domingo, 19 de dezembro de 2021

LEONEL ALVARADO | Poesía de las Honduras

 


Como a muchos países que escasamente figuran en el mapa literario, a Honduras no le ha faltado buena literatura, pero sí buena difusión de la misma. A este mal se enfrentaron los que abrieron nuestro historial literario, como el romántico José Antonio Domínguez (1869-1903) y el modernista Juan Ramón Molina (1875-1908), confinados ambos al exclusivísimo reconocimiento municipal, a pesar de uno que otro espaldarazo transfronterizo. Hay que reconocer que su obra no trascendió, sobre todo, porque ambos poetas se enfrentaron a un medio feroz que terminó aniquilándolos; sus estrategias de supervivencia y su admirable velocidad intelectual no fueron suficientes en un país que pronto se convertiría en una república bananera; la modernización, que iba de la mano con el Modernismo, no alcanzó a estos poetas.

Ambos poetas clausuran el siglo xix y abren el xx, tanto ontológica como literariamente. En primer lugar, con ellos comienza uno de nuestros grandes dilemas: la relación conflictiva con un medio que dificulta la subsistencia tanto de espacios de creación como del mismo poeta. Molina es nuestro primer gran poeta del enfrentamiento, lo que luego se transformará, en otros poetas, en compromiso político. De hecho, es en el Modernismo donde comienza esta actitud vivencial y discursiva; como ejemplos, Molina y Froylán Turcios (1874-1943), el modernista involucrado en la causa de Sandino. En otras palabras, en el Modernismo ocurre esa escisión, que terminará definiendo nuestra poesía, entre el espacio privado y el público; por lo general, aunque esto no es tajante, la poesía seguía siendo estrictamente personal, mientras la prosa, especialmente la crónica, podía llenarse de historia, sobre todo al adoptar el discurso antiimperialista. Esto explica que Molina y Turcios escribieran crónicas y artículos incendiarios en contra de la ocupación norteamericana, sin dejar de ser simbolistas y parnasianos en sus textos personales.

En segundo lugar, en la obra de Domínguez y, sobre todo, en la de Molina, comienzan a definirse los que, en mi opinión, son los cuatro discursos que han dominado nuestra poesía: el amoroso, el militante, el existencial y el metapoético. Quizá no haya poeta hondureño que no se mueva entre estos discursos. Reconozco la prevalencia de los dos primeros, lo amoroso y lo militante, a lo largo del siglo xx; Roberto Sosa (1930-2011), quien sigue siendo nuestro poeta de mayor reconocimiento internacional, está marcado por esta dualidad; esto se extiende a Pompeyo del Valle (1929), otro poeta de su generación, y, sobre todo, a los de la generación posterior: José Adán Castelar (1941), Rigoberto Paredes (1948-2015), José Luis Quesada (1948), Galel Cárdenas (1945), Fausto Maradiaga (1947-2014), Efraín López Nieto (1948), e, incluso, a quienes publican a partir de los ochenta: Juan Ramón Saravia (1951), José González (1953), María Eugenia Ramos (1959), Oscar Amaya (1949) y David Díaz Acosta (1951).

Aunque esto suene a encasillamiento, no hay duda de que estos poetas comparten rasgos esenciales en términos generacionales y discursivos. Tampoco hay que negar la importancia de la presencia de Roberto Sosa, quien influye en muchos de ellos y a veces termina eclipsándolos.

Otros poetas siguieron el rumbo de una poesía mucho más privada y hasta hermética, marcada por preocupaciones existenciales que se traducían en dilemas metapoéticos; esta línea, que no llega a ser corriente, proviene de Domínguez, pasa por Jorge Federico Travieso (1920-1953), se formula con mayor claridad en Oscar Acosta (1933-2014) y alcanza su mayor expresión en Antonio José Rivas (1935-1995) y Edilberto Cardona Bulnes (1935-1991); más tarde aparece concentrada (quisiera decir, crispada) en Livio Ramírez (1943), quien vuelve a Molina y se replantea los conflictos éticos y estéticos del Modernismo. Con un tono y preocupaciones distintas, a esta línea pertenece parte de la poesía de Segisfredo Infante (1956).

Tras esta nómina de hombres, en lo que a la poesía escrita por mujeres se refiere, el siglo xx estuvo dominado por Clementina Suárez (1906-1991), quien, desde los años treinta, irrumpió con una poesía anómala, por su rebeldía y heterodoxia, en un medio que seguía siendo provinciano; la poesía amorosa se volvió erótica y el oficio de poeta se planteó como un compromiso ético que adoptó un discurso no político, sino civil. Para las poetas de los ochenta y noventa, Suárez se convirtió en la poeta que había derribado muros vivenciales y discursivos.

