sexta-feira, 21 de maio de 2021

JUAN CARLOS FLORES ZÚÑIGA | Del grito al mito. Aproximación crítica a las artes visuales en el marco del bicentenario de Costa Rica



En el presente ensayo el crítico de arte, Juan Carlos Flores Zúñiga, hace una revisión historiográfica y crítica de la cultura y el arte desde la primera mitad del siglo XIX hasta el presente enfatizando los principales movimientos y rupturas paradigmáticas e identificando las conexiones entre identidad y producción como influencias convergentes en las artes visuales costarricenses en el marco del bicentenario de la independencia.

En la cultura costarricense la producción artística se ha desarrollado, entre el grito y el mito. Por una parte, el grito es el punto de rompimiento paradigmático entre un movimiento artístico dominante y otro emergente que resulta más de una disrupción o aporte individual que de un movimiento o tendencia renovadora. El mito, por otra parte, es el mecanismo que la cultura ha construido para mitigar y controlar el riesgo de quienes se atreven a pensar y actuar de manera contracultural. Acostumbrados a vivir laxativamente, evitando el conflicto, negando el pasado disfuncional, y respondiendo pasiva-agresivamente a los estímulos del entorno cuya disonancia no podemos cognitivamente procesar, hemos terminado viviendo en una zona de comodidad que resiste aun la prueba del tiempo.

Ser tico o tica no es sinónimo de innovación, modernidad, y mucho menos intelectualidad. Somos pasivo-agresivos por excelencia, y no nos gustan los desafíos. Evitamos las discusiones, cuya seriedad termina cuando emerge inevitablemente el choteo, un recurso que oscila entre la broma y el sarcasmo local. [1]

No es extraño que nuestro medio conformista sea frecuentemente hostil a las nuevas ideas o conceptos sean estos válidos o no, particularmente cuando son expuestos por un coterráneo. Los extranjeros corren distinta suerte mientras no cuestionen la idiosincrasia o los «valores» locales. Con base en lo anterior, se han desarrollado dos tipos de artistas en el contexto local: los institucionalizados y los aventureros. Los primeros son aquellos cuyo horizonte termina en esta “isla” llamada Costa Rica con el anhelo de ser reconocidos y obtener algún día un premio Magón (el Premio Nacional de Cultura Magón es el reconocimiento más importante que otorga el Gobierno de Costa Rica a un ciudadano o ciudadana en reconocimiento a la labor de una vida en el campo de la cultura): lo cual no les impide viajar a estudiar y exhibir su obra, pero permaneciendo anclados al territorio en términos de ambición.

Los segundos solo son diferentes, porque toman más riesgos, y pasan serias necesidades económicas, hasta que logran coronar sus esfuerzos con el reconocimiento que usualmente proviene de afuera mediante premios y exhibiciones y a veces una residencia permanente en una ciudad cosmopolita desde la cual realizan visitas periódicas al terruño para recordar a los nativos sus logros internacionales. Estos últimos suelen quejarse del país natal que no los reconoció tempranamente.

Lo anterior tiene una explicación, los costarricenses oficializan la contribución de un artista hasta que ha sido reconocido en el exterior y regresa con evidencias de esos logros. Entonces lo empezamos a mitificar, es decir, a glorificarlo como un héroe de las artes que nos ha puesto en el mapa mundial. Se escriben monografías, se organizan muestras retrospectivas, el Estado adquiere algunas de sus obras, obtiene una plaza como profesor en la universidad y con los años se pensiona con uno o varios premios nacionales en su currículo.

 

Narrativa no lineal

La historia de la cultura en general, y del arte en particular, no debe ser narrada linealmente, aunque se tracen cronologías, y se pretenda razonar en catálogos curatoriales la causa-efecto de artistas y movimientos específicos en coyunturas históricas.

No obstante, los paradigmas que sostienen el pensamiento resiliente de muchos historiadores y curadores, por igual, demandan una seria revisión crítica para aclarar lo que realmente ocurrió en la producción artística local y global desde las primeras expresiones artísticas en la primera mitad del Siglo XIX hasta la década de los setenta en el siglo XX, la llamada “década perdida”.

Es una tradición muy costarricense, inclusive desde la llegada de la independencia en 1821, el tratar de definir nuestra nacionalidad e identidad cultural en términos insulares, descontextualizada de la región y el mundo. Para ello el sistema educativo que sensibiliza e informa y el sistema político que lo regula ideológicamente, han incidido en la creación y reforzamiento de mitos que defienden nuestro aislacionismo y excepcionalidad, jactándonos de nuestra superioridad nacional frente a otras naciones de la región tradicionalmente en conflicto, lo que nos ha permitido proclamar nuestra neutralidad ideológica cuando nos ha convenido política y económicamente.

Repasemos esas frases-lema que resumen algunos de los mitos que hemos creado como “Somos la Suiza de Centroamérica”, “Costa Rica es un país de blancos de ojos claros”, “Costa Rica es un remanso de paz en medio de un mundo conflictivo”, “Somos la mejor democracia en Latinoamérica”, “Somos un país de ciudadanos educados” o en el ámbito del arte local “somos un país con una tradición artística” o “nuestra identidad artística se encuentra en el paisaje rural y el campesino”.

La realidad es que somos una nación multicultural, étnicamente diversa, muy dependiente económicamente del exterior, a menudo ignorante de su historia, con profundas brechas culturales y educativas, significativos niveles de corrupción tanto en el sector público como privado, inconsistentes en la defensa de la libertad y la justicia dentro y fuera de nuestras fronteras a pesar de nuestra experiencia democrática, y poco o nada civilizados cuando se trata de argumentar en cualquier ámbito de interés público o en lo particular, estético.

 

Un acercamiento a los orígenes

La vida cultural costarricense no tiene lugar sino, hasta avanzada la primera mitad del siglo XIX. Una independencia de España, no buscada, coloca al nuevo Estado en 1823 frente a su primera crisis al dividirse su escasa población de cincuenta mil habitantes en bandos nacionalistas e imperialistas.

El historiador costarricense Ricardo Fernández Guardia expone la extrema pobreza de esta tierra descubierta por Colón en el siglo XVI: “Costa Rica era la provincia más atrasada del Reino de Guatemala y las más pobre. Sus 50.000 habitantes vegetaban miserablemente en gran aislamiento, privados de muchos de los beneficios de la civilización. No había en toda ella una imprenta, ni un médico, ni una botica. Sus industrias eran las más rudimentarias y vivían a duras penas de los productos de la agricultura y del pequeño comercio. La instrucción pública estaba limitada a unas pocas escuelas de primeras letras…, la clase alta era en general casi tan ignorante como las otras y por esta razón las ideas avanzadas…no podrían tener en ella un eco apreciable y en efecto no lo tuvieron”. [2] Esta limitación real explica en parte la resistencia de la incipiente aristocracia de la capital colonial Cartago, a la independencia y luego su adhesión al Imperio de Iturbide, que resultó efímera.

Como resultado de las disputas entre monarquistas e independistas, la capital fue desplazada a San José, donde la elección de una Junta Superior Gubernativa, adoptó el Segundo Estatuto Político y eligió primer Jefe de Estado a un maestro de Escuela, Don Juan Mora Fernández (1825-1833). A partir de 1825 Costa Rica sería parte de la Federación Centroamericana. En el centro del país, llamado Valle Central, se concentró una escasa producción de cuadros religiosos, pues la mayoría eran importados de España. Un jesuita colombiano, Santiago Páramo, destacó especialmente en esta actividad realizando algunos retratos de autoridades eclesiásticas y políticas de la época.

A la pobreza económica se unió la pictórica, descollando dentro de lo folclórico el uso de las superficies redondas de las carretas para hacer una pintura de colores vivos, en un diseño geométrico repetitivito y decorativo.

