terça-feira, 28 de dezembro de 2021

ADRIANO CORRALES ARIAS | Devenir de la poesía costarricense con tres reconocidos representantes

 


La poesía costarricense es muy joven. Debe tener unos ciento veinte años. La primera muestra antológica de la misma es la ya clásica “Lira costarricense” (1890, compilación de Máximo Fernández (1858-1933), un intento por reunir lo que en aquel momento se producía en el país en términos poéticos con un afán divulgativo. El poeta e investigador Carlos Francisco Monge ha dividido esta pequeña historia en dos períodos, el “Modernista”, de 1990 a 1940, y el “Período de Vanguardia”, de 1940 a 1990. En esos dos períodos interactúan, según Monge, cinco generaciones, a saber: la “Modernista” (nacidos entre 1878-1897), la “Posmodernista” (nacidos entre 1897-1907), la “Prevanguardista” (nacidos entre 1907-1917), la “Vanguardista” (aquí hay dos generaciones bifurcadas; la primera incluye a poetas nacidos entre 1917 y 1927, la segunda a los nacidos entre 1927 y 1937) y la “Posvanguardista” que incluiría tres grupos: 1. segunda mitad de los años sesenta, 2. segundo lustro de 1970 y 3. segunda mitad de 1980. (Monge: 1992).

Se ha discutido y especulado mucho sobre la ausencia de “savia poética” en este pequeño territorio. El mismo Rubén Darío, a su paso por nuestras tierras, así lo afirmaba. Lo cierto es que el proceso discontinuo de la producción poética criolla da un mentís a esos argumentos. Quizás no se posean figuras de la talla de las que sobresalen en la poesía nicaragüense, para no ir muy lejos, pero se han destacado prominentes productores que no desmerecen aparecer en una antología de poesía hispanoamericana; tales son los casos de Max Jiménez, Eunice Odio y Jorge Debravo, como tres ejemplos sobresalientes. Sucede que el país no ha tenido el aliento ni la significación históricas como para posicionarlos en el ámbito internacional de la lengua castellana y más allá. Las vicisitudes socio/políticas de un país determinan, en mucho, estos procesos, amén del impulso oficial a esas producciones, asunto muy débil en nuestra patria, donde el oficio poético ha carecido de reconocimiento institucional y popular y donde el ninguneo y la invisibilización de lo propio es trasunto cotidiano.

Algunos estudiosos han subrayado las “vacilaciones políticas” de los escritores costarricenses como propias de una poesía “más cerca de la confesión que de la doctrina” (Monge: 1984). Ha privado una actitud individualista y subjetiva en el bardo criollo, aunada a un sentimiento de soledad existencial ante un mundo caótico e incomprensible, muy cercana a algunas vanguardias europeas como el simbolismo y el surrealismo o a la mal denominada “poesía pura” o purista. La expresión ha estado ligada más a la catarsis personal, al intimismo y a la evasión que, a proyectos estéticos y éticos sólidos, aunque ciertamente ha habido una tendencia hacia la afirmación y la certidumbre en la solidaridad y el amor con cierta confianza y seguridad en cuanto a la comunicación, como veremos.

No es hasta los años sesenta y setenta del siglo pasado, cuando la presión del ambiente sociocultural y la lucha revolucionaria centroamericana orientan la producción hacia un componente ético/político y se aborda la realidad circundante con formas más concretas y contenidos críticos y humanistas restando importancia a la individualidad y obligando al cambio a poetas como Alfonso Chase, Carlos Rafael Duverrán, Mario Picado, Isaac Felipe Azofeifa y Virginia Grütter, esta última quizás la única del período con una propuesta ideoestética propia sobre el pueblo, la materia, el ser amado y la lucha por la libertad y la revolución posible, incluida la emancipación femenina. Y, por supuesto, la eclosión de un parte aguas como Jorge Debravo, del cual nos ocuparemos más adelante. Se nota entonces la influencia de poetas como Federico García Lorca, Miguel Hernández, Cesar Vallejo, Pablo Neruda, Rafael Alberti, José Coronel Urtecho, Ernesto Cardenal, Carlos Martínez Rivas, Roque Dalton y Otto René Castillo. Algunos de estos poetas, como los nicaragüenses Coronel Urtecho, Cardenal y Martínez, conviven y comparten algún tiempo con nosotros.