Nuestro siglo xx no estuvo marcado por la ruptura, sino por la transición generacional; no hubo en nuestra poesía esos enfrentamientos generacionales feroces que ocurrieron entre poetas de tantos países. Quizá se deba a que la mayoría de los escritores frecuentaba los mismos espacios y, sobre todo, al traspaso de posiciones éticas y estéticas frente al medio, la situación del país y el papel de la poesía; un título de Fausto Maradiaga lo define: La palabra y sus deberes. Esto no significa que todo fuera armonía, pues entre poetas de una misma generación o, mejor dicho, de un mismo grupo, nunca faltaron las rencillas y los arrinconamientos propios del oficio.

Dramas públicos, apegos privados

La escisión modernista entre la persona pública y la privada se profundiza y llega a definirse por completo en la llamada Generación de la Dictadura. A pesar de haber crecido en el período de la dictadura de Tiburcio Carías Andino (1932-1948), la persona pública de estos poetas se definió por dos circunstancias históricas: la Revolución Cubana y el movimiento izquierdista centroamericano que se inició en los años sesenta. De ahí provienen los dos libros que definen la poesía comprometida de Roberto Sosa: Los pobres (1969) y Un mundo para todos dividido (1971). Estas circunstancias también fueron esenciales para libros como El fugitivo (1963) y Cifra y rumbo de abril (1964) de Pompeyo del Valle. Sin embargo, ambos poetas llegan a un choque violento con la realidad después de haber establecido una relación directa y hasta íntima con las cosas en sus primeros libros. A pesar de la militancia política, nunca abandonaron este tono en su poesía. De hecho, Pompeyo del Valle volvió por completo a la poesía amorosa en sus últimos libros. Así, esa relación sencilla y hasta inocente con las cosas reaparece, para el caso, en Caligramas (1959) y Muros (1966), de Roberto Sosa. En «Tegucigalpa», del segundo libro, dice: «Vivo en un paisaje / donde el tiempo no existe / y el oro es manso. / Aquí siempre se es triste sin saberlo. / Nadie conoce el mar / ni la amistad del ángel. / Sí, yo vivo aquí, o más bien muero. / Aquí donde la sombra purísima del niño / cae en el polvo de la angosta calle. / El vuelo detenido y arriba un cielo que huye (1966, p. 24). Y en «Niños del arroyo», de Pompeyo del Valle: «Los niños del arroyo juegan con pequeños / trozos de luna que sacan del agua sucia. / Los niños del arroyo fabrican, con estos / pequeños trozos brillantes, agudas navajitas / con las cuales se complacen en herir alegremente / el corazón de sus madres tristes» (1991, p. 32).

Un elemento que define a estos poetas, así como a los otros miembros de su generación, es el uso que hacen de la metáfora, producto de una relación con el lenguaje que se vuelve esencial en la poesía posterior. No es que en estos primeros libros se busque la expresión directa, sino una nueva retórica que se afianza en una metáfora iluminada por la sencillez cotidiana: «trozos de luna que sacan del agua sucia». Hasta el espacio se prestaba a este tipo de poesía. Precisamente, en el poema de Sosa reaparece ese sabor provinciano de Tegucigalpa que Molina detestaba. La diferencia estriba en el hecho de que Sosa encubre ese color local, que atrapaba a Molina, a través de un discurso metafórico que universaliza la experiencia en la provincia. Por otra parte, el polvo de las calles angostas, del primer poema, y los arroyos de agua sucia, del segundo, delatan esa modernidad periférica que define el carácter de la ciudad. La sombra de la crónica modernista se pasea por ese «cielo que huye» en el poema de Sosa. Además, en los poemas citados hay una atmósfera de violencia —el niño que cae en el polvo, en Sosa, o las navajitas que hieren a las madres, en Del Valle— que impide volver a esa relación sencilla y transparente con las cosas que se encontraba en la poesía anterior. Las influencias eran otras, sobre todo la Generación del 27, Vallejo, Neruda, la poesía italiana, etcétera. Luego vendrían el Surrealismo, la Antipoesía, la poesía alemana, Eliot y Pound, por mencionar a algunos. Si la poesía hondureña anterior no había pasado, por decirlo así, por 1922 —año esencial para la literatura contemporánea por la aparición del Ulises de Joyce, La tierra baldía de Eliot, Trilce de Vallejo y Altazor de Huidobro—, nuestra tardía vanguardia estaba empeñada en ponerse al día. Esta vanguardia es, en realidad, una postvanguardia que logró darle otra dimensión a nuestra literatura, incorporándola al universo descubierto por Vallejo, Huidobro, Neruda y los poetas españoles del 27. Sólo así se explica esa renovación lingüística, sobre todo metafórica, impulsada por esta generación. Esto generó una obra que, si bien ha sido muy diversa, se ha caracterizado por la convivencia de los dos proyectos ya señalados: el público, sobre todo en Sosa, Del Valle y Nelson Merren; y el privado, especialmente en Oscar Acosta, Antonio José Rivas y Edilberto Cardona Bulnes. Esto no implica que la separación sea absoluta y que estos poetas no compartan temas y actitudes similares.


