El primer gran suceso
en el ingreso de los países centroamericanos a la historia moderna fue su independización
de la corona española, a inicios de la tercera década del siglo xix. Gran avatar colmado de incidencias,
de incertidumbres y de expectativas. Nada cambió de inmediato aquel 15 de setiembre
de 1821, fecha oficial desde la que hoy día se conmemora el bicentenario, porque
no podía ser de otra manera. Las estructuras y el sistema colonial, arrastrados
durante dos centurias, no se modificaron de inmediato y, lejos de lo que podría
pensarse, tampoco la organización social. Los ensayos de una vida republicana pasaron
por decenas de trances, casi siempre contradictorios y desalentadores: caudillismo,
anexionismos inducidos o frustrados, asechanzas del entorno geopolítico, precariedad
material y de recursos. La historia social y política en el istmo centroamericano
es reducida en el tiempo. Nuestros mejores historiadores y sociólogos se están ocupando
hoy día de explorar en la bruma de la historia precolonial las fuentes y los efectos
de la herencia aborigen (precolombina, para entendernos), si bien los datos son
escasos.
Las letras costarricenses
empezaron a germinar poco después de la etapa independiente. La primera imprenta,
un armatoste importado de Guatemala en 1830, se convirtió en la fuente nutricia
para el brote de periódicos y pequeños manuales educativos, que marcó la línea de
partida de esta literatura. Hablar, pues, del bicentenario de la independencia de
Costa Rica —y de Centroamérica, se entiende— es pensar en los avatares de su historia
y al mismo tempo en la historia de su literatura. Por ello, voy a detenerme en cuatro
aspectos, si no para una definición de la literatura costarricense, sí para conversar
sobre ellos: el estigma que ha señalado a las letras nacionales como tardías; la
displicencia con que la ha tratado la crítica y los estudios literarios internacionales;
el binomio nacionalismo/cosmopolitismo que ha dado lugar a incontables discusiones;
finalmente, el papel de la crítica literaria local, y en buena medida a la participación
del escritor costarricense.
Costa Rica nació a
la historia moderna, como una pequeña nación arrinconada en los territorios de ultramar,
de escasa herencia aborigen, colonizada desde el siglo xvi, y no declarada república independiente hasta la segunda
década del siglo xix. En un buen trayecto
de estas dos centurias, su desarrollo cultural ha sido al mismo tiempo frágil y
sin una tradición comparable con los cánones europeos. Por tanto, desde cualquier
perspectiva metropolitana (europea), se nos ha tenido como un país atrasado y, con
ello, anacrónico, sin tradición propia; en suma, sin mayor atractivo cultural. Hemos
llegado tarde al ágape de la cultura occidental. Esa condición ha acarreado efectos:
los modelos culturales —incluidos el pensamiento político, las artes visuales, la
música, entre muchos otros aspectos más— se han absorbido por ósmosis o por imitación.
Nuestra literatura adoptó, sin adaptar, los grandes movimientos literarios del exterior,
de procedencia libresca más que histórica: el neoclasicismo, el romanticismo, el
realismo, el modernismo esteticista, etc. Primero como emulación y pronto como imitación
poco menos que servil y anacrónica. Son escasas y difíciles de encontrar manifestaciones
de una literatura medianamente original, resultante de una representación e interpretación
del mundo, del peculiar entorno histórico y social. La literatura costarricense
ha estado atorada en la dependencia, en su desarrollo y en la idea misma de literatura
de las grandes metrópolis culturales, situación que persistió a lo largo del siglo
xx.
Voy a ejemplos. El
neorrealismo en su narrativa alcanzó reconocidas cotas con la denominada “generación
del 40”, cuyos más notorios escritores empezaron a publicar sus obras en la década
de 1940 y los siguientes veinte años: Carlos Luis Fallas, Fabián Dobles, Carlos
Salazar Herrera, Joaquín Gutiérrez. Salvo excepciones, estamos ante una idea documentalista,
de tesis política del país, anclada en las posiciones de denuncia y reivindicación
de los sectores sociales desposeídos: campesinos, obreros y operarios; proletariado
rural o urbano. Una literatura de temas, de contenidos, en la que apenas el escritor
se pregunta por el lenguaje, y menos aun por las posibilidades de una indagación
—con el hecho mismo de escribir— en los códigos de la literatura como ejercicio.
