El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
I.
Su pezón sobresalía como una pequeña isla
en el océano. Los pecados son profundos. El agua fluía por la hierba de su
cuerpo tembloroso. Sus piernas se hundieron en mi mirada. Ninguna de las dos
pensó en preguntar el nombre de la otra. El mar le llenó los pulmones de frágil
resistencia. Tosió cuando el crepúsculo cambió de color. Su mano descuidada
acarició mi vientre. Su mirada venía de las frías noches del mar. Cuando subí a
su bote, un círculo de enredaderas me estaba esperando para escribir la fortuna
de lo efímero. El cielo se desplegaban en nuevas simetrías, regurgitando los
símbolos de su ambivalencia. Sus lágrimas eran una sospecha de castidad.
– Estamos en lados opuestos, pero si me dejas morir puedo renacer a tu
lado. Podemos cubrir la noche con la cúpula de nuestros espíritus irradiados.
Bebería de tu abundancia, me iluminarías con tus insaciables jeroglíficos.
Cuando traté de
decirle algo, mi confesión se rompió en palabras que ni siquiera yo escuchaba.
Ella volvió inefable, emulando a la madre de todas las cosas incomparables.
Como un imperio de milagros reacios. Y comencé a recibir a sus guías, con la
emoción de sus luces preparaba el escenario para que ella me buscara en la
semejanza, en la fructífera armonía de sus elementos sagrados. Uno de sus
caboclos me instruyó:
– Debes llamarla Cibeles, la amante de los abismos, la que encenderá las
raíces delirantes en tu carne.
En
el círculo de enredaderas se abrió una habitación que me invitaba a conocer el
origen de sus pilares. Ese pasaje fue una especie de canal que me condujo al
calor de sus metáforas. Cibele me quería acurrucada en su cuerpo como un
kundalini, como si yo fuera su bola vital, su fe en los días ascendentes de
nuestras caricias. No debería haber ninguna restricción entre nosotras. La
deidad primordial busca la representación del ser humano como esos pájaros que
anidan en el lomo rocoso bajo los torrentes de agua. Haría de su piel mi
fuente, un caldero vigorizado por la inmersión de cada nuevo símbolo en sus
entrañas. Arena anticipada de mil copas donde repartiría mi néctar en una orgía
mística.
La inmensa habitación,
sin embargo, no se correspondía con el oro de un principio tan sublime y su
destello de hechizos. Oscuro, lúgubre, el piso lleno de excrementos, el
nauseabundo olor a orina, tumbas abiertas, exaltada inmundicia, todo allí
describía una materialización del daño– quizás por deducción simple que todas
las perversiones se aferran al inconsciente como un alma de otro mundo que fue
asignada para salvarnos. El azar sería mensajero y ladrón. Cuando rompemos la
bolsa por el nacimiento de lo que algún día seremos, nuestro antiguo hogar
también parece un huevo podrido. Tenemos que deshacernos de todo el pasado. Una
nueva alma inquieta nos conduce por un pasillo de seductores amaneceres. Pero
no todas somos Cibele.
II.
Cibeles, Atis,
Damia, son solo unos de los nombres que me han otorgado desde la noche de los
tiempos. He vivido en el interior de las cavernas– allí donde los abismos dejan
de ser verticales para convertirse en laberintos que esperan a nuevos Teseos.
Alguno de ellos habrá de lamerme los senos– y al hacerlo perderá la memoria. Mi
olor lo alejará de Ariadna y mis curvas sinuosas serán su única ruta. Las naos
de Egeo caerán en el remolino de mi aliento, su valiente ejército desaparecerá
en las profundidades de Poseidón– su verdadero genitor. Los gestos de la
guerra, aprendidos en largos y penosos entrenamientos bélicos, se transmutarán
en peanos que cantan a la gloria eterna del dios de las profundidades– emulando
a los que Corina de Tanagra enseñó a Píndaro.
Teseo,
al igual que los innumerables Teseos que han pasado por mi lecho, duerme a mi
lado hasta el confín de los tiempos. No hay escapatoria posible. El regreso es
una utopía aun para aquellos que no logran olvidar del todo sus vidas fastuosas
en los palacios de su infancia. Cuando me canso de estar recostada a su lado
juego con sus bajeles o bato las palmas para escuchar los cánticos. Mientras,
mi larga cabellera es peinada por un séquito de Perséfones– o bien, me sirven
de palafreneras que cuidan los corceles de Poseidón. En ellos cabalgo por las
planicies del tártaro, la estela que dejan sus cascos sirve de teatro para la
danza de los delfines.
III.
El nombre de Teseo es Alfredo. Lo supe
desde nuestro primer encuentro, cuando lo vi en el metro y bajamos en la misma
estación. Alguna fuerza secreta me llevó a seguir sus pasos. Las ciudades
crecieron confusas, con sus exilios mal planificados. Las calles serpenteaban
como un laberinto de serpientes amorosas. Alfredo, ciertamente, no conocía su
destino, y caminaba con enigmático descuido. Las luces se aclararon como si en
cualquier momento la oscuridad cayera sobre nosotros. Un pensamiento extraño me
golpeó, haciéndome sentir parte de este mundo. Quizás fue solo un sueño, hecho
posible por la mera mención del nombre de Teseo. En una esquina observé una
gran mesa con los platos sucios– señal de una comida abandonada con bastante
premura. Las antorchas aún estaban encendidas. Ni siquiera las ratas e insectos
se quedaron para el banquete interrumpido. ¿A cuántos dioses no les gustaría
ser recordados así, en medio de esta inusual ausencia de sus adoradores?
¿Cuántas oraciones se abortaron sin comprender el origen de ese milagro
insospechado? Alfredo se acercó al centro del comedor y tomó un vaso de lata
reseco– nada más le interesaba. También busqué entre las sobras algo
comestible. Fue inútil. Alfredo me miró por primera vez. Nuestro silencio tejió
un manto de símbolos que nos abrigarían –aún no lo sabíamos– durante largas
noches. Cuando salimos de allí nos fuimos a acostar bajo un árbol desnudo en el
centro de una plaza. Pronto estaríamos envueltos por una densa niebla, aún así
teníamos plena conciencia de la sensación eléctrica que nuestros cuerpos
despertaban el uno en el otro. Dormimos un rato. Soñamos el mismo sueño que nos
llevó de allí al interior de una antigua mansión.
IV.
El camino que nos condujo a la vieja
casona estaba bordeado de árboles centenarios que en tiempos estivales debían
dar sombra a las personas que se aventuraban por esos parajes inhóspitos. Era
noche de luna llena, así que el sendero estaba iluminado– sólo se oía el canto
de las lechuzas y el golpe de las olas en los acantilados. Sentía la presencia
de Alfredo como si formase parte de mí mismo– poco a poco me uní a su cuerpo
puesto que yo era su sombra.
No hablamos, al menos
no con sonidos– sin embargo, entablamos un diálogo que correspondía al de una
pareja que lleva milenios viviendo el uno al lado del otro. Los recuerdos
aparecían nítidos en mi memoria y la sensación de orfandad, que me daba un aire
lúgubre, desapareció por completo.
Al cabo de unas dos horas de marcha –¿o serían dos siglos?–, llegamos delante de un portal descolorido y pesado que aún conservaba un aldabón mohoso. Al tocarlo, la puerta se abrió como si la mansión esperase nuestra llegada. Entramos a un hall aparentemente desnudo– sus paredes, llenas de grietas, dejaban ver pedazos de papel que alguna vez fueron signo de su esplendor. Al fondo vimos una escalera de caracol. Comenzamos a subir, la madera crujía al igual que una barca en alta mar– el aire húmedo y salado se adhirió a nuestra piel– reconocimos la morada que nos cobijó en alguna vida anterior. Después de un largo ascenso llegamos a la buhardilla– al fondo estaba Cronos atado a una silla– el tiempo estaba detenido. Sus ojos no reflejaban incertidumbre– entendimos que ese era su dominio y que nosotros formábamos parte de su feudo.
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Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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