segunda-feira, 14 de dezembro de 2020

NAUFRAGIOS DEL TIEMPO I – IV

 

El hombre es divino en la experiencia de sus límites.

GEORGES BATAILLE

 


I
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Su pezón sobresalía como una pequeña isla en el océano. Los pecados son profundos. El agua fluía por la hierba de su cuerpo tembloroso. Sus piernas se hundieron en mi mirada. Ninguna de las dos pensó en preguntar el nombre de la otra. El mar le llenó los pulmones de frágil resistencia. Tosió cuando el crepúsculo cambió de color. Su mano descuidada acarició mi vientre. Su mirada venía de las frías noches del mar. Cuando subí a su bote, un círculo de enredaderas me estaba esperando para escribir la fortuna de lo efímero. El cielo se desplegaban en nuevas simetrías, regurgitando los símbolos de su ambivalencia. Sus lágrimas eran una sospecha de castidad.

Estamos en lados opuestos, pero si me dejas morir puedo renacer a tu lado. Podemos cubrir la noche con la cúpula de nuestros espíritus irradiados. Bebería de tu abundancia, me iluminarías con tus insaciables jeroglíficos.

Cuando traté de decirle algo, mi confesión se rompió en palabras que ni siquiera yo escuchaba. Ella volvió inefable, emulando a la madre de todas las cosas incomparables. Como un imperio de milagros reacios. Y comencé a recibir a sus guías, con la emoción de sus luces preparaba el escenario para que ella me buscara en la semejanza, en la fructífera armonía de sus elementos sagrados. Uno de sus caboclos me instruyó:

Debes llamarla Cibeles, la amante de los abismos, la que encenderá las raíces delirantes en tu carne.

 En el círculo de enredaderas se abrió una habitación que me invitaba a conocer el origen de sus pilares. Ese pasaje fue una especie de canal que me condujo al calor de sus metáforas. Cibele me quería acurrucada en su cuerpo como un kundalini, como si yo fuera su bola vital, su fe en los días ascendentes de nuestras caricias. No debería haber ninguna restricción entre nosotras. La deidad primordial busca la representación del ser humano como esos pájaros que anidan en el lomo rocoso bajo los torrentes de agua. Haría de su piel mi fuente, un caldero vigorizado por la inmersión de cada nuevo símbolo en sus entrañas. Arena anticipada de mil copas donde repartiría mi néctar en una orgía mística.

La inmensa habitación, sin embargo, no se correspondía con el oro de un principio tan sublime y su destello de hechizos. Oscuro, lúgubre, el piso lleno de excrementos, el nauseabundo olor a orina, tumbas abiertas, exaltada inmundicia, todo allí describía una materialización del daño– quizás por deducción simple que todas las perversiones se aferran al inconsciente como un alma de otro mundo que fue asignada para salvarnos. El azar sería mensajero y ladrón. Cuando rompemos la bolsa por el nacimiento de lo que algún día seremos, nuestro antiguo hogar también parece un huevo podrido. Tenemos que deshacernos de todo el pasado. Una nueva alma inquieta nos conduce por un pasillo de seductores amaneceres. Pero no todas somos Cibele.

 


II
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Cibeles, Atis, Damia, son solo unos de los nombres que me han otorgado desde la noche de los tiempos. He vivido en el interior de las cavernas– allí donde los abismos dejan de ser verticales para convertirse en laberintos que esperan a nuevos Teseos. Alguno de ellos habrá de lamerme los senos– y al hacerlo perderá la memoria. Mi olor lo alejará de Ariadna y mis curvas sinuosas serán su única ruta. Las naos de Egeo caerán en el remolino de mi aliento, su valiente ejército desaparecerá en las profundidades de Poseidón– su verdadero genitor. Los gestos de la guerra, aprendidos en largos y penosos entrenamientos bélicos, se transmutarán en peanos que cantan a la gloria eterna del dios de las profundidades– emulando a los que Corina de Tanagra enseñó a Píndaro.

