terça-feira, 14 de dezembro de 2021

PABLO THIAGO ROCCA | Viajes a varias naciones remotas del mundo de Ignacio Iturria, contadas en ocho partes, siguiendo el ejemplo del cirujano y capitán de navío Lemuel Gulliver



Capítulo I. De cómo somos continuamente solicitados por las imágenes y nos es difícil explicar la importancia de mirar un cuadro

Acompáñame unos minutos, estimado lector. No puedo prometerle que vaya a escribir algo que jamás se haya dicho. Pero sí que voy a escribir sinceramente, lo cual ya es mucho para estos tiempos. Vivimos inmersos en un mundo de imágenes. Vaya noticia. Sin embargo, por más que se repita esto hasta el hartazgo, nunca antes había sido tan cierto, tan desmesuradamente cierto. Nuestros cuerpos están dispuestos, por así decirlo, en el centro de miríadas de círculos concéntricos: acechados por las más diversas solicitaciones. A cada golpe de vista, una invitación a ver y a ser vistos. Pantallas de iphones, tablets y teléfonos celulares, ordenadores, televisores, cajeros automáticos, anuncios publicitarios, etiquetas de productos, propaganda política, señalética del tránsito, carteles luminosos y de los otros, de los impresos y de los pintados. Imágenes digitales, fotográficas, electrónicas, portátiles, de tinta impresa sobre papel, recortadas en plástico, acrílico, traslúcidas, coloridas, luminosas, eléctricas. La ciudad es una intrincada colmena de indicaciones y de indicadores que nos reclama, incesante. No todas las imágenes compiten por nuestro dinero. Eso sí, intentan secuestrar nuestro tiempo. Tomar una porción de nuestras vidas como si nuestra atención pudiera ser saqueada impunemente. Segundo a segundo. Entonces, estimado lector, siento que se torna ardua la tarea de explicar, de explicarnos a nosotros mismos, pero en especial a las generaciones de mujeres y hombres que han crecido entre estas pantallas, por qué motivo debieran traspasar el umbral de un museo, de una galería, de una casa de subastas y detenerse a mirar una pintura. Cuál es la razón que empujaría a alguien a ignorar el prodigioso conjunto de imágenes visto, oído o percibido con sus completos o embotados sentidos durante días, meses y años, para concentrarse y ofrendar un valioso momento de su existencia a ese silencioso espacio rectangular y casi plano, a esa imagen puesta en la pared. ¿Qué significa este detenerse ante una imagen pintada? ¿Es algo que yo, como observador, debería imitar? ¿Es algo que no puedo o no debo hacer? ¿Es un objeto a adquirir? ¿Es algo digno de adorar? ¿Debo interpretarlo o leerlo como si se tratase de un idioma poco frecuente pero útil en algún sentido? ¿Guarda un secreto? ¿Esconde una trampa? ¿De qué me sirve? ¿Cuánto tiempo deberé destinarle? Allí, justo enfrente de mis ojos, tengo el elefantito que un señor pintó sobre un sofá que parece un elefante y el gato que parece un mono. Pero ni el elefantito, ni el sofá, ni el gato, ni el señor que los pintó, me han dicho nada. ¿O me lo han dicho todo?

 