Sin duda, Cardona Bulnes está más cerca de Acosta y, sobre todo, de Rivas que de los otros poetas del grupo. Desde sus primeras publicaciones los tres han mantenido una actitud de reserva y hasta de silencio en todo lo que se refiere a su quehacer literario. Por varias circunstancias, Cardona Bulnes y Rivas llevaron al extremo su silencio, pues se retiraron a su ciudad natal y no salieron sino poco tiempo antes de morir. Acosta, en cambio, ha tenido una vida pública muy activa, pero esto no ha alterado la privacidad en que se ha mantenido su poesía. Su caso es similar al del mexicano José Gorostiza, quien nunca abandonó esa actitud de retiro a pesar de sus labores de gobierno y, sobre todo, del enorme impacto de su obra. Esta actitud personal es consecuente con la obra. El proyecto de Acosta consiste en construir una poesía totalmente privada cuya singularidad y hermetismo, como luego ocurrirá en Rivas y en Cardona Bulnes, es producto de exploraciones con el lenguaje casi sin antecedentes –ni mucho menos seguidores– en la literatura hondureña. Desde su primer libro, Poesía menor (1957), la lectura de la poesía de Acosta siempre será «en voz baja», incluso cuando se trata de temas civiles: poemas a la patria, a un héroe nacional o a una ciudad.

A propósito, hay dos temas casi ineludibles en la literatura hondureña: la patria y Francisco Morazán; sobre este último han aparecido antologías completas y varias novelas y libros de ensayo. Volver a estos temas es parte de una necesidad ontológica que busca definir la identidad nacional o la hondureñidad a partir de eventos históricos que quizá nunca pierdan vigencia. Aunque este tema requiera un estudio aparte, cabe mencionar que Morazán, el hombre y el mito, es el símbolo esencial de una identidad posible que el hondureño siente que le fue arrebatada en el siglo xix y a la que todavía se siente con derecho. Por lo tanto, Morazán se ha convertido en lo que Fredric Jameson califica de «una alegoría nacional» (1972, p. 24) en la que se proyectan las aspiraciones, no del todo definidas, de una colectividad. Esto permite que la discusión trascienda el ámbito meramente intelectual y adquiera los visos de una preocupación ciudadana. Al ser transformado en discurso, dentro del gran registro que define nuestra nacionalidad, el nombre de Morazán entra fácilmente en el espacio de la manipulación y, de hecho, de más está decir que desde ese mismo nombre, plagiado por la demagogia, se han ganado elecciones presidenciales.

Asimismo, tanto en los temas amorosos como en los civiles, parece que la poesía hondureña se ha visto obligada a pagar una deuda histórica con el siglo xix. Los conflictos del presente hacen que se vuelva a los temas civiles decimonónicos por una necesidad ontológica de redefinir la hondureñidad. Sin embargo, es paradójico que al Morazán antiespañol se le cante, para usar un término de la época, en formas del Romanticismo español. El regreso al Romanticismo implica, así, una dependencia que también ha contribuido al aislamiento de nuestra literatura. Por esa necesidad intrínseca del hondureño de definir una identidad que siempre ha sido elusiva, no sorprende que un poeta tan cercano a la poesía pura como Acosta o un poeta tan íntimo como Jorge Travieso busquen señas de identidad, no como poetas, sino como hondureños, frente a Morazán. Sin embargo, en el caso de estos poetas es la relación personal con el lenguaje la que acaba imponiéndose al tema civil. Es decir, la solución siempre es textual porque el compromiso es primero con la poesía.

En la poesía hondureña es frecuente este diálogo con nuestros antepasados patrióticos (los próceres decimonónicos) o literarios (poetas ya fallecidos). En ambos casos se trata de definir una identidad nacional, en el primer caso, y poética, en el segundo. Esto último es parte de una tradición heredada de los medallones modernistas; recordemos que, en Azul, Darío le dedica varios poemas o «medallones» a algunos poetas con los que se identifica y que definen su propia identidad artística. Lo mismo ocurre en la poesía hondureña, desde los medallones de Molina hasta los poemas que el mismo Acosta y Livio Ramírez le han dedicado a Molina.

