Se ha discutido y especulado mucho sobre la ausencia
de “savia poética” en este pequeño territorio. El mismo Rubén Darío, a su paso por
nuestras tierras, así lo afirmaba. Lo cierto es que el proceso discontinuo de la
producción poética criolla da un mentís a esos argumentos. Quizás no se posean figuras
de la talla de las que sobresalen en la poesía nicaragüense, para no ir muy lejos,
pero se han destacado prominentes productores que no desmerecen aparecer en una
antología de poesía hispanoamericana; tales son los casos de Max Jiménez, Eunice
Odio y Jorge Debravo, como tres ejemplos sobresalientes. Sucede que el país no ha
tenido el aliento ni la significación históricas como para posicionarlos en el ámbito
internacional de la lengua castellana y más allá. Las vicisitudes socio/políticas
de un país determinan, en mucho, estos procesos, amén del impulso oficial a esas
producciones, asunto muy débil en nuestra patria, donde el oficio poético ha carecido
de reconocimiento institucional y popular y donde el ninguneo y la invisibilización
de lo propio es trasunto cotidiano.
Algunos estudiosos han subrayado las “vacilaciones
políticas” de los escritores costarricenses como propias de una poesía “más cerca
de la confesión que de la doctrina” (Monge: 1984). Ha privado una actitud
individualista y subjetiva en el bardo criollo, aunada a un sentimiento de soledad
existencial ante un mundo caótico e incomprensible, muy cercana a algunas vanguardias
europeas como el simbolismo y el surrealismo o a la mal denominada “poesía pura”
o purista. La expresión ha estado ligada más a la catarsis personal, al intimismo
y a la evasión que, a proyectos estéticos y éticos sólidos, aunque ciertamente ha
habido una tendencia hacia la afirmación y la certidumbre en la solidaridad y el
amor con cierta confianza y seguridad en cuanto a la comunicación, como veremos.
No es hasta los años sesenta y setenta del siglo
pasado, cuando la presión del ambiente sociocultural y la lucha revolucionaria centroamericana
orientan la producción hacia un componente ético/político y se aborda la realidad
circundante con formas más concretas y contenidos críticos y humanistas restando
importancia a la individualidad y obligando al cambio a poetas como Alfonso Chase,
Carlos Rafael Duverrán, Mario Picado, Isaac Felipe Azofeifa y Virginia Grütter,
esta última quizás la única del período con una propuesta ideoestética propia sobre
el pueblo, la materia, el ser amado y la lucha por la libertad y la revolución posible,
incluida la emancipación femenina. Y, por supuesto, la eclosión de un parte aguas
como Jorge Debravo, del cual nos ocuparemos más adelante. Se nota entonces la influencia
de poetas como Federico García Lorca, Miguel Hernández, Cesar Vallejo, Pablo Neruda,
Rafael Alberti, José Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas, Roque
Dalton y Otto René Castillo. Algunos de estos poetas, como los nicaragüenses Coronel
Urtecho, Cardenal y Martínez, conviven y comparten algún tiempo con nosotros.
A finales del siglo pasado e inicios del nuevo
milenio la poesía costarricense ingresa a su madurez y se explaya por diferentes
vías o caminos ideológicos y estéticos. Sin embargo, las utopías y las propuestas
liberadoras en términos sociopolíticos se sustituyen por interrogaciones “posmodernistas”
o actitudes propias de las transvanguardias; entonces asistimos a un presente en
perpetua transformación con diversos énfasis, signos y modos de expresión. Pero
se regresa al espacio íntimo del hablante, al individualismo comunicativo y a nuevas
formas de catarsis existencial y de búsqueda interior. Lo importante de finales
e inicio del nuevo siglo es la emergencia de franjas temáticas novedosas y fuertes
como el feminismo, la decolonialidad, el culturalismo y la apertura a nuevas formaciones
discursivas de la poesía global. La poesía costarricense, de manera inusitada y
vigorosa, con nuevas voces y actitudes de ruptura, ingresa al concierto hispanoamericano
y occidental ya sin complejos ni muletas, aunque en un marco complejo de incertidumbre
socioeconómica y política donde el Estado Social de Derecho hace aguas ante los
embates de la contrarreforma neoliberal. La crisis es muy seria y la poesía, en
apariencia, luce perpleja.