Capítulo II. Del momento que un señor que se apellida Iturria empezó a crear

No era entonces un señor sino un niño. Un purrete de unos tres años que apenas balbuceaba. ¿A dónde vas Ignacio? Le preguntó la madre. A ver mis cosas. Respondió el niño, seseando un poco en las tres eses de la frase. Caminaba, según el hombre dice que le dijeron de mayor, como si estuviera urgido por un asunto importante. El asunto era la parte de atrás de una radio en una habitación en penumbras. El niño se detiene a observar las luces de las válvulas eléctricas y los cablecitos enmarañados que se ven por una hendija del aparato. La voz de la radio suena delante pero el niño la ignora y estudia, como sólo un niño puede hacerlo, la parte de atrás del artefacto. Ciertamente a la búsqueda de un mundo interior, fuera y dentro de sí. El niño se conecta con lo otro en la contemplación, antes incluso que con el garabato y el dibujo. Es ya todo ojo. Y no va por la parte sabida, la del frente. Aun hoy, hombre dedicado a mirar como pintor profesional, lo que busca es parecido a lo que sintió aquel niño que desaparece en el acto de contemplar la parte de atrás de un objeto. Porque Iturria pintando se invisibiliza, desaparece su yo, sus problemas, su mundo exterior, su contorno, deja momentáneamente de existir para fundirse en aquello que pinta. Esto me ha dicho hace unos días. Lo segundo que me contó y se relaciona con esta anécdota, es una reflexión personal en el taller. Me dijo que uno es niño y crece, y luego viene la adolescencia y más adelante uno se establece en el ser adulto. Establecer fue la palabra que empleó. Y que la cuestión es no establecerse. No amarrarse, pienso yo, como si la vida consistiera en trepar por territorios estancos, definitivos, clausurados. Lo que propone el pintor es un ir y venir por estas etapas. Pienso. No se trata de evitar las responsabilidades de la vida adulta o de escapar hacia un mundo intocado y puro. Se trata de no centrarse en una idea convencional del ser, impuesta socialmente y darla por hecho. Esto pienso mientras Iturria contempla con sus ojos de niño las obras en el taller.

 

Capítulo III. Lemuel Gulliver se encuentra con Ignacio Iturria y juntos naufragan en un país desconocido

Volar es hacer que las cosas se vuelvan pequeñas. Hay otras formas de hacerlo. El viaje por tierra o por mar es una de ellas. Al visitar otros países y conocer nuevas costumbres el viajero toma distancia de su entorno habitual, mira de diferente modo, descubre relaciones insospechadas entre los paisajes, las personas y las historias que hay detrás: de los paisajes, de las personas y de sí mismo. Hacia mediados de los años ochenta la pintura de Ignacio Iturria opera una transformación crucial y las figuras de sus pinturas se empequeñecen y enflaquecen giacomettianamente. Endebles figuritas que proyectan nerviosas sombras y se enfrentan a un mundo desproporcionado en el que parecen, sin embargo, moverse a sus anchas. Los espaciales y más luminosos cuadros pintados en Cadaqués han quedado atrás. Quizás fueron como la tormenta que debió atravesar el cirujano Lemuel Gulliver para arribar a Liliput. En otro sentido, en tanto observadores o testigos de sus cuadros, nos resulta difícil identificarnos con las frágiles criaturas que habitan los oscuros lavabos, las mesas solitarias, los roperos desvencijados, los cuartos iluminados por tristes lamparillas colgantes. Observamos la peripecia de estos personajes enclenques con cierta simpatía y conmiseración, porque nos hemos transformado sin quererlo en los reyes de Brobdingnag, el país de grandes montañas y de personas gigantes a las que el ahora pequeño Gulliver tiene por cometido agradar. La pequeñez de las figuras iturrianas nos ha vuelto seres importantes pero indefensos, a los que sólo consuela la pasiva e indiscreta contemplación. El mundo pictórico de Iturria, tan vasto en intertextualidades y símbolos, es, desde esta perspectiva, un mundo cerrado, más aún que el de otros pintores, pues las relaciones escalares imponen ciertas normas contemplativas que no son horizontales, en el sentido que damos a esta expresión cuando hablamos de relaciones humanas. Tras el aparente aspecto lúdico e incluso infantil de sus creaciones asoma también un aspecto ríspido y desesperanzado. También Jonathan Swift (1726) fue leído como autor de cuentos para niños, siendo como es, uno de los padres del anarquismo moderno.