El primer aporte europeo en pintura provino del francés, Aquiles Bigot (1809-1883), que se estableció en el país a mediados de siglo y que en calidad de miembro de la logia masónica desde 1863 realizó múltiples retratos de estilo neoclásico e impartió lecciones destacando entre sus alumnos el primer escultor costarricense, Fabrique Gutiérrez. Academicista y único antecedente conocido en el país de la primera generación de pintores, Bigot vivió del retrato de miembros de familias acaudaladas. La factura de sus obras es plana, charolada y con fondos de paisaje artificial. Aunque otros pintores nacionales incipientes, como Lisímaco Chavarría y Manuel Rodríguez Cruz practicaron la pintura en la segunda mitad del siglo XIX, la tónica fue la ausencia de una plástica nacional.

Merced a la existencia de un ambiente hostil a lo irreverente o desligado de la idea de Dios, el retrato como género se mantuvo sin cambios hasta bien entrado el siglo XX.

El historiador Rodrigo Facio relata, en su obra, como la primera universidad local, fundada en 1843 y bautizada como Santo Tomás, era un centro que reprimía las ideas y a los intelectuales: “La universidad fue declarada pontificia en 1853 por el Papa Pío IX, resultando…la obligación para los profesores y los graduados de hacer ante el mismo Obispo “la profesión de fe”; y la proscripción de las obras prohibidas por la iglesia”. [4] Varios maestros, educandos e incluso un rector fueron conminados a obedecer los preceptos religiosos, y al no hacerlo fueron expulsados. La libertad de expresión, sin embargo, no estuvo ausente en el sistema social decimonónico, por lo que a raíz de la introducción de la imprenta en 1830 surgieron hojas sueltas y luego publicaciones regulares, El Noticioso Universal, el Mentor Costarricense y la Tertulia que nació para combatir al gobernante de turno. Así, por ejemplo, un miembro de la “Tertulia Patriótica”, uno de los pocos diarios que cierra cuando renuncia el Presidente Castro Madriz, escribe en 1834: “Desde que esta provincia junto con las demás de sus hermanas, estuvo sujeta a la dominación extranjera, aun siendo tan nula su representación, se palpaba entre sus miserias la falta de ilustración, por falta de esta careció siempre de un jurisconsulto que dirigiese y diese aún a la escasísima administración que había dejado sus intereses al sistema colonial, de suerte que estos estuvieron siempre a la arbitraria disposición de militares ordenancistas, idiotas, disipadores y tiranos sin contradicción”. [5]

Se ha querido justificar con la existencia de una idiosincrasia costarricense apática, pacífica y pobre la ausencia de una corriente de pensamiento filosófico, literario y plástico desde la independencia, y doscientos años después descubrimos que más bien ha sido la autocensura la que ha limitado la expresión de valores trascendentes en esos campos. La ausencia de educación formal durante los primeros cincuenta años de vida independiente obligó por necesidad a los ticos a vivir de la formación religiosa que desde el púlpito impartían temerosos sacerdotes, que ofrecían espeluznantes historias sobre el castigo que recibirían los pecadores, llegado el juicio final. Esto sumado a la tradición popular de la leyenda y el cuento oral, forjó un “carácter” individualista y reprimido en la nación, compuesta de campesinos principalmente.

El arte quedó reservado a los adinerados que, hasta finales de siglo, aún con la universalización de la educación pública, gratuita y obligatoria, y el ascenso de una clase media urbana, podían financiar al artista. El arte por el arte fue como en Europa, lo preferido por la clase dirigente, el realismo de Courbet, Meunier y Millet que fue ferozmente reprimido en Francia, no llega al país sino hasta principios de la siguiente centuria. El café desplaza al tabaco y al oro como producto de exportación y surge una nueva burguesía bautizada por los sociólogos como oligarquía cafetalera. Reducida a un grupo de familias estas se hacen con el poder tras la muerte del general Tomás Guardia, y de Prospero Fernández, debilitando la elite militar que con Bernardo Soto termina cediéndole el poder a los civiles conservadores, cuya deriva democrática formal hacia el autoritarismo de Rafael Iglesias influye en la evolución de las ideas liberales en el último cuarto de siglo. Sus contactos con las esferas religiosas y políticas son muy estrechos, así como su visión del mundo y las ideas.

Se empieza a repetir lo que Alexandre Decamps, describe en el diario republicano burgués “National”, el 18 de marzo de 1838 en París: “Las obras de arte de una originalidad demasiado independiente o de ejecución demasiado audaz ofenden la vista de nuestra sociedad burguesa cuyo limitado espíritu no puede abrazar ni las vastas concepciones del genio, ni los arrebatos generosos de amor a la humanidad. El vuelo de la opinión es de corto alcance; todo lo que sea demasiado vasto, todo lo que se eleve por encima de ella se le escapa”. [6] Más que las revoluciones ocurridas en Europa en 1820, 1830 y 1848 cuando artistas e intelectuales se unieron al pueblo en luchas contra el Estado absolutista, en Costa Rica tuvieron más efecto las complejas relaciones de una sociedad que crecía dirigida por políticos liberales que adoptaban medidas reformistas en materia de educación pública, separación de la iglesia, pequeña industria y seguridad social. El arte corrió una suerte distinta, enclaustrado en una recién creada academia, que siguió satisfaciendo los intereses y el gusto de la clase gobernante vivificando lo bello-clásico. En abierta contradicción con el avance del realismo en Europa aquí los ángeles y los querubines, bodegones y hombres de bien controlaban la expresión plástica. Temáticamente el realismo de Courbet decía que “lo bello, como la verdad está ligada al tiempo en que vive y al individuo que es capaz de percibirlo”, y agregaba que el arte consiste “en saber hallar la expresión más completa de la cosa existente”. [7]

 

Realismo y elitismo

El medio plástico costarricense es la medida de su propia creación y destinatario. De hecho, localmente, hasta 1945, se seguirá hablando del público, mientras en Europa el poeta Charles Baudelaire hablará de pueblo. La claridad, evidencia y el compromiso nutren al realista de mediados del siglo pasado, porque la realidad histórica se vuelve contenido sin el lente deformador del romanticismo.


En nuestro propio terreno las ideas del movimiento realista serán eludidas por los artistas, con excepción de literatos consolidados como Joaquín García Monge (1881-1958), que, a propósito del primero de mayo, día mundial del trabajo evocara con admiración “a Millet, el admirable pintor de las faenas rurales; Meunier, ese prodigioso creador del arte proletario, que halló como también es bello el gesto de los segadores, en el mismo mármol que inmortaliza el gesto de los dioses”. [8]

El mismo pensador desde las páginas de su célebre revista “Repertorio Americano” difundirá los primeros grabados realistas, en madera, de Francisco Amighetti, desde 1929. Otros prominentes costarricenses como el autor de la letra del himno nacional, José María Zeledón (1877-1949) criticarán al trabajador y emularán el arte europeo oficial. Así el poeta Zeledón fustiga a los “ticos” durante un carnaval en 1912, rememorando lo que él califica de “cultura superior” en los obreros italianos que protagonizaron una primera huelga en Costa Rica. En el curso de la cual, entonaban arias operáticas y canciones napolitanas, escribe José María, “nuestra gente, en cambio, grita con largas modulaciones de bestias enceladas. La expansión de sus pechos no conoce otra forma. No excluimos por supuesto de la regla a los señores de levita y de bombín, los cuales hacen en estas horas de regocijo público que aparenta desdeñar en día normales”. Al margen del carácter anecdótico de la cita, resulta ilustrativo confirmar que la clase enriquecida por la actividad exportadora del café pone su acento artístico en la expresión europea oficial, la que dio al viejo continente unidad espiritual y cultural durante el siglo XIX.

