Con respecto a la pregunta que dio
origen a este texto, ¿existe una música costarricense?, yo respondo que sí. [1] Existe una serie de prácticas musicales
vinculadas a una gran diversidad de dinámicas socioculturales e institucionales
que generan una música costarricense, una música que se hace en este pequeño territorio
centroamericano. Y, por tanto, creo que habría que indagar sobre las características
que tiene esa práctica musical.
Algunos músicos y estudiosos han
afirmado que la música popular costarricense tiene ciertas “cadencias” u otras características
que hace que la identifiquemos como específicamente costarricense. Otros plantean
la necesidad de reconocer la existencia de una gran diversidad de expresiones musicales
nacionales. De entrada me parece cuestionable hablar de “cadencias” o características
comunes en la música popular del país, dado que es más que evidente, incluso sin
indagar demasiado, que hay diferencias significativas entre las diferentes regiones
(o incluso dentro de una misma región), o bien en relación a manifestaciones vinculadas
a diversas raíces étnico/culturales. Frente a una supuesta necesidad de señalar
elementos que vendrían a caracterizar una música con algún tipo de identidad nacional,
¿estamos hablando de reconocer y analizar procesos de imposición de determinadas
características en la formación del imaginario musical costarricense (porque son
relativamente fáciles de masificar, porque responden a ciertos estereotipos, porque
han sido apropiados por la cultura oficial...), o estamos hablando de un problema
mucho más complejo?
En todo caso, creo que es conveniente
problematizar la pregunta original a partir de otras tres:
Primero: ¿De qué música estamos hablando?
Y aquí retomaré la dicotomía planteada frecuentemente entre música popular y música
“culta”, no porque me interese hacer esta diferenciación, sino porque frente al
problema de la identidad hay que saber distinguir las dinámicas particulares de
estos dos campos (planteados aquí de manera muy genérica), así como la compleja
interrelación entre ellos.
Segundo: ¿Es posible (o incluso importante)
hablar de una música con características estrictamente o estrechamente nacionales?
Aquí debo abordar no solamente la vieja discusión sobre lo universal y lo particular
(que tiene mucha importancia para los llamados músicos “cultos”), sino también indagar
hasta qué punto se puede hacer una diferenciación significativa entre una música
netamente costarricense y la música centroamericana, caribeña o latinoamericana.
¿Es posible entender “nuestra” música como un fenómeno puramente nacional sin tomar
en cuenta ese contexto mayor? ¿Podemos, contemporáneamente, pensarla de espaldas
a la globalización?
Tercero: Cuando hablamos de la música
costarricense ¿de qué estamos hablando? ¿De lo que se ha llamado “la obra”, o sea,
el “objeto” sonoro/musical en sí (lo que se escucha)? ¿De determinadas formas de
transmisión y circulación que tienen esos “objetos”, lo que modifica su impacto
social y cultural? ¿De determinadas formas de percepción o recreación del fenómeno
musical por parte de diversos sectores que inciden en el significado de la realidad
musical o de un “objeto” en particular?
Para abordar brevemente estas preguntas,
parto de una tesis básica: cualquier manifestación (o proceso) musical tiene un
potencial significado para la sociedad en tanto se encuentra vinculada con una práctica
creadora viva. Y esto implica que estas manifestaciones van a sufrir, inevitablemente,
un proceso de transformación.
En cuanto a la dicotomía entre música
popular y música “culta” se ha escrito muchísimo, y no creo que valga la pena retomar
esta discusión a profundidad. No obstante, frente al eterno problema de la identidad,
hay que señalar una importante diferencia: la música “culta” en América Latina (y,
por ende, en Costa Rica) fue una práctica musical europea de élite que se trasladó
a nuestras tierras, en un primer momento a través de la Iglesia. Y, posteriormente,
las clases dominantes criollas, en aras de perpetuar su dominación y su prestigio
cultural, reproducían (y siguen reproduciendo) esos modelos europeos, como intentaron
reproducir las sociedades europeas en su conjunto (casi siempre sin éxito). En general,
la música “culta” latinoamericana, hasta finales del siglo XIX y principios del
XX, es europea; incluso, en muchos aspectos, sigue siendo básicamente europea. Este
es un primer problema que genera una tensión particular entre lo “culto” y lo popular
hasta nuestros días.