Teseo, al igual que los innumerables Teseos que han pasado por mi lecho, duerme a mi lado hasta el confín de los tiempos. No hay escapatoria posible. El regreso es una utopía aun para aquellos que no logran olvidar del todo sus vidas fastuosas en los palacios de su infancia. Cuando me canso de estar recostada a su lado juego con sus bajeles o bato las palmas para escuchar los cánticos. Mientras, mi larga cabellera es peinada por un séquito de Perséfones– o bien, me sirven de palafreneras que cuidan los corceles de Poseidón. En ellos cabalgo por las planicies del tártaro, la estela que dejan sus cascos sirve de teatro para la danza de los delfines.

 

III.

 

El nombre de Teseo es Alfredo. Lo supe desde nuestro primer encuentro, cuando lo vi en el metro y bajamos en la misma estación. Alguna fuerza secreta me llevó a seguir sus pasos. Las ciudades crecieron confusas, con sus exilios mal planificados. Las calles serpenteaban como un laberinto de serpientes amorosas. Alfredo, ciertamente, no conocía su destino, y caminaba con enigmático descuido. Las luces se aclararon como si en cualquier momento la oscuridad cayera sobre nosotros. Un pensamiento extraño me golpeó, haciéndome sentir parte de este mundo. Quizás fue solo un sueño, hecho posible por la mera mención del nombre de Teseo. En una esquina observé una gran mesa con los platos sucios– señal de una comida abandonada con bastante premura. Las antorchas aún estaban encendidas. Ni siquiera las ratas e insectos se quedaron para el banquete interrumpido. ¿A cuántos dioses no les gustaría ser recordados así, en medio de esta inusual ausencia de sus adoradores? ¿Cuántas oraciones se abortaron sin comprender el origen de ese milagro insospechado? Alfredo se acercó al centro del comedor y tomó un vaso de lata reseco– nada más le interesaba. También busqué entre las sobras algo comestible. Fue inútil. Alfredo me miró por primera vez. Nuestro silencio tejió un manto de símbolos que nos abrigarían –aún no lo sabíamos– durante largas noches. Cuando salimos de allí nos fuimos a acostar bajo un árbol desnudo en el centro de una plaza. Pronto estaríamos envueltos por una densa niebla, aún así teníamos plena conciencia de la sensación eléctrica que nuestros cuerpos despertaban el uno en el otro. Dormimos un rato. Soñamos el mismo sueño que nos llevó de allí al interior de una antigua mansión.

 


IV
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El camino que nos condujo a la vieja casona estaba bordeado de árboles centenarios que en tiempos estivales debían dar sombra a las personas que se aventuraban por esos parajes inhóspitos. Era noche de luna llena, así que el sendero estaba iluminado– sólo se oía el canto de las lechuzas y el golpe de las olas en los acantilados. Sentía la presencia de Alfredo como si formase parte de mí mismo– poco a poco me uní a su cuerpo puesto que yo era su sombra.

No hablamos, al menos no con sonidos– sin embargo, entablamos un diálogo que correspondía al de una pareja que lleva milenios viviendo el uno al lado del otro. Los recuerdos aparecían nítidos en mi memoria y la sensación de orfandad, que me daba un aire lúgubre, desapareció por completo.

Al cabo de unas dos horas de marcha –¿o serían dos siglos?–, llegamos delante de un portal descolorido y pesado que aún conservaba un aldabón mohoso. Al tocarlo, la puerta se abrió como si la mansión esperase nuestra llegada. Entramos a un hall aparentemente desnudo– sus paredes, llenas de grietas, dejaban ver pedazos de papel que alguna vez fueron signo de su esplendor. Al fondo vimos una escalera de caracol. Comenzamos a subir, la madera crujía al igual que una barca en alta mar– el aire húmedo y salado se adhirió a nuestra piel– reconocimos la morada que nos cobijó en alguna vida anterior. Después de un largo ascenso llegamos a la buhardilla– al fondo estaba Cronos atado a una silla– el tiempo estaba detenido. Sus ojos no reflejaban incertidumbre– entendimos que ese era su dominio y que nosotros formábamos parte de su feudo. 

 


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Agulha Revista de Cultura

UMA AGULHA NO MUNDO INTEIRO

Número 162 | dezembro de 2020

Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)

editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com

editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com

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ARC Edições © 2020

 


 

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