terça-feira, 30 de novembro de 2021

RAFAEL URREA | Colombia, las violencias de nuestro cine

 


Una extensa tradición cinematográfica como la colombiana, que comienza en 1911 y toma forma en el cine silente de los años 20 con maravillosos representantes, como los precursores, Máximo Calvo, con María, película de 1920 – Samuel Velásquez y Félix Restrepo con Madre (1922) y Manizales City (1925), o Arturo Acevedo con Bajo el cielo antioqueño (1926) o la muy nombrada película Garras de Oro; comienza un periplo histórico intermitente, la historia del cine colombiano que con grandes dificultades se ha producido durante las oscuras décadas de un país con grandes diferencias sociales.

Fue José María Arzuaga un director formado en Europa quién con su película Pasado el meridiano (1954), logra introducir un punto de vista que deja en claro la existencia de unos lugares marginados para las lentes de la época, en la que en ese tiempo fuera llamada la Atenas Suramericana, Bogotá.

Más que imitar los paraísos artificiales soñados, la cultura colombiana debe ser celebrada, pero el nepotismo bajo el cual padecemos nuestro deseo de dar a conocer lo que pensamos de esta masacre debe ser señalado, debe ser removido y dejar que el agua de la creación de nuestro cine, logre tocar las verdaderas entrañas, donde nuestras películas no sean tan abiertamente controladas por el sistema del ¿para qué son? y lo que deseamos ver, sino la exploración real y profunda de las razones de nuestra masacre latinoamericana.

Pero en el cine Colombiano donde como en todas partes son los argumentos los que señalan el ritmo y los deseos o necesidades de un público, que ha sido centro de una sociedad formada en la época quimérica de los años 30, 40 y 50 con lo que llegada de las grandes producciones de Hollywood o el cine mexicano, nunca ha hecho parte real de las visiones de futuro de nuestra sociedad, los políticos que le dan la espalda a todo, han dejado la memoria al azar y nuestra sociedad se ha visto cegada por la violencia, con la incapacidad de reflexionar sobre su propia memoria, dada la velocidad a la que navegan las reformas, los asesinatos, las desapariciones de líderes ilustres como el caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitan el 9 de abril de 1948, los líderes políticos Luis Carlos Galán el 18 de 1988, Bernardo Jaramillo Ossa el líder de izquierda asesinado el 2 de abril de 1990 o la muerte de Carlos Pizarro para nombrar aquí apenas a unos pocos representantes de la intolerable lista de asesinados bajo los sucesivos gobiernos de lo que es la historia de esta nación. Pero el cine ha hecho su parte y la censura institucional también. Amparados en la no existencia de memorias cinematográficas se ocultaron por más de 70 años las verdades o fueron contadas a pedazos las verdades del Bogotazo, de la muerte de Gaitán, hasta que apareció Cesó la horrible noche (2013), documental de Ricardo Restrepo, donde muestra las memorias del Bogotazo grabadas desde una ambulancia por un médico que al azar de los años podría considerarse un documentalista manizaleño casi para todos desconocido, Roberto Restrepo.

Y ese clima de muerte cambia el destino de quienes han deseado hacer arte, hacer memoria de lo sucedido, en la propia experiencia de los artistas también perseguidos, sino también en una sociedad sin oportunidades.


Ante este panorama la ley cinematográfica colombiana apareció comenzando el siglo XXI como una opción de hacer real la memoria en movimiento. Allí los grandes representantes de nuestro cine, encontraron tardíamente y en otras condiciones la posibilidad de crear, con la misma intermitencia a riesgo de sus patrimonios y futuros, a pesar de la desidia y aparentemente con la celebración que no tenía donde verse. Así realizadores como Martha Rodríguez y Jorge Silva, y sus películas Chircales (1966-1972), Nuestra Voz de Tierra Memoria y Futuro (1972), Francisco Norden con Cóndores no entierran todos los días (1984), Dunav Kuzmanich con Canaguaro (1981). La encantadora película Confesión a Laura de Jaime Osorio (1990). Víctor Gaviria con Rodrigo D No futuro (1990) podríamos reconocer que no sólo trataron de mostrar las profundas grietas de la sociedad colombiana, sino también el origen y el desarrollo de sus violencias.

Hay nuevas miradas en cada encuentro con nuestro cine y nos vamos reencontrando con esta pregunta. ¿Dónde están las violencias en nuestro cine? ¿por qué ese episodio rural que no termina? Tierra en la lengua (2014) de Rubén Mendoza o La sombra del Caminante (1985) de uno de nuestros más reconocidos directores Ciro Guerra, traen una impronta un sello, memoria de la guerra, los personajes trazados por las violencias, caracteres particulares por las masacres. En ese camino empieza a aparecer también un cine sobre lo que se ha conocido en Colombia como falsos positivos, como se llama aquí al fenómeno de las desapariciones forzadas, o los crímenes de civiles a manos de agentes estatales, un ejemplo directo el cortometraje El Chichipato de Felipe Moreno (2010).

Y allí comienza una especie de peregrinación extensa por el dolor, y vienen todos los nuevos directores con el pecho roto, La Sirga (2012) de William Vega, la película de uno de esos nuevos directores comprometidos que abre una lista de nuevos realizadores todos conectados con la necesidad de denunciar esto que nos ha sucedido y que parece nos hemos demorado en comprender, porque una lista de muertos viene detrás de la otra y no alcanzamos a procesar esta verdad.

Historias con argumentos profundos, miradas sobre la guerra en Colombia desde todos los ángulos, Jardín de Amapolas (2012) de Juan Carlos Melo, podría ser un ejemplo de cómo empieza a mezclarse a la luz de todos, el fenómeno del paramilitarismo y su coincidencia en los sembrados de amapolas al sur del país, y es la historia de un niño y su amistad con una niña víctima de la guerra, lo que conecta la emoción al ver que la vida de estos niños está marcada por las mismas grietas de tierra latinoamericana, de cuerpos latinoamericanos marcados de sangre por las balas de una industria fatal.

En estas miradas que duelen en las entrañas de una tierra agrietada, no es el arado, es la muerte y la grieta en el alma o las manos o el rostro cansado de nuestro pueblo, es la Colombia que nos muestra Lisandro Duque en Los Actores del conflicto (2008) o que nos hubiera querido mostrar más abiertamente Carlos Mayolo en Carne de tu carne (1986) o que ha logrado presentarnos abiertamente William González en La sargento Matacho (2015).


Hoy que se hace más difícil hacer películas, el aparente crecimiento de la industria ha llegado a un estancamiento por cuenta de la pandemia, del tiempo de la pandemia. recuerdo entonces que pareciera que no sabemos cuál es la misión del arte, como a la manera de Cocteau nos gustaría saber ¿para qué el arte?, ¿para qué el cine? ¿para qué reflejarnos si vemos sólo oscuridad, sí no vemos sino injusticia, pobreza, hambre. Humberto Solas ya lo había anunciado en su manifiesto del cine pobre, un cine con sus propias márgenes debería instaurarse dentro de sus propias posibilidades y desdichas, debería hacerse otro cine. Colombia participa inconsciente del cine pobre, traza unas líneas para una industria muy aparente y poco efectiva, que le da la espalda a sus creadores a pesar del aparente esfuerzo de financiamiento con sus impuestos. Un cine, pero con aspiraciones y poco sentido de realidad, aunque ha demostrado en diferentes escenarios que su cine puede ser visto y aceptado, aún nuestros cines de la violencia no se han visto, navegan en la barca con los muertos en el retorno a la conciencia, nuestro cine es reflejo de lo que vivimos y falta mucho para salir de la jornada de la masacre, que es la que nos dificulta entrar en otros diálogos universales, de lo que se vanagloria la política cinematográfica nacional, que hace ver a nuestros practicantes de la memoria en los escenarios de los grandes festivales, pero no logra salir de esa necesidad de auto-reconocernos, la vida no alcanza para vernos unos a otros, es un tiempo fallido, la muerte da como resultado este no tiempo.


Así hoy que escribo estas notas para nuestros amigos en Brasil puedo aquí reconocer, que se hace un cine realmente para la historia, pero es el cine de las violencias, ese es el tema central de nuestra realidad, La tierra y la sombra de César Acevedo (2015). Otras violencias familiares como Pájaros de verano (2017) de Ciro Guerra, o La Mujer del Animal (2016) de Vìctor Gaviria, o a la manera de las nuevas miradas a la violencia del narcotráfico en Lavaperros (2020) de Carlos Moreno o la tragedia que nos muestra Fernando Trueba en su reciente película El Olvido que seremos (2020), basada en el libro de Héctor Abad Faciolince y que cuenta una gran tragedia vivida por la familia del escritor, ante el asesinato de su padre, el médico Héctor Abad Gómez. Vienen ya en camino nuevas experiencias narrativas sobre Colombia, la nueva película del director Famor Botero, La casa de la Niebla o Fireflies allí veremos de cerca otras maneras de interpretar la memoria en un contexto donde es inevitable hablar de la violencia, de la masacre, pero donde empiezan a verse otras maneras de contar el conflicto, de destruir sus símbolos dominantes y hacer otra verdad desde la mirada del campesino en el origen de su diáspora.

Son muchos los representantes de nuestro nuevo cine, historias urbanas, personales, autobiográficas, la tragedia nacional se ha mudado al rincón de cada hogar, ha tomado asiento y ha obligado a los individuos a contarse, aún resuenan voces y vemos imágenes de inigualable factura llenas de miedo, una narración de un país que crea en medio del llanto y el dolor de sus últimos desaparecidos, en medio del duelo por los muertos y desapariciones de sus últimas marchas contra un gobierno prepotente, donde la muerte se hace paisaje y todos debemos guardar silencio.



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[A partir de janeiro de 2022]
 

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Número 189 | novembro de 2021

Curadoria: Luis Fernando Cuartas (Colombia, 1956)

Artista convidada: Flor María Bouhot (Colombia, 1949)

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