Los movimientos sociales costarricenses superan con mucho, a los plásticos, desde la primera huelga de los telegrafistas a la de los italianos en la construcción del ferrocarril, a fines del siglo XIX y las de los panaderos, a principios del siglo XX hasta la bananera de 1934, sólo los literatos serán portentosos trasmisores de la nueva realidad social que vive el país. Los pintores egresados de la academia cerrarán sus ojos, en su reducida fórmula de “art pour l´art” y aun los poetas ensordecerán de pronto a las palabras de Belinski: “El poeta no puede vivir en el mundo de los sueños; ya es ciudadano del mundo de la realidad contemporánea; todo el pasado debe vivir en él, la sociedad quiere ver en él no ya un consolador, sino un intérprete de su propia vida espiritual e ideológica; un oráculo que responde a las preguntas más arduas”.

La primera ruptura entre el arte conservador y las vanguardias artísticas tuvo lugar, en Costa Rica, cuando ya Europa ocupaba a sus historiadores con el expresionismo y el surrealismo. Mientras Vasili Kandinsky, padre de la abstracción lírica, se ocupaba en 1910 de establecer si la forma y el color, libres de todo propósito representativo, podían ser articulados en un lenguaje simbólico, en Costa Rica, el primer pintor profesional, Enrique Echandi, acaba de concluir un retrato llamado “El beduino”. Echandi (1866-1959) que había estudiado pintura en Leipzig y Múnich entre 1888-1890 se ocupa en ese, como en otros trabajos de retrato, de representar un personaje extrañamente ataviado del que emerge un personaje costarricense, rodeado de un ambiente triste y relajado, propio de la vida afectiva local.

En el mismo sentido se mueve el pequeño círculo de pintores que son parte de la primera generación artística, cuyo origen es 1897. En esa fecha se funda en Costa Rica la Escuela de Bellas Artes que dirige el pintor español Tomás Povedano (1857-1943) cuyos criterios plásticos corresponden a la escuela clásica española. De este período destacan aparte de Echandi y Povedano mismos, Gonzalo Morales padre y Angela Castro, quienes se limitan a reproducir los bodegones, paisajes y retratos heredados de la tradición hispana. Libran en común una batalla estéril en un país sin tradición pictórica por lo que su estilo “elimina la individualidad de la vista, de la mente, de la mano, en beneficio de las fórmulas de escuela”, como afirmó en su momento el crítico Ricardo Ulloa Barrenechea. [11]

En 1912, a modo de contraste, Kandinsky concluye que las puras formas plásticas podían dar expresión “externa” a una “necesidad interna”, ideas condensadas en su obra “Sobre la espiritualidad en el arte”, publicada en Múnich. [12] Los artistas locales, por su parte, se encuentran aislados por la geografía y la limitada importancia económica del país, a principios del siglo XX. Las elucubraciones y soluciones plásticas quedan para Europa, mientras aquí un 30 de abril de 1910, el país descubre que “Dios le castiga” con el terremoto de Cartago. Así la ruptura estética requiere también, una religiosa, que pueblo y artista no quieren plantear.

 

Aislacionismo nacionalista

Mientras André Breton difundía su manifiesto surrealista en 1924, atacando el logicismo y los excesos de la “razón razonante”, aquí seguíamos achacando a la voluntad divina y los pecados humanos un fenómeno natural. Al tiempo que Breton levantaba la insurrección contra la tiranía del lenguaje para “emancipar las palabras y devolverles toda su fuerza”, en la parroquial Costa Rica se gestaba un movimiento aislacionista y tradicional que limitaba la imaginación al paisaje y, la palabra al folclore y la costumbre. Artífice de esta última tendencia fue un ingeniero-arquitecto, graduado en Estados Unidos y, a la sazón pintor, que a “la desintegración de la forma” propuesta por la vanguardia europea, anteponía la integración de una naturaleza virgen.

Este hombre se llamó Teodorico Quirós (1897-1977) y su actitud artística es, en parte, producto de la reacción norteamericana, a la irracionalidad de la Primera Guerra Mundial, o sea la natural desconfianza de un pueblo temeroso de Dios – el estadounidense – al arte no representacional producido por un pueblo que vive el exterminio en una escala nunca conocida antes. Así la primera tarea de Quirós a su regreso al país, en 1921, fue organizar a los artistas, obligarlos a producir, crear y a encabezar “paseos-taller” por la campiña nacional. El producto de su iniciativa se revela en las exposiciones de artes plásticas que organizó en el Teatro Nacional, entre 1928 y 1937.

La amenidad no abandona a Quirós ni a sus compañeros de paisaje, entre los que figuran: Fausto Pacheco, Francisco Amighetti, Margarita Bertheau, Luisa González de Sáenz, Néstor Zeledón, Juan Rafael Chacón, Max Jiménez y Francisco Zúñiga. Estos cuatro últimos escultores principalmente. En el grupo también participa el pintor Manuel de la Cruz González que más adelante abandona el realismo en favor de fórmulas colo-rítmicas, desarrolladas en Venezuela, abriendo el camino a la abstracción en el país.

Los artistas de la generación impulsada por Teodorico Quirós reconocían en él más a un líder o agitador, que a un pintor. Destaca el hecho de que fue a Fausto Pacheco a quien más influyó con su enseñanza, en la práctica de la pintura, según declaraciones de los propios familiares de Pacheco. El grabador Francisco Amighetti que vivió este período recuerda que “Quico decía que él había inventado el arte en Costa Rica: lo que quería decir era que había sacado de la nada a los artistas dispersos, aislados y olvidados que eran el arte costarricense en potencia. Como todos los pintores (me incluyo entre ellos), debutamos por el realismo, era nuestra meta y también nuestro aprendizaje”. Tanto Pacheco, como Amighetti son autores figurativos y realistas, ya no pertenecen a la escuela clásica, y por ello forman parte de la segunda generación de pintores costarricenses. La naturaleza de su trabajo, así como su trabajo de la naturaleza, se comprenden a partir de la emotividad que Cézanne (1839-1906), un posimpresionista agregó a un nuevo concepto del paisaje que abrió a su vez el camino al cubismo. En su concepto casi geométrico, las formas reconstruyen la realidad exterior, pero sin imitarla. Aunque conociendo la obra de Paul Cézanne los miembros de la segunda generación diluyeron su frase: “Quiero dar la imagen” por la de Rodin: “Copiad la naturaleza”.

Al respecto escribe Carlos Francisco Echeverría quien expresa en términos coloquiales lo que para estos paisajistas era nutriente diaria: “La drástica y constante contraposición de luces y de sombras de sol impío y vegetación mesurada, pero abundante. La vida del campesino que recorre a pie los parajes del Valle Central, o aún de la costa, está llena de esas sucesivas y gratas alteraciones de luz y calor con sombra fresca, con ríos, con ondulaciones o quiebres del terreno que de pronto, a una cierta hora del día, convierten al paisaje en un mosaico de trozos iluminados y trozos umbríos”. [15] Es precisamente en esta descripción romántica donde podemos hallar parte de la explicación de la única tradición pictórica nacional: el paisajismo nacionalista.

 

Ruptura y rechazo

Tras la muerte de Povedano y el retiro de la decana de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica, en 1942, es Teodorico Quirós quien toma la batuta de la academia y así al control social se une el educativo – ambos retroalimentados – desencadenando una muy peligrosa represión estética cuya primera víctima es Max Jiménez Huete (1900- 1947). Jiménez, educado en Europa y por cosas de la diosa fortuna, adinerado, elude el camino tradicional y su rebeldía lo lleva al arte. En 1924, expone su obra “Maternidad” en el Salón de los Independientes en París, a la que siguen un trabajo continuo como pintor, escultor y literato, aunque nadie en Costa Rica se identifica con su obra en ese tiempo.