En Acosta reaparece ese dilema que llevó a Froylán Turcios a apegarse al Romanticismo y que hizo que Pompeyo del Valle abandonara la poesía comprometida y se autocalificara de poeta amoroso; esto es parte de ese apego «a la vieja concepción cultural del yo», del que hablaba Rama (1985, p. 33). El hecho de que muchos poetas hondureños hayan vuelto, por decisión o convicción, a una poesía tan tradicional en el tono y los temas ha contribuido a restarle dimensión internacional a nuestra literatura. Por una parte, las influencias que han transformado la literatura universal nos han llegado tarde y, por otra, nos hemos apegado a un paternalismo intelectual que nos ha impedido establecer una distancia saludable entre nosotros y nuestros mayores. Además, hemos caído en la trampa de un maniqueísmo discursivo que tiene sus bases en nuestra realidad sociopolítica. A esto ha contribuido una crítica escasa y complaciente que termina canonizando al poeta y volviendo intocable su obra. Además, en muchos casos, el crítico termina imponiendo sus predilecciones.

Algo le falta a la poesía hondureña: una actitud de enfrentamiento generacional, de reacción de un movimiento literario respecto a sus predecesores. Se trata de una literatura sin parricidios, en la que los jóvenes en ninguna época han asumido con claridad y determinación esa actitud que Monsiváis señala a propósito de los jóvenes escritores mexicanos de varias generaciones: «Si no somos distintos al pasado inmediato nunca habitaremos el presente» (2000, p. 54). No ocurrió, para el caso, la saludable irreverencia antidariana que liberó a la Generación del 25 en Nicaragua y definió su rebeldía tanto estética como política. A pesar de lo prematuro de esta revuelta, su actitud era necesaria para acabar no con Darío, sino con el desgaste ditirámbico que se hacía del Modernismo. Por el contrario, la literatura hondureña, en general, está plagada de transiciones generacionales. Hay que dejar claro que el hecho de carecer de una tradición literaria vuelve difícil la tarea de definir a cada generación. La convivencia, en una misma época y en los mismos espacios intelectuales, de poetas que supuestamente pertenecen a distintas generaciones ha hecho posible una transición sin violencia entre diferentes estilos y perspectivas éticas y estéticas. Al único extremo que se ha llegado es al ataque personal, que a pesar de su virulencia no ha impedido el traspaso de influencias y credos literarios.

Hay varias circunstancias que explican esta actitud, es decir, la falta de una tradición de la ruptura. Por una parte, se debe a la longevidad de las dos estéticas que marcaron nuestra literatura durante el siglo xx: el Romanticismo, filtrado a través del Modernismo, y la poesía militante. El primero no fue abandonado en el Modernismo ya que, por el contrario, fue esencial para definir las bases estéticas y hasta políticas de éste. Así, en el primer Modernimo se funden la tradición romántica —que ocurrió en América, en los primeros libros de Darío, y en España, en el sempiterno credo becqueriano de Jiménez— y la renovación neo-simbolista. Como señalé, en la literatura hondureña de principios de siglo convivieron románticos y modernistas, haciendo que, incluso bien entrado el siglo, el Modernismo no abandonara su filiación romántica decimonónica, ni en la obra de Turcios ni en la poesía de Travieso, aunque en este último se da una transición hacia la generación posterior. Esta convergencia generó, entre otras actitudes, una «pureza amorosa» que no abandonó a muchos de los poetas de la segunda mitad del siglo, como Acosta, Del Valle, Sosa y Rivas. A pesar de la distancia estética y política, no ocurrió ningún rompimiento violento, como no fueran los ataques, no a la poesía, sino al poeta. Esto último tampoco ha contribuido a definir a cada generación, pues a algunos poetas se les aísla de sus contemporáneos para volverlos blanco fácil de la agresión. Cardona Bulnes está marcado por esta experiencia. De hecho, Helen Umaña señala que «Roberto Sosa, en 1981, lo incluyó —junto con José Luis Quesada [1948], José Adán Castelar [1941] y Rigoberto Paredes [1948]— entre los representantes de la “novísima poesía hondureña”» (1992, p. 264). La intención, en este caso, no es encontrarle un lugar a Cardona Bulnes dentro de la tradición literaria hondureña, sino aislarlo de la generación a la que en realidad pertenece: la del cincuenta. Al separarlo de este grupo, se niega tanto su diálogo con Acosta y Rivas como las propuestas renovadoras de su poesía. Además, su obra está alejada, generacional y estéticamente, de los poetas entre los que Sosa lo ubica, quienes se inscriben dentro de la otra estética que ha dominado nuestro siglo literario: la de la poesía militante o comprometida. Ésta se extendió a lo largo de la segunda mitad del siglo y ha hecho coincidir a poetas de distintas épocas: desde Sosa, cuya obra abarca más de cuatro décadas, hasta los que comenzaron a publicar en los ochenta e, incluso, en los noventa, como David Díaz Acosta (1951) y José Antonio Funes (1963).


