A mis veinte años yo era mucho
menos tímido que hoy. Consideraba que era la edad precisa para ir a tocar a la
puerta de André Breton a quien yo había escrito algunas cartas de un hermoso
estilo espartaquista, pero del cual no conocía sino las obras y la dirección.
Él estaba solo al lado de la cama de su hija
Aube. Su esposa lo acaba de dejar en medio de problemas caseros sobre los
cuales se ejercía su torpeza natural para los trabajos de interior. Era el náufrago
en la isla desierta y yo experimentaba una molestia extrema de hablarle de
temas que yo había establecido mentalmente en una lista pero que tenía muy poca
relación con la obligación de cambiar las sábanas de la niña. “Venga al café,
me dijo él, encontrará los miembros del grupo”. Y yo comprendí, en ese momento,
la importancia de la palabra “café”, lugar de comunión y de ilusión.
En el café de Place Blanche, al calor entre los
suyos, Breton tomaba rostro. Él tenía el rostro de un tribuno que no podría jamás
gobernar sino sueños y no de seres diurnos. Mejor que nadie, él sentía que
existía una parte disponible en la vida de las personas, un hueco abierto que
la sociedad aún no ocupaba y que venía del lujo agresivo de la poesía. Cuando
él ordenaba su “gran vaso de oxy”, él habría podido, con esa misma voz de Dux,
reclamar una aurora boreal o un bosque petrificado: el mesero le habría traído
esto.
Disponible él mismo, más allá de haberse
rehusado, Bretón jugó desesperadamente a embellecer el mundo. La revolución,
para él no era un partido sino una apuesta. Una mujer que dividía la multitud
pareciendo buscar a alguien de mirada perdida, que se convertía en una
aparición, en un hada, Melusina privada de su espejo y visible a la mirada de
la muchedumbre. Contra la incurable tardanza de las palabras, siempre atrás de
nosotros, solicitaba el azar. No dudaba que esta marcha intuitiva sería pronto
la de la nueva ciencia que, en el olvido voluntario de las reglas de la
víspera, iba amorosamente hacia la excepción desorientada. Entretanto, a pesar
de sus declaraciones perentorias de modernidad, Breton no era un hombre de este
tiempo. Los mitos filosóficos actuales de la alienación y de la
incomunicabilidad, le eran perfectamente extraños. El no creía que los seres
fueran separados: no lo estaban en todo caso por la multiplicidad babeliana de
lenguas sino más que todo por la falsa uniformidad de lenguaje. El error de
tejido que había hecho descarrilar la civilización occidental, supe en ese
momento que Breton lo situaba en plena Edad Media, imputándolo a la famosa “Querella
de los Universales” y a sus posteriores malencontreuses.
Lo que nos atraía en la personalidad de André
Breton, era sólo la parte de la infancia: de una extraordinaria infancia
poética encabritada contra la palabra común donde ella sólo percibía la escuela
de un exilio inhumano. La palabra, el discurso, le eran una moral del
descubrimiento: es decir, del placer. Igual que Charles Fourier de quien
admiraba haber esperado cada día, a horas fijas, sobre una banca en Place
Clichy, a que un desconocido se acercará a proponerle la organización de la
recolecta de cerezas; Breton no esperaba que se le propusieran palabras
evadidas de sus jaulas. Con él, estábamos constantemente conteniendo el aliento
por curiosidades imprevistas y las migajas de sus hallazgos se repartían entre
nosotros como los merodeadores se distribuyen el botín de la noche. Recuerdo un
“neumático” por el cual Breton nos convocaba de urgencia a su domicilio en la
42 rue de Fontaine, para discutir acerca de algún tema importante pero no
definido. Yo asistía en compañía de mi amigo Nicolas Calas cuyo nombre completo
era Calamaris, a quien designábamos en el grupo con el nombre de “Aguilucho”
pues tenía una especie de elegancia revolucionaria que hacía de él el presunto
heredero del patrimonio surrealista. Fue en 1938: algunos meses más tarde,
Calas publicaba en las ediciones Denoël una mezcla de ideas altamente
combustibles bajo el título de: “Focos de incendio”. Mejor informado que yo, él
me preguntó, entre dos estaciones del metro: “¿Has leído el último libro de
Alphonse de Chateabriant, La gerbe des forces. Yo no lo había
leído, había que hacerlo realmente? Sí, porque Breton estaba muy agitado por
esta obra.