TRES CUMBRES
MAX JIMÉNEZ
Max Jiménez Huete (San José, 1900-Buenos Aires, 1947) es,
sin duda, uno de los artistas más importantes del siglo XX. Narrador, poeta, ensayista,
“aforista”, pintor, escultor, grabador, dibujante, periodista, promotor y mecenas,
entre otras cualidades, su talento se movía por las más intrincadas expresiones
artísticas tanto visuales como literarias; era pues, un intelectual de amplio espectro.
Sus cuarenta y siete años de vida nos legaron una obra profunda en todos esos campos,
la cual aun no se aquilata como corresponde. Quizás porque el país no estaba preparado,
su obra fue rechazada y censurada; ello pesa mucho todavía en un ambiente donde
los “mitos tropicales” denunciados muy temprano por Yolanda Oreamuno, una de las
primeras y pocas intelectuales en defenderlo, aún persisten. Y es que Max fue un
auténtico rebelde, inquieto, indómito, insumiso y contestatario, pues el espacio/tiempo
lo reclamaba con agudas contradicciones tal como la misma vida que arrastraba y
él mismo reafirmaba con sus silencios y su prolífico trabajo.
Como poeta, Jiménez Huete presenta una obra novedosa
que abre los caminos de las vanguardias europeas al quehacer lírico nacional, aunque,
lamentablemente, la crítica no se ha ocupado a cabalidad de ella. Se ha brindado
mayor atención a la narrativa y a la producción visual que a su poesía, pese a estar
compuesta por cinco volúmenes que nos hablan de un poeta en tensión creativa con
inquietudes y meditaciones expresadas en un lenguaje de búsqueda estética desmarcándose
del modernismo: Gleba (París, 1929), Sonaja (Madrid, 1930), Quijongo
(Madrid, 1933), Poesía (San José, 1936) y Revenar (Santiago, 1936).
Su literatura en general y su poesía en particular, combinan elementos del romanticismo,
el simbolismo, el modernismo y la experimentación propia de las vanguardias, con
la particularidad del acarreo de insumos de otras expresiones como el dibujo, la
pintura, el grabado, la escultura y la fotografía.
En América Latina el vanguardismo impacta primero
a la poesía la cual inicia el abandono de pretensiones estéticas rígidas y busca
mayor versatilidad, lo que trae mayor libertad a la versificación y a la búsqueda
de temas hasta entonces prohibidos con la ruptura de gramáticas establecidas y el
abandono de los parámetros métricos instituidos. Esa misma libertad se trasladará
a la narrativa donde la renovación, la liberación expresiva y la disconformidad
son reflejo de las nuevas conciencias sociales. Las vanguardias latinoamericanas
orientan la búsqueda de identidad en lo telúrico, el indigenismo, la negritud, la
problemática social y en general en la aprehensión de una realidad áspera y fragmentada
por la desigualdad económica, la lucha social y la colonialidad del poder. Max Jiménez
nos trajo mucho de eso, tamizado por su propias búsquedas estéticas y filosóficas,
así como por sus ambigüedades creativas y las dudas existenciales ante un medio
hipócrita, agresivo y refractario.
Aunque su poesía formalmente es conservadora o
tradicionalista, aporta nuevos ritmos provenientes de la musicalidad afroantillana,
específicamente cubana, como en el caso de los poemarios Sonaja y Quijongo,
cuyos títulos ya aluden a esa rítmica. Es cierto que el tópico aparece explícito
apenas en tres poemas, (uno en su poemario Gleba, “Contrastes”; otro en su
poemario Sonaja, “Carboncillos”; y uno en su poemario Revenar, “Rumberas”),
pero lo importante no es la cantidad, sino la actitud admirativa y cómplice del
hablante lírico hacia el negro y su cultura. Por cierto, Sonaja se publica
un año antes de que el poeta mulato Nicolás Guillen, en Cuba, publique Sóngoro
Cosongo (1931), un parte aguas en la poesía hispanoamericana, aunque coincide
en fecha de publicación con Motivos de son del mismo autor, publicado un
año antes. De hecho, algunas antologías de poesía negra latinoamericana incluyen
esos poemas de Max Jiménez (Mapa de la poesía negra americana (1946) de Emilio
Ballagas; En Desterrados III (1952) de Juan Felipe Toruño, aparece una semblanza
de Jiménez y del poema “Rumbera” (Valdés-Cruz Rosa. La poesía negroide en América.