A finales del siglo pasado e inicios del nuevo milenio la poesía costarricense ingresa a su madurez y se explaya por diferentes vías o caminos ideológicos y estéticos. Sin embargo, las utopías y las propuestas liberadoras en términos sociopolíticos se sustituyen por interrogaciones “posmodernistas” o actitudes propias de las transvanguardias; entonces asistimos a un presente en perpetua transformación con diversos énfasis, signos y modos de expresión. Pero se regresa al espacio íntimo del hablante, al individualismo comunicativo y a nuevas formas de catarsis existencial y de búsqueda interior. Lo importante de finales e inicio del nuevo siglo es la emergencia de franjas temáticas novedosas y fuertes como el feminismo, la decolonialidad, el culturalismo y la apertura a nuevas formaciones discursivas de la poesía global. La poesía costarricense, de manera inusitada y vigorosa, con nuevas voces y actitudes de ruptura, ingresa al concierto hispanoamericano y occidental ya sin complejos ni muletas, aunque en un marco complejo de incertidumbre socioeconómica y política donde el Estado Social de Derecho hace aguas ante los embates de la contrarreforma neoliberal. La crisis es muy seria y la poesía, en apariencia, luce perpleja.

 

TRES CUMBRES

 

MAX JIMÉNEZ

Max Jiménez Huete (San José, 1900-Buenos Aires, 1947) es, sin duda, uno de los artistas más importantes del siglo XX. Narrador, poeta, ensayista, “aforista”, pintor, escultor, grabador, dibujante, periodista, promotor y mecenas, entre otras cualidades, su talento se movía por las más intrincadas expresiones artísticas tanto visuales como literarias; era pues, un intelectual de amplio espectro. Sus cuarenta y siete años de vida nos legaron una obra profunda en todos esos campos, la cual aun no se aquilata como corresponde. Quizás porque el país no estaba preparado, su obra fue rechazada y censurada; ello pesa mucho todavía en un ambiente donde los “mitos tropicales” denunciados muy temprano por Yolanda Oreamuno, una de las primeras y pocas intelectuales en defenderlo, aún persisten. Y es que Max fue un auténtico rebelde, inquieto, indómito, insumiso y contestatario, pues el espacio/tiempo lo reclamaba con agudas contradicciones tal como la misma vida que arrastraba y él mismo reafirmaba con sus silencios y su prolífico trabajo.

Como poeta, Jiménez Huete presenta una obra novedosa que abre los caminos de las vanguardias europeas al quehacer lírico nacional, aunque, lamentablemente, la crítica no se ha ocupado a cabalidad de ella. Se ha brindado mayor atención a la narrativa y a la producción visual que a su poesía, pese a estar compuesta por cinco volúmenes que nos hablan de un poeta en tensión creativa con inquietudes y meditaciones expresadas en un lenguaje de búsqueda estética desmarcándose del modernismo: Gleba (París, 1929), Sonaja (Madrid, 1930), Quijongo (Madrid, 1933), Poesía (San José, 1936) y Revenar (Santiago, 1936). Su literatura en general y su poesía en particular, combinan elementos del romanticismo, el simbolismo, el modernismo y la experimentación propia de las vanguardias, con la particularidad del acarreo de insumos de otras expresiones como el dibujo, la pintura, el grabado, la escultura y la fotografía.

En América Latina el vanguardismo impacta primero a la poesía la cual inicia el abandono de pretensiones estéticas rígidas y busca mayor versatilidad, lo que trae mayor libertad a la versificación y a la búsqueda de temas hasta entonces prohibidos con la ruptura de gramáticas establecidas y el abandono de los parámetros métricos instituidos. Esa misma libertad se trasladará a la narrativa donde la renovación, la liberación expresiva y la disconformidad son reflejo de las nuevas conciencias sociales. Las vanguardias latinoamericanas orientan la búsqueda de identidad en lo telúrico, el indigenismo, la negritud, la problemática social y en general en la aprehensión de una realidad áspera y fragmentada por la desigualdad económica, la lucha social y la colonialidad del poder. Max Jiménez nos trajo mucho de eso, tamizado por su propias búsquedas estéticas y filosóficas, así como por sus ambigüedades creativas y las dudas existenciales ante un medio hipócrita, agresivo y refractario.