En su gabinete de trabajo donde uno se sentía
espiado por una pintura ciega de Chirico, lapidado por las sílex de Tanguy,
había otro Breton diferente al del café: un alquimista fascinado por los
fulgores equívocos de la historia, un druida en los deseos de la niebla. Él es
el druida que había introducido en La gerbe des forces una
cierta encantación pre-cristiana a la que respondía una parte de su corazón.
Que el amor pasara como sospechoso de fascismo no era suficiente para apartarlo
de golpe ni para dictarle una de esas condenas de principio que se pronunciaban
gustosamente en la época y que practicamos aún.
Esa noche me agradó mucho, Breton presa de su
sensibilidad al punto de arriesgar su ideología política, el Breton para quien
la relación del hombre con la naturaleza aventajaba en valor y en verdad a
todas las relaciones del hombre con la sociedad. Cuando uno decide –era su caso–
que el cristianismo ha sido una catástrofe histórica de la cual hemos salido
contrahechos, buscamos la Atlántida en la razón helénica o en las leyendas del
Norte. El alma de André Breton estaba toda envuelta en un germanismo hecho de
paisajes y de sortilegios posiblemente más que de actitudes y de sugestiones
intelectuales.
Esta resistencia a la menor complicidad
cristiana iba muy lejos en Breton: Así, ella le inspiraba una neta reserva
respecto de Víctor Serge a quien yo veía con bastante regularidad y de cuyos
méritos yo hablaba. El reconocía algunos pero el hecho de que Víctor Serge
colaborará en la revista “Esprit” – “la sacristía personalista” de Emmanuel
Mounier– lo colocaba dentro de la categoría de personas en estado de compromiso
avanzado. Más tarde –hacia 1947-48–, Breton había dado más de una señal de
amistad a Michel Carrouges: Pero este último tuvo la inoportuna idea de
publicar un ensayo que pretendía descubrir motivaciones o implicaciones
cristianas en la experiencia surrealista. La crisis de furor que resultó de
esto tomó dimensiones orgiásticas: si hubiera sido posible quemar vivo al
blasfemo Carrouges en una plaza de París, sin duda habría sucedido esto
instantáneamente.
Más de una vez he insistido al lado de Breton
sobre la necesidad, para el surrealismo de someterse a una cura de secreto.
Porque lo propio de la sociedad de consumo moderna no es perdonar las ofensas
sino recuperar bajo la forma de chucherías, de pintorescas comerciales, de
diversión; desde entonces, no está permitido sino la oposición de órdenes
cerradas, una disciplina aristocrática del pensamiento que renunciaría desde el
principio a la vanidad de toda contestación exterior. Cuando el oscurantismo
engalana y legisla hacia fuera, no es más que una luz íntima y celosa de su
espacio inviolado.
Puede ser que Breton haya sido tentado por esta
ocultación del surrealismo. No lo suficiente como para resolverse. Hasta el
final él creyó en la virtud del llamado. Él creyó en el visitante intacto, en
el cristal de la rosa matinal, al contagio de la inocencia.
NOTA
Entrevista realizada en Marzo, 1968. Traducción de Paula Podesta. Originalmente publicada en Grid # 4, París, 1989.
Entrevista realizada en Marzo, 1968. Traducción de Paula Podesta. Originalmente publicada en Grid # 4, París, 1989.
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EDIÇÃO COMEMORATIVA | CENTENÁRIO
DO SURREALISMO 1919-2019
Artista convidado: Winsor
McCay (Estados Unidos, 1869-1934)
Agulha Revista de Cultura
20 ANOS O MUNDO CONOSCO
Número 142 | Setembro de 2019
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