En la cultura costarricense
la producción artística se ha desarrollado, entre el grito y el mito. Por una parte,
el grito es el punto de rompimiento paradigmático entre un movimiento artístico
dominante y otro emergente que resulta más de una disrupción o aporte individual
que de un movimiento o tendencia renovadora. El mito, por otra parte, es el mecanismo
que la cultura ha construido para mitigar y controlar el riesgo de quienes se atreven
a pensar y actuar de manera contracultural. Acostumbrados a vivir laxativamente,
evitando el conflicto, negando el pasado disfuncional, y respondiendo pasiva-agresivamente
a los estímulos del entorno cuya disonancia no podemos cognitivamente procesar,
hemos terminado viviendo en una zona de comodidad que resiste aun la prueba del
tiempo.
Ser tico o tica no es sinónimo
de innovación, modernidad, y mucho menos intelectualidad. Somos pasivo-agresivos
por excelencia, y no nos gustan los desafíos. Evitamos las discusiones, cuya seriedad
termina cuando emerge inevitablemente el choteo, un recurso que oscila entre la
broma y el sarcasmo local. [1]
No es extraño que nuestro medio
conformista sea frecuentemente hostil a las nuevas ideas o conceptos sean estos
válidos o no, particularmente cuando son expuestos por un coterráneo. Los extranjeros
corren distinta suerte mientras no cuestionen la idiosincrasia o los «valores» locales.
Con base en lo anterior, se han desarrollado dos tipos de artistas en el contexto
local: los institucionalizados y los aventureros. Los primeros son aquellos cuyo
horizonte termina en esta “isla” llamada Costa Rica con el anhelo de ser reconocidos
y obtener algún día un premio Magón (el Premio Nacional de Cultura Magón es el reconocimiento
más importante que otorga el Gobierno de Costa Rica a un ciudadano o ciudadana en
reconocimiento a la labor de una vida en el campo de la cultura): lo cual no les
impide viajar a estudiar y exhibir su obra, pero permaneciendo anclados al territorio
en términos de ambición.
Los segundos solo son diferentes,
porque toman más riesgos, y pasan serias necesidades económicas, hasta que logran
coronar sus esfuerzos con el reconocimiento que usualmente proviene de afuera mediante
premios y exhibiciones y a veces una residencia permanente en una ciudad cosmopolita
desde la cual realizan visitas periódicas al terruño para recordar a los nativos
sus logros internacionales. Estos últimos suelen quejarse del país natal que no
los reconoció tempranamente.
Lo anterior tiene una explicación,
los costarricenses oficializan la contribución de un artista hasta que ha sido reconocido
en el exterior y regresa con evidencias de esos logros. Entonces lo empezamos a
mitificar, es decir, a glorificarlo como un héroe de las artes que nos ha puesto
en el mapa mundial. Se escriben monografías, se organizan muestras retrospectivas,
el Estado adquiere algunas de sus obras, obtiene una plaza como profesor en la universidad
y con los años se pensiona con uno o varios premios nacionales en su currículo.
Narrativa no lineal
La historia de la cultura en general, y del
arte en particular, no debe ser narrada linealmente, aunque se tracen cronologías,
y se pretenda razonar en catálogos curatoriales la causa-efecto de artistas y movimientos
específicos en coyunturas históricas.
No obstante, los paradigmas
que sostienen el pensamiento resiliente de muchos historiadores y curadores, por
igual, demandan una seria revisión crítica para aclarar lo que realmente ocurrió
en la producción artística local y global desde las primeras expresiones artísticas
en la primera mitad del Siglo XIX hasta la década de los setenta en el siglo XX,
la llamada “década perdida”.
Es una tradición muy costarricense,
inclusive desde la llegada de la independencia en 1821, el tratar de definir nuestra
nacionalidad e identidad cultural en términos insulares, descontextualizada de la
región y el mundo. Para ello el sistema educativo que sensibiliza e informa y el
sistema político que lo regula ideológicamente, han incidido en la creación y reforzamiento
de mitos que defienden nuestro aislacionismo y excepcionalidad, jactándonos de nuestra
superioridad nacional frente a otras naciones de la región tradicionalmente en conflicto,
lo que nos ha permitido proclamar nuestra neutralidad ideológica cuando nos ha convenido
política y económicamente.
Repasemos esas frases-lema que
resumen algunos de los mitos que hemos creado como “Somos la Suiza de Centroamérica”,
“Costa Rica es un país de blancos de ojos claros”, “Costa Rica es un remanso de
paz en medio de un mundo conflictivo”, “Somos la mejor democracia en Latinoamérica”,
“Somos un país de ciudadanos educados” o en el ámbito del arte local “somos un país
con una tradición artística” o “nuestra identidad artística se encuentra en el paisaje
rural y el campesino”.