Incluso, desde la colonia –por ejemplo,
en la música eclesiástica que se componía en México, Guatemala, Perú, etc.– se puede
apreciar cómo ciertas tonadas o elementos rítmicos indígenas, africanos o mestizos
se “infiltran” en composiciones como los motetes, villancicos, u otras formas de
música occidental importadas. Sin embargo, a diferencia de lo que se da con el nacionalismo,
no se trata de un proceso consciente de construcción de una identidad musical nacional
o regional, sino un proceso espontáneo que se va dando a partir de compositores
que tenían largos años de vivir en América o que ya eran nacidos acá, y que habían
asimilado inevitablemente ese otro campo de la práctica musical: el campo “popular”.
Pero este supuesto proceso de descolonización
no se manifiesta como una resolución o un feliz “encuentro de culturas” (como se
enseña en la escuela), sino como una particular tensión entre lo popular (o ciertos
ámbitos de lo popular), que sería “lo nuestro”, y lo “culto”, que es algo no enteramente
nuestro. Un análisis de las obras del nacionalismo latinoamericano nos muestra efectivamente
el desarrollo de una consciencia propia frente a la creación musical, pero sigue
siendo un fenómeno –con excepciones– bastante superficial y contradictorio: la incorporación
de las músicas vernáculas locales es de carácter epidérmico. Y esa contradicción
la hemos vivido, desde distintas posturas y búsquedas, todos los compositores latinoamericanos
que hemos compuesto música "culta”.
En el caso de la música popular,
ésta responde a necesidades muy concretas y orgánicas de la dinámica social, sin
importar el origen de los elementos con los cuales se va conformando. Uno puede
analizarla y encontrar que tiene componentes que vienen indistintamente de España,
de Inglaterra, de Francia, de Haití, de África, etc. (Es el caso de la contradanza
que es de origen inglés y, vía Francia y Haití, con un proceso de “africanización”
de por medio, termina siendo la base de la Danza habanera, del Tango, de la Danza
centroamericana y mexicana, y de otros géneros musicales populares.) Entonces, no
se trata de identificar las fuentes, sino de identificar los procesos a través de
los cuales un pueblo, en un determinado momento histórico, reelabora su entorno
sonoro en función de sus necesidades expresivas y sociales.
Por todo lo anteriormente expuesto,
me parece que no es posible construir una música nacional –si es ésto lo que deseamos–
exclusivamente a partir de la tradición de la música “culta” europea. Se tendría
que tomar en cuenta las diversas formas de expresión musical popular (entendidos
éstas como procesos de creación y recreación, y no únicamente como manifestaciones
específicas y estáticas de ritmos, timbres, melodías, etc.). ¿Cómo se hace esto?
Creo que no se trata de algo que podamos definir de antemano, sino que cada quien
buscará su propio camino según su realidad particular.
En este momento las dinámicas de
esa tensión entre lo popular y lo “culto” se han vuelto más complejas. Por ejemplo,
la música popular ha tenido que enfrentarse a la dinámica masificadora y transnacional
de las industrias culturales (como antes debió enfrentarse a los procesos de conquista
y los de la formación de los Estados nacionales, que fueron, desde el punto de vista
cultural, totalmente arbitrarios, asimétricos y devastadores). Quizá el problema
más álgido en la actualidad no tiene que ver con la identidad en un sentido estrecho
(con su connotación ideológica nacionalista), sino con la posibilidad de una verdadera
interlocución entre las diversas necesidades y posibilidades expresivas en un mundo
globalizado y bajo la hegemonía de lógicas culturales provenientes del llamado mundo
desarrollado.
Ahora, si esa posibilidad de interlocución
cultural significa, por poner un ejemplo polémico entre ciertas corrientes de la
música popular, hacer “nuestro” el rock (como antes se hizo “nuestra” la contradanza),
me parece absolutamente válido. Con qué criterio se hace esa asimilación es un elemento
crítico que podríamos entrar a discutir, pero el rock es un hecho cultural innegable.