New York: Las Américas Publishing Company, 1970. 178); Poesía Negra de América,
José Luis González Mónica Mansour, compiladores, Biblioteca Era, 1976. https://es.scribd.com/doc/311613367/Poesia-Negra-de-America-pdf, recuperado
17/07/21), por lo que podemos conceptuarlo como el primer poeta costarricense en
ocuparse de la negritud, aunque no precisamente “nacional”, pero sí copartícipe
del surgimiento de la lírica negroide cubana.
En Revenar, como en casi toda su obra artística,
hay un elemento presente y constante que nos lega también su poesía: la pretensión
de la obra total o totalizadora. Dicho de otro modo, su literatura y su poesía no
están completas sin grabados y dibujos como ilustraciones de los mismos textos;
hay una continuidad y un diálogo constante entre ellos. Lo mismo podemos decir de
su pintura y escultura con respecto a lo escrito, donde destaca un texto póstumo
que cabalga entre la poesía y la filosofía: Candelillas (1965). Es este un
texto inclasificable para muchos porque recupera el aforismo y la sentencia breve
como si fuesen poesía filosófica en prosa, o si se quiere, filosofía poética. De
tal modo que nos retrotrae a los pensadores presocráticos y a la riqueza de la poesía
árabe clásica, la china o la japonesa. Ello es todo un logro y un legado que rompe
con el esquema opresivo de los géneros de manera muy temprana en la poesía y la
literatura costarricenses.
La poesía de Max Jiménez, un ciclo que parece
inconcluso por su temprana muerte, contiene, como lo han señalado varios de sus
lectores, una concepción trágica de la vida, pero, a su vez, una consistente lucha
contra la muerte y la desmemoria. Allí fulguran las influencias y cercanías de autores
afines como los simbolistas, algunos miembros de la generación española del “27”
o su gran amigo César Vallejo, con resonancias de un Nicolás Guillén, pero decantadas
por una individualidad artística fuerte, honesta y apasionada, lo que le confiere
particularidades y brillos más allá de la producción poética de la Costa Rica de
su época, misma que lo expulsara con violento desdén. Todavía restallan y resuenan
los descarnados versos de “La última súplica”, cual manifiesto póstumo en
forma de epitafio que sacude la terca indiferencia del terruño: ¡Abrid más ese
hueco! ¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida? / Abrid más esa tierra,
tal vez allí me llegue / la compañía de un eco… / Para tanto que he amado, para
tan largo sueño, / ¿no veis que es muy pequeño?…
Como el mismo Max lo planteó y lo quería, a pesar
de la incomprensión y del olvido de su clase social como de la misma comunidad artístico/intelectual,
tanto liberal como progresista, incluso comunista, su obra continúa retoñando.
EUNICE ODIO
Eunice Odio nació el 18 de octubre de 1919 en San José. Sus
apellidos eran Odio Infante y no Odio Boix y Grave Peralta como afirmaba ella (Von
Mayer, 1996: 61). Estudió en el Colegio Superior de Señoritas; desde entonces se
interesó por el esoterismo. A los dieciséis años tuvo una cercana relación con el
poeta teósofo Roberto Brenes Mesén. El 28 de mayo de 1939 contrae nupcias con Enrique
Coto Monge. El matrimonio fracasa dos años y medio después, pero le permite ponerse
en contacto con la fabulosa biblioteca de la familia. Al inicio de los años cuarenta
se leen sus primeros poemas por la radio bajo el seudónimo de Catalina Mariel. De
1945 a 1947 comienza a publicar en el Repertorio Americano de Joaquín García
Monge y en el periódico La Tribuna. Colabora en el periódico Mujer y Hogar.
En 1947 gana el Premio Centroamericano 15 de setiembre de Guatemala con el
poemario Los elementos terrestres, el cual se edita en ese país. Viaja a
recoger el premio, ofrece recitales, imparte charlas y conferencias. Se queda a
vivir allí.
