DAISY ZAMORA | Apuntes ―a vuelo de pájaro― sobre la poesía
de Ana Ilce Gómez
Hace falta un trabajo crítico
sobre la poesía de Ana Ilce desde una perspectiva más holística, pues (hasta donde
yo sé) la mayoría de los críticos nacionales ―aunque todos respeten su obra y reconozcan
su magisterio― son conservadores y dan a entender como que la excelencia de su poesía
se debe, en principio, a que los tópicos que cubre no son “cosas de mujeres”. Al
menos las valoraciones que se han hecho y que conozco, son más bien reduccionistas
y prejuiciadas. Beltrán Morales es quien da la pauta en el prólogo de Las ceremonias del silencio, el primer poemario
de Ana Ilce. Morales escribe:
¿Qué calla Ana Ilce Gómez?
Calla, en principio, su condición de mujer obligada a estar o bien por debajo de
los hombres o en competencia con ellos. La poesía que Ana Ilce escribe, sin dejar
de ser ni por un momento la poesía de una mujer sumamente sensible, es como si hubiera
sido escrita por un poeta del sexo masculino en este sentido: la técnica que domina
es patrimonio exclusivo de algunos maestros, brujos y hechiceros de la tribu; y
no de maestras, brujas y hechiceras. Ana Ilce se ha apropiado de “un culto, un rito,
un lenguaje” que son ya suyos y que nos devuelve con la misma propiedad y sabiduría
con que los varones de estirpe poética suelen dárnoslos. Lo que ella escribe es
como si hubiera sido escrito por un hombre (y esto se desprende de lo anterior)
también en este sentido: la poesía más influyente y determinante en el actual panorama
de nuestra lengua ha sido escrita por hombres: Paz, Parra, Cardenal. Sin gritos
ni estridencias (más bien a media voz), sin “golpes de oreja” que matan monjas,
Ana Ilce Gómez alcanza una verdadera igualdad en la jerarquía de los sexos. [….]
El lector no tiene que ser condescendiente con los poemas de Ana Ilce. Ni magnánimo.
El lector-poeta ha encontrado a uno de su misma raza.
Una lectora atenta de la
poesía de Ana Ilce (no digo lector, porque pareciera que los varones no se percatan)
no podría estar más en desacuerdo con la afirmación de Morales de que Ana Ilce calla,
en principio, “su condición de mujer obligada
a estar o bien por debajo de los hombres o en competencia con ellos”. Me pregunto
si no es su condición de mujer la que Ana Ilce expone cuando escribe, por ejemplo:
Hoy quizá un trofeo de caza vale más para
él/ que un beso mío. (“El otro día está aquí”); o cuando dice, Demasiado temprano para el viaje demasiado largo,
para saber a dónde voy desde que vengo andando entre miles de años, sin cesar desembocando
a la vida, al parto, a la muerte prematura, levantada y yacida contra la sombra
del tiempo… (“Desierto de luz”); o dice esto otro: Pereza. Modorra de tener que levantarme cada día con un lado flaco de humildad
y otro de miedo. Todo está en contra mía. Predestino un minuto al canto y alguien
me avisa que a estas alturas ya mustian las sirenas. Hasta el pez más brillante
y disecado se disuelve en la más filosa de las aguas… (“Tintachina”); o cuando
escribe lo siguiente en dos poemas que, por su brevedad, cito completos: Flota tu cabello de infeliz ahogada/ mujer sola,
mujer pospuesta/ como postre a la mesa. / La trama sigue mientras tanto/ el tiempo
sigue andando/ se marchan todos. / Mujer ahogada en agonías/ mujer feliz en una
que otra escena:/ este teatro te conduce a la miseria. (“Teatro”); y este otro:
Los ojos de esa extraña multitud/ persiguiéndome
en la noche/ cerrándome los sitios/ acusándome de haber cometido/ el amor. (“Extraña
multitud”).
¿Quién sino una mujer “pospuesta
como postre a la mesa” sabe mejor que nadie eso de que un trofeo de caza vale más
para el hombre que un beso de ella? ¿No son, acaso, bastantes las mujeres que se
levantan cada día con “un lado flaco de humildad y otro de miedo” porque saben que
todo está dispuesto en contra de ellas, y deben nadar como pez que “se disuelve
en la más filosa de las aguas”? ¿A quién más sino a una mujer, es a la que la multitud
señala y persigue, cerrándole los sitios, acusándola de haber cometido el amor?
(Doy fe de haberlo vivido en carne propia). Además, no es solamente su condición de mujer la que expresa Ana
Ilce, sino la condición de mujer. Léase,
por ejemplo, el poema “Singer 63” o su bello prosema “Ella, la recién nacida”. También
en Las ceremonias del silencio, léanse
“Érase una vez”, “Una mujer amaba”, “Yo he militado”, “Encuentro”, “El tiempo y
sus hechuras”, “Los signos del zodíaco” y, sobre todo, “Lady Rowena” (¿alguien se
ha molestado en informarse sobre el personaje de Lady Rowena de Tremain?).
En el segundo libro de Ana
Ilce, Poemas de lo humano cotidiano, que
Beltrán Morales no conoció debido a su muerte prematura, hay numerosos ejemplos
de que Ana Ilce no calla para nada su condición de mujer, sino que la reafirma identificándose
con sus demás congéneres, quienes, en su inmensa mayoría se ven obligadas “a estar
o bien por debajo de los hombres o en competencia con ellos”. Léanse, por ejemplo,
“Aria”, “Ser o no ser”, “Ella”, “Ángel del retorno”, “Cancerberos”, “Ángel de expulsión”,
“Ella”, o “La muerte no es una mujer”, poema que actualmente tiene una vigencia
terrible: La muerte no es una mujer/ con el
cráneo pelado y una corva guadaña/ entre las manos. / La muerte es un hombre que
galopa/ entre las noches que columpia el insomnio. / Es un varón disfrazado de oscura
damisela. / Tiene unas rosas en las manos/ y un cordel para colmar el cuello. /
Alguien un día dibujó a la muerte/ con rostro de doncella. Pero ella es él, / pálido,
abyecto, […].
Baste citar solamente tres
poemas más sobre el mismo tópico, para confirmar lo que argumento: En “Ningún fuego,
ningún puñal”, la poeta expresa que ningún huracán, cuchillo, rayo, áspid, veneno,
infierno del Dante, círculo, fuego, piedra (ni siquiera la de Andrés Castro), toro
o torero, nada ni nadie asombrará o derribará/
a esta mujer/ que sabe que proviene del vientre/ suave y palpable de otra mujer/
y no de una insólita costilla. En el siguiente poema, “Ama del día” que cito
completo, Ana Ilce escribe: Yo soy la suma
de todas ustedes, / mujeres encerradas en la Biblia/ con sus sencillas o cruciales
historias. / La suma de todas las que andan/ sueltas por el mundo/ haciéndolo más
claro o más liviano. / De ustedes vengo. De las fuertes, de las grávidas, / las
que pagaron caro, las esclavas. / Vengo de la caracola convertida a través/ de los siglos en doncella, / de la piedra estrujada
que luego devino/ en cuerpo de alfarera. / La voz de ustedes es mi voz, / mujeres
lejanas/ mujeres de mi tiempo/ por ustedes canto y brillo como la más/ simple de
todas las estrellas. / Yo soy la suma de todas ustedes/ hilanderas, amantes, agoreras,
/ de la historia de ustedes nace/ el río inacabable de mi pelo, / por ustedes canto y oficio/ la liturgia estremecida del poema, / sabias mujeres
que me sucederán luego/ descabelladas/ tercas/ increíbles mujeres/ amas absolutas
de las cenizas/ y del fuego. En el tercer poema que cito, “Mujeres con guitarra”
y que va completo también, leemos: Hay muchas
mujeres lapidadas a lo largo/ de la historia. / Su vida fue de jaurías y de toros
rabiosos/ de sangre alzada/ de mordeduras largas. / Mujeres que le devolvieron al
mundo/ la embestida, / que se inmolaron o tuvieron que matar para seguir viviendo,
/ esas que en la hora más oscura/ roturaron el campo con sus uñas/ para que vos
y yo pasemos. / Hondas mujeres/ que quizás una lenta madrugada/ marcharon al fuego
o a la horca/ por cosas tales como desordenar/ el orden público/ por inventar una
nueva manera de descifrar/ la vida/ por tener voz/ o por infieles/ o ateas. / Ellas
ya no están. Sus cabezas reposan/ sobre un siglo o dos. Sus ojos/ ya no existen./
Pero de ellas perdura una hebra sutil/ un hilo ciego que sin saberlo/ nos hace crecer
y despertarnos en la noche/ con unas ganas inmensas de vivir/ de derribar todos
los muros/ de desafiar todas las hogueras/ así como de amar y de pulsar/ todas/
todititas las guitarras de la tierra.
Lo que, según parece, no
han advertido los críticos hasta ahora es, esa “hebra sutil”, el “hilo ciego” que
une a Ana Ilce (y nos une a todas) con las “hondas mujeres” que se inmolaron o mataron
para seguir viviendo, que fueron lanzadas a la hoguera o condenadas a la horca por
desordenar el orden público, por realizar descubrimientos científicos, por infieles
o ateas, o por tener voz. Mujeres que
nos antecedieron y nos alientan a vivir y a “derribar todos los muros”, a desafiar
las hogueras, a amar, y lo más importante, a empoderarnos apoderándonos de la palabra,
para cantar con nuestra propia voz y pulsar “todititas las guitarras de la tierra”.
Leo la poesía de Ana Ilce, y me asombra la ceguera testicular.
En cuanto a lo que colige
Morales de que la poesía de Ana Ilce “sin dejar de ser ni por un momento la poesía
de una mujer sumamente sensible, es como si
hubiera sido escrita por un poeta del sexo masculino” por su excelente dominio del
oficio, que es ―según el mismo crítico― “patrimonio exclusivo de algunos maestros,
brujos y hechiceros de la tribu”, pero jamás
“de maestras, brujas y hechiceras”, las cuales, fíjense bien, no son de la tribu,
ni mucho menos serán admitidas en ella; pregunto, sólo por no dejar: Sor Juana ¿dónde
estás? (quizás revolviéndote en la fosa común donde te arrojaron).
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