La realidad es que somos una
nación multicultural, étnicamente diversa, muy dependiente económicamente del exterior,
a menudo ignorante de su historia, con profundas brechas culturales y educativas,
significativos niveles de corrupción tanto en el sector público como privado, inconsistentes
en la defensa de la libertad y la justicia dentro y fuera de nuestras fronteras
a pesar de nuestra experiencia democrática, y poco o nada civilizados cuando se
trata de argumentar en cualquier ámbito de interés público o en lo particular, estético.
Un acercamiento a los orígenes
La vida cultural costarricense no tiene lugar
sino, hasta avanzada la primera mitad del siglo XIX. Una independencia de España,
no buscada, coloca al nuevo Estado en 1823 frente a su primera crisis al dividirse
su escasa población de cincuenta mil habitantes en bandos nacionalistas e imperialistas.
El historiador costarricense
Ricardo Fernández Guardia expone la extrema pobreza de esta tierra descubierta por
Colón en el siglo XVI: “Costa Rica era la provincia más atrasada del Reino de Guatemala
y las más pobre. Sus 50.000 habitantes vegetaban miserablemente en gran aislamiento,
privados de muchos de los beneficios de la civilización. No había en toda ella una
imprenta, ni un médico, ni una botica. Sus industrias eran las más rudimentarias
y vivían a duras penas de los productos de la agricultura y del pequeño comercio.
La instrucción pública estaba limitada a unas pocas escuelas de primeras letras…,
la clase alta era en general casi tan ignorante como las otras y por esta razón
las ideas avanzadas…no podrían tener en ella un eco apreciable y en efecto no lo
tuvieron”. [2] Esta
limitación real explica en parte la resistencia de la incipiente aristocracia de
la capital colonial Cartago, a la independencia y luego su adhesión al Imperio de
Iturbide, que resultó efímera.
Como resultado de las disputas
entre monarquistas e independistas, la capital fue desplazada a San José, donde
la elección de una Junta Superior Gubernativa, adoptó el Segundo Estatuto Político
y eligió primer Jefe de Estado a un maestro de Escuela, Don Juan Mora Fernández
(1825-1833). A partir de 1825 Costa Rica sería parte de la Federación Centroamericana.
En el centro del país, llamado Valle Central, se concentró una escasa producción
de cuadros religiosos, pues la mayoría eran importados de España. Un jesuita colombiano,
Santiago Páramo, destacó especialmente en esta actividad realizando algunos retratos
de autoridades eclesiásticas y políticas de la época.
A la pobreza económica se unió
la pictórica, descollando dentro de lo folclórico el uso de las superficies redondas
de las carretas para hacer una pintura de colores vivos, en un diseño geométrico
repetitivito y decorativo.
El primer aporte europeo en
pintura provino del francés, Aquiles Bigot (1809-1883), que se estableció en el
país a mediados de siglo y que en calidad de miembro de la logia masónica desde
1863 realizó múltiples retratos de estilo neoclásico e impartió lecciones destacando
entre sus alumnos el primer escultor costarricense, Fabrique Gutiérrez. Academicista
y único antecedente conocido en el país de la primera generación de pintores, Bigot
vivió del retrato de miembros de familias acaudaladas. La factura de sus obras es
plana, charolada y con fondos de paisaje artificial. Aunque otros pintores nacionales
incipientes, como Lisímaco Chavarría y Manuel Rodríguez Cruz practicaron la pintura
en la segunda mitad del siglo XIX, la tónica fue la ausencia de una plástica nacional.
Merced a la existencia de un
ambiente hostil a lo irreverente o desligado de la idea de Dios, el retrato como
género se mantuvo sin cambios hasta bien entrado el siglo XX.