En 1948 opta por la ciudadanía guatemalteca. Labora
en el Ministerio de Educación. Efectúa varios viajes por Centroamérica y Panamá.
Permanece en Guatemala hasta 1954. En ese lapso escribe El tránsito de fuego.
En 1953 se publica en Argentina Zona en territorio del alba, texto que fue
seleccionado para representar a Centroamérica en la colección Brigadas Líricas
y que agrupa sus poemas más tempranos. En 1955 se va a residir a México hasta su muerte en 1974,
con excepción de dos años y medio que vive en Estados Unidos, específicamente en
Nueva York, de 1959 a 1962. En 1956 sufre dos grandes pérdidas: fallece su padre,
don Aniceto Odio, y su amiga entrañable, la narradora y ensayista Yolanda Oreamuno,
quien expira en sus brazos luego de haberla atendido en su penosa enfermedad.
En 1957 envía Tránsito de fuego para participar
en el Certamen de Cultura en El Salvador. Los organizadores no retiran el envío
a tiempo y no es considerado para la premiación. No obstante, por su mérito indiscutible,
se le concedió, fuera de concurso, el equivalente a la mitad del segundo premio
y su publicación. Adopta la ciudadanía mexicana
en 1962. Trabaja en periodismo cultural y crítica de arte; hace traducciones del
inglés y publica dos cuentos: Había una vez un hombre y El rastro de la
mariposa (1966), además de ensayos, reseñas y narraciones en revistas especializadas
de arte y literatura. En 1963 declara su rechazo a la política socialista en Cuba
mediante artículos como Fidel Castro: viejo bailador de la danza soviética,
Cuba, drama y mito, Lo que quiere Moscú y defiende Sartre, lo cual
le acarrea la animadversión de la intelectualidad mexicana de izquierda y serios
obstáculos a su labor. Desde 1964 hasta su muerte colabora con la revista Zona
Franca que dirigía el escritor venezolano Juan Liscano. En 1967 ingresa a la
Orden Rosacruz donde alcanza el “Segundo Grado Superior del Templo”, a finales
de 1968. En 1972 publica En defensa del castellano. Fallece en México D.F.
el 23 de marzo de 1974 en la más absoluta soledad. En ese mismo año se publica en
San José una antología preparada y revisada por ella misma, con nuevos poemas, titulada
Territorio del alba y otros poemas.
Eunice Odio es la gran poeta
de Costa Rica en el siglo XX. Y una de las más importantes voces de Centroamérica
y del continente. Tal vez por ello hubo de cargar en vida con la indiferencia y
la insidia de la sociedad de su tiempo, especialmente la costarricense que la excluyó,
prácticamente, de su memoria hasta años recientes. Eunice no era una mujer fácil. Su fuerte
personalidad y su carácter, templado en una colectividad machista y patriarcal donde
el asedio masculino - debido a su belleza física, a su talento natural y a su agudo
nivel intelectual - era consuetudinario, la convirtieron en una mujer contestataria
siempre a la defensiva, custodiándose de lo vulgar, lo intrascendente y lo refractario
a la poesía. Se dice que su vocabulario cotidiano a veces era poderosamente soez
e insoportablemente descalificador y desfachatado. No era para menos, el mundo la
arrinconaba y debía defenderse con todas las armas a su alcance. Por lo demás, sus opiniones
políticas no siempre fueron del agrado de la mayoría. Algunas eran harto reaccionarias.
Sin embargo, la honestidad y la franqueza puestas en las mismas, le otorgan un rasgo
originalísimo que muchas veces aciertan en términos de diagnóstico y profecía, aunque
no las compartamos. Su esencialismo metafísico y su idealismo filosófico la llevaron
a tomar posiciones ideológicas contracorriente. Pero eso no le resta ningún valor a su poesía ni a su
producción ensayística,
narrativa y epistolar; al contrario, habla muy bien de su insobornable valentía
intelectual.