Su primera muestra en San José causa un “verdadero escándalo”. 21 Óleos suyos son expuestos en “L’Atelier” a cargo de Arturo Echeverría, en 1945. Apartado del nacionalismo de la segunda generación con la que comulgó inicialmente busca y encuentra una expresión latina a través de un concepto plástico europeo. La reacción de crítica y público es “fulminante” contra Max Jiménez, nadie entiende su obra plena de desproporciones gigantescas y gran acento tropical. Como ya había ocurrido con el escultor Francisco Zúñiga, en 1935, con su monumento a la madre, tras lo cual partió a México, se desplegó una ola de indignación local contra el artista y su obra. No era la primera vez que se actuaba con impunidad contra un artista. En la década de los treinta hubo una pintora irlandesa de formación surrealista que fue blanco especial de los ataques del líder del Partido Reformista, general Jorge Volio. Su nombre era Doreen Vanston, quien se había casado con un médico costarricense de apellido Padilla. Su “crimen” según Volio fue exponer en el Teatro Nacional un cuadro de influencia surrealista representando una yunta de bueyes ingresando por la puerta principal del Colegio San Luis Gonzaga de Cartago. Vanston pudo sobrevivir a la crítica en San José. Tal vez porque su calidad de extranjera permitía al Tribuno de la Plebe, general Volio creer que era una malformación foránea, fácil de corregir con una azotaina. Pero con Max Jiménez no hubo perdón porque este joven “descarriado” estaba vinculado a la clase dirigente nacional.

Max Jiménez se convirtió así sin proponérselo, en padre de la tercera generación, como Quico Quirós lo fue de la segunda. Su compañero de viaje no menos polémico fue Manuel de la Cruz González (1909-1986) cuya obra dejando atrás el paisajismo de los treinta se inscribe, con irregularidad dentro de la abstracción. De la Cruz vive varios años en el extranjero, entre la Habana y Maracaibo, desde 1949 hasta 1958. Como profesor de Bellas Artes en la capital venezolana recibe una fuerte influencia del constructivista uruguayo Joaquín Torres García cuya obra se conoce con mucho interés en Argentina, Venezuela y Cuba hacia el final de la segunda guerra mundial. [16] El constructivismo estético parte de que “la más grande belleza es la existencia efectiva” y establece que el espacio y el tiempo son las bases sobre las que se construye la idea y se edifica el arte. En su versión latinoamericana es fuertemente influenciado por el movimiento neoplasticista holandés “De Stijl” cuyo más conocido exponente es Piet Mondrian (1872-1944). Esta tendencia se caracterizó por el predominio de lo racional sobre lo emotivo y el manejo reduccionista de líneas rectas en horizontal y vertical, así como el uso de los colores planos y puros. En Manuel de la Cruz González ambos movimientos fueron fundamentales como se desprende de su afirmación: “Me interesa el objeto, no el sujeto (humano) y por lo tanto mis figuras nada tienen que ver con lo folclórico”. [17]

Aunque el tema o anécdota podía ser costarricense, esto carece de interés porque ya De la cruz se ha adentrado en el arte no representacional que coloca al artista frente al problema de la enunciación (lo que implica una técnica) y, luego, frente al problema de su propia vida interior (lo que supone una dialéctica). El éxito depende de la armonía entre una técnica elaborada y el estado de ánimo, según el crítico Michel Seuphor. El mismo crítico agrega, “el tema no sirve más que para adormecer la conciencia del artista que crea”. [18] De la Cruz junto a Rafael “Felo” García emprenderá una nueva ruptura artística en el país, empatando la ruptura abierta en 1945 por Jiménez con sendas exposiciones en 1958. Aunque las obras de González y García fueron expuestas en salas distintas coincidieron en el tiempo. Diciembre de 1958 marcó el inicio de una rebelión contra la tradición nacionalista que, sin embargo, no se doblegó tranquilamente. Ese fue un diciembre bastante frío para los pintores vanguardistas, especialmente para Manuel de la Cruz que fue tildado de loco por un escritor y cuyos trabajos fueron pisoteados por una pintora académica. “Los alumnos de Bellas Artes – recuerda De la Cruz – formaron un cónclave agresivo. Una conferencia mía, posterior, produjo más tinieblas. En suma, no había en Costa Rica ninguna información sobre este movimiento”. Se refería al neoplasticismo de Mondrian y la escuela holandesa De Stijl. [19]

El miedo inicial fue superado. Como producto inmediato de las exposiciones se integraron grupos de aprendizaje de las nuevas ideas estéticas como “Taller” dirigido por De la Cruz González y el grupo “Ocho”, del que De la Cruz también fue parte, pero que aglutinaba a los autores plásticos ya establecidos en la todavía aldeana Costa Rica de fines de los cincuenta. El precursor, Max Jiménez, no vio la ruptura del molde tradicional, murió en Buenos Aires, Argentina dos años después de su vilipendiada exposición local, manteniendo el afecto y admiración de aquellos que, si comprendieron su obra, como el poeta peruano Cesar Vallejo. Jiménez, como luego sus predecesores en los grupos Taller y Ocho, fue el primero en advertir el dañino efecto que, sobre el pueblo costarricense, del cual nunca renegó tenían: la apariencia y la pasividad. En su obra “El jaúl” publicada en 1937 escribe: “La tranquilidad del pueblo es la más completa de las farsas. El templo y las casitas bajo la lluvia, el romance campesino, el arado, la yunta, el río que se crece, el perro faldero, el mugir de las vacas, la gleba, son simples testigos de que la intriga es la más constante y la más sutil de las dedicaciones del pueblo, que solamente desea ver hundirse a su vecino”. [20] En este vigoroso relato que parece haber vivido el propio Jiménez agrega: “Estas gentes de vida de cuatro tarros, bajan leche a la ciudad y suben guaro. Frecuentemente el caballo, de un solo camino, llega al hogar sin el jinete, y la familia andrajosa llega al terrible conocimiento de que el tata está tirado en algún zanjón del camino, borracho, y llamando a pleito a los transeúntes imaginarios”. [21]

En este contexto subjetivo a más no poder se abre paso la vanguardia artística, la primera con una ventaja no desdeñable: la magia y el realismo de un mundo donde todo el poder de la imaginación ha sido liberado en la naturaleza, por lo que parafraseando al escritor y crítico cubano Alejo Carpentier, el surrealismo surge de la realidad y no del inconsciente. Con la ruptura plástica ya expuesta brevemente se rompe de manera definitiva con el romanticismo y el clasicismo. Ante este rechazo conviene recordar a Goethe en sus coloquios con Eckermann que ante una situación similar en Europa emitió un juicio contundente: “Todas las épocas en retroceso y en disolución son subjetivas, mientras que todas las épocas progresivas tienen una dirección objetiva”. [22]

 

Transicion a la contemporaneidad

Una propuesta curatorial titulada “Artes Visuales de los 70s” [23] de la que tuve oportunidad de escribir ampliamente, abrió en el 2019 una discusión postergada sobre la contribución del arte y los artistas afincados en Costa Rica al contexto nacional e internacional, entre los sesenta y ochenta del siglo pasado, aventurando interesantes hipótesis sobre el propósito o “intencionalidad” del arte y la ideologización de la cultura y la producción artística.

