lector y del oyente.”[17]
Debemos sentirnos orgullosos de contar con un maestro
de las condiciones humanas e intelectuales de José Mármol. Concluyo, pues, reiterando
mi admiración al poeta amigo por su extraordinaria labor creadora, dándole mis sinceros
parabienes por la salida simultánea de El placer de lo nimio, Las pestes
del lenguaje y otros ensayos y Antología poética, y por sostener, de
un modo tan elocuente y hermoso, la fe de todos los hombres y mujeres que amamos
la literatura.
NOTAS
[1]
Santo Domingo, Editora Cole, 2004, 158 p.
[2]
Santo Domingo, Editorial Letra Gráfica, 2004, 187 p.
[3]
Santo Domingo, Editorial Letra Gráfica, 2004, 206 p.
[4]
Prosas apátridas. Barcelona, Tusquets Editores, 1986, 3ra. ed., p.171.
[5] México, Fondo de Cultura Económica, 5ta.
Reimpresión, 1979, p. 13.
[6]
Santo Domingo, talleres gráficos de Amigo del Hogar, 1997, 147 p.
[7]
Santo Domingo, Colección de Poesía Luna Cabeza Caliente, Serie Novilunio No.6, 1984,
87 p.
[8]
Santo Domingo, Colección Egro de Poesía No.1, 1985, 65 p.
[9]
Santo Domingo, Ediciones MSC, 1989, 78 p.
[10]
Santo Domingo, Ediciones del INTEC, 1989, 56 P.
[11]
Santo Domingo, Ediciones de la UNPHU, 1993, 76 p.
[12] Santo Domingo, Editora Taller, C. por
A., 1994, 102 p.
[13] Santo Domingo, talleres gráficos Amigo
del Hogar, 1999, 83 p.
[14] Sergio Olguín, La selección argentina.
Buenos Aires, Tusquets Editores, 2000, p. 9.
[15] Aforismos. Barcelona, Círculo de Lectores, 1999, p. 66.
[16] Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1999.
[17] Convergencias. Barcelona, Editorial Seix Barral, S. A., 1991, p.144.
§§§§§
|
| |
|
|
|
§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
Nenhum comentário:
Postar um comentário