La
crítica coincide en Tránsito de fuego como el mejor libro de la poeta y uno
de los mayores logros de la lírica americana del siglo XX. Obviamente sus dos anteriores
- Los elementos terrestres y Zona en territorio del alba - son importantes
elaboraciones poéticas, si se toma en consideración la juventud de Eunice en el
momento de escribirlos. Los elementos terrestres anticipa esa gran aventura
creadora que es Tránsito de fuego, pues allí se incuban el argumento y la
estructura dramática de éste. Las imágenes insólitas y la metaforización arriesgada,
a veces, se deslizan por un surrealismo propio y sugerente, premonitorio de la amplitud
de registros del Tránsito. Incluso la versificación será la misma: endecasílabos
y alejandrinos conjugados con versos libres eludiendo rimas y asonancias.
Los
elementos terrestres es
un canto a la incesante búsqueda del amado que siempre retorna para alejarse nuevamente.
La presencia bíblica es patente (El cantar de los cantares), al igual que
la presencia de los clásicos grecolatinos y místicos como San Juan de la Cruz, lo
que nos indica la sólida formación literaria de Eunice a temprana edad – lo escribió
cuando contaba con veintitrés o veinticuatro años. Se respira un erotismo delicado
y un ansia de posesión ecuménica. La sublimación de la maternidad en la creación
poética potenciará, de alguna manera, la sinfonía y potente cantata del Tránsito
de fuego. Este, su tercer libro, es un hito en la poesía americana que algunos,
como Juan Liscano, han comparado con El paraíso perdido de Milton. Su formato
dramático y polifónico, que recuerda en mucho la tragedia griega con sus personajes
y el coro, está repleto de historia, mitología, antropología, magia, esoterismo
y metafísica. Es el intento de poetizar la génesis poética, o la empresa creativa
del poeta, en un mundo que al final lo excluye cual lo hiciera el filósofo griego
Platón, cuyas resonancias son evidentes. El poeta (Ión) se crea a sí mismo al decirse,
mientras crea a los demás con el verbo. De ese modo, el creador es un proyecto de
sí mismo en su propia poesía. Dicho de otra manera, la poesía es el potens que posibilita
la parición del poeta a través de la palabra. Es una suerte de dialéctica y dialogía
de la auto creación, de la autopoiesis.
Tránsito
de fuego es la lucha denodada del creador por arrebatarle
el fuego sagrado, no ya a los dioses, sino a sí mismo invocándose desde su nacimiento,
para entregarlo a los demás. Ese fuego/palabra es la emanación primordial, acaso
divina, que hace posible la comunidad humana y el mundo. La palabra es un objeto,
una tecnología diríamos hoy, que objetiviza la realidad en tanto la poetiza; la
realidad es y se crea través de la palabra que la hace tangible. A través de la
palabra somos, nos posibilitamos. Sin la palabra dejaremos de ser. Desaparecemos.
Por ello la muerte es la ausencia de palabras: el silencio, el vacío.
La búsqueda interior y solitaria de Eunice por el arduo camino de la poesía, nos deja infinitas enseñanzas. La principal es su vertical postura ética respecto de la creación artística.
Esa postura se profundiza en sus últimos diez años de vida en la soledad de su apartamento
en la calle Neva del D.F, en México. Propone que para llegar a concebirse como poeta
lo primero es construirse como ser humano, un buen ser humano: “Se puede decir
que lo único que quiero en este mundo, es realizarme humanamente, para lograr realizarme
en la poesía tal como la entiendo” (Liscano: 1975). El poeta solo puede realizarse
imbuido en la humanidad, sabiéndose prójimo de todos los hombres y padeciendo sus
fracasos y dolores más profundos, así como sus triunfos y sus días felices. “El
poeta anda buscando a Dios y sólo lo encuentra en el fondo de todos los hombres.
Y sólo es poeta cuando sabe lo de todos los hombres posibles; y lo sabe sólo cuando
los ama inmensa y apasionadamente. ‘El amor es el perfecto conocimiento’ creo que
así dijo Da Vinci. Pero no puede amarlos desde lejos” (Ibíd.).
“Los
poetas tenemos que ser más humildes y sacrificar eso; detenernos menos en nosotros
y mirar atentamente todo lo que nos circunda… Si el Nirvana está en el camino de
la poesía, el poeta lo halla sin buscarlo” (Ibíd.). Se debe estar atento, vigilante,
alerta, cual combatiente cotidiano ante las cosas visibles e invisibles. El poeta
es un guerrero de la luz. Solo así se puede sintonizar la “Gran Balada” del mundo.
