Se podría escribir sobre Susana Wald desde la pintura y llenar páginas enteras sobre el tratado del color, el manejo de la luz, las diversas perspectivas o las imágenes cambiantes que nos adentran por los laberintos del surrealismo y sus vertientes. Desentrañar las huellas de su paso por las líneas que bosquejan escenas fuera de este tiempo, personajes que nos invitan a imaginar diálogos cósmicos. Recorrer la vasta galería de los lienzos que integran su obra, solo para asombrarnos de su capacidad creativa. Y aun así, quedarnos con la sensación de gravitar en un vacío donde la hacedora de universos dejó su impronta para luego reaparecer en otras pinceladas cuadros más adelante.
Inasible Susana, tejedora de sueños, mística
y filósofa, algo chamana y sacerdotisa, sabia como esas raíces añosas que se arraigan
en la profundidad de la tierra. Inagotable y desbordante en las palabras: en todas
aquellas que ha escrito y en todas aquellas que ha pronunciado, las cuales atesoro
de manera entrañable en un espacio de tiempo que se da a luz en el tratado del alma.
Susana mujer, hermana mayor, maestra de espíritu
libre e irreverente. Inquisitiva como buena filósofa. Aguda y perspicaz porque su
avidez de aprendizaje no se colma ni se calma con unas cuántas charlas de café o
con la lectura de mil libros para cruzar la noche existencial.
Inagotable Susana que me ha brindado el privilegio
de entrever la estatura de su alma en conversaciones que han comenzado en el ocaso
y se han quedado en puntos suspensivos a pesar de haber visto amaneceres.
A Susana la conocí en ocasión de la festividad
de un encuentro surreal, de una convocatoria para espíritus errantes cuya cita fue
fraguada por cuatro almas cómplices, Alfonso Peña, Amira Gazhel, Miguel Lolhé y
Gaetano Andreoni, que bajo el conjuro de una frase por demás sugestiva Las llaves del deseo conjuntaron a un grupo
de viajeros que fueron arribando en los primeros días de abril del 2015 a San José
de Costa Rica llevando por equipaje una alforja cargada de imágenes oníricas.
La noche de mi encuentro con Susana estaba destinada en el fluir de nuestras coordenadas y aquel festival de arte surrealista, que duró apenas una semana, fue suficiente para intuir que en esta vida las almas pueden reconocerse y develarse en un instante cargado de infinito.
Cuando nos presentaron éramos ajenas la una
de la otra. A ella la conocía por referencia en festivales literarios realizados
tiempo atrás en El Zócalo de la Ciudad de México. Mi nombre para ella era absolutamente
desconocido, aunque después descubrimos que a pesar de habitar distintas geografías
compartimos más amigos de los que imaginamos.
Esa noche después de presentarnos, nos asignaron
un cálido y confortable piso lo suficientemente amplio para respetar las individualidades
en caso de que cada una quisiera ensimismarse en su habitación sin intromisiones.
Cada quien dentro de su espacio escuchaba el
movimiento de la otra en el cuarto contiguo. Estábamos desempacando. De pronto,
un problema doméstico sobre el agua caliente y la regadera nos llevó a romper el
silencio. Mientras investigábamos el desperfecto podía sentir la mirada penetrante
de Susana observándome e inquiriendo: quién
es ésta, cuál es su lugar de procedencia. Y así, sin preámbulos y viéndome directamente
a los ojos preguntó: de dónde vienes. En
otras circunstancias hubiera contestado: de Baja California, pero cuando me tropecé
con la profundidad abismal de su mirada, intuí que mi respuesta podía regalarme
la posibilidad de un viaje inesperado por senderos desconocidos e inexplorados.
Supe a un nivel espiritual que tenía frente a mí a una mujer que le hubiera podido
contar historias a Sherezada. No podía perder la valiosa oportunidad de conocerla.
Entonces le contesté: vengo de un lugar donde
la arena ha tomado las calles, donde la geografía se percibe como una vastedad que
puede conducirte a la locura y pone a prueba todos tus sentidos. Las temperaturas
pueden alcanzar hasta los cincuenta y cuatro grados centígrados en el verano y la
luz es tan intensa que reverbera creando espejismos. Vengo del desierto de Baja
California. Vengo de Mexicali. Y tú ¿de dónde vienes?, ¿conoces el desierto?
Susana sonrió con ese gesto cómplice que sólo
ella tiene cuando quiere anticipar que lo que ha escuchado no le es desagradable
y luego contestó: sí, un poco. He conocido el desierto, el más seco del
planeta, el Desierto de Atacama, inmenso, fascinante. Ocupa grandes zonas de cuatro
países, Perú, Bolivia, Chile y Argentina. Zona poblada por milenios. Se siente presencias,
como que queda alguna esencia de la vida humana en los lugares, incluso cuando los
abandonan.
Su respuesta
fue una sacudida cósmica al descubrir que estaba frente a alguien que conocía el
Desierto con mayúsculas, no por sus deslumbramientos o por sus arenas cambiantes
y camaleónicas, sino por la sabiduría ancestral que habita en aquellas sequedades.