Otro elemento clave de esta falta de parricidio es el hecho de que practicamos un excesivo respeto a nuestros mayores, no sólo en lo literario, sino en todos los ámbitos, desde la política y la religión hasta las relaciones familiares. Desde la Colonia, el hondureño se ha visto sometido a un culto ininteligible a la autoridad y a la persona que la encarna. En el plano lingüístico se manifiesta en la jerarquía establecida por el uso del usted que, sin duda, demarca estratos sociales y autoritarios en todas las esferas. En lo histórico, aparte del patético «licenciadismo» –heredado de la Colonia, vía México–, la historia nos ha legado próceres que seguimos con mentalidad escolar y un desconocimiento demoledor de su obra escrita y, por ende, de su ideario. Esto último le ha facilitado la tarea a la demagogia, que ha ganado elecciones en nombre de próceres reducidos a meras fórmulas de un civismo hueco y abultado. En lo político, ha sido obvio el impacto del militarismo dictatorial en la forma en que nos definimos frente a la autoridad; en este caso, el respeto se ha transformado en terror. Por lo tanto, la carencia de una tradición de la ruptura no es exclusiva de la literatura.

 

Entre tradición y renovación

Dice Monsiváis que los jóvenes escritores buscan ser diferentes del pasado inmediato para conquistar su propio presente. En nuestra poesía, los jóvenes han conquistado su presente sin rupturas violentas; en muchos poetas jóvenes se refleja nuestro apego a las transiciones generacionales. Lo que sí ha cambiado es la percepción del papel de la poesía; la palabra ya no asume los deberes de otras generaciones y otras épocas. Para el caso, el discurso militante, prevalente en la poesía de fines de los sesenta a los ochenta, ha perdido su importancia, sobre todo por los cambios ocurridos en la región centroamericana; algunos poetas asociados a este discurso dieron el giro hacia la poesía amorosa, como Pompeyo del Valle y Rigoberto Paredes. No quiere decir que el compromiso poético-político haya desaparecido; esto fue evidente después del golpe militar de 2009.

El gran conflicto librado por los modernistas entre el poeta y el medio ha cambiado, pero sólo para empeorar. A la severidad de la crisis económica se suma una violencia sin precedentes, ahondada por el narcotráfico; cada día se sobrevive peligrosamente mientras se buscan espacios de creación. Sin embargo, los poetas más recientes no responden a esta crisis desgarradora con una postura discursiva en la que la ética y «el deber» ciudadanos se imponen a la estética, como lo hicieron algunos poetas de otras generaciones frente al militarismo; en otras palabras, no se recurre a la tan trajinada denuncia ciudadana que tan mala poesía nos dejó. No se le da la espalda a la historia; ésta entra ahora a la poesía convertida en una experiencia asumida desde una voz estrictamente personal.

Los cambios históricos van a la par de cambios estéticos. La mal llamada poesía de denuncia da paso a búsquedas personales centradas en trascender la inmediatez o, mejor dicho, la trampa de la poesía escrita para poner a prueba un discurso sociopolítico. Esto se refleja en la poesía de José Antonio Funes, por ejemplo, quien comenzó a publicar a fines de los ochenta, en una época en la que todavía se vivían las secuelas del terrorismo de Estado, así como llegaba la marea de los conflictos de los países vecinos. Su primer libro, Modo de ser (1989), es fundamental para entender el paso de una poesía pública –donde se asume el discurso comprometido con la realidad histórica– a una poesía privada –en la que la solidaridad ciudadana se vierte a través de la experiencia personal–. En su primer libro se advierte un tono intensamente humano y solidario que se ahondará en su poesía posterior, la que, sin abandonar la presencia del dolor humano, se vuelve mucho más personal. Esto ocurre, para el caso, en «Bajo una verde sombra», poema de ineludible raigambre histórica que, a través de la presencia del padre, se asume como un drama personal; al final del poema, la dignidad del padre se impone a la humillación histórica y personal.

La gravedad del tono de gran parte de la primera poesía de Funes da paso, en su poesía posterior, al distanciamiento saludable entre poeta y mundo que llega con la madurez; el poeta descubre que, sin dejar de ser valedera, la experiencia del drama también puede verse desde un centro no ocupado por el poeta. En algunos casos, el filtro lo da el humor. El tema que en la poesía de Funes mejor se presta a esta descentralización del drama personal es el amoroso.