Y eso exactamente fue Eunice: una guerrera de amor como su Miguel Arcángel, personaje
tutelar del Tránsito de fuego y del último tramo de su vida. Más aún: una
vidente que, como el poeta y artista británico William Blake (1757-1857) – quien,
dicho sea de paso, pasó desapercibido en vida como nuestra Eunice en su país natal
– podía percibir el cosmos desde su ventana, la otra luz de su lámpara, el renacer
de la vida en las legumbres y verduras conservadas en la refrigeradora. Todo ello
con mucho amor, con apasionado amor por la humanidad. Por eso sin saberlo, o tal
vez teniendo plena conciencia de ello, trocó su apellido en su contrario como bien
lo saben los gnósticos o los herméticos: Eunice Amor.
Se torna imperioso profundizar
en el estudio de una obra poética que se lee poco en Costa Rica y Centroamérica
y es casi desconocida en el resto del continente. Eunice Odio es una voz singular
e imprescindible en el mosaico literario latinoamericano, una voz poética que sugiere
caminos a otros espacios de la palabra con su potencia cósmica y su sed de infinito.
Su poesía continúa entre nosotros como insólito paraíso a visitar y como testimonio
de intuición primordial y de entrega lúcida a sus imágenes y transfiguraciones;
retomó lo mejor de las vanguardias para integrarlo a un discurso propio y singular.
Por demás, es un ejemplo ético: no se identificó
con una nacionalidad, un grupo literario o agrupación política alguna y se colocó,
con plena conciencia y responsabilidad, en el arduo proceso del arte, en la poiesis
misma, lo que provoca la poca atención e, incluso, la exclusión, entre poetas y
escritores de actitud iconoclasta y frontal de la primera mitad del siglo XX.
JORGE DEBRAVO
Nació en Guayabo de Turrialba en 1938 y falleció en San José en 1967.
De origen campesino y proveniente de una familia de agricultores pobres, su infancia
transcurrió descalzo entre las pesadas labores del campo y su procaz avidez de conocimiento. Fue muy tarde a la escuela - en Guayabo no había
escuela y la más cercana, en Santa Cruz, estaba a cuatro horas de camino– y sin
embargo, con ayuda de su madre, aprendió a escribir en hojas de plátano con palitos.
Ayudaba a su padre hasta las dos de la tarde, luego de esa hora cultivaba una milpa
pequeña; con lo que ganó con esa labor se compró un diccionario, el primer libro
que leía la luz de una vela a falta de fluido eléctrico. Completó la primaria en
la ciudad de Turrialba cuando tenía quince años.
Publicó sus primeros versos en El Turrialbeño y encontró un trabajo en la Caja Costarricense
del Seguro Social, mientras cursaba la secundaria nocturna hasta tercer año.
El trabajo en la Caja del Seguro Social le permitió ascender y trasladarse como
inspector, ya con su esposa Margarita y sus dos hijos, Lucrecia y Raimundo, a San
Isidro de el General, luego a Naranjo de Alajuela y más tarde nuevamente a Turrialba
donde terminó el bachillerato en 1965. Al
año siguiente se trasladaron a la ciudad de Heredia, donde, dos años más tarde,
para viajar a clases vespertinas a la Universidad de Costa Rica en San José, había
comprado la fatídica motocicleta del accidente. Fue la suya una vida a la deriva,
humilde, sin apoyo ni ayudas institucionales.
Debravo es un poeta franco y directo, es decir auténtico
y sincero, como el Jorge ciudadano: una persona solidaria con los oprimidos, un
compañero, un promotor. Precisamente lo que coloca a Debravo como un parteaguas
en la lírica nacional es una poesía que apuesta por la comunicabilidad y la cotidianeidad
con un lenguaje simplificado y directo frente a una tradición nobiliaria, solipsista
y de trascendentalismo lingüístico basado en la metáfora y la alegoría con un trasnochado
parnaso/modernismo de formas vacías, salvo serias excepciones: casos de Max Jiménez
y Eunice Odio, sin olvidar a Rafael Estrada, Ninfa Santos, Alfredo Sancho, Alfredo
Cardona Peña, Arturo Montero Vega, Joaquín Gutiérrez, Fabián Dobles, Francisco Amighetti,
Carlos Rafael Duverrán, Mario Picado e Isaac Felipe Azofeifa, poetas que en mucho
despejaron la tentativa de Debravo.