 

Capítulo IV. De cómo los personajes de sus pinturas, los iturrianos, poseen habilidades especiales, son desafiantes y nos recuerdan al proyectar sus sombras que también nosotros, los espectadores, tenemos las nuestras


Pensándolo bien, lo que hace tolerables los ambientes bastante opresivos en los que se mueven la mayoría de los personajes pictóricos de Iturria, es el inquebrantable orgullo que caracteriza a estos últimos y el ejercicio notable de sus facultades circenses. Hábiles trapecistas y malabaristas consumados, son capaces de construir con un puñado de recuerdos de la infancia, colectivas pirámides humanas, puentes y acueductos, escaleras al cielo.

Estos seres que tienen algo de títere de barro, muñeco de alambre y dibujo de párvulo, concentran en su continuo accionar –¿qué accionan?, ¿la idea de un juego infinito?– las memorias de todos los niños que el pintor fue y del que continúa siendo. Con los brazos estirados al cielo, encerrados en botellas, en placares, en cajones, en casas, en cuadros dentro del cuadro dentro del cuadro, montando caballos, elefantes, bicicletas, dominando un balón, trepando edificios, amándose… siempre los habitantes de Iturria, los iturrianos, demuestran una consciencia del presente no exenta de curiosidad y desparpajo. De hecho, no son personajes resignados –rara vez “bajan los brazos”– sino más bien perseveran y asumen los obstáculos y avatares que les toca en suerte con una actitud frontal, desafiante, que interpela a la vez al acontecimiento intradiegético –es decir, aquello que viven al interior del cuadro– y al observador más allá del soporte pictórico. Personitas frágiles pero valerosas, anónimas pero descaradas, los iturrianos son legión y se resisten a la extinción de su especie por más que las condiciones de vida a las que estén sometidos los lleve a veces a una expresión desesperada. No cabe duda de que son seres mentales, construidos a base de pomos de pintura e imaginación: el valor plástico es demiúrgico –se los ve comportarse a veces como marionetas– y sus acusadas sombras negras nos recuerdan una y otra vez que también nosotros, los espectadores, proyectamos las nuestras en el efímero teatrillo de la vida.

 

Capítulo V. De cómo la memoria es materia constitutiva de la pintura y los elefantes son llamados a cumplir una tarea relevante

El elefante es el animal totémico de Iturria. Animal memorioso si los hay. ¿La memoria es la principal materia de la que están constituidos estos cuadros? Los elefantes son maleables como nubes. “Por su forma redondeada y su color gris blanquecino, se consideran símbolo de las nubes. Por los cauces del pensamiento mágico, de eso se sigue la creencia en que el elefante puede producir nubes y de ahí la mítica suposición de la existencia de elefantes alados. La línea elefante, cima de monte, nube, establece un eje universo. Probable derivación de estos conceptos de clara impronta primitiva, el uso del elefante en la Edad Media como emblema de la sabiduría, de la templanza, de la eternidad e incluso de la piedad” (Cirlot, 1978). Tantos atributos para un animal podría resultar sospechoso. Pero los elefantes de Iturria no son como cualquier elefante mitológico. Son animales muebles, de uso cotidiano, que habitan el espacio al mismo tiempo que son habitados. Si, por ejemplo, en la tradición india los paquidermos sirven de cariátides del universo, en la tradición de Iturria, los humanos son las cariátides de los elefantes.

