El hombre es divino en la experiencia de sus límites.
GEORGES BATAILLE
IX.
La fuerte lluvia no contuvo el fuego que siguió devorando las ruinas del
pueblo. La pequeña iglesia está desfigurada por las llamas y en su interior, en
la columna central del presbiterio, cuelga un Cristo al revés, atado por los
pies. Escucho mi nombre desde el otro lado del fuego. Aquí no hay forma de
nacer ni de durar. Teseo, Teseo, eres nuestra dirección. Las voces insisten y se amontonan alrededor de una palabra que suena
a imperativo. Desde que dejé de ser un héroe, y me convertí en consejero de
peregrinos, nadie pronuncia ese nombre. Escucho los gritos resonando desde un
laberinto: Tenemos que irnos, es un terremoto. Teseo, debes guiarnos. El paisaje lúgubre asusta a la lluvia, y
de pronto, en todo ese campo abierto prolifera una plaga desértica donde las
voces, una vez más, me perturban: Dios está pendiendo de un hilo, Teseo,
solo tú puedes salvarlo. Me niego a creer
en un dios que necesita ser salvado. Los minotauros no crean alas. ¿Cómo puede
alguien que cree en el cielo y el infierno suplicar a otros que salven al
casto, al libertino ladrón, a la rata que se escapó? El terremoto crece en el
interior del hombre, el nauseabundo devorador de obleas. Me niego a ser el
héroe de este bastardo ordinario, el excluido de su propia imagen, la manzana
podrida que alguna vez creyó que era oro. ¡Fuera de mí, malditas voces! Aquí
solo encontrarán a Alfredo, el único que puede mostrarles un camino donde la
salvación está prohibida. El fuego se llevó todos los papiros. Ni siquiera
recuerdo en qué año fue. Un pequeño diablo, sentado en los escombros de una
plataforma, gruñó con los restos de una Biblia en sus manos, mientras rompía
las palabras de las páginas al azar y luego se las tragaba. Según él, esas
palabras podrían contener un encantamiento que permitiría la unión de Dios y el
Diablo. Todo, sin embargo, parecía igual. Este fue mi último consejo, no el
acto heroico de Teseo, sino la ingeniosa duda de Alfredo. Al creer en una
deidad, el hombre se rindió a sí mismo.
X.
Cronos seguía atado a las enredaderas, de
cuando en cuando visitaba en sueños a Alfredo– una forma de reencontrarse de
nuevo con su amado y valiente Teseo. Era consciente que los tiempos cambiaban y
con ellos las divinidades. La Teogonía
de Hesíodo había sido reemplazada por un libro, La Biblia, cuya parte más antigua pertenece a una religión
desaparecida antes que él mismo existiese, como la mesopotámica. ¡Vaya
laberinto! Cronos es completamente consciente que el tiempo da vueltas en redondo, y que no hay escapatoria posible.
En
esas visitas nocturnas Alfredo sentía que el dios del tiempo se instalaba en la
mitad del colchón– entre él y su sombra. Volvía a sentir la humedad de la vieja
casona y el olor a encierro. Las rémoras del anciano le producían escozor y su
transpiración de molusco lo ahogaba.
A
veces, para escapar a esa sensación de enclaustramiento, decidía levantarse del
jergón de paja e irse a caminar solo hasta los riscos donde las olas del mar se
rompían con una brutalidad que lo dejaba aturdido. Luego sentía una fuerza
descomunal que lo lanzaba una y otra vez al vacío. Como si fuese un moderno
Sísifo, cuya piedra es el peso de la vida misma. Y cuando no caía por los
acantilados era una enorme fisura que se abría ante él– una bestia que abría sus
fauces para tragárselo entero. Entonces aullaba como fiera herida. Sentía que
era acorralado por decenas de gladiadores en el centro de un antiguo circo
romano– mientras que cientos de espectadores aplaudían su humillación. Al
despertar, Cronos ya se había ido– y él y su sombra destilaban agua salada. La
fatiga lo dejaba postrado, inerme– sentía una vez más la derrota. El héroe de
antaño nunca salió del laberinto.
XI.
Debemos ser conscientes de las fuerzas
que operan al otro lado del espejo. Cibele vivió un tiempo en una antigua
pensión en Santillana del Mar. La habitación la prepararon ella y su asistente–
su único mobiliario eran una cama, un armario y una bañera en el centro– y
encima un pentagrama dibujado con tiza. Lavinia era una mujer tan legendaria
como la princesa a la que había prestado su nombre. La piel de su rostro
representaba las escrituras de un papiro antiguo. Desnudas, realizaban un
ritual irrepetible cada vez que se bañaban juntas. En los extremos del
pentagrama pusieron velas. ¡Cuántas virtudes enigmáticas se recibieron allí
mientras Lavinia estuvo ausente para dar cabida a cada una! Cibele leyó en su
rostro:
– Los fracasos desmienten el destino que se da por
sentado.
Lavinia inmediatamente
abrió los ojos y otra presencia hizo que un pasaje brumoso apareciera en la
mente de su amada recordando las sinuosas calles que rodeaban el lugar. Ella
caminaba por ese laberinto de piedras, una maraña de salidas– temía que no
llevaran a ninguna parte. Lavinia le dio de beber un elixir de verduras que le
hizo olvidar todo eso. Cibele contuvo la respiración y volvió a tantear el
rostro de su amante:
– No hay forma de envolver la espiral y dejar afuera los
espejos.
De nuevo un repentino
cambio en la cara de Lavinia. Las aguas se repetían en sus cuerpos como
expresión de inmortalidad. Sin embargo, Cibele se dedicó a la escena aislada y
no a las repercusiones en su espíritu. Los orgasmos se multiplicaban cada día y
en ocasiones Lavinia empacaba sus trucos para salir de allí. Cibele pasó por
los cinco elementos de su cuerpo y volvió a tocar su rostro:
– Las dos direcciones están listas para ir y venir.