Menciono este asunto de la gravedad en el tono porque me parece que es una característica compartida por muchos jóvenes poetas. En ellos se advierte una seriedad en la escogencia de la temática, en su tratamiento y en el mundo de referencias literarias y vivenciales a las que remite la poesía; esto puede ser parte del hecho de asumir el oficio con una seriedad que lo pone por encima de la banalidad y la brutalidad del medio. Se crea, así, una poesía que busca afincarse en la universalidad de la condición humana, no en una percepción anacrónica de la historia. Un buen ejemplo de ello es la poesía de Marco Antonio Madrid; su poesía, sobre todo su primer libro, La blanca hierba de la noche (2000), está anclada en un mundo de referencias clásicas; de la misma manera, a la temática le corresponde un lenguaje que se mueve, con gran versatilidad y eficacia, entre la gravedad y la transparencia. Aunque muchos poetas hayan frecuentado la biblioteca griega, a quien más se acerca Madrid dentro del canon nacional es a Edilberto Cardona Bulnes, poeta con el que comparte algunas de sus preocupaciones estéticas, aunque sin llegar al hermetismo de la poesía pura, tan característico de Bulnes. Alguna vez me pregunté por el sentido que tiene el convocar lo clásico en una ciudad de las Honduras; su sentido, como bien lo entienden ambos poetas, reside en el hecho de querer universalizar la experiencia humana, trascendiendo así el tan trajinado asunto de las literaturas nacionales; la poesía, parafraseando a Paz, es un asunto de lenguaje, no de fronteras.

El primer libro de Madrid es una noticia feliz en la poesía hondureña; es una obra de madurez que no da cabida al «nada mal, para ser un primer libro». Por el contrario, se trata de un libro reposado, cuya solidez reside en un trabajo cuidadoso del lenguaje que le permite iluminar viejos temas. Hay en este libro, como en el segundo de Madrid, La secreta voz de las aguas (2010), el apego a un lenguaje que el tiempo ha puesto a prueba; esto lo reflejan los títulos de sus libros, así como la mayor parte de los títulos de sus poemas. Es un lenguaje que, como los temas abordados, evoca otras épocas y otra concepción del oficio de hacer poesía. Entre el exceso de poesía pública ligada a causas, Madrid es un poeta de poetas, sobre todo en su primer libro; en el segundo, la gravedad del lenguaje da paso a una mayor transparencia, como el López Velarde —a quien me remite esa vida mínima y entrañable de «las tierras altas»— que regresa al pueblo, su «edén subvertido», y encuentra a la prima Águeda.

Finalmente, el hecho de que Madrid le rinda homenaje, en uno de sus poemas, al modernista Juan Ramón Molina constituye en sí una de las tradiciones de la literatura hondureña. Me refiero a esa necesidad, tanto literaria como ontológica, que nos lleva a volver a eventos y personajes de un pasado que quedó mal resuelto; por eso, para el caso, nuestra narrativa vuelve a Francisco Morazán, el general decimonónico de sueños truncados; por eso nuestra poesía vuelve a Molina, el poeta abatido por el medio. Se podría ir más lejos y decir que ambos son dos de nuestros padres inconclusos.

Atrapado en el provincialismo tegucigalpense, Molina fue nuestro primer flâneur. Por ello, es el primero que se plantea la posibilidad del mito urbano, es decir, con él comienza la tradición poética de inventarle mitos a la ciudad. Tegucigalpa entra, así, en la mitología literaria universal, como tantas ciudades del mundo. Borges, dice Sarlo, le inventó mitos a Buenos Aires; y uno piensa en el Montevideo de Benedetti, la Ciudad de México de Pacheco, La Habana de Lezama, entre tantos etcéteras notables. Al igual que Morazán y Molina, Tegucigalpa es otro de nuestros grandes mitos literarios, por lo que ha sido tema recurrente de muchos de nuestros poetas.

La poesía de Rebeca Becerra entra en esta mitología, y, como Molina, se pasea Sobre las mismas piedras (2002), título de su primer libro. Si bien Molina se sentía atrapado en Tegucigalpa y la aborrecía, Becerra asume de frente el diálogo con la ciudad, la desafía «con algo de infierno en los ojos», como dice en el mismo libro. Es sumamente revelador que Becerra escriba una poesía de espacios cerrados; sus cuatro libros, dos todavía inéditos, ocurren y transcurren en espacios confinados: la ciudad, en Sobre las mismas piedras y en El principio y el fin; la tumba, en Las palabras del aire (2006); la casa y el cuerpo, en Esa voz que se consume. De hecho, la ciudad, la casa y el cuerpo son espacios recurrentes en su poesía. Se trata de un encierro ontológico, creativo y hasta políticamente opresivo; esto último es patente en poemas sobre los efectos del terrorismo de Estado, tema éste que acerca su poesía a una de nuestras más perecederas tradiciones. Sin embargo, como Funes, Becerra asume el «terrorífico insomnio» como un drama personal que lo aleja de la diatriba pública. Quizá el mejor ejemplo sea Las palabras del aire, un gran poema orgánico que constituye uno de esos poco frecuentes casos en que nuestros poetas se enfrentan a la arquitectura del libro-poema; como una cinta de Moebius, el libro se mueve entre dos realidades, el sueño y la vigilia; su gran lección quizá sea el que nos obligue a preguntarnos de qué lado están la vida y la muerte.