Tres rostros desconcertados se arraciman como dedos en cada una de las dos patas del sofá-elefante. Este contiene en su asiento a otro pequeño elefantito que observa y/o dialoga con un gato o mono situado en lo alto del respaldo. Y este gato-mono porta, como atributo inesperado, otro rostro en el extremo de su arqueada cola. El sofá-elefante tiene un solo ojo para escudriñar el diálogo que sucede entre el elefante pequeño en su regazo y el gato en lo alto del respaldo, ese que lleva otra cara en su cola, y que, pensándolo un poco, quizás esta última también participe de la conservación entre su dueño –su portador– y el elefante chico. En el suelo, los rostros apiñados en las patas del sofá-elefante no pueden saber lo que sucede en el asiento de arriba aunque no se descarta que dialoguen entre sí, de una pata a otra. O quizás comenten, como lo haría el coro de una tragedia griega, esta incapacidad de comunicación de todos con todos, o mejor dicho, esta imposibilidad de transmisión del lenguaje de la pintura al lenguaje verbal. Ahora bien, no deberían faltar en un bestiario iturriano las siguientes entradas: jirafa, mono, gato, perro, león, caballo, buey, mariposa, rinoceronte, tigre, vaca, dinosaurio, mujer y hombre, y todas las combinaciones fantásticas posibles entre ellos y los utensilios de uso cotidiano. En el universo de Iturria todos los animales pueden transformarse en muebles y todos los muebles en animales. No se trata de una cosificación del paisaje sino de una animalización vivificante, en donde el juego subvierte sus propias reglas y siempre hay una salida o una entrada reversible. Finalmente, y ya situados en aparente contradicción con lo antedicho respecto a la pintura de Iturria como un mundo sellado, se podría afirmar que la pintura de Iturria está enteramente abierta a las interpretaciones en tanto permite al observador inmiscuirse en un país fantástico en donde los roles son intercambiables. De ese modo, al menos como virtualidad, el espectador interviene en el juego y adivina o induce en sí mismo la transformación incesante de los seres y las cosas. Pues los recuerdos, estimado lector, son como los elefantes, parecidos a las nubes.

 

Capítulo VI. De cómo la tradición pictórica se puede fundir en la paleta del pintor con una visión escatológica para fijar marcas de pertenencias


La tonalidad ha sido en el transcurso del tiempo uno de los hilos conductores de la obra de Iturria, tanto o más que sus motivos. Con la salvedad de series que incursionan en el azul y blanco, se trata, en general, de una paleta de valores bajos, con variantes sutiles y asordinadas. Recién en los últimos tiempos se aventura hacia un contraste más encendido o un cromatismo jubiloso, en consonancia con la creciente aparición de personajes de los mass media y las tiras cómicas. Hasta hoy la dominante sigue siendo el marrón y el gris azulado o verdoso, en tonos umbríos. Esa fidelidad hacia los colores terrosos y apagados puede deberse a múltiples razones, todas prácticas y plásticas, sin duda, pero no hay que descartar tampoco las influencias pictóricas y las pertenencias simbólicas. En más de una ocasión el artista ha declarado su arraigo localista, en una decisión que manifiesta algo de orgullo y apego al terruño, una cuestión de solidaridad, coherencia intelectual y cierto talante ideológico implícito. Su obra no desdeña la prédica del gran pintor Joaquín Torres García, con la que establece un diálogo sotto voce, del mismo modo que la gestualidad de sus figuras se puede vincular a la movilidad expresiva de los personajes de Pedro Figari, otro buceador de recuerdos regionales. Además, en ciertos aspectos, la obra de Iturria se recuesta a una visión escatológica del ser, en contraste con el misticismo pictórico del primero y el positivismo filosófico del segundo.

Visión escatológica que pone en juego las maquinarias del inconsciente colectivo –inexistente como programa en los dos maestros de la pintura uruguaya citados–, una crítica a la enajenación social y a la burocracia existencial, a lo Kafka, sazonada con pizcas de humor y de sátira. Hablamos de la escatología en el sentido apocalíptico del término, en la atmósfera turbia de una profecía funesta, pero también en el otro, en el sentido de la revulsión intestina. “El olor a podredumbre –afirma Berger (1997, 55) en un maravilloso ensayo autobiográfico– y de allí el olor a putrefacción, a corrupción. El olor a muerte, sin duda. No conduce, sin embargo, a la vergüenza ni al pecado ni al mal, tal como el puritanismo con su desprecio por el cuerpo ha tratado de demostrar. Sus colores son el dorado bruñido, el marrón oscuro, el negro: los colores del cuadro de Rembrandt de Alejandro el Grande con su yelmo.” Berger, se está refiriendo, claro a está, a los colores de la mierda, no como elementos denigrantes o negativos desde el punto de vista estético, sino como exacto reverso del poder, del fingimiento, del discurso edificante de los moralistas. En ese sentido, el color de la tierra y el color de la mierda aportan una carga valorativa semejante. Pero hay otra referencia en la que, a nuestro entender, no se ha reparado lo suficiente. Vivimos al borde de un río marrón grande como mar. Un río de aguas revueltas, sedimentosas, cuyos valores plásticos son, desde el punto de vista de su significación simbólica y de su utilización pictórica, únicos. Al contraste de los cielos intensamente azules se debate el Río de la Plata que arrastra fangosas corrientes amarronadas y violáceas, con ribetes de espuma beige claro, blanco y siena. En algunos cuadros de Iturria se podría imaginar que el artista ha embebido sus pinceles directamente de este paisaje acuoso, sin preámbulos ni médium tintóreo alguno. La pintura es también, antes que la paleta, una circunstancia mental.