En esto estaban ya, para no ir lejos, en esos mismos años las plumas de Borges,
de Carpentier, de Rulfo, de Sábato. Aquel nuevo realismo costarricense miró con
más atención a Galdós que a Proust; más a Rómulo Gallegos que a José Lezama Lima.
Por su escasa tradición cultural o su frágil sustrato, la literatura de Costa Rica
no ha alcanzado una “marca propia”; hay más sucesión que continuidad, porque carece
de una línea que le haya podido servir de referente.
Tal vez como consecuencia de lo dicho, la literatura
costarricense también ha sido víctima —si tal es la palabra precisa para describirlo—
del “ninguneo”, una suerte de menosprecio no dicho, precisamente porque ningunear
significa, en un sentido coloquial, convertir a un alguien en un ninguno;
en anularlo casi. Ese fenómeno viene de lejos; por lo menos desde finales del siglo
xix. Una anécdota de entonces vale
la pena como ejemplo: mientras en otros países centroamericanos empezaron a aparecer
desde 1880 buenas y nutridas selecciones de su poesía (convertidas en “galerías
poéticas”, “parnasos” y florilegios), al parecer en Costa Rica la poesía se escribían
algunos, para conservarla discretamente en algún cuadernillo guardado con celo.
Hacia 1888, en cierta revista hispanoamericana —cuyo nombre y fecha desconozco,
debo decirlo— se sostuvo que en Costa Rica se cultivaba mejor el café que la poesía.
Poco tiempo después un connotado abogado y político, entendido en letras, respondió
con la primera recopilación de poesía nacional, la Lira costarricense: poetas
de Costa Rica; su editor y prologuista, Máximo Fernández, quien en un tono entre
el resentido y reivindicativo, reunió en dos tomos poemas de diecisiete costarricenses,
algunos conocidos, otros casi en el anonimato. Rubén Darío, célebre por esos años,
tampoco mostró mucho interés por la poesía costarricense, aunque terminó por redactar
un breve y cortés prólogo a un tomo de poesía neopopularista de su amigo Aquileo
J. Echeverría, sus Concherías. Si bien el periódico —casi revista cultural
de arte y literatura— Repertorio Americano, editado por el escritor y periodista
Joaquín García Monge, alcanzó reconocimiento continental, tampoco consiguió que
la literatura costarricense en él publicada fuese objeto de atención por parte de
la crítica internacional. Algunos costarricenses se hicieron oír, mas solo como
nombres particulares, no como parte de un cierta literatura nacional o regional.
Pasemos al tercer
asunto que les he anunciado al principio: el binomio nacionalismo/cosmopolitismo,
un asunto sobre el que se ha debatido abundantemente. El Hispanoamérica estuvo asociado
a la posibilidad de conformar una cultura propia o, más exactamente, a un proyecto
de nación. Es una discusión decimonónica, período de interminables lides políticas
e ideológicas, relacionadas con la independización de los países del dominio peninsular.
Son debates planteados sin solución de continuidad, mas tampoco con doctrinas ni
dogmas petrificantes. Costa Rica no quedó al margen; a finales del siglo xix se suscitó en algunos periódicos una
interesante polémica sobre el nacionalismo en la literatura, en la que tirios y
troyanos defendieron con cierta vehemencia sus posiciones. Unos, inclinados hacia
un arte literario asociado al esteticismo, que conllevó los cánones clásicos procedentes
de Europa, incluidos sus temas, la constitución de un mundo allende las referencias
locales, y toda una cobertura de la retórica al uso: depuración lingüística, buen
gusto, elegancia, espacios de ficción artificiosos (cierto refinamiento aristocratizante,
entre otros rasgos). La posición de los nacionalistas tomó partido por una literatura
referencialista (transitiva, digamos), atenta a una realidad concreta, conocida,
cercana: el espacio físico, social e histórico de la nación. Estamos, en lo fundamental,
ante una idea de la literatura cifrada en lo dicho, no en el modo del decir. Su
principio esencial: que la obra literaria trata con propiedad realista la representación
del mundo, la nación, la patria, “lo nuestro”.