Lo que este período de producción artística ha mostrado es la gran elasticidad de las manifestaciones y medios artísticos dominantes de aquellos artistas establecidos a lo largo de cuatro décadas que convergieron en los setenta. Tres posiciones ideológicas o posturas estéticas sirven como acercamiento a esta decisiva fase para el arte costarricense: telúrica, purista y política. Estas categorías como ocurre con los períodos espaciotemporales en que tienen lugar, no pueden ser absolutas, ya que en general se puede aproximar su origen, pero rara vez a su fin. Si algo queda claro al examinar la obra plástica del período 60-70s es cómo las tres “posiciones” conviven o subyacen simultáneamente en el mismo espacio temporal sin mayores conflictos. [24]

Los treinta del siglo anterior, como ya indicamos al inicio de este ensayo, son el punto de origen formal del desarrollo de la “nueva sensibilidad” o la posición ideológica enfocada en el paisajismo principalmente rural, a menudo sin presencia humana, liderado tácitamente por Teodorico Quirós representado por óleos como “Estero de Puntarenas” (1974) y la narrativa bucólica y a veces satírica local representada por el aporte, entre otros, de Francisco Amighetti, de quien se puede citar su mordaz cromoxilografía de 1970 “Los que están detrás” y Francisco Zúñiga cuya maqueta en bronce del “Monumento al Agricultor” completado en 1974 se alinea con sus proyectos monumentales realistas de carácter público, ideológicamente socialista, como la mayor parte de su carrera en México desde que se afincó allí en 1936. Esta posición estética ha sido perpetuada ideológicamente y convertida en tradición mediante políticas culturales estatales, coleccionismo público, premios nacionales, comisiones y una pléyade de seguidores hasta la fecha. Algunos de los más conocidos y presentes en este período de transición y ruptura son: Jorge Gallardo quien compartió con Amighetti, el interés por la vida de la gente común, especialmente la clase trabajadora, a la que representó con gran intensidad de color con base en una figuración simplificada y fuertemente dibujada sobre formatos menos intimistas en un continuo homenaje al paisaje humano como ocurre con su óleo “Trópico”. Otros artistas que confirman la continuidad de la tradición fueron Magda Santonastasio con su paisaje en acuarela de 1976, Ricardo Morales con su paisaje en óleo de 1977, Virginia Vargas con su serigrafía sobre papel de 1979 titulada “Una pila” y por supuesto, Fabio Herrera con su acuarela de 1976 titulada “Recuerdo de mi adiós de niño”. Un lugar especial merece en la misma veta artística, Grace Blanco, pero con mayor ambición en el uso de los empastes el óleo sobre cartón como se testimonia en “Paisaje en amarillos y verdes” realizado en 1973. En la escultura es evidente la deuda con la tradición telúrica en la obra de Fernando Calvo, emblemática del Banco Central, mediante obras en bronce como “Un alto en el trabajo”, de 1978. Su obra, no obstante, mitifica al campesino tico-meseteño que habla de soslayo y mira esquivamente. Otro tanto ocurre, con el recurrente tema figurativo de la maternidad expresado por artistas como Olger Villegas en obras como su talla en granito “Maternidad negra” o la talla en mármol “Maternidad” de Aquiles Jiménez realizada en 1979.

La tesis central de historiadores, curadores y algunos críticos es que existe una tradición artística propia desde 1928 y que la misma obliga a mirar hacia dentro, introspectivamente, en particular hacia el campesino y el área rural para descubrir el “ser” o identidad costarricense. Estas nociones permean continuamente la obra de pioneros y seguidores tradicionalistas en la gráfica, la pintura y la escultura como evidencian desde entonces escultores como Crisanto Badilla con su talla directa en granito “Mujer que avanza” de 1976, Miguel Ángel Brenes con su talla en piedra “Amparo” o el talentoso Carlomagno Venegas con su pequeña talla en madera sin fecha titulada “Torso”.

 

No todo cambio paradigmático devuelve a cero

Es importante recordar que, a partir del siglo XX, los cambios paradigmáticos solo obligan a volver a cero en ciencia y tecnología. En otras palabras, aunque el paradigma que sustentó originalmente la postura estética nacionalista costarricense fue relevado, filosófica y generacionalmente, en los cincuenta, la tradición sobrevivió hasta hoy sustentada proactivamente por las políticas oficiales de promoción cultural y el gusto de una audiencia leal y conservadora. Esto no quiere decir, que esta escuela permanezca inmutable técnica o conceptualmente, pero sus principios ideológicos son resilientes. No obstante, en los cuarenta y cincuenta reciben afirmación mediante docentes y artistas innovadores como Margarita Bertheau, y Dinorah Bolandi quienes a partir de un nuevo tipo de paisaje que, si bien mantiene su conexión telúrica, enriquece técnica y conceptualmente los géneros de la acuarela y la pintura al óleo, respectivamente. Como lo he mencionado en otro momento, Bertheau es la única acuarelista en el contexto nacional con una práctica continua del género del retrato, y del paisaje por medio del pigmento diluido en agua sobre papel. [25] Bertheau no descubre en su entorno natural y urbano un nuevo ángulo, a la luz de los aportes universales de un Turner o un John Marín. Impone, eso sí, en sus acuarelas descriptivas, la tristeza bucólica de la casona de adobe y las marinas. Apela a la nostalgia del espectador por los interiores agónicos de esas viviendas: tristes, húmedas y oscuras y los espacios abiertos íngrimos y sombríos de la costa. Por su parte, la rigurosa pero poco prolífica Bolandi se ocupó como pocos artistas de investigar otras posibilidades mediante la figuración paisajista. Su conocido óleo “Cementerio de Escazú” (1967), en la muestra, explota una veta colórica y de forma propia de su rigurosa investigación, sin abandonar cierta escuela regionalista, altera la percepción tradicional del paisaje, otrora constituido por la costa y la casona de adobe.

Otro ámbito en el cual se inicia un aporte significativo en esta década, aunque la temática es recurrentemente tradicional, es el grabado en metal que introdujeron al país como pioneros Juan Luis Rodríguez y Carlos Barboza a inicios de los setenta. El primero cuando formalizó su enseñanza en la Universidad de Costa Rica en 1972, y el segundo desde España ganando el primer salón de artes plásticas en la categoría de grabado ese mismo año. Dos grabadores, en particular, han demostrado que el trabajo disciplinado y la investigación fructifican en obras tonalmente dramáticas ambientadas localmente, pero con valores más universales. Uno de ellos es Rudy Espinoza con su aguatinta de inspiración urbana titulada “100 varas al sur” de 1977. Con un dibujo fuerte, determinado, sublima una temática que en otros resulta decorativa, deshumanizada y débil ideativamente. Su propuesta es poética, ya que se expresa en las metáforas íntimas de lo cotidiano las cuales comunica con ironía. El otro, es Carlos Barboza, como revela su aguafuerte sobre papel que representa un “Recolector” realizado en 1976. Esta obra es parte de una serie testimonial en la que articula críticamente una metáfora expresiva en lo conceptual de la labor agrícola demostrando a la vez su experimentación técnica especialmente en la solución cromática.

Un caso que merece estudio aparte, pese a su irregularidad como artista, es la obra de corte fantástico y naif de Disifredo Garita de quien recientemente se ha organizado una amplia retrospectiva en la que destaca su óleo de 1977 “La Ventana”. Su personalidad extravagante siempre resultó más atractiva que su pintura, y solo recientemente se ha reunido suficiente obra suya en un solo lugar para realizar una evaluación apropiada que acredite su mérito ideativo como ya he puntualizado ampliamente.

 

Externalidad purista

En el mismo período, emerge otra posición, la que algunos curadores denominan “purista” bajo la influencia de curadores y promotores del modernismo abstracto como el cubano José Gómez Sicre, quien al frente del Museo de la OEA promueve intensamente artistas seminales como Lola Fernández, Manuel de la Cruz González, Felo García, y César Valverde, entre otros, quienes conformarían a inicios de los sesenta el grupo “Ocho”. Sus miembros, en principio, se opusieron tácitamente al movimiento nacionalista local de la primera parte del siglo XX, cuya pretensión era identificar “la esencia de la pintura costarricense”. [27] En su lugar abrazaron la demanda de un mercado externo que pedía obras de “avanzada” y, conociendo los aspectos formales, cumplieron con esa solicitud sin profundizar y sin asimilar necesariamente lo que recibían; lo que condujo en varios casos al plagio y la fórmula, así como a la receta de cocina “artística”.

Aquí resulta oportuno retomar el concepto real de no figuración, como la propuesta visual que resulta de la introspección del artista sin intenciones figurativas, descriptivas o representativas de la realidad visible. El artista no figurativo se nutre de un conocimiento, muchas veces científico, que testimonia luego de un proceso de profundización. Su acto creador es uno espiritual, no en el sentido religioso, sino metafísico; se sustenta en un pensamiento orientado por la disciplina, la honestidad y la investigación constantes. La falta de compromiso conceptual con las vanguardias y cambios sociopolíticos y culturales en la región impidieron a los artistas ya citados cumplir su promesa de cambio.