La poesía debraviana porta una diáfana y refrescante
visión de realidad con una simplificación expresiva inédita hasta ese momento. Sin
renunciar completamente a la tradición de la transfiguración metafórica y la simbología,
los libros Canciones Cotidianas y Nosotros
los hombres se convierten en los puntos
de partida de una nueva sensibilidad que pretende procurarle contexto y testimonio
histórico al poema. Consigue un considerable arraigo entre los lectores y un entusiasmo
inusitado por la poesía, especialmente en un país que le había encomendado las tareas
críticas de develamiento social a la narrativa y al ensayo.
A partir de Jorge Debravo la poesía pasa a ocupar
en nuestro país el lugar que los poetas anteriores, aristocratizantes de un yo conflictivo
y de cenáculo liberal, salvo serias excepciones, como subrayamos, habían deseado,
pero no habían conseguido. Las paredes de la ciudad se llenaron de graffitis y carteles
que exhortaban directamente: Lea poesía,
y los libros de Debravo, impresos manualmente en polígrafos, corrían de mano en
mano, ya no en ateneos de señoritas e intelectuales burgueses, sino en sitios de
labor, aulas y casas de trabajadores, estudiantes y gentes sencillas. La poesía
costarricense adquiere carta de ciudadanía con un inconfundible acento humanístico
y popular, sacudiendo a su vez un entorno aletargado y deplorando un pasado de pálida
impasividad.
El arraigo popular propició la paradoja: por una
parte, se popularizó una forma de hacer poesía clara y directa que optaba por los
“desheredados de la tierra” con un nuevo paradigma donde la utopía estaba a flor
de la palabra; por otra parte, y por eso mismo, la creciente vulgarización de una
forma de poetizar hasta caer en el panfleto o la versificación pedestre y sectaria.
Debido a la trágica muerte del poeta, sobreviene la temprana canonización oficial
que vacía de los principales contenidos a la poesía debraviana como lectura obligatoria
de nuestra empobrecida enseñanza, relegando así su rebeldía y su energía creadoras
para la anécdota ramplona y a la reseña escolar. Muerto el revolucionario se confisca
su fuego.
Lo último favorece una confusión entre defensores
y detractores. Los primeros lo reivindican como el poeta del pueblo con justo entusiasmo
y no menos razón, pero fetichizando su obra y despojándolo, a contrapelo de la misma
propuesta estético ideológica del creador y de su visión dialéctica del arte y la
historia, de sus más profundos postulados. Los
segundos le cobran la oficialización y proposición de su poesía como paradigma poético
“nacional”, recelosos, en el fondo, de su popularidad y de su abundante lectura
en todos los estratos sociales. Ello habla de la autenticidad de una poesía y de
un autor que aún hoy provocan serias y bizantinas discusiones, y hasta poemas que
ambiguamente reclaman, deploran y justifican la muerte del humilde pero grande vate
de Guayabo. Su obra es una urgente búsqueda
de nuevos caminos para comunicar las “buenas nuevas” con una prosodia muy personal.
Abre los caminos que desbroza la nueva poesía costarricense en sus disoluciones
del hablante en verso y prosa, atmósferas oníricas y alucinadas, imágenes cerradas
y abiertas, parodias, musicalidades, testimonios y pastiches, para expresarse por
otras vías tratando de comunicarse con su tiempo y sus congéneres.
La poesía de Debravo es la solidaridad humana y
lo fraterno como propuesta, junto a la insistencia del papel del poeta como instrumento
de liberación, insistencia que lo convierte, a veces, en mesiánico y redentor; sin
concebirse como un poeta militante o partidario, perfila temáticas y tendencias
como la ecologista, la erótica y la cristiana liberadora. Esas tres tendencias o temáticas, como grandes
bandas del interés poético del turrialbeño, se entrelazan por el ancho río debraviano,
forjando y disponiendo una poesía vital, placentera y cuestionadora a la vez.