Aquella polémica inicial
se convirtió en un episodio emblemático, porque los debates poco se detuvieron en
discusiones teóricas y menos aun en elucubraciones de índole discursivo-literaria.
Fue una confrontación ideológica y, bien mirada, política: ¿para qué ha de servir
la literatura, cómo y dónde? A más de cien años de distancia de aquellas refriegas,
hoy nos pueden parecer breves escaramuzas, con un telón de fondo: la afirmación
de una nacionalidad y la fundación de un patrimonio cultural-literario. No tanto
una literatura nacional como nacionalista, en último término. Ilusoria o viable,
no era en aquellos años un proyecto concreto por ponerse en marcha, sino la manifestación
de unas contradicciones internas en el entorno de la cultura letrada costarricense.
Las interrogantes
sobre la afirmación o la carencia de una literatura verdaderamente costarricense
se formularon periódicamente a lo largo del siglo xx en Costa Rica; en algunas ocasiones en la prensa escrita,
en otras más recientes en coloquios y entrevistas a escritores; últimamente en espacios
virtuales de la internet. Puede que no con el mismo vigor de las viejas páginas
de finales del siglo xix y principios
del siguiente, pero sí con criterios más elaborados y menos doctrinarios. Al vigor
lo ha reemplazado el rigor. Hay que decir que estas disquisiciones sobre la “esencia”
(o su falta) de una literatura nacional derivan en discusiones baladíes; en unos
casos relacionadas con el papel o las intenciones de los autores; otras que han
apuntado al grado de fidelidad con que se ha podido representar la realidad costarricense;
unas terceras afanosas en detectar rasgos distintivos, sea desde el punto de vista
lingüístico o bien en cuanto a la formulación de un lenguaje literario propio o
peculiar.
Puede que en nuestros
tiempos las reflexiones se están diluyendo ante la disolución misma de las distancias
y las diferencias. La globalización —vale señalar que siempre relativa— ha llevado
las discusiones a otros temas y a otros problemas. Cada vez más difíciles de sostener
como nociones históricas o antropológicas, las identidades culturales o las peculiaridades
vernáculas han empezado a disiparte ante nuevas condiciones. La revolución y los
rápidos avances en las tecnologías de la información han incentivado la producción
editorial y el mercado librero, las comunicaciones veloces y eficaces entre las
comunidades del saber; entre ellas, las del mundo académico y letrado y —no faltaba
más— los espacios en los que se mueve el escritor: los domésticos, los intelectuales
y los creativos. Quien escribe no lo hace abstraído de su historia, de sus circunstancias
ni de una tradición literaria. Un escritor de nuestros días tiene otros referentes
y distintas expectativas. Por ello resulta artificiosa la relación —peor aun, la
polarización— entre una literatura nacionalista y la que se toma como cosmopolita.
En todo caso, a lo largo del siglo xx
el asunto ha propiciado puntos de vista de indudable interés en el ámbito de la
cultura letrada en Costa Rica, que no hay que pasar por alto.
Ante este tema, ¿es
hoy día la literatura costarricense verdaderamente contemporánea? Como muchas otras,
en parte lo es por la variedad de manifestaciones y por la irregularidad de sus
resultados. Por su espectro luminoso cruzan luces y sombras; momentos de brillantez
y transiciones oscuras de las que la vista prescinde; zonas memorables y manchas
para olvidar o para eliminar. Dentro de su conservadurismo, históricamente constatable,
hoy día se ha plantado con lo que tienen otras como contemporáneas: la instauración
de nuevos modos de escritura, incluidas la disolución de las fronteras de género
(literario, se entiende), la confrontación a los grandes “relatos” (Lyotard) de
la historia local o allende, la reivindicación de voces suprimidas u obliteradas,
incluidas etnias, lenguas, mitologías y las cien teodiceas y variedades morales.