No debe, por lo tanto, extrañar que la mayoría abandonaran la no figuración rápidamente con excepción de Manuel de la Cruz González quien tras presentar sus lacas sobre madera en la Bienal Centroamericana de Arte en 1971 regresa progresivamente al expresionismo figurativo. Evidencia de lo anterior, son obras como “Tugurios bajo el puente”, óleo de 1975 desarrollado por Felo García, donde el drama social se disipa en un espacio que embellece la miseria; “Algaba”, un óleo sobre tela de César Valverde realizado en 1962, que corresponde a su creencia en un “arte al servicio de la belleza” no del contexto social; “Aguacero” una acuarela sobre papel de 1967 creada por Luis Daell que destaca por eliminar los detalles para dar énfasis a las formas y colores del paisaje. Sobresalen en lo tridimensional, la talla en madera titulada “Vietnam” de 1968 desarrollada por Hernán González con una clara intencionalidad política que diluye su estética orgánica y cruda y la obra “Los amantes” en acero laminado realizada en 1971 en espacio público por Néstor Zeledón Guzmán, quien fue el escultor más sobresaliente de esta generación de artistas.

Si bien el grupo Ocho fue un catalizador del cambio, no fueron los únicos que trataron de renovar en el espíritu de las vanguardias artísticas el contexto local. Uno de los innegables pioneros fue, Juan Luis Rodríguez Sibaja, quien no solo organizó la primera muestra de arte moderno en la capital josefina en 1960, sino que introdujo el grabado en metal en el país a partir de 1972, tras desarrollar en Francia una significativa carrera artística que culminó con el primer premio de la Bienal de París en 1969 por su instalación “El Combate” de la cual se han recreado algunos componentes en el pasado reciente, así como su obra de fines de los sesentas y principios de los setentas, como “El verano pasado”( L’ete denier) una obra mixta sobre tela de 1968 y el ensamble “Ventana” (Fenetre) de 1972. Rodríguez Sibaja desarrolló producciones artísticas consistentes con el informalismo – favorecido por sus limitaciones económicas que restringían su acceso a los materiales tradicionales. En sus obras la materia adquiere mayor primacía, con espacios donde las formas geométricas naturales permanecen inalteradas por transformaciones continuas, con la densidad que le confiere al empaste una sensualidad o un dramatismo únicos. [28] Influido, pero no determinado por el informalismo, Rodríguez Sibaja comunica con espontaneidad gestos referenciados que vincula, a posteriori, con sus vivencias personales usando la materia para crear experiencias propias, sin ideas preconcebidas.

 

Trauma y negación

Tanto la posición tradicional introspectiva como la contracultural de la posición purista prepararon el terreno para los setenta. Dijimos antes que los acontecimientos sociales, políticos y económicos fueron cruciales para que se caracterice a esta como una “década perdida”. Nuestra sociedad se mantuvo enfocada más en las transformaciones políticas, educativas, económicas, y sociales locales a pesar de la inestabilidad del mundo circundante como ilustran la guerra en Vietnam; las tensiones en el eje Este-Oeste que originaron la Guerra Fría; la rebelión estudiantil y obrera de mayo de 1968 en Francia, y la masacre de los estudiantes en octubre de 1968 en la plaza de las tres culturas conocida como Tlatelolco en México, entre otros.

La década del setenta inició con un significativo movimiento estudiantil en las calles contra el proyecto para concesionar la explotación de aluminio a la transnacional estadounidense ALCOA en abril de 1970 y cierra con la revolución sandinista en 1979 que cambia el balance geopolítico regional. Aunque en el exterior estos eventos incidieron en el desarrollo de un espíritu de reivindicación hacia la paz y el amor y gestaron movimientos socioculturales como el hipismo, y otros más radicales e incluso violentos, la respuesta fue tímida y extemporánea en Costa Rica. No hubo, localmente, la correlación entre los eventos políticos y los culturales que eran reflejados en el arte por medio de la pintura sígnicogestual, el Arte Povera, lo Matérico, el Pop, el Informalismo, y el Neoexpresionismo. Nuestro terruño, en cambio, estaba sumido en el silencio y la pasividad, como he apuntado con anterioridad junto al crítico e investigador Luis Fernando Quirós Valverde. [29]

 

Trauma


Un hecho en particular logra, sin embargo, sacudir, el conformismo imperante en los setenta convirtiéndose en consecuencia, tanto en una amenaza como en una oportunidad, y que se vuelve crucial estudiar para evaluar las artes visuales del período. Me refiero al “trauma” causado a los artistas y la cultura local por la primera Bienal Centroamericana de Pintura que tuvo lugar en 1971 con motivo del 150 aniversario de la independencia centroamericana. En esa oportunidad la historiadora Marta Traba sin articular mayor criterio, ni someterlo a discusión, redujo drásticamente la lista de participantes e incidió decisivamente para que los otros jurados José Luis Cuevas y Fernando de Szyszlo declararán desiertos los premios con excepción de la obra del guatemalteco Luis Díaz por su tríptico “Guatebala 71” que se ajustaba más a su expectativa política militante de entonces. Con pocas excepciones, los artistas locales rechazaron la demanda de la crítica Marta Traba en favor de un arte con un propósito político y social claro. Tampoco, hicieron suyas las acusaciones de producir un arte patético, técnicamente aceptable. Meros “objetos flotantes” sin raíces, ni compromiso. La respuesta fue apabullante: negación. Esto llevó a intelectuales y autoridades locales como el escritor Alberto Cañas a restablecer distintos espacios de exhibición, premios, certámenes y patrocinios estatales como medio claramente sociocultural de “reivindicación” tras lo sucedido con el rechazo a la producción artística nacional ocurrida en la citada Bienal.

 

Respuesta local a un entorno hostil

Entre la vacuidad y lo pretencioso, los artistas locales respondieron en los setenta con un mayor ensimismamiento y en lugar de manifestarse con beligerancia por lo contingente a la manera de otros artistas latinoamericanos que defendían apologéticamente Marta Traba y otros críticos, optaron por sublimar su crítica y desencanto. Es probable que esto tenga que ver con la laxitud del ser en la cultura costarricense que permitió a gobernantes del periodo como José Figueres Ferrer expresar que en “Costa Rica no hay escándalo que dure más de tres días”.

A diferencia de los demás países de la región, después de 1948, la vida discurría en paz y con cierta civilidad. Es cierto que los países en que las dictaduras, la opresión, y el abuso han sido institucionalizados emergen en promedio poetas y artistas de gran calidad y renombre mundial, pensemos en Guatemala, Nicaragua y Cuba, solo para citar tres. Pero, para el artista local su universo suele terminar dentro de sus fronteras. Por eso el arte político no ha logrado prosperar en este país, y los pocos intentos conocidos son sobredimensionados de cara a la realidad. Es el caso del pintor, Gerardo González, quien desarrolló una serie en 1970 titulada “El álbum de recursos del presidente Brito” donde ironizaba sobre el tercer mandato del presidente José Figueres Ferrer como un ejemplo de totalitarismo. O el ensamblaje realizado en 1980 por Mario Parra, mejor conocido por sus esculturas en miniatura, que denuncia con humor negro “la ejecución de una marioneta”. Pero que evoca con obviedad la obra del conceptualista Luis Camnitzer quien ya en los setenta había iniciado sus series de denuncia sobre la represión en Uruguay utilizando cajas de embalaje y objetos mutilados.