Yo no puedo hablar, por ejemplo, de la cultura musical argentina contemporánea sin
tomar en cuenta al flaco Spinetta, a Fito Páez, a Charlie García, etc., nos guste
o no su música, porque son una parte inseparable de la cultura urbana de ese país.
De igual manera, pienso que no debemos reducir la música costarricense a determinadas
expresiones folklóricas, con sus supuestas “cadencias” nacionales, y marginar otras
que se salen de esos parámetros. En todo caso, es algo demasiado complejo como para
reducirlo a fórmulas fáciles o a posiciones ideológicas rígidas (en tanto conservadoras).
Para seguir con nuestro segundo interrogante: ¿es posible o necesario hablar
de una música nacional? Para muchos de los compositores “cultos” el deseo es que
su música sea “universal”. A mí me parece que esto es una tontería. La universalidad
del arte es producto del colonialismo europeo y es reproducido aquí por las clases
dominantes para que SU cultura sea LA cultura. Beethoven es universal, pero la música
de la India no lo es, la música clásica china tampoco... Podría llegar a ser un
poco más universal si algún músico inglés o francés se interese por ella y la incorpore
en su último disco: la Lambada se pudo volver más o menos universal, por lo menos
durante seis meses, porque unos empresarios franceses hicieron que así fuera; los
músicos sudafricanos se vuelven universales cuando Paul Simon los sube al escenario
con él... Hay que ser muy claros en esto: la música bribri (pueblo originario del
sur de Costa Rica) está vinculada a una dinámica social muy particular y nunca va
a ser “universal”, ni tiene la pretensión de ser “universal”, ¡ni tiene por qué
ser “universal”! Si hay algo universal en la expresión artística o musical, es simplemente
el hecho de expresar una condición humana particular de manera honesta y orgánica;
pero eso ya es otro problema.
Habría que mencionar, en relación
a este asunto de lo universal, el problema de la globalización. Ciertos sectores
pregonan que ahora todos podemos participar democráticamente de una cultura global
(o sea, que todos podemos ser “universales”). La realidad es que los países desarrollados
están globalizando a los demás. Y es un proceso claramente asimétrico en donde lo
que se impone es la posibilidad de recibir y consumir pasivamente la producción
simbólica que nos viene del norte, sin ser interlocutores reales, sin una comunicación
real.
Por otro lado, no podemos hablar
de la música como si fuera una sola cosa en cuanto a su razón de existir. Hay distintas
formas de hacer música frente a necesidades expresivas y sociales particulares.
Pensar en darle un mismo “rango”, incluso dentro de lo popular, a una canción de
cuna bribri y un calipso limonense (de la costa atlántica de Costa Rica) es ridículo,
pues responden a necesidades y dinámicas sociales diferentes. Desde esta perspectiva,
es un tremendo error hablar de UNA música costarricense; hay MUCHAS músicas costarricenses,
distintas, con múltiples razones de ser.
Esa diversidad tampoco está circunscrita
a las arbitrarias fronteras políticas, que no son las fronteras culturales. Pensar
que Costa Rica termina, culturalmente hablando, en el Río San Juan en el norte y
en el Sixaola en el sur, y que todo lo que queda fuera de ahí no tiene nada que
ver con nosotros, y todo lo que está adentro tiene que tener necesariamente alguna
relación, es una distorsión terrible de la realidad. Por ejemplo, intentar entender
la música afrolimonense sin entender la música del Caribe es imposible, pues no
se trata de una manifestación exclusivamente nacional; asimismo, entender la música
guanacasteca o la música del centro del país fuera del contexto mesoamericano o
centroamericano es igualmente imposible.