En unas cuantas palabras Susana me había arrojado al arenario metafísico. Después
de semejantes respuesta era imposible irme a dormir. Para ese momento nos habíamos
movido un poco dentro del departamento. Estábamos más cerca de su cuarto que del
mío y le pedí permiso para entrar y sentarme a la orilla de su cama. Ella también
se sentó en el otro extremo en silencio sin dejar de observarme, pienso que me miraba
entre curiosa y divertida. Y ahí estaba yo, ansiosa por atisbar los prodigios de
su alforja. Ávida de intercambiar mis abalorios por sus piedras preciosas.
Hechicera Susana que dejas caer las palabras lentamente para que nos fuguemos con ellas, para que deseemos traspasar los umbrales del sueño, para que nos adentremos en la nocturnidad de ecos ancestrales. Posees el don de articular palabras en múltiples lenguas. De pronunciar vocablos con ritmos infinitos. De conjurar la música que habita en las vocales de distintos idiomas. Si el Sultán te hubiera conocido habría olvidado la noche para no naufragar en las múltiples visiones de ti misma.
A partir de ese momento y durante muchas noches,
viajamos a través de las palabras, convocamos imágenes de otros tiempos, retacerías
de nuestro transitar por este mundo. Fragmentos de ecos olvidados en espacios imposibles
de la memoria. Fuimos de una geografía a otra deambulando por territorios inhóspitos.
Celebramos el prodigio de la luz y del sol que siendo el mismo no se prodiga con
igual intensidad en cada latitud Convocamos temperaturas extremas para reconocernos
precarias y vulnerables en nuestro caminar a la intemperie. Celebramos las diferencias
culturales y nos deslumbramos ante nuestras coincidencias.
No necesitamos salir a danzar bajo la luna,
ni articular palabras en dialectos extraños, ni macerar hierbas aromáticas para
proclamarnos mujeres en el aquí y ahora, en el devenir de los tiempos y en todo
aquello que se da a la luz en la gestación de nuestro propio universo: la creación
que se prolonga en tiempos subsecuentes de generación en generación desde la abuela
Eva. Hicimos saltar chispas a nuestro alrededor sin necesidad de fuegos fatuos.
Y así, nos alcanzó el despuntar de varios amaneceres, entretenidas y curiosas desalojando
cada una su baúl interior para sacar del fondo, instantes cotidianos
convertidos en objetos, en imágenes, en letras y depositarlos sobre el suelo de
una habitación compartida, como si fueran palabras escritas donde poder leer el
libro de la vida. Y todo
esto, bajo el conjuro de un vasto cielo estrellado en San José.
Susana, viajera de los tiempos, tu cauda resplandece
en la penumbra para iluminar un reloj que no tiene minuteros; cuando nos adentras
en horas de ensoñación que brotan de tu hoguera creativa, para llevarnos a sitios
que se levantan en insólitas imágenes. Ahí en un espacio donde habitan el sueño
y la vigilia, donde la mente activa disminuye su ritmo y los contornos desaparecen
para emerger en figuras que se balancean en un ir y venir fantasmagórico. Ahí donde
podemos imaginar una y mil formas como reminiscencias de un universo primigenio.
Una mañana sin apenas darnos cuenta nos separamos, pero no nos despedimos. Cuando conoces a Susana es imposible decir adiós. Su abrazo es tan cálido que abate las fronteras y las distancias. Hay un vínculo cósmico que nace de sus ojos y que deja su impronta en las miradas que atraviesa a su paso y que es capaz de resistir todas las tempestades.
Antes de lo que imaginas,
iré a visitarte,
le dije, y mientras tanto seguiremos conversando.
Así trasladamos nuestras charlas al espacio digital e iniciamos un intercambio festivo
sin prisas y bajo una luz distinta. En ese ir y venir de las palabras concebimos
con alegría la idea de plantar entre las dos un pochote o un tulipán.
Ambas estuvimos de acuerdo que
el acto de plantar nos hermanaba en un sentido más profundo. Era como poder juntar
simbólicamente algo de nuestras raíces y de nuestra esencia.
Finalmente
nos inclinamos por El pochote que es un árbol vasto y pródigo, tan generoso como
Susana. Además, tiene atributos curativos como el arte y es fecundo como la amistad
que nos hermana. Antes de plantarlo ya me emocionaba pensar que conforme fuera creciendo
nosotras creceríamos con él y en él.
Así llegó el día de la siembra: hemos plantado
una Pochota a un costado del callejón de la luna. Ahí donde habita Susana. La hermosa
casa donde vive rodeada de una vegetación que también se alimenta con la savia de
su dueña, como los árboles que crecen en el campo y que se extienden hasta donde
la vista alcanza, como esa pochota que juntas hemos sembrado llenándonos de lodo
hasta la cabeza. Al sembrarla nos hemos hundido en el barro compartiendo en el lenguaje
onírico la metáfora de la vida que expira y que comienza a un mismo tiempo en un
renacer infinito. La pochota crece fuerte y desafía el devenir de las adversidades
como el alma de mi entrañable Susana que extiende su sabiduría como un cúmulo de
hojas bienhechora para todo aquel que quiera cobijarse bajo su sombra.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO
Número 160 | novembro de 2020
Artista
convidada: Susana Wald (Hungria, 1937)
Fotógrafa
convidada: Dulce Ángel Vargas (México, 1981)
editor geral | FLORIANO MARTINS
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editor assistente | MÁRCIO SIMÕES
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MARTINS
revisão de textos & difusão
| FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
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