Aquella frase, escrita
bajo una de las cejas de Lavinia, era casi ilegible y Cibele la recitó con
cierta indecisión. No hubo ningún cambio en el rostro de la asistente. Todo el
decorado que las rodeaba desapareció. Poco a poco, otro escenario fue
emergiendo como un rompecabezas. La brevedad de la vida, los gestos disociados,
los contrarios duplicados hasta el agotamiento. Cibele y Lavinia se sintieron,
por primera vez, abrazadas por el símbolo de su unión. La arquitectura que las
rodeaba era una torre alargada de vidrio y metal, con tantos pisos como la
imaginación pueda contar. Desde donde estaban, era posible observar toda esa
ciudad tentacular con su opulencia ambivalente. Cada símbolo parecía existir
según su adjetivo. En una esquina de ese espacioso salón había una silla y un
hombre atado a ella con ocho cadenas de energía. Cuando Lavinia lo señaló,
Cibele soltó rápidamente el nombre de Cronos.
– ¿Cómo llegó aquí?
Al otro lado de la
brecha una figura curva barría el piso repetidamente, yendo y viniendo con la
escoba– y por más que barría, la habitación seguía igual de sucia.
– No puedo creer que sea Alfredo. Mi amor, ¿cómo llegamos
aquí? ¿Cómo es posible?
XII.
Los espejos
conducen a mundos paralelos– máxime si están rodeados de agua. Los gestos, los
pensamientos, las palabras, perforan el lago de sus lunas. Lavinia lo sabía muy
bien– no en vano lleva el nombre de la princesa legendaria a la que Virgilio
recuerda en su poema– aunque nunca le da voz. Como la Casildea de Vandalia de
Cervantes. Mujeres sin voz. La Lavinia de esta historia habla por ellas dos y
por mil mujeres si es menester. Ella no es la esposa de Eneas sino la amante de
Cibele. Y con ella todas las puertas permanecen abiertas, no hay umbrales
prohibidos– cada vez que los atraviesan penetran en el tiempo y en sus
infinitos juegos.
Con
la palabra perforan la roca y los huecos del tiempo.
Con
la palabra saltan de un escaque al otro.
No
son fichas de ajedrez.
Son
la reina y el caballo.
En
uno de los cuadros del tablero hay un trono soberbio que le sirve a Cronos para
recordarles a Lavinia y a Cibele que él sigue dominando los silencios, las
auroras, el cenit y los crepúsculos. Escribe sobre ellos con una de las plumas
del cuervo que vive en su hombro izquierdo. Con la hoz, que le sirve de cetro,
da golpes– y Alfredo, cada vez más encorvado, le obedece con el incesante va y
viene de su escoba. No levanta la mirada– su rostro está mustio y su lengua inerme.
Cibele trata de detenerlo– él se limita a darle la espalda y sigue con su
eterno va y viene. Cibele grita:
– Alfredo,
soy yo, tu Cibele.
Él
no la mira. Sigue con el va y viene. Lavinia, horrorizada, trata de abrazar a
Cibele. Ella la aparta. Cronos, impasible, observa sus piezas de ajedrez
moverse como él lo desea. Él es el padre del tiempo, el dios del tiempo de los
lobos.
XIII.
Las horas mordidas están en medio de la
confusión que generan los títeres que luchan como enemigos. El ruido voraz de
esa masacre y pronto las muñecas caen muertas al suelo. Nada interfiere con los
planes de Cronos. Nada le permite a Alfredo barrer los restos de esas sombras
calcinadas esparcidas por el suelo. Lavinia reunió a escondidas a su séquito,
lo llamó desde la distancia –de tiempo y espacio–– le dio las coordenadas para
que todas las mujeres sin voz pudieran acercarse a ella. Era demasiado pronto
para contarle a Cibele su estrategia– mientras ella levita por encima del piso
de la torre y rodea su longitud que parece infinita. Los fantasmas de mil
mujeres se arremolinan para formar un torbellino que a gran velocidad crea un
escenario electrificado que nadie puede descifrar.
Cibele, desesperada,
trata de zafarse de las tenazas de brazos y remolinos– y vuelve a gritar:
– Alfredo, ¿dónde está tu sombra? ¿Qué hiciste con ella?
¿Volviste a perderla en un miserable garito? ¿O acaso la asesinaste una vez
más? ¡Alfredo, responde! ¡Necesito oír tu voz para asegurarme que no estás
muerto!
Lavinia y su séquito
de mujeres la rodean, tratan de sofocar su voz.
Mientras, Cronos sigue
dando golpes con su cetro, y Alfredo barre en un incesante va y viene. Su
espalda se encorva aun más, los pasos se hacen cada vez más lentos y los pies
arrastran la penuria de siglos. Ni siquiera la cuerda infernal de las muñecas,
que trata de ahuyentar la escoba, logra un movimiento de sus ojos o una mueca
que dé signos de vida.
Cibele grita de nuevo:
– ¿Cronos, que has
hecho de Teseo-Alfredo? ¿Por qué me lo arrebatas de nuevo?
Y dirigiéndose a
Lavinia:
– ¡Déjame en paz! Dile a tus mujeres que no me cierren el paso. Y si es necesario descender de nuevo al Hades, lo haré. ¡Teseo, mírame! ¡Teseo, sigue mis pasos!
*****
Agulha
Revista de Cultura
UMA AGULHA
NO MUNDO INTEIRO
Número 162 |
dezembro de 2020
Artista convidada: Siegrid Wiese (México, 1980)
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