La tercera pregunta que formulé tiene
que ver con lo que entendemos por música costarricense: si se trata de las obras;
de las formas de transmisión y circulación, de las formas de percepción, de una
sensibilidad particular… Veamos un par de ejemplos:
En Colombia, Panamá y la costa pacífica
de Costa Rica se tocan cumbias. Si uno escucha una cumbia de cualquiera de estos
lugares, a pesar de compartir la misma estructura rítmica básica y ciertas características,
también hay diferencias: no es lo mismo escuchar una cumbia tocada con gaita y con
tambores, que una cumbia con marimba y una conga. O sea, hay formas muy particulares
de recreación de este género que no tienen que ver con el género como tal, sino
con el tipo de instrumentos y las formas particulares de ejecución (o sea, a una
sensibilidad subjetiva). Y esto es algo muy importante en la música popular, porque
ésta no parte de una separación tajante entre compositor y ejecutante, sino que
casi siempre hay una especie de compenetración de ambas funciones. Parte de la recreación
de la música popular pasa por las formas de ejecución, y no solamente por el material
musical en donde se origina la manifestación musical.
En Costa Rica, cuando se despide
a un ministro al final de un gobierno, a veces los subalternos le llevan un mariachi
(cuyo origen, dicho sea de paso, es una música regional de Jalisco, México). La
canción ranchera tiene, entonces, un significado muy particular para ese sector,
un status
particular. Pero si se trata de un tipo que está borracho en un bar cualquiera,
es muy distinta la manera de percibir las mismas rancheras. El “objeto sonoro/musical”
(en este caso la ranchera) no tiene un valor específico, inmutable, sino que su
valor o su significación sociocultural se construye dependiendo del contexto, de
la sensibilidad social, de los códigos sociales, etc.
Este tipo de aspectos hay que tomarlos
en cuenta a la hora de discutir este asunto de la identidad en la música. Para un
compositor, a lo mejor lo costarricense en la música no tiene que ver tanto con
una melodía o ritmo determinado, sino con determinadas prácticas de ejecución de
los instrumentos, o con ciertas dinámicas de percepción. O bien, como es mi caso,
con las contradicciones que surgen de estas complejas interacciones culturales y
musicales.
Como conclusión diría (e insisto)
que no existe una sola música costarricense sino que existen muchas músicas costarricenses.
Es decir, debemos entender el fenómeno musical costarricense a partir de una diversidad
de expresiones, de necesidades y de dinámicas socioculturales. Creo que intentar
definir rasgos particulares de la música costarricense es una empresa francamente
autoritaria. Por otro lado, la música costarricense se debe abordar en su contexto
mayor (que podría llegar a tocar tres continentes, América, África y Europa, así
como, a lo interior, culturas musicales invisibilizadas por la cultura oficial);
pues todo eso es parte de lo que somos o lo que podríamos llegar a ser. Hay que
trascender los referentes formales históricos que definen lo costarricense a partir
de las fronteras políticas, y de aquellos elementos que se consideran cohesionadores
de un imaginario “nacional”.
No es conveniente enfocar la música
costarricense a partir de su existencia o no, sino pensarla como un proceso en construcción
permanente. En otras palabras, no es que existe una música costarricense que se
puede aprehender en un determinado momento y se acabó; creo que la música de cualquier
parte del mundo pasa por procesos de transformación que tienen que ver con conflictos,
con problemas, con afinidades, etc., y que permiten que esa música se vaya recreando
y que se mantenga viva en toda su riqueza y diversidad.
Yo ubico ahí el reto fundamental
en cuanto a la música costarricense y la música latinoamericana y caribeña en general.
NOTA
1. Este texto surgió como una ponencia para una mesa redonda en donde esa
pregunta buscaba ser el catalizador de la discusión.
*Alejandro Cardona, compositor y guitarrista costarricense, catedrático de la Escuela de Música, Universidad Nacional de Costa Rica. Estudió composición en la Universidad de Harvard, y en la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha desarrollado trabajos audiovisuales, multimediales, de diseño sonoro y composición para danza y teatro, así como obra en el ámbito de la música electroacústica y diversos géneros de música “popular”. Es el autor de 4 libros: dos en el campo teórico (lectura rítmica basado en principios rítmicos afroamericanos, y principios de la armonía tonal funcional); uno de análisis de música latinoamericana; y uno que es una reflexión en torno a la composición musical desde su propia experiencia (autoetnografía). Ha participado activamente en foros y festivales a nivel internacional. Su música ha sido ejecutada y grabada en Latinoamérica, Norteamérica y Europa. Entre sus últimos proyectos está la grabación de un disco de su música para piano con la participación de la pianista Carolina Ramírez.
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