 

Capítulo VII. De cómo en un extraño país la pintura fagocita a la tecnología y las máquinas pasan a estar al servicio del hombre

Uno de los temas más caros al artista es la relación entre la naturaleza del hombre y la naturaleza de las máquinas: computadoras, cajas registradoras, radios, lamparitas, máquinas fotográficas y de escribir: son el soporte ideal para un ensayo sobre la eterna modernidad de la pintura. Iturria interviene lúdicamente los artefactos con figurillas animales y humanas que se sirven de aquellos como plataforma de despegue, que utilizan el hueco de una máquina de escribir como piscina, que cuelgan de los hilos de un teléfono ficticio y juegan a hacer carreras de bicicletas en grandes piezas de teclado. Las siluetas de elefantes, perros y caballos se contornean como animales presos en un coto, una suerte de zoológico privado y laberíntico. En este país de Iturria, las máquinas son presentadas como remanentes lúdicos más que serviciales, o bien, sirven en tanto disparadores de utopías improductivas.


Los aparatos son pintados a mano, intervenidos para salvarlos de un sistema de trabajo que utiliza las herramientas seria y ascéticamente como instrumentos perfectos para matar el tiempo. El grumo de la pintura, el empaste, puede verse como una unidad elemental opuesta a la exactitud y la virtualidad del píxel. El artista fagocita la economía del signo tecnológico. Una colección de invenciones inútiles –en versión pictórica y expresionista de “le macchine inutili” de Bruno Munari– es un canto a la apropiación del trabajo y de los medios como formas finales, como destino. Porque en sus intervenciones pictóricas, los medios de comunicación y la tecnología de disfrute cotidiano han dejado de servir como extensiones artificiales de los sentidos para desprenderse de nuestro cuerpo: la lámpara ya no ofrece luz a nuestros ojos, el ordenador no ordena, la máquina de fotos no capta imágenes. Transformar metafóricamente la tecnología en un fin en sí misma, en una base para dibujar, no significa proponer un retorno impecable a la naturaleza. Significa saltarse las etapas y mirar los objetos como lo que serán en el futuro próximo y como lo que fueron antes de ser “conectados”: cosas sin vida o cosas donde la vida puede irrumpir de una manera caótica. También es detenerse a pensar cómo podrían ser si las viésemos por vez primera, sin publicidad ni discursos. Son lo que son cuando la electricidad falta y las barrías se acaban. Rompecabezas de un sueño extraño, chatarra importada. Instrumentos sin sentido que podemos desbaratar como un náufrago en una isla o como un niño que, con o sin maldad, descuartiza insectos para conocer el secreto interior que los mueve. [1]

 

Capítulo VIII. Del contrato que firmamos con las obras sin saberlo y otros devaneos a modo de conclusión