Aunque su poesía formalmente es conservadora o tradicionalista, aporta nuevos ritmos provenientes de la musicalidad afroantillana, específicamente cubana, como en el caso de los poemarios Sonaja y Quijongo, cuyos títulos ya aluden a esa rítmica. Es cierto que el tópico aparece explícito apenas en tres poemas, (uno en su poemario Gleba, “Contrastes”; otro en su poemario Sonaja, “Carboncillos”; y uno en su poemario Revenar, “Rumberas”), pero lo importante no es la cantidad, sino la actitud admirativa y cómplice del hablante lírico hacia el negro y su cultura. Por cierto, Sonaja se publica un año antes de que el poeta mulato Nicolás Guillen, en Cuba, publique Sóngoro Cosongo (1931), un parte aguas en la poesía hispanoamericana, aunque coincide en fecha de publicación con Motivos de son del mismo autor, publicado un año antes. De hecho, algunas antologías de poesía negra latinoamericana incluyen esos poemas de Max Jiménez (Mapa de la poesía negra americana (1946) de Emilio Ballagas; En Desterrados III (1952) de Juan Felipe Toruño, aparece una semblanza de Jiménez y del poema “Rumbera” (Valdés-Cruz Rosa. La poesía negroide en América. New York: Las Américas Publishing Company, 1970. 178); Poesía Negra de América, José Luis González Mónica Mansour, compiladores, Biblioteca Era, 1976. https://es.scribd.com/doc/311613367/Poesia-Negra-de-America-pdf, recuperado 17/07/21), por lo que podemos conceptuarlo como el primer poeta costarricense en ocuparse de la negritud, aunque no precisamente “nacional”, pero sí copartícipe del surgimiento de la lírica negroide cubana.


Revenar es el libro que, de alguna manera, a pesar de su fragmentariedad, resume la estética y ética de Jiménez Huete. Contiene la misma temática y símbolos poéticos que los otros libros y poemas, pero potenciados: la música, el mar, la angustia, la tristeza, el dolor, el deseo, la muerte, la lucha exasperante y casi frustrante frente a un medio provinciano e hipócrita; son elementos de una poesía contenida pero a su vez rabiosa y desencantada. Quizá, como ya lo ha señalado el poeta Alfonso Chase, “el elemento más presente y definitivo en Revenar sea la noche, la oscuridad total, el gris terrible de las vidas que se acaban y esa no resurrección, o más bien integración móvil de las cosas, a la tierra, a las otras personas, por medio del amor y esa frustrante experiencia íntima de fracaso, para hundirse al final en la muerte, en el mar de lo inconexo, de manera plácida, digna, terrible, humana” (Chase: recuperado el 07/07/21).

En Revenar, como en casi toda su obra artística, hay un elemento presente y constante que nos lega también su poesía: la pretensión de la obra total o totalizadora. Dicho de otro modo, su literatura y su poesía no están completas sin grabados y dibujos como ilustraciones de los mismos textos; hay una continuidad y un diálogo constante entre ellos. Lo mismo podemos decir de su pintura y escultura con respecto a lo escrito, donde destaca un texto póstumo que cabalga entre la poesía y la filosofía: Candelillas (1965). Es este un texto inclasificable para muchos porque recupera el aforismo y la sentencia breve como si fuesen poesía filosófica en prosa, o si se quiere, filosofía poética. De tal modo que nos retrotrae a los pensadores presocráticos y a la riqueza de la poesía árabe clásica, la china o la japonesa. Ello es todo un logro y un legado que rompe con el esquema opresivo de los géneros de manera muy temprana en la poesía y la literatura costarricenses.

La poesía de Max Jiménez, un ciclo que parece inconcluso por su temprana muerte, contiene, como lo han señalado varios de sus lectores, una concepción trágica de la vida, pero, a su vez, una consistente lucha contra la muerte y la desmemoria. Allí fulguran las influencias y cercanías de autores afines como los simbolistas, algunos miembros de la generación española del “27” o su gran amigo César Vallejo, con resonancias de un Nicolás Guillén, pero decantadas por una individualidad artística fuerte, honesta y apasionada, lo que le confiere particularidades y brillos más allá de la producción poética de la Costa Rica de su época, misma que lo expulsara con violento desdén. Todavía restallan y resuenan los descarnados versos de “La última súplica”, cual manifiesto póstumo en forma de epitafio que sacude la terca indiferencia del terruño: ¡Abrid más ese hueco! ¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida? / Abrid más esa tierra, tal vez allí me llegue / la compañía de un eco… / Para tanto que he amado, para tan largo sueño, / ¿no veis que es muy pequeño?…

Como el mismo Max lo planteó y lo quería, a pesar de la incomprensión y del olvido de su clase social como de la misma comunidad artístico/intelectual, tanto liberal como progresista, incluso comunista, su obra continúa retoñando.

 

EUNICE ODIO

Eunice Odio nació el 18 de octubre de 1919 en San José. Sus apellidos eran Odio Infante y no Odio Boix y Grave Peralta como afirmaba ella (Von Mayer, 1996: 61). Estudió en el Colegio Superior de Señoritas; desde entonces se interesó por el esoterismo. A los dieciséis años tuvo una cercana relación con el poeta teósofo Roberto Brenes Mesén. El 28 de mayo de 1939 contrae nupcias con Enrique Coto Monge. El matrimonio fracasa dos años y medio después, pero le permite ponerse en contacto con la fabulosa biblioteca de la familia. Al inicio de los años cuarenta se leen sus primeros poemas por la radio bajo el seudónimo de Catalina Mariel. De 1945 a 1947 comienza a publicar en el Repertorio Americano de Joaquín García Monge y en el periódico La Tribuna. Colabora en el periódico Mujer y Hogar. En 1947 gana el Premio Centroamericano 15 de setiembre de Guatemala con el poemario Los elementos terrestres, el cual se edita en ese país. Viaja a recoger el premio, ofrece recitales, imparte charlas y conferencias. Se queda a vivir allí.

En 1948 opta por la ciudadanía guatemalteca. Labora en el Ministerio de Educación. Efectúa varios viajes por Centroamérica y Panamá. Permanece en Guatemala hasta 1954. En ese lapso escribe El tránsito de fuego. En 1953 se publica en Argentina Zona en territorio del alba, texto que fue seleccionado para representar a Centroamérica en la colección Brigadas Líricas y que agrupa sus poemas más tempranos. En 1955 se va a residir a México hasta su muerte en 1974, con excepción de dos años y medio que vive en Estados Unidos, específicamente en Nueva York, de 1959 a 1962. En 1956 sufre dos grandes pérdidas: fallece su padre, don Aniceto Odio, y su amiga entrañable, la narradora y ensayista Yolanda Oreamuno, quien expira en sus brazos luego de haberla atendido en su penosa enfermedad.

En 1957 envía Tránsito de fuego para participar en el Certamen de Cultura en El Salvador. Los organizadores no retiran el envío a tiempo y no es considerado para la premiación. No obstante, por su mérito indiscutible, se le concedió, fuera de concurso, el equivalente a la mitad del segundo premio y su publicación. Adopta la ciudadanía mexicana en 1962. Trabaja en periodismo cultural y crítica de arte; hace traducciones del inglés y publica dos cuentos: Había una vez un hombre y El rastro de la mariposa (1966), además de ensayos, reseñas y narraciones en revistas especializadas de arte y literatura. En 1963 declara su rechazo a la política socialista en Cuba mediante artículos como Fidel Castro: viejo bailador de la danza soviética, Cuba, drama y mito, Lo que quiere Moscú y defiende Sartre, lo cual le acarrea la animadversión de la intelectualidad mexicana de izquierda y serios obstáculos a su labor. Desde 1964 hasta su muerte colabora con la revista Zona Franca que dirigía el escritor venezolano Juan Liscano. En 1967 ingresa a la Orden Rosacruz donde alcanza el “Segundo Grado Superior del Templo”, a finales de 1968. En 1972 publica En defensa del castellano. Fallece en México D.F. el 23 de marzo de 1974 en la más absoluta soledad. En ese mismo año se publica en San José una antología preparada y revisada por ella misma, con nuevos poemas, titulada Territorio del alba y otros poemas.

Eunice Odio es la gran poeta de Costa Rica en el siglo XX. Y una de las más importantes voces de Centroamérica y del continente. Tal vez por ello hubo de cargar en vida con la indiferencia y la insidia de la sociedad de su tiempo, especialmente la costarricense que la excluyó, prácticamente, de su memoria hasta años recientes. Eunice no era una mujer fácil. Su fuerte personalidad y su carácter, templado en una colectividad machista y patriarcal donde el asedio masculino - debido a su belleza física, a su talento natural y a su agudo nivel intelectual - era consuetudinario, la convirtieron en una mujer contestataria siempre a la defensiva, custodiándose de lo vulgar, lo intrascendente y lo refractario a la poesía. Se dice que su vocabulario cotidiano a veces era poderosamente soez e insoportablemente descalificador y desfachatado. No era para menos, el mundo la arrinconaba y debía defenderse con todas las armas a su alcance. Por lo demás, sus opiniones políticas no siempre fueron del agrado de la mayoría. Algunas eran harto reaccionarias. Sin embargo, la honestidad y la franqueza puestas en las mismas, le otorgan un rasgo originalísimo que muchas veces aciertan en términos de diagnóstico y profecía, aunque no las compartamos. Su esencialismo metafísico y su idealismo filosófico la llevaron a tomar posiciones ideológicas contracorriente. Pero eso no le resta ningún valor a su poesía ni a su producción ensayística, narrativa y epistolar; al contrario, habla muy bien de su insobornable valentía intelectual.