El historiador Rodrigo Facio
relata, en su obra, como la primera universidad local, fundada en 1843 y bautizada
como Santo Tomás, era un centro que reprimía las ideas y a los intelectuales: “La
universidad fue declarada pontificia en 1853 por el Papa Pío IX, resultando…la obligación
para los profesores y los graduados de hacer ante el mismo Obispo “la profesión
de fe”; y la proscripción de las obras prohibidas por la iglesia”. [4] Varios maestros,
educandos e incluso un rector fueron conminados a obedecer los preceptos religiosos,
y al no hacerlo fueron expulsados. La libertad de expresión, sin embargo, no estuvo
ausente en el sistema social decimonónico, por lo que a raíz de la introducción
de la imprenta en 1830 surgieron hojas sueltas y luego publicaciones regulares,
El Noticioso Universal, el Mentor Costarricense y la Tertulia que nació para combatir
al gobernante de turno. Así, por ejemplo, un miembro de la “Tertulia Patriótica”,
uno de los pocos diarios que cierra cuando renuncia el Presidente Castro Madriz,
escribe en 1834: “Desde que esta provincia junto con las demás de sus hermanas,
estuvo sujeta a la dominación extranjera, aun siendo tan nula su representación,
se palpaba entre sus miserias la falta de ilustración, por falta de esta careció
siempre de un jurisconsulto que dirigiese y diese aún a la escasísima administración
que había dejado sus intereses al sistema colonial, de suerte que estos estuvieron
siempre a la arbitraria disposición de militares ordenancistas, idiotas, disipadores
y tiranos sin contradicción”. [5]
Se ha querido justificar con
la existencia de una idiosincrasia costarricense apática, pacífica y pobre la ausencia
de una corriente de pensamiento filosófico, literario y plástico desde la independencia,
y doscientos años después descubrimos que más bien ha sido la autocensura la que
ha limitado la expresión de valores trascendentes en esos campos. La ausencia de
educación formal durante los primeros cincuenta años de vida independiente obligó
por necesidad a los ticos a vivir de la formación religiosa que desde el púlpito
impartían temerosos sacerdotes, que ofrecían espeluznantes historias sobre el castigo
que recibirían los pecadores, llegado el juicio final. Esto sumado a la tradición
popular de la leyenda y el cuento oral, forjó un “carácter” individualista y reprimido
en la nación, compuesta de campesinos principalmente.
El arte quedó reservado a los
adinerados que, hasta finales de siglo, aún con la universalización de la educación
pública, gratuita y obligatoria, y el ascenso de una clase media urbana, podían
financiar al artista. El arte por el arte fue como en Europa, lo preferido por la
clase dirigente, el realismo de Courbet, Meunier y Millet que fue ferozmente reprimido
en Francia, no llega al país sino hasta principios de la siguiente centuria. El
café desplaza al tabaco y al oro como producto de exportación y surge una nueva
burguesía bautizada por los sociólogos como oligarquía cafetalera. Reducida a un
grupo de familias estas se hacen con el poder tras la muerte del general Tomás Guardia,
y de Prospero Fernández, debilitando la elite militar que con Bernardo Soto termina
cediéndole el poder a los civiles conservadores, cuya deriva democrática formal
hacia el autoritarismo de Rafael Iglesias influye en la evolución de las ideas liberales
en el último cuarto de siglo. Sus contactos con las esferas religiosas y políticas
son muy estrechos, así como su visión del mundo y las ideas.
Se empieza a repetir lo que
Alexandre Decamps, describe en el diario republicano burgués “National”, el 18 de
marzo de 1838 en París: “Las obras de arte de una originalidad demasiado independiente
o de ejecución demasiado audaz ofenden la vista de nuestra sociedad burguesa cuyo
limitado espíritu no puede abrazar ni las vastas concepciones del genio, ni los
arrebatos generosos de amor a la humanidad. El vuelo de la opinión es de corto alcance;
todo lo que sea demasiado vasto, todo lo que se eleve por encima de ella se le escapa”.
[6] Más que
las revoluciones ocurridas en Europa en 1820, 1830 y 1848 cuando artistas e intelectuales
se unieron al pueblo en luchas contra el Estado absolutista, en Costa Rica tuvieron
más efecto las complejas relaciones de una sociedad que crecía dirigida por políticos
liberales que adoptaban medidas reformistas en materia de educación pública, separación
de la iglesia, pequeña industria y seguridad social. El arte corrió una suerte distinta,
enclaustrado en una recién creada academia, que siguió satisfaciendo los intereses
y el gusto de la clase gobernante vivificando lo bello-clásico. En abierta contradicción
con el avance del realismo en Europa aquí los ángeles y los querubines, bodegones
y hombres de bien controlaban la expresión plástica. Temáticamente el realismo de
Courbet decía que “lo bello, como la verdad está ligada al tiempo en que vive y
al individuo que es capaz de percibirlo”, y agregaba que el arte consiste “en saber
hallar la expresión más completa de la cosa existente”. [7]
Realismo y elitismo
El medio plástico costarricense es la medida
de su propia creación y destinatario. De hecho, localmente, hasta 1945, se seguirá
hablando del público, mientras en Europa el poeta Charles Baudelaire hablará de
pueblo. La claridad, evidencia y el compromiso nutren al realista de mediados del
siglo pasado, porque la realidad histórica se vuelve contenido sin el lente deformador
del romanticismo.
El mismo pensador desde las
páginas de su célebre revista “Repertorio Americano” difundirá los primeros grabados
realistas, en madera, de Francisco Amighetti, desde 1929. Otros prominentes costarricenses
como el autor de la letra del himno nacional, José María Zeledón (1877-1949) criticarán
al trabajador y emularán el arte europeo oficial. Así el poeta Zeledón fustiga a
los “ticos” