Pan fue una revista heteróclita,
que combinaba la literatura y las artes con notas económicas y discusiones sobre
los avances del nacional socialismo, el fascismo y el comunismo. Me parecía preciosa,
concebida con la maestría de los viejos impresores del XVIII y poco reparaba en
los artículos. Pintores y dibujantes olvidados la ilustraron: Carlos Correa, Sergio
Trujillo, Gonzalo Ariza, Rómulo Rozo, Dolcey Vergara, Ramón Barba o Efraín Martínez.
Antonio la consideraba un adefesio. Dijo que era un armatoste de la vanidad y los
negocios del dueño, un pariente de Uribe Uribe, el guerrillero liberal que pensaba
que Colombia era un país atrasado por culpa de los poemas de Guillermo Valencia
y que había que cambiar la gramática y la prosodia y la sintaxis por fábricas de
fósforos, autopistas, ferrocarriles y todo lo que produjera plata para los ingenieros
de trenes y caminos.
Con una socarronería paramuna
dijo que mirara bien en las ochenta páginas de avisos de joyas, cigarrillos, plata
martillada, refrigeradoras, lavadoras, radios, instrumentos de fotografía y óptica,
ventas de autos, impermeables, muebles Art Déco y Bauhaus, sanitarios, paños ingleses,
sombreros Stetson, anuncios de Almacenes Ley, la peluquería Ricard para hombres
y el salón de belleza Castillo con sus durables permanentes de cabello.
Volví
a encontrarme con él a comienzos de los años setenta, recién llegado yo a Madrid
desde Berlín, donde el alemán me había derrotado y tuve que optar
por la España del tardo franquismo para continuar mis estudios de doctorado. Lo
encontré en uno de los bajos del palacete de Martínez Campos, donde reposaba de
agregada cultural, desde el año 46, doña Amira Arrieta McGregor, ya muy mayor, con
su inmensa melena recogida por una redecilla que la hacía ver, sentada en su poltrona
victoriana y las piernas veladas por una manta a cuadros, como una anciana Eva Perón
en La Pródiga de Mario Soffici.
Al salir, Antonio me invitó
a beber una caña en la Cervecería de Correos, un bar que hubo cerca de Cibeles,
sobre Alcalá. Allí salió con una de las suyas, que entre de veras y medio chacota,
lo dejaban a uno sin comentario. Dijo que a ese lugar habían bajado andando, desde
Hilarión Eslava tomando Princesa y luego Gran Vía, Neruda y Lorca antes de este
salir para Granada, y que él frecuentaba esa cantina cuando veía que ingresaban
Gaya Nuño y Cela que, por cierto, dijo, sufría de hiperplasia de la próstata. Gaya
era un experto en las pinturas de El Prado, donde Antonio iba los domingos.
Le vi poco entonces, mientras
yo hacía los cursos de doctorado en la Complutense. Creo que esos fueron los años felices de su vida, cuando las mujeres eran
jóvenes y bonitas, hablaba mansamente en un tono menor que delataba regusto con
sus erudiciones históricas y había sobrevivido haciendo bocetos con carboncillos
que enajenaba con la ayuda de un chileno en Saint German de Pres, o consumido todo
un verano en Fiscaro, comiendo días enteros quesos de cabra cefalonias, mientras
repetía que gracias al aburrimiento de Francia tras los diez años de gobierno del
General De Gaulle, el estallido de Mayo de 1968 había sido una suerte de carnaval
de Rio de Janeiro, “que duró un mes y fue muy divertido”: “A quién se le ocurre
que en una revolución de verdad se vayan a tomar un teatro en vez de un cuartel.
Es desde los cuarteles de donde viene la represión, no desde los teatros. Fue una
rebelión en mayor parte de los jóvenes contra los viejos y lograron aterrorizarlos,
pero no pasó nada”.
Antonio
quiso ser pintor, quizás porque su padre, para mantenerles ocupados, les hacía dibujar
y copiar en El Prado, pero Luis, que era mayor, le ganó la partida. De allí, creo, su afecto por el arte de la escritura, de la composición apolínea
de la frase, y la tauromaquia, que le hacían ver y sentir, entre los estruendos
de las plazas, la elación tangible de la belleza, creada por choque entre una bestia
y un amanuense, con ese arte cruel y horrendo que tanto quiso. Solo el dolor engendra
placer, y el placer resulta de ver y sentir algo que no estuvo el momento anterior
y nace ante nuestros ojos y sentidos.
Caballero volvió a Colombia
cuando su resucitado coetáneo y benefactor, Enrique Santos Calderón, harto de no
poder ser director único de El Tiempo y apenas, esos años, del Suplemento Dominical
donde Antonio vendía sus monos, convenció a García Márquez de hacer Alternativa
[1974-1980], un semanario para unificar los veredictos de las facciones de la Inteligencia
zurda colombiana, periodistas que creían poder cambiar el rumbo de los acontecimientos
y las trapisondas políticas de la oligarquía con meras columnas de opinión, sacándole
el cuerpo al comunismo de Luis Alberto Morantes, pero ilusionados con el sancocho
nacional de Jaime Bateman.
Los años que Caballero estuvo
a cargo de la redacción de Alternativa duraron bajo los gobiernos de Lopez y Turbay,
esos “idus de marzo” que anunciaron el lamentable gobierno de Betancur. Bajo Turbay
la marimba dio paso a la cocaína y el Cartel de Medellín que financiaría, dicen
ahora los historiadores de la mafia misma, el robo de armas del Cantón Norte, la
toma de embajada dominicana; y ejerciendo un terrorífico Estatuto de Seguridad,
el general Camacho Leyva puso preso y torturó numerosos militantes del M e intentó
detener a GGM no sin antes torturar, en las Caballerizas de Usaquén, al anciano
poeta Luis Vidales, fundador del PC y padre de uno que había trabajado en Alternativa.
En
una de mis visitas a Colombia, mientras vivía en NY, volví a ver a Antonio, cuando
estaba escribiendo Sin remedio. Me enseñó dos o tres poemas
que decía haber escrito para divertirse o hacer caricaturas líricas, uno de ellos
extenso, que terminó por el ser el cigüeñal de la novela, pero no le tomé en serio
y por el contrario comenté que yo estaba escribiendo una nota sobre los cambios
de asuntos y melodías de los poetas contemporáneos, agregando que recordaba algo
suyo donde sostenía que luego de Mayo del 68 solo hubo desencanto y frustraciones
para la generación de las barricadas y el liderazgo maoísta de Sartre. Y le dije
que iba a hacer una antología, una suerte de ampliación de una muestra que yo había
hecho de la “nueva” poesía colombiana en una revista venezolana, Árbol de fuego,
creada por una descendiente del Libertador y nadie había visto en Colombia.
Sin remedio apareció en 1984
en Bogotá, publicada por una editorial espectral que se hizo a costa de piratear
libros de García Márquez y el despojo de los derechos de los autores, e incluso
de los pintores, que ilustraban las cubiertas. Como muchos de los libros que publicó
José Vicente Kataraín, este tiene dos mil erratas, una fruslería frente a las cinco
mil que una crítica halló en la edición de María, de Isaacs.
Al
leer la novela de Caballero me di cuenta que algo, de lo que yo había comentado
sobre la poesía de nuestra generación, había calado en su caletre, y que su personaje,
llevando una vida de abulias y fracasos en la Bogotá sediciosa de los tiempos de
Alternativa, intenta, hasta su fusilamiento, fundar un poema, que sin mencionar el sustrato de esa sociedad santanderista
de narcos y guerrillas subversivas, diera testimonio de que ni la vida ni las sociedades
avanzan o retroceden, y son, por el contrario, un eterno retorno del eterno fracaso;
la plena conciencia de la desilusión, de que todo el sortilegio que ofreció el Renacimiento
o la Sociedad Industrial o la posguerra capitalista y comunista, ya no tenía qué
ofrecer y la vida era eso, una mierda.
Es quizás ese el momento cuando
Caballero terminó por aceptar que el arte literario, o el toreo o la pintura y el
dibujo, habían sido desplazados por “el cuanto me lleva usted allí” de la sociedad
colombiana, y solo quedaba incitar a quienes supiesen leer y escribir o intentaban
gozar una obra o una corrida de toros, saber que solo la ética y no el poder podía
mantenernos en vilo, es decir vivos, vegetando, entre comunidades de fenecidos vivos
y desahuciados.
Sin
embargo, de esos años son también, ese manojo de artículos que, publicados como
Paisaje con figuras, recoge sus opiniones o críticas sobre Pemán, Sartre,
Cela, Cortázar, Onetti, Borges, Leonardo, Goya, Murillo, Manet, Monet, Picasso,
Dalí, etc., etc. Uno de los memorables libros de escritor alguno
en nuestra lengua y que seguro será mejor leído y admirado a finales de este siglo,
víctima del impresionante avance de las tecnologías y que terminará como todos:
volviendo al principio, a la inteligencia y la belleza.
Antonio se fue convirtiendo,
al volver y vivir en Colombia y a través de las notas de prensa, en un intelectual
crítico, ético, el que se alza, en nombre de la verdad contra las mentiras sociales,
de la nación y de su tiempo, no porque posea la verdad sino porque tiene que decir
las suyas, el intelectual del alejamiento brechtiano, el imprescindible, el Sócrates.
Un opinador desinteresado, huyendo del servilismo con los poderosos o el miedo servil,
con solo su intelección que le hace distinguir el bien del mal y el carácter, que
le empuja a decir, a hablar su verdad. Por ello terminó convertido en un enemigo
público, el discrepante nato de todos los poderes. Ese poder que dio muerte a Sócrates
con la cicuta y que también da muerte, a muchos hoy, con la cancelación y el arrinconamiento
y el odio y el desprecio.
Algunos malquerientes, al
saber que estaba enfermo y no se recuperaba, decidieron soltar la perla de que Caballero
había ganado fortunas escribiendo contra los poderosos de los últimos treinta años.
La verdad es que murió con lo que tenía puesto. Nunca tuvo fortuna y si ganaba bien,
así también gastaba. Murió sin pensionarse,
sin ahorros, y apenas con un piso que logró pagar gracias a los numerosos artículos
que escribió para una revista que es hoy, todavía, El catálogo de las hembras
de la mafia.
Que supo que las crónicas
de prensa, donde tuvo que seguir diciendo lo mismo de siempre con el arquetipo de
siempre, para que le siguieran pagando por alimentar las inquinas de la social bacanería
contra la derecha iletrada eran pasto del olvido, lo demostró, dejando ese precioso
libro de interpretación de nuestra historia a través de las familias oligárquicas,
a las cuales perteneció por derecho propio. La tipografía, las caricaturas y los
capítulos, redactados con el detallado preciosismo de su prosodia castellana martillada
por sus afrancesamientos sintácticos, son únicas en la historia de las artes literarias
e ideológicas de nuestro tiempo.
HAROLD ALVARADO TENORIO (Colombia, 1945). Poeta, ensayista, traductor. Aprendió a leer, escribir, sumar y restar sobre hojas de pizarra en la escuela de una descendiente de esclavos y más tarde en un colegio donde un matemático y geógrafo le enseñó la vastedad del mundo en un desvencijado globo terráqueo mientras le hacía leer en Oscar Wilde, Shakespeare, Jorge Isaacs o Knut Hamsun. En la Universidad Nacional de Colombia impulsó la creación de la carrera de estudios literarios tras años de desprecio por las literaturas nacionales, fue Director de Departamento de Literatura, realizando actividades como periodista en el diario La Prensa donde llevó por más de un lustro la página de Cultura, que le valiera el Premio Simón Bolívar. En Beijing trabajó como asesor cultural de la Editorial China hoy, y publicó la antología Poemas chinos de amor, que luego ha sido reeditada en varios países. Creó la revista virtual e impresa Arquitrave, de la cual es director. Ha traducido la poesía de Kavafis y Eliot. Su poesía ha sido traducida a varios idiomas y colabora con diversos medios literarios y periodísticos de América y Europa.
MIREYA BAGLIETTO (Argentina, 1936). Artista, ceramista, pintora, escultora e investigadora, creadora del Arte Núbico. De formación casi autodidacta, es considerada una artista atípica dentro del escenario de las artes visuales de su país. Ha realizado numerosas exposiciones, muchas de ellas a nivel internacional y ha sido reconocida con diversos premios por su trayectoria, incluyendo el premio Konex como una de las cinco figuras más importantes de la historia del arte cerámico argentino y el Gran premio de Honor del Salón Nacional de Artes Visuales. Durante su etapa de ceramista (1958-1978) creó el Taller para Estudios Cerámicos que lleva su nombre, donde se formaron numerosos ceramistas argentinos. A partir de 1985, cuando el Arte Núbico quedó establecido como una tendencia, desarrolló una vasta tarea de docencia tanto en su propio estudio como en diversos centros y universidades argentinas, trabajando sobre el despertar de la sensibilidad creativa en relación con la materia y el espacio atemporal.
Agulha Revista de Cultura
Número 248 | fevereiro de 2024
Artista convidado: Mireya Baglietto (Argentina, 1936)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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