La crítica coincide en Tránsito de fuego como el mejor libro de la poeta y uno de los mayores logros de la lírica americana del siglo XX. Obviamente sus dos anteriores - Los elementos terrestres y Zona en territorio del alba - son importantes elaboraciones poéticas, si se toma en consideración la juventud de Eunice en el momento de escribirlos. Los elementos terrestres anticipa esa gran aventura creadora que es Tránsito de fuego, pues allí se incuban el argumento y la estructura dramática de éste. Las imágenes insólitas y la metaforización arriesgada, a veces, se deslizan por un surrealismo propio y sugerente, premonitorio de la amplitud de registros del Tránsito. Incluso la versificación será la misma: endecasílabos y alejandrinos conjugados con versos libres eludiendo rimas y asonancias.

Los elementos terrestres es un canto a la incesante búsqueda del amado que siempre retorna para alejarse nuevamente. La presencia bíblica es patente (El cantar de los cantares), al igual que la presencia de los clásicos grecolatinos y místicos como San Juan de la Cruz, lo que nos indica la sólida formación literaria de Eunice a temprana edad – lo escribió cuando contaba con veintitrés o veinticuatro años. Se respira un erotismo delicado y un ansia de posesión ecuménica. La sublimación de la maternidad en la creación poética potenciará, de alguna manera, la sinfonía y potente cantata del Tránsito de fuego. Este, su tercer libro, es un hito en la poesía americana que algunos, como Juan Liscano, han comparado con El paraíso perdido de Milton. Su formato dramático y polifónico, que recuerda en mucho la tragedia griega con sus personajes y el coro, está repleto de historia, mitología, antropología, magia, esoterismo y metafísica. Es el intento de poetizar la génesis poética, o la empresa creativa del poeta, en un mundo que al final lo excluye cual lo hiciera el filósofo griego Platón, cuyas resonancias son evidentes. El poeta (Ión) se crea a sí mismo al decirse, mientras crea a los demás con el verbo. De ese modo, el creador es un proyecto de sí mismo en su propia poesía. Dicho de otra manera, la poesía es el potens que posibilita la parición del poeta a través de la palabra. Es una suerte de dialéctica y dialogía de la auto creación, de la autopoiesis.

Tránsito de fuego es la lucha denodada del creador por arrebatarle el fuego sagrado, no ya a los dioses, sino a sí mismo invocándose desde su nacimiento, para entregarlo a los demás. Ese fuego/palabra es la emanación primordial, acaso divina, que hace posible la comunidad humana y el mundo. La palabra es un objeto, una tecnología diríamos hoy, que objetiviza la realidad en tanto la poetiza; la realidad es y se crea través de la palabra que la hace tangible. A través de la palabra somos, nos posibilitamos. Sin la palabra dejaremos de ser. Desaparecemos. Por ello la muerte es la ausencia de palabras: el silencio, el vacío.

La búsqueda interior y solitaria de Eunice por el arduo camino de la poesía, nos deja infinitas enseñanzas. La principal es su vertical postura ética respecto de la creación artística.

Esa postura se profundiza en sus últimos diez años de vida en la soledad de su apartamento en la calle Neva del D.F, en México. Propone que para llegar a concebirse como poeta lo primero es construirse como ser humano, un buen ser humano: “Se puede decir que lo único que quiero en este mundo, es realizarme humanamente, para lograr realizarme en la poesía tal como la entiendo” (Liscano: 1975). El poeta solo puede realizarse imbuido en la humanidad, sabiéndose prójimo de todos los hombres y padeciendo sus fracasos y dolores más profundos, así como sus triunfos y sus días felices. “El poeta anda buscando a Dios y sólo lo encuentra en el fondo de todos los hombres. Y sólo es poeta cuando sabe lo de todos los hombres posibles; y lo sabe sólo cuando los ama inmensa y apasionadamente. ‘El amor es el perfecto conocimiento’ creo que así dijo Da Vinci. Pero no puede amarlos desde lejos” (Ibíd.).


Eunice tenía muy clara su misión como creadora y dadora de vida a través de la palabra. Por eso insiste en la humildad que ha de tener el poeta ante la egolatría mundana, o la búsqueda de un Nirvana personal que aísla al creador de su sociedad.