Llegado a este recodo del camino nos proponemos detenernos a responder algunas de las interrogantes formuladas al principio del viaje. O extender el territorio de las dudas y ampliarlas, pero en confianza. En verdad, cada respuesta depende del estímulo pictórico recibido y de quien lo provoca. Suscribo la tesis de Amos Oz (2008) cuando sugiere que entre un escritor y un lector se firma en el comienzo de toda narración un contrato silencioso. “Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros. A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre el escritor y el lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del Quijote y de Ayer mismo, de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese “entre bastidores” no es en realidad lo de detrás de bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras que el lector se imagina que es parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima.” Naturalmente, el desarrollo lineal y temporal de la escritura favorece esta idea que nos propone Oz de un contrato, pues en la medida que el lector se va adentrando en el relato desvela paso a paso la historia. Y en ese sentido, parecería ser un proceso muy diferente a la contemplación de un cuadro o de una pieza escultórica, donde el mundo “narrado” se nos presenta como un todo o como algo ya dado. Sin embargo, en la pintura y las artes plásticas también hay una invitación y descubrimientos. No existe la observación de buenas a primeras. Hay una primera instancia de ver y otra de mirar, y luego otra más y siempre una nueva. Si es cierto que la pintura no cambia su faz física, somos nosotros los que cambiamos y se modifica nuestra percepción de la obra. Toda ella exige en el momento de su encuentro la suspensión de la credibilidad en términos racionales y la concesión de nuestro tiempo, que pasa a ser el tiempo de la obra. No se trata de enfrentar a una realidad construida como quien acomete una tarea hercúlea, sino de preguntarnos a qué clase de juego se nos está invitando a jugar. Para un espectador “externo” que observara a quien observa un cuadro, el contrato entre el pintor y el contemplador pudiera parecerse al que firma un comprador compulsivo en un escaparate. Pero no para aquel que comienza el diálogo y se afana por descubrir los mecanismos del juego propuesto. Las buenas pinturas ofrecen una enorme cantidad de caminos que hacen que nos sea imposible sustraernos a la posibilidad de penetrar en su mundo, más imperiosamente de lo que estamos habituados frente a imágenes en movimiento, imágenes cuyo deslizamiento tiene un efecto hipnótico en nuestras retinas, más superficial y pasajero. Las pinturas nos esperan. “¿Cuándo puede decirse que un cuadro está terminado? –se pregunta John Berger (1995, 94)–. No cuando finalmente corresponde a algo que ya existe, como el segundo zapato de un par, sino cuando se cumple el momento ideal previsto para su contemplación, de la manera en la que el pintor siente o calcula que debería ser. El largo o breve proceso de pintar un cuadro es el proceso de construcción de ese momento.” La obra de Ignacio Iturria es una invitación permanente al juego, a descubrir en la pintura misma las soluciones formales que hacen posible la transmisión de ideas plásticas, con ironía, con amargura, con desparpajo, con audacia. “Claro es que nunca se puede predecir enteramente el momento de su contemplación –confiesa Berger– y, por lo tanto, el cuadro tampoco puede satisfacerlo en su totalidad. Pese a ello, todos los cuadros, por su misma naturaleza, van dirigidos a ese momento.” Internarnos en una pintura de Iturria es escudriñar la parte de atrás de las cosas, como aquel niño que mira a escondidas una radio, para seguir imaginando el espacio que media entre su imaginación y el momento en que comienza nuestro juego.

 

NOTA

1. Versión sintética de un texto publicado por el autor en Brecha, 16/05/2003.

 

Referencias

John Berger (1995): Páginas de la herida; Editorial Visor, Madrid.

___ (1997): “Una carga de mierda”, en Cada vez que decimos adiós, Ediciones de la flor, Buenos Aires.

Juan Eduardo Cirlot (1978): Diccionario de símbolos; Editorial Labor, Barcelona.

Amos Oz (2008): La historia comienza; Ediciones Siruela, Barcelona.

Jonathan Swift (1726): Travels into Several Remote Nations of the World, in Four Parts. By Lemuel Gulliver, First a Surgeon, and then a Captain of Several Ships. Para estos apuntes, se consultó Aneto Publicaciones, Zaragoza, 2012.




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[A partir de janeiro de 2022]
 

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