A veces, la tentativa de una crítica al lenguaje; otras, el reconocimiento de que
la patria de la literatura no es un espacio geopolítico sino el idioma en el que
se origina la obra.
Los primeros brotes
de crítica literaria en Costa Rica no aparecieron hasta finales del siglo xix, claramente protegidos por la combinación
de unos principios conceptuales del viejo positivismo y los ideales de la estética
romántica. Crítica analítica pero al mismo tiempo censuradora o laudatoria; el hecho
literario como las bellas letras. Por fortuna, en aquellos años iniciales también
sirvió de contrapeso el interés por la historiografía literaria: ¿qué se había hecho
hasta entonces, cuáles eran los orígenes de nuestra literatura y hacia dónde podría
conducirse en los tiempos modernos? Más adelante, a lo largo del siglo xx se adoptaron otras corrientes de los estudios
literarios como la estilística, el formalismo francés, la sociología literaria,
diversas corrientes de la semiótica hasta el pensamiento contemporáneo asociado
a una deriva regional del pensamiento posmoderno. Así, pues, durante muchos años
predominó una crítica complaciente y laudatoria, de escaso rigor conceptual. No
fue sino hacia la década de 1970 cuando las cosas fueron mejorando, desde la institución
académica, en los departamentos de literatura y lingüística de las universidades.
Con los nuevos tiempos se aspiró a la exigencia y al rigor; a la sistematicidad
y a las explicaciones aceptablemente generalizables.
Pero la moderna crítica
académica no siempre ha gozado de aceptación en algunos medios de la cultura letrada.
Sobre todo entre aquellos sectores que por diversas razones no han podido acceder
al saber académico, o que con intención se han apartado de él, “lo académico” recibe
connotaciones desfavorables y dañosas, asociadas a una inútil y pedante erudición,
a un lenguaje abstruso, a la frialdad racionalista de los conceptos, a un mundo
profesoral de escaso interés… para los escritores. Estos en el papel de vates ínclitos
e intocables. Como se ve, un ambiente enrarecido por el desconocimiento, la fatuidad
o la arrogancia; tal vez de ambas partes. Este es un tema al que mejor podría venirle
bien una aproximación sociológica, pero no es este el momento ni el tema de la charla.
Total, más que una opinión o punto de vista, es un prejuicio de larga data, anclado
en un romanticismo menor, de escaso fuste, que lleva a degustar el mundillo de la
bohemia, displicente y resentido. Con las excepciones de rigor, en Costa Rica no
ha logrado cuajar una idea del oficio literario en el que concurran una buena y
sólida formación de quien escribe, una herencia literaria bien aprovechada, un robusta
tradición de crítica literaria y, desde luego, la confluencia o interacción entre
esos factores. Ya se ha dicho en innumerables ocasiones: no hay literatura sin crítica;
una actividad crítica analítica, explicadora e interpretativa convive con una buena
producción literaria.
Como esta charla se
ha propuesto adoptar cierta perspectiva histórica o, cuando menos, cronológica,
no quisiera pasar por alto un asunto de interés, si bien periférico. Así como la
idea de nación, o su proyecto ideológico, procedió, en tiempos de la fundación de
la república durante el siglo xix,
de las elites oligárquicas, también la idea de nuestra literatura fue una creación
local de las elites políticas e intelectuales, en un proceso que alcanzó sus cotas
más significativas a principios del siglo xx
(con polémicas incluidas, según dijimos antes). No fue un proyecto expreso de los
escritores, aunque no pocos de ellos pertenecían y pertenecen a esas elites ligadas
al poder político. Periodistas, maestros, abogados, diplomáticos, profesores de
lengua y literatura se fueron encargando, durante la primera mitad del siglo xx, de levantar el edificio de las letras
costarricenses, persuadidos de que allí se albergarían sus mejores manifestaciones,
símbolos de la cultura nacional, del “ser costarricense”. Muchos escritores pertenecieron
y pertenecen a tales elites ligadas al poder político, y desde ese entorno han formulado
y propiciado, con sus obras y con su pensamiento, la construcción de un canon literario,
arraigado en nuestros días en las historias literarias al uso. Naturalmente, con
la construcción de ese canon de la literatura “tica” se fijaron los epónimos; los
demás pasaron al olvido o al arrinconamiento. Es una faena por afrontar hoy día:
el rescate de otros segmentos del patrimonio literario costarricense, con nuevas
perspectivas y distintos propósitos, más que la consolidación de una idea de nación
y una idea de su literatura.