Los poetas tenemos que ser más humildes y sacrificar eso; detenernos menos en nosotros y mirar atentamente todo lo que nos circunda… Si el Nirvana está en el camino de la poesía, el poeta lo halla sin buscarlo” (Ibíd.). Se debe estar atento, vigilante, alerta, cual combatiente cotidiano ante las cosas visibles e invisibles. El poeta es un guerrero de la luz. Solo así se puede sintonizar la “Gran Balada” del mundo. Y eso exactamente fue Eunice: una guerrera de amor como su Miguel Arcángel, personaje tutelar del Tránsito de fuego y del último tramo de su vida. Más aún: una vidente que, como el poeta y artista británico William Blake (1757-1857) – quien, dicho sea de paso, pasó desapercibido en vida como nuestra Eunice en su país natal – podía percibir el cosmos desde su ventana, la otra luz de su lámpara, el renacer de la vida en las legumbres y verduras conservadas en la refrigeradora. Todo ello con mucho amor, con apasionado amor por la humanidad. Por eso sin saberlo, o tal vez teniendo plena conciencia de ello, trocó su apellido en su contrario como bien lo saben los gnósticos o los herméticos: Eunice Amor.

Se torna imperioso profundizar en el estudio de una obra poética que se lee poco en Costa Rica y Centroamérica y es casi desconocida en el resto del continente. Eunice Odio es una voz singular e imprescindible en el mosaico literario latinoamericano, una voz poética que sugiere caminos a otros espacios de la palabra con su potencia cósmica y su sed de infinito. Su poesía continúa entre nosotros como insólito paraíso a visitar y como testimonio de intuición primordial y de entrega lúcida a sus imágenes y transfiguraciones; retomó lo mejor de las vanguardias para integrarlo a un discurso propio y singular. Por demás, es un ejemplo ético: no se identificó con una nacionalidad, un grupo literario o agrupación política alguna y se colocó, con plena conciencia y responsabilidad, en el arduo proceso del arte, en la poiesis misma, lo que provoca la poca atención e, incluso, la exclusión, entre poetas y escritores de actitud iconoclasta y frontal de la primera mitad del siglo XX.

 

JORGE DEBRAVO

Nació en Guayabo de Turrialba en 1938 y falleció en San José en 1967. De origen campesino y proveniente de una familia de agricultores pobres, su infancia transcurrió descalzo entre las pesadas labores del campo y su procaz avidez de conocimiento. Fue muy tarde a la escuela - en Guayabo no había escuela y la más cercana, en Santa Cruz, estaba a cuatro horas de camino– y sin embargo, con ayuda de su madre, aprendió a escribir en hojas de plátano con palitos. Ayudaba a su padre hasta las dos de la tarde, luego de esa hora cultivaba una milpa pequeña; con lo que ganó con esa labor se compró un diccionario, el primer libro que leía la luz de una vela a falta de fluido eléctrico. Completó la primaria en la ciudad de Turrialba cuando tenía quince años.

Publicó sus primeros versos en El Turrialbeño y encontró un trabajo en la Caja Costarricense del Seguro Social, mientras cursaba la secundaria nocturna hasta tercer año. El trabajo en la Caja del Seguro Social le permitió ascender y trasladarse como inspector, ya con su esposa Margarita y sus dos hijos, Lucrecia y Raimundo, a San Isidro de el General, luego a Naranjo de Alajuela y más tarde nuevamente a Turrialba donde terminó el bachillerato en 1965. Al año siguiente se trasladaron a la ciudad de Heredia, donde, dos años más tarde, para viajar a clases vespertinas a la Universidad de Costa Rica en San José, había comprado la fatídica motocicleta del accidente. Fue la suya una vida a la deriva, humilde, sin apoyo ni ayudas institucionales.

Debravo es un poeta franco y directo, es decir auténtico y sincero, como el Jorge ciudadano: una persona solidaria con los oprimidos, un compañero, un promotor. Precisamente lo que coloca a Debravo como un parteaguas en la lírica nacional es una poesía que apuesta por la comunicabilidad y la cotidianeidad con un lenguaje simplificado y directo frente a una tradición nobiliaria, solipsista y de trascendentalismo lingüístico basado en la metáfora y la alegoría con un trasnochado parnaso/modernismo de formas vacías, salvo serias excepciones: casos de Max Jiménez y Eunice Odio, sin olvidar a Rafael Estrada, Ninfa Santos, Alfredo Sancho, Alfredo Cardona Peña, Arturo Montero Vega, Joaquín Gutiérrez, Fabián Dobles, Francisco Amighetti, Carlos Rafael Duverrán, Mario Picado e Isaac Felipe Azofeifa, poetas que en mucho despejaron la tentativa de Debravo.