Otro caso que viene a colación en esta misma postura estética es la obra “Un país, de un tiempo”, un acrílico de 1979 de Ottón Solís que marca el inicio de su producción entre política y liturgia que sirve para testimoniar las transformaciones del entorno de las que es testigo, no obstante, ha sido ambivalente moviéndose entre lo matérico expresionista y lo conceptual, sin definirse por ninguna. [30]

Los aportes foráneos de exiliados en el medio local expresan de manera más consistente el testimonio político mediante el arte que lo que exhiben los costarricenses. Es el caso del guatemalteco Roberto Cabrera mediante su obra mixta sobre papel titulada “Joven vendado” de 1975 y el chileno Juan Bernal Ponce, mediante su grabado en metal “Consejero” de 1978; comunican de una manera más integra el testimonio político la persecución política y el totalitarismo de derecha. Un lugar aparte ocupa la obra del artista Otto Apuy cuyo políptico “El desafecto”, una técnica mixta de 1977, desarrollado en plena transición entre su feísmo gráfico y su conceptualismo es una alegoría sobre los vicios humanos en una sociedad que se deshumaniza rápidamente. Si bien se han hecho lecturas políticas en el contexto de la tercera posición ideológica sobre esta obra, Apuy escapa a la clasificación contestaria con sus seres híbridos y grotescos, que se desplazan visceralmente con ampulosidad sobre la superficie de madera comprimida para enfocarse en la humanidad más allá de la temporalidad coyuntural. Las demás obras de este período, y las siguientes décadas, transitaran el dudoso sendero de la repetición de fórmulas tanto locales como importadas, sin hacer un aporte sustantivo o al menos novedoso a los desafíos artísticos y políticos de la década recreada.

 

Realismo fotográfico

Pero, si la pretensión es testimoniar la realidad contemporánea mediante figuras realistas en acciones de protesta, otro medio que demuestra ser más eficaz en esta etapa histórica es la fotografía analógica. El fotógrafo Mario Fernández Silva documenta la realidad sin visos de reporterismo gráfico en su serie “Manifestaciones” de 1972. En el contexto ideológico del período resulta refrescante la obra de fotógrafos analógicos que posicionaron en los setenta la fotografía como un medio artístico propio y válido. Destacan obras de Genaro Mora quien fuera parte del grupo F7, pionero en este ámbito bajo el liderazgo de Adrián Valenciano. En un estilo claroscuro podemos rescatar una fotografía que caracterizaría en su madurez, “Taza” de 1977. De Adrián Valenciano quiero destacar su fotografía “Barrio México” de 1973 que es parte de su serie sobre el paisaje urbano josefino. Lo cotidiano que observamos con negligencia a fuerza de darlo por seguro caracteriza la obra de Valenciano de enfoque urbano. Caso opuesto es el de Arturo Herrera Liggett quien produce una fotografía más intimista como su desnudo titulado “Caricia de luz de ventana” de 1976. Se trata de una imagen de quietud evocadora sin llegar a la obviedad sexual, que contrasta con el aporte experimental de la artista Victoria Cabezas con su colorido “políptico” de 1973, que en nada prepara para su inconsistente narrativa simbólica de “Banano emplumado” del mismo año, un objeto tridimensional que parece más una humorada que el resultado de una seria investigación.

Casi toda la producción del período desemboca en un crisol espaciotemporal de artistas y movimientos – los setenta - en el que ningún paradigma realmente desaparece, o vuelve a cero, sino que subyacen en un continuo acomodamiento ideológico a la “tica”, donde nadie se convierte en víctima (pobrecito) a expensas de los cambios inevitables que demanda el arte y la cultura global. Tal vez eso es lo que significa en el contexto de la “suiza centroamericana” la expresión anglosajona “small is beautiful”. Lo que esta transición evidencia es nuevamente la paradójica ruptura y convergencia paradigmática caracterizada por las violentas contradicciones e inconsistencias que solo podemos mirar con nostalgia, pero sin mayores consecuencias, excepto por el hecho de que los artistas locales abrazan las modas estimuladas por el mercado artístico global e incursionan aleatoriamente, sin dirección objetiva, en la caótica contemporaneidad.

No obstante, las siembras disruptivas y tradicionales del arte precedente se alinean finalmente a partir de los ochenta con la división entre la razón y la emoción que domina al arte moderno y el posmoderno. Basta revisar las propuestas de autores como Sila Chanto con su instalación, “El muro” o Pedro Arrieta con “Conexión: 7 silencios voluntarios”. Desde Duchamp, casi un siglo atrás, la experiencia sensible sin importar cuán pura o intensa sea esta, ha sido despreciada tanto en la práctica artística como en el objeto artístico. Aunque la obra de arte estimula todos los sentidos, en el mundo ideal de los modernos y posmodernos la obra de arte sólo se presenta ante la mente. Esta posición perpetua la tesis de Platón expuesta en su obra “La República” cuando introduce una metáfora epistemológica sobre la línea dividida que sitúa al arte en el ámbito de la ilusión sensible, junto con la sombra. [31] Esto lo ilustra con elocuencia el crítico Donald Kuspit en su obra “El Fin del Arte” (2006) cuando afirma que “un palo parece torcido metido en un cubo de agua, pero como espectadores sabemos que no es verdad. El arte es como esa agua, es el medio para crear la ilusión a través de la cual la razón puede ver.” [32]

Cuando separamos la razón de la emoción, la escisión puede fomentar, como ocurre en el llamado “arte conceptual” cierta originalidad, pero también mucha entropía. Al menospreciar la emoción o sensibilidad y sobre enfatizar la razón, la imaginación y la intuición creativas, que fueran objeto de estudio y defensa de autores como Baudelaire y Coleridge, es sustituido por la condescendencia con los intereses sociales y políticos cotidianos, normalmente despojados de su resonancia afectiva e implicaciones existenciales, es decir, de su dimensión humana. Así las cosas, en el arte contemporáneo, particularmente el de referencia conceptual o extensivo a las eco-instalaciones e intervenciones, a la obra concebida por el artista se la utiliza como un mero medio de comunicación de mensajes sobre los hechos coetáneos. Recuerda mucho nuevamente a Platón para quien el “mito” era una forma de hacer la verdad comprensible a las masas de mente sencilla o al menos dotarla de una narrativa exagerada que a modo de espectáculo la hipnotizara hasta hacerle creer que la había alcanzado.

En la práctica, los conceptualistas, o contextualistas, como prefieren decir hoy en día algunos de sus precursores, se han prestado para que personas sin ningún talento, habilidad o preparación artística se consideren artistas, aunque desprecien la forma y la imaginación creativa en el objeto de arte, limitándose a hacer una declaración de gran inmediatez a una audiencia que debe abordar su producción intelectualmente, con la mente, sin emociones. [33] Los salones nacionales organizados por entes oficiales son un vivo testimonio de lo anterior. [34] Basta echar una mirada a obras exhibidas en espacios oficiales como, por ejemplo, el óleo sobre tela “Que calor hará sin vos en el verano”, realizado por Ivanna Yujimetz en el 2019 o “Campo de entrenamiento para soles fracasados”, un loop en videoarte de Wilson Ilama producido en el 2018.

Sin embargo, es difícil trazar un proceso artístico disciplinado, técnica y conceptualmente, con base en una o dos obras de autoría reciente, y eso claramente no es responsabilidad del certamen o de jurados. Lo que sí reclama atención del investigador en arte y el espectador atento es el rampante narcisismo de las obras presentes en los salones anuales retomados en la última década que revelan por una parte inmadurez del artista en ciernes y por otra una moda artística contemporánea que se niega a morir. Aquí viene a colación el “Pornodiario”, un álbum fotográfico de José Miguel Rosales, presentado en el 2019. Debemos mucho de la resiliencia del narcisismo en el arte actual no solo a factores psicológicos de una generación ávida de fama instantánea desde que Andy Warhol lanzó su profecía, sino a figuras como Marina Abramovic - a quien el mercado ha levantado al nivel de “gurú”- quien profesa su independencia con respecto a cualquier “influencia” pasada o presente y que habla de su obra como si fuera el resultado de una transmutación personal hacia el objeto artístico y de este de regreso a la artista como parte de su mismo ser. El objetivo, no obstante, es completarse plenamente a través del objeto artístico. Un matrimonio hecho en la tierra entre el narcisismo y el fetichismo. El comportamiento de un sistema complejo y dinámico como el del sistema artístico contemporáneo representado en distintos espacios formales e informales, presenciales y virtuales, puede ser completamente determinado conociendo sus condiciones iniciales. En otras palabras, la ausencia de desviaciones con respecto al convencionalismo dominante permite pronosticar un sistema dominado por el facilismo, y la degradación de las fórmulas dictadas por el mercado y la moda.