Hacen falta más debates,
frecuentes y sistemáticos que lleven a plantear nuevas ideas sobre nuestra literatura
y, en general, sobre la cultura letrada en la Costa Rica contemporánea. Desde luego,
no pensemos en una “definición” de la literatura costarricense, no tanto por la
vanidad de esa tentativa, sino porque sistematizar conocimientos no conduce a crear
doctrina o a fijar en los ficheros de las enciclopedias qué es y qué no es un hecho
histórico, social o cultural. Que en esos debates participen unos y otros; que quienes
escriben páginas de creación literaria no se queden al margen, como intocables o
sublimes, perfil anacrónico e inoportuno desde cualquier lado desde el que se mire
en estos tiempos que corren. Y en cuanto a los estudios literarios, que aspiren
a ser menos descriptivos y más reflexivos; no basta saber por dónde corre el agua
sino saber hacia dónde va y qué depara su recorrido.
Y ya que nos encontramos
enlazados por vía telemática —es decir, a una no deseada distancia física, en estos
días de confinamiento obligado—, debemos preguntarnos si está preparada la literatura
costarricense para ingresar a la nueva etapa de la virtualidad. Evidentemente, este
asunto no puede reducirse a un asunto del soporte físico (libro impreso) o digital.
La complejidad, las nuevas condiciones y el potencial de la tecnología de la comunicación
también implican cambios en nuestro modo de relacionarnos con la realidad. Eso incluye
todas las manifestaciones de la creación cultural. No es que vaya a cambiar la literatura
—¿quién lo puede saber?— sino nuestros acercamientos a ella, puesto que si bien
la literatura no evoluciona en el sentido darwiniano, sí nuestra inteligencia ante
ella y ante la historia. ¿Se alteró la literatura con la imprenta, con la radiodifusión,
con la televisión o con la tecnología digital?; ¿se ha pensado igual el mundo hace
cuatro siglos, dos, ayer?
Puede que la “materialización”
de la literatura costarricense —como la de cualquier otra parte, desde luego— sea
muy diferente en los años venideros. No lo podemos adivinar, aunque tal vez acercarnos
con un poco de imaginación y ayuda de los expertos. Tal vez no sea tan determinante
si las obras se nos presenten como libros impresos y encuadernados, o como realidades
virtuales recibidas para su lectura en la pantalla de un dispositivo electrónico.
Señales hay ya de un nuevo concepto de la creación misma, en el que el autor único
y personalísimo está dándole paso, lentamente, al escritor colectivo, cuasianónimo,
al mismo tiempo lector y autor; lector activo y escritor paciente. La obra literaria
deja de pertenecerle al autor; pasa de sus manos a las de otros, desconocidos y
dispuestos a emprender un proyecto, a sabiendas de que sus planes y propuestas también
pueden modificarse al día siguiente. Esta nueva experiencia de la escritura ya ha
dado sus pasos, algunos largos y decididos; otros más tímidos e inseguros. ¿No será
este un inminente avatar que ha de afrontar la literatura costarricense?
CARLOS FRANCISCO MONGE.
Poeta,
ensayista y crítico literario costarricense.
NOTA
Esta es una versión ampliada y corregida de una charla ofrecida en San José de Costa Rica, el 10 de febrero de 2021, en el marco de un ciclo de conferencias organizado por el Instituto Tecnológico de Costa Rica y la Biblioteca Nacional, titulado “La cultura costarricense frente al bicentenario”. La actividad se llevó a cabo por vía telemática (a distancia).
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Número 171 | maio de 2021
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