La poesía debraviana porta una diáfana y refrescante visión de realidad con una simplificación expresiva inédita hasta ese momento. Sin renunciar completamente a la tradición de la transfiguración metafórica y la simbología, los libros Canciones Cotidianas y Nosotros los hombres se convierten en los puntos de partida de una nueva sensibilidad que pretende procurarle contexto y testimonio histórico al poema. Consigue un considerable arraigo entre los lectores y un entusiasmo inusitado por la poesía, especialmente en un país que le había encomendado las tareas críticas de develamiento social a la narrativa y al ensayo.

A partir de Jorge Debravo la poesía pasa a ocupar en nuestro país el lugar que los poetas anteriores, aristocratizantes de un yo conflictivo y de cenáculo liberal, salvo serias excepciones, como subrayamos, habían deseado, pero no habían conseguido. Las paredes de la ciudad se llenaron de graffitis y carteles que exhortaban directamente: Lea poesía, y los libros de Debravo, impresos manualmente en polígrafos, corrían de mano en mano, ya no en ateneos de señoritas e intelectuales burgueses, sino en sitios de labor, aulas y casas de trabajadores, estudiantes y gentes sencillas. La poesía costarricense adquiere carta de ciudadanía con un inconfundible acento humanístico y popular, sacudiendo a su vez un entorno aletargado y deplorando un pasado de pálida impasividad.

El arraigo popular propició la paradoja: por una parte, se popularizó una forma de hacer poesía clara y directa que optaba por los “desheredados de la tierra” con un nuevo paradigma donde la utopía estaba a flor de la palabra; por otra parte, y por eso mismo, la creciente vulgarización de una forma de poetizar hasta caer en el panfleto o la versificación pedestre y sectaria. Debido a la trágica muerte del poeta, sobreviene la temprana canonización oficial que vacía de los principales contenidos a la poesía debraviana como lectura obligatoria de nuestra empobrecida enseñanza, relegando así su rebeldía y su energía creadoras para la anécdota ramplona y a la reseña escolar. Muerto el revolucionario se confisca su fuego.

Lo último favorece una confusión entre defensores y detractores. Los primeros lo reivindican como el poeta del pueblo con justo entusiasmo y no menos razón, pero fetichizando su obra y despojándolo, a contrapelo de la misma propuesta estético ideológica del creador y de su visión dialéctica del arte y la historia, de sus más profundos postulados. Los segundos le cobran la oficialización y proposición de su poesía como paradigma poético “nacional”, recelosos, en el fondo, de su popularidad y de su abundante lectura en todos los estratos sociales. Ello habla de la autenticidad de una poesía y de un autor que aún hoy provocan serias y bizantinas discusiones, y hasta poemas que ambiguamente reclaman, deploran y justifican la muerte del humilde pero grande vate de Guayabo. Su obra es una urgente búsqueda de nuevos caminos para comunicar las “buenas nuevas” con una prosodia muy personal. Abre los caminos que desbroza la nueva poesía costarricense en sus disoluciones del hablante en verso y prosa, atmósferas oníricas y alucinadas, imágenes cerradas y abiertas, parodias, musicalidades, testimonios y pastiches, para expresarse por otras vías tratando de comunicarse con su tiempo y sus congéneres.

La poesía de Debravo es la solidaridad humana y lo fraterno como propuesta, junto a la insistencia del papel del poeta como instrumento de liberación, insistencia que lo convierte, a veces, en mesiánico y redentor; sin concebirse como un poeta militante o partidario, perfila temáticas y tendencias como la ecologista, la erótica y la cristiana liberadora. Esas tres tendencias o temáticas, como grandes bandas del interés poético del turrialbeño, se entrelazan por el ancho río debraviano, forjando y disponiendo una poesía vital, placentera y cuestionadora a la vez.

En su obra se percibe un cosmos vegetal, agrario, que parte de la madre tierra y de lo que germina, como el maíz y los bosques (Salmo de los tres reinos, Salmo a la tierra animal de tu vientre, Salmo de las maderas). En el segundo y tercer poemas señalados hay una fusión de lo ecológico y lo erótico con una armonía particularmente espléndida. Veamos un fragmento del tercero: “Hay maderas recias y macizas como tus piernas y tus espaldas… / Hay maderas húmedas y rojas como la piel de tus labios y de tu lengua / Porque la piel de tus labios y de tu lengua es como una madera roja y empapada de savia (Todos los fragmentos de poemas de Debravo que se citen están tomados de la Antología Mayor, 1986).