El arte, en general, se diferencia de otras expresiones como el conceptualismo en que no busca ser didáctico. Claro que podemos aprender de la obra de arte, pero no se supone que esta literalmente nos instruya. Lo didáctico ha pertenecido naturalmente al ámbito del panfleto, el afiche, la publicidad y la comunicación política. Cuando un creador, por ejemplo, privilegia el mensaje contingente sobre la belleza, la imaginación, la sensibilidad y la forma no tiene como meta hacer arte, sino lo opuesto, que para el caso costarricense que nos ocupa se traduce como soluciones a problemas conceptuales.

Es evidente que somos seres complejos que sentimos más que pensamos, y que el arte refleja la tensión entre ambas, desde siempre, a pesar de las propuestas intelectuales de la última generación de autores visuales locales que pretenden disociar al espectador apelando solo a su intelecto, siguiendo el ejemplo original de los modernistas. La amplitud y variedad de la producción contemporánea, su interdisciplinariedad, sin ortodoxia, la evidente hibridación de géneros artísticos y artesanales, así como la compulsiva impaciencia creativa de los autores visuales tratando de sublimar el pasado, sin renunciar totalmente a él, confirman la capitalización de un incierto pero potencial futuro donde el eclecticismo con base en las innovaciones pasadas y la urgencia comunicacional son las constantes.

De cara al bicentenario, quedan pendientes en la historiografía y la crítica la investigación amplia y sistemática del concepto de comunidad de ideas y libertad artística de los grupos artísticos relevantes que se establecieron en Costa Rica desde la segunda mitad del siglo XX librando una lucha diaria en un mundo en vías de disolución en que el arte debe apuntar al orden y donde se define como una “actitud ante la vida”.

 

NOTAS

1 Rodríguez, Eugenio (1954) Debe y haber del hombre costarricense. Revista de la Universidad de Costa Rica, número 10. P. 24

2 Fernández, Ricardo (1928) Historia de Costa Rica: La Independencia, San José, Costa Rica.

3 La incorporación a la Republica Federal fue un acto deliberado por la elite josefina que fracaso en toda su extensión, a pesar de los intentos desde 1825 a 1834. Carrillo nos separó definitivamente.

4 Facio, Rodrigo (1982) Obras Completas; Título IV. Editorial Costa Rica, San José, 1982, P. 390.

5.Citado en Flores Zúñiga, Juan Carlos (1985) Cofradía: Testimonio pictórico. Instituto del Libro, Ministerio de Cultura, San José, Costa Rica. P. 10

6. Opus cit; Flores Zúñiga, Juan Carlos. PP. 10-11.

7 Courbet, Gustavo (1954) El Realismo. Colip, Milán, Italia. PP. 35-36.

8 García Monge, Joaquín; A propósito del primero de mayo, 1923. Documento citado en antología sobre “Pensamiento neoliberal y social cristiano”. Recopilado por Eugenio Rodríguez. (1980) Editorial Costa Rica, San José. P.75.

9 Opus cit; Zeledón, José María. Otros Epílogos. P. 48.

10 Belinski, Vissarion (1948) Textos Filosóficos; la idea del arte. Edición de Lenguas Extranjeras, Moscú.

11 Ulloa, Ricardo (1979) Pintores de Costa Rica. Editorial Costa Rica, San José, 1979, P. 36.

12 Kandinsky, Vasily (1996) Espiritualidad en el Arte, Editorial Paidós, Barcelona, España.

13 Breton, Andrés (1974). Manifiestos del Surrealismo; Editorial Guadarrama, Punto Omega, Madrid, España.

14 Amighetti, Francisco. Una retrospectiva, La Nación, domingo 20 de abril de 1980, suplemento Ancora, P.3.

15 Echeverría, Carlos (1977) Ocho artistas costarricenses y una tradición. Editorial Ministerio de Cultura, San José, Costa Rica, PP. 30-31.

16 Partiendo de la “línea como dirección”, Naum Gabo y Antoine Pevsner lanzan en agosto de 1920 su “manifiesto del realismo” en Moscú, dando origen al constructivismo. El suyo es estético a diferencia del constructivismo práctico de Tatlin. En su segundo enunciado afirman que “la tonalidad de la sustancia, es decir, su cuerpo material que absorbe la luz es la única realidad pictórica”.

17 González, Manuel de la Cruz. Entrevista en suplemento Ancora, La Nación, 20 de abril 1980, pág. 2.

18 Seuphor, Michel (1964) El arte abstracto. Editorial Kapelusz, Buenos Aires, Argentina. PP. 14 y 73.

19 Ulloa, Ricardo. (1971) Artículo sobre el artista. Revista Tertulia No 1. Ministerio de Cultura, San José, Costa Rica.

20 Jiménez, Max (1984) El Jaúl. Editorial Costa Rica, San José. P. 28.

21 Opus cit; Jiménez, Max. El Jaúl. P. 30.

22 Eckermann, Johann Peter (2001) Conversaciones con Goethe. Editorial Acantilado, Barcelona, España.

23 Monge Picado, María José (2019). Artes Visuales de los 70s. Fundación Museos Banco Central, San José, Costa Rica.

24 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Artes Visuales de los 70s: Violenta nostalgia, Ars Kriterion E-Zine, 1/11/19. (https://arskriterion.blogspot.com/2019/11/artes-visuales-de-los-70s-violenta.html)

25 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Margarita Bertheau: Obra y Carácter, La Nación, San José, 4/07/86. Pág. 2B

26 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Disifredo Garita: Intuición primigenia, Ars Kriterion E-Zine, 12/02/21 (https://arskriterion.blogspot.com/2021/02/disifredo-garita-intuicion-primigenia.html)

27 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Lola Fernández: Conciencia de la Intuición, Ars Kriterion E-Zine, 26/10/18 (https://arskriterion.blogspot.com/2018/10/lola-fernandez-conciencia-de-la.html)

28 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Rodríguez Sibaja: Grito y mito, Ars Kriterion E-Zine, 16/11/18

(https://arskriterion.blogspot.com/2018/11/rodriguez-sibaja-grito-y-mito.html)

29 Flores Zúñiga, Juan Carlos y Quirós Valverde, Luis Fernando: Grupo 8: Promesa incumplida, Ars Kriterion E-Zine, 31/08/18. (https://arskriterion.blogspot.com/2018/08/grupo-ocho-promesa-incumplida.html)

30 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Ottón Solís: Inanidad, La Nación, San José, 30/08/85. Pág. 2B

31 Platón (1998). República (trad. A. Camarero). Editorial EUDEBA, Buenos Aires, Argentina.

32 Kuspit, Donal (2006) El fin del arte. Ediciones Akal, Madrid, España.

33 Esto recuerda la expresión del filósofo y científico alemán Emanuel Kant (1724-1804): ¡Imbécil!, no olvides tu grandeza. Ligada a lo que la educación artística produce sin provocar o pulsar las capacidades latentes en una persona para que aflore el artista, permitiéndole que se adueñe de su carrera y de su destino.

34 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Salón Nacional 2019: Caos Determinista, Ars Kriterion E-Zine, 09/08/19. (https://arskriterion.blogspot.com/2019/08/salon-nacional-2019-caos-determinista.html)



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Artista convidada: Leda Astorga (Costa Rica, 1957)

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