En su obra se percibe un cosmos vegetal, agrario,
que parte de la madre tierra y de lo que germina, como el maíz y los bosques (Salmo de los tres reinos, Salmo a la tierra
animal de tu vientre, Salmo de las maderas). En el segundo y tercer poemas señalados hay
una fusión de lo ecológico y lo erótico con una armonía particularmente espléndida.
Veamos un fragmento del tercero: “Hay maderas recias y macizas como tus piernas
y tus espaldas… / Hay maderas húmedas y rojas como la piel de tus labios y de tu
lengua / Porque la piel de tus labios y de tu lengua es como una madera roja y empapada
de savia” (Todos los fragmentos de
poemas de Debravo que se citen están tomados de la Antología Mayor, 1986).
Jorge Debravo es un volcán en ebullición en la breve
cordillera de la poesía costarricense a pesar de las carencias de su entorno cultural.
Su voz se despojó de la anécdota fácil para – igual que César Vallejo y Miguel Hernández,
sus influencias más notorias – transitar a la anécdota humana y arribar al esencialismo
de las cosas y lo seres con un lenguaje poético claro y eficaz, vigoroso en su tono
vital. Y a pesar de cierto candor poético
(candor que es siempre honesto porque es consecuencia de una emoción profunda),
palpable a veces en una sencillez de sonsonete rural y provinciano, no sucumbió
al costumbrismo o folclorismo de antecesores como Aquileo Echeverría o Arturo Agüero.
Mucho menos aplicó la chota a sus congéneres campesinos a quienes reunió con los
demás trabajadores en un grupo de sencillos “hombres”. Eso lo logró debido a las
dotes de verdadero poeta.
Con Max Jiménez y Eunice Odio - ambos desparecidos
también de forma trágica y fuera del país, como signos de una sociedad que ha rechazado
siempre la autenticidad artística porque no tolera la verdad de frente – es el autor
con mayor “gracia” poética de nuestros creadores. Era un poeta orgánico que no necesitó
de impostaciones, retruécanos o vaga retórica, como muchos de sus epígonos, para
entregarnos una poesía fresca, sensual, crítica, ecuménica, de profunda raíz ética
y germinal. Su voz es rastreable en algunos
textos del mismo Laureano Albán, de Carlos Francisco Monge, Julieta Dobles, Ana
Istarú, Alfonso Chase, Janina Fernández, Mayra Jiménez, Carlos Bonilla, Norberto
Salinas, Rodolfo Dada, Macarena Barahona, Erick Gil Salas, Miguel Fajardo, Edmundo
Retana y Helio Gallardo, entre otros. Su
influencia es amplia y definitiva, tanto en términos de asimilación estética y ética
por parte de las nuevas generaciones, como en su negación y hasta en el intento
de asesinato simbólico.
Si la muerte no hubiese pisado su huerto tan temprano,
a lo mejor podríamos parafrasear al poeta cuando, a propósito de Max Jiménez, expresara
lo siguiente: “Si alguna vez Costa Rica estuvo a punto de producir un genio,
fue cuando (Jorge, en vez de Max, o
ambos al unísono) luchaba contra las
cosas y los seres, contra la palabra y contra sí mismo” (Debravo: 1986). He
allí dos naturalezas consumiéndose en el fuego creador en un país que, de manera
diversa pero paradójicamente semejante, trató de despojarlos de su vibrante y avasallador
discurso. Al primero (Max) se le cobró
su ascendencia burguesa y cosmopolita, tanto que su propia clase lo denostó como
“loco” (para variar) y atrabiliario; y al segundo (Jorge) se le acosó en vida por
su procedencia campesino/proletaria y por su ideario humanístico y social, para
cooptarlo después de su muerte colgándole el sambenito de “poeta nacional”. Lo mismo sucedió con nuestra gran Eunice, a quien,
“a la tica”, se le obligó a buscar su tránsito por otras tierras, otros fuegos.
Por eso marchó en busca de la auténtica patria: la poesía. Por eso su palabra en
territorio del alba quema y “resplandice”.
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Número 198 | dezembro de 2021
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