En la zona erótica es explícito el tratamiento del tópico sexual. En el poema Desvestido del libro Devocionario del amor sexual, leemos: “Luego por diversión, sin decir nada / la noche se llevó tu blusa larga / y te arrancó la falda ensimismada / como una cosa tímida y amarga (…) porque sí y porque no, a medio reproche, / desnudaste también, entre la noche, / la noche pequeñita de tu sexo”. Lo erótico se integra con los demás temas, o subyace en casi toda su producción, relacionándolo también con lo religioso. En el poema La Yerba hay una conjunción de lo ecológico con el cristianismo, liberador y desacralizado, y con el hecho poético como parábola: “Dicen que Jesús predicaba a las gentes / sentadas sobre la yerba… Por eso sus palabras se parecen / a los cogollos de los cedros en la época de las lluvias”. Igual lo hace en el Prólogo de Consejos para Cristo al comenzar el año: “Nunca he sabido lo que es la poesía. Se me parece a Dios. La intuyo cuando se acerca. Después no sé si se fue. O si la dejé amarrada en la palabra”. La raíz, por tanto, la radicalidad, cristiana de la poesía de Debravo es evidente. Es un Cristo definitivamente a la izquierda de la ortodoxia, el Cristo de la Iglesia Joven, un Cristo militante, humano. Esa opción por los pobres es anterior a lo que luego conoceremos como Teología de la liberación y corre pareja, presuntamente sin conocerlas, a elaboraciones poéticas dentro de esa perspectiva creyente liberadora como la de Ernesto Cardenal, el conocido poeta nicaragüense, y a expresiones músico/poéticas posteriores como la Misa Campesina del también nicaragüense Carlos Mejía Godoy.

Jorge Debravo es un volcán en ebullición en la breve cordillera de la poesía costarricense a pesar de las carencias de su entorno cultural. Su voz se despojó de la anécdota fácil para – igual que César Vallejo y Miguel Hernández, sus influencias más notorias – transitar a la anécdota humana y arribar al esencialismo de las cosas y lo seres con un lenguaje poético claro y eficaz, vigoroso en su tono vital. Y a pesar de cierto candor poético (candor que es siempre honesto porque es consecuencia de una emoción profunda), palpable a veces en una sencillez de sonsonete rural y provinciano, no sucumbió al costumbrismo o folclorismo de antecesores como Aquileo Echeverría o Arturo Agüero. Mucho menos aplicó la chota a sus congéneres campesinos a quienes reunió con los demás trabajadores en un grupo de sencillos “hombres”. Eso lo logró debido a las dotes de verdadero poeta.

Con Max Jiménez y Eunice Odio - ambos desparecidos también de forma trágica y fuera del país, como signos de una sociedad que ha rechazado siempre la autenticidad artística porque no tolera la verdad de frente – es el autor con mayor “gracia” poética de nuestros creadores. Era un poeta orgánico que no necesitó de impostaciones, retruécanos o vaga retórica, como muchos de sus epígonos, para entregarnos una poesía fresca, sensual, crítica, ecuménica, de profunda raíz ética y germinal. Su voz es rastreable en algunos textos del mismo Laureano Albán, de Carlos Francisco Monge, Julieta Dobles, Ana Istarú, Alfonso Chase, Janina Fernández, Mayra Jiménez, Carlos Bonilla, Norberto Salinas, Rodolfo Dada, Macarena Barahona, Erick Gil Salas, Miguel Fajardo, Edmundo Retana y Helio Gallardo, entre otros. Su influencia es amplia y definitiva, tanto en términos de asimilación estética y ética por parte de las nuevas generaciones, como en su negación y hasta en el intento de asesinato simbólico.

Si la muerte no hubiese pisado su huerto tan temprano, a lo mejor podríamos parafrasear al poeta cuando, a propósito de Max Jiménez, expresara lo siguiente: “Si alguna vez Costa Rica estuvo a punto de producir un genio, fue cuando (Jorge, en vez de Max, o ambos al unísono) luchaba contra las cosas y los seres, contra la palabra y contra sí mismo” (Debravo: 1986). He allí dos naturalezas consumiéndose en el fuego creador en un país que, de manera diversa pero paradójicamente semejante, trató de despojarlos de su vibrante y avasallador discurso. Al primero (Max) se le cobró su ascendencia burguesa y cosmopolita, tanto que su propia clase lo denostó como “loco” (para variar) y atrabiliario; y al segundo (Jorge) se le acosó en vida por su procedencia campesino/proletaria y por su ideario humanístico y social, para cooptarlo después de su muerte colgándole el sambenito de “poeta nacional”. Lo mismo sucedió con nuestra gran Eunice, a quien, “a la tica”, se le obligó a buscar su tránsito por otras tierras, otros fuegos. Por eso marchó en busca de la auténtica patria: la poesía. Por eso su palabra en territorio del alba quema y “resplandice”.

 

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