En estos cuatro libros, al confinamiento, físico u ontológico, se le opone la rebeldía liberadora del amor, el erotismo, los sueños y, claro, la poesía misma. La poeta sigue ocupando el centro del mundo, lo que explica ese tono grave y a veces sentencioso de casi toda su poesía. Sin embargo, uno de los elementos renovadores de la poesía de Becerra es la incorporación de lo que podría llamarse un surrealismo cotidiano que revela el lado luminoso de las pequeñas realidades de la vida: «Cortinas que caen derramando flores sobre el piso de granito» (en «Apenas te escribo», de Esa voz que se consume) o la presencia ubicua de la amenaza: «La mesa solitaria / devorando / los hombres / las mujeres» (en «Desafío», de Sobre las mismas piedras). Las instancias en que estas imágenes luminosas y amenazantes se filtran en la poesía de Becerra son frecuentes, por lo que ya son parte esencial de su lenguaje; constituyen una presencia de doble filo: liberadora, porque trasciende los límites de la cotidianeidad, y opresiva, al revelar el lado absurdamente brutal del medio en que se vive.

El movimiento dentro de espacios cerrados también es recurrente en la poesía de Salvador Madrid. Tengo a mano dos de sus libros inéditos: Mientras la sombra y El resplandor de los ojos cerrados, títulos de por sí sugerentes, pues remiten a ese choque de realidades que se acechan constantemente. Se vive en medio de esa fisura que puede expandirse en el lugar y en el tiempo; de ese centro feroz surge la poesía de Salvador Madrid. Esto explica el tono desafiante y hasta beligerante de la mayor parte de sus poemas. Repito, ya no estamos en el territorio de la denuncia política, pero sí hemos vuelto a replantearnos viejos dilemas, abiertos y dejados inconclusos por los modernistas. El siglo que media los agravó; los nuevos poetas los reasumen como conflictos ontológicos, sin buscar resolverlos, pues esa tarea no les corresponde.

Existe, sí, la conciencia de habitar un lugar que es un tiempo endurecido, mal hecho, imperfecto: «Insistimos en creer / que la perfección es intocable / y que para nosotros lo imperfecto / es el único destino» («Sin quemar las naves», de Mientras la sombra). Esta es, francamente, una admisión dolorosa, vista en todo su peso histórico, pues habla de un país pesado de imperfecciones, ese «país asesinadísimo», que decía Livio Ramírez. No es que se busque la apócrifa «tierra ideal», como se dice en el mismo poema; estos poetas buscan, como lo hicieron tantos, un lugar digno o con al menos cierta cercanía a la dignidad. Pero tampoco se trata de pose o de militancia, pues también se reconocen los límites de la poesía; estos poetas han aprendido, y muy bien, la lección: primero hay que sobrevivir para después hacer poesía. Ésta es lo que se pasa en limpio –como hacíamos en los cuadernos de la escuela primaria– del caos. La poesía surge de esta relación conflictiva, por lo que se vuelve un punto de mira, ese panóptico ocupado por el poeta; esto, como he dicho, explica el hecho de que el joven poeta se vea en el centro: «El hombre joven sabe que la única ventana / a la que puede asomarse en su vida / es el agujero en el pecho del hombre viejo» («Dialéctica», de Mientras la sombra); también explica ese tono sentencioso que reaparece en Salvador Madrid.

Como en el caso de Becerra, en la poesía de Salvador Madrid existe la presencia constante de una amenaza que se vuelve mucho más tenebrosa por ser impredecible. Se trata del mismo conflicto histórico al que ahora les toca enfrentarse a estos poetas. La respuesta es un discurso metapoético, quizá como la única forma de encarar el grave asunto de la supervivencia creativa y existencial; esto de ser «cronista de los despojos» («Ordenanza del caído», de Mientras la sombra), puede fácilmente convertirse en una trampa para la poesía. Este es un riesgo mayor que antes amenazó a tantos poetas y que, sin duda, los jóvenes poetas pueden ver con claridad, como ocurre en la poesía de Salvador Madrid, quien dialoga directamente con el mundo interior y con el mundo transitado por la tradición. Reconocerse o no parte de una tradición fronteriza no es una de sus preocupaciones, aunque esto resulte inevitable por compartir historias y espacios con sus antecesores; tampoco importa que estos poetas constituyan una generación. Lo que vale la pena resaltar es que hay en ellos temas y preocupaciones compartidos, y, sobre todo, en cada uno, una voz reconocible, lo que no es poco decir. Todo ellos también comparten la convicción de que, en un país empecinado en hacerle honor a su nombre, los libros, como dice Funes, no nos dan «la prueba del cielo», pero sí de la existencia.

Ese afán de ser distintos del pasado inmediato para conquistar su presente, como decía Monsiváis, lleva a los jóvenes de cada generación a inventarse precursores, como quería Borges. Quien se vislumbra como uno de esos precursores, y, hasta ahora, el más significativo, es Edilberto Cardona Bulnes, el poeta ninguneado por sus pares y ahora rescatado tanto por narradores, como Mario Gallardo, Giovanni Rodríguez y Gustavo Campos, como por poetas, entre ellos Marco Antonio Madrid, Salvador Madrid y Rolando Kattan. No existe el peligro de que Cardona Bulnes termine eclipsándolos, como el efecto que Roberto Sosa tuvo en algunos de los poetas de los 70 y 80; se trata, más bien, de reclamarlo como maestro porque su obra, como la de estos jóvenes, se aleja de la inmediatez del discurso histórico-político que marcó, en gran medida, a dos generaciones: la de Sosa y la de Adán Castelar. Los jóvenes también reconocen en Cardona Bulnes lo que Foucault llamaba una mala escritura, es decir, la escritura que se rebela al canon literario y sociohistórico: se rompe, así, con una tradición discursiva, aunque esa ruptura no sea total; como mencioné, no dejamos de pagar una deuda con nuestros antepasados, sobre todo literarios.

Este dilema al que se enfrentaron por primera vez románticos y modernistas entre tradición y renovación reaparece, para el caso, en Animal no identificado (2013), de Rolando Kattan, quien, como Cardona Bulnes, busca la tradición afuera, aunque no se desprenda del todo de los confines nacionales. Su libro se inscribe en el afán borgiano de la historia universal, y tiene la virtud, no muy frecuente en la poesía hondureña, de no tomarse tan en serio y hasta llegar a deleitarse en los pequeños accidentes de la Historia, como en su «Tratado sobre el cabello», poema en el que al despeinado Einstein le sigue Hitler, «el de los cabellos más ordenados» (2013, p. 16). Por esa necesidad que padece todo escritor de «ordenar hacia atrás la historia literaria que conocemos», como dice Beatriz Sarlo (2016), vale decir que en la poesía de Kattan se reconoce al lado del humor intelectual, de corte borgiano, que Rigoberto Paredes introdujo en la poesía hondureña, el tono sentencioso presente en la poesía de los jóvenes antes mencionados. Es decir, tradición y renovación. Pero, repito, Kattan busca otras tradiciones como muy pocos poetas hondureños lo han hecho; esto le lleva a recorrer otras geografías intelectuales y humanas, desde la poesía china («A mi lado alguien lee un libro escrito en mandarín»), hasta las islas del Pacífico: en su hermoso poema «Kiribati», la infancia y el futuro se buscan en una isla que, a pesar de la lejanía, se vuelve parte de la mitología literaria, geográfica y personal. Volvemos a la necesidad de inventarse mitologías y, en este caso, de buscarlas, aunque esta vez no sea en las sagas nórdicas borgianas sino en la inmediatez y portabilidad de Wikipedia. Pero no todo es búsqueda transfronteriza, pues en este libro también están las calles de las Honduras, la cabañuela, las canicas de la infancia, la botánica nacional con sus árboles («Poética») que recuerdan aquel almendro del patio que no les falta a tantos poetas hondureños, como el buey dariano. Buscar otras tradiciones no implica desapego de la tradición reconocible; esto se hace por elección o convicción. Esta no es una anomalía, pues el mismo Borges pasaba de Evaristo Carriego a Stevenson. Lo que persiste, invariablemente, es el dilema, al que tanto he aludido y que ni románticos ni modernistas fueron capaces de resolver.

A la velocidad intelectual modernista los jóvenes responden con una proliferación de publicaciones autogestionadas y de pequeñas editoriales independientes que ha acelerado la producción de libros. A esto se suman la promoción y, sobre todo, la autopromoción cibernética. Habrá que darle tiempo a este torbellino para tener una idea más clara del panorama de la poesía hondureña de principios de siglo. Sin embargo, no sorprende que algunos de estos jóvenes se enrumben por los caminos predecibles de toda iniciación poética: Rimbaud, Bukowski y, sin desentonar, el infrarrealismo de Bolaño; no es casual que Cardona Bulnes entre en esa nómina de anómalos. Tampoco sorprende que vayan de la tradición oriental a las «tierras altas» del interior, del universo al patio, de las grandes urbes literarias a Tegucigalpa.

 

NOTA

Ensayo originalmente publicado en Cuadernos Hispánicos, enero de 2017.

 

Bibliografía

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Molina, Juan Ramón. Tierras, mares y cielos, Ediciones Paradiso, Tegucigalpa, 1992.

Monsiváis, Carlos. Salvador Novo. Lo marginal en el centro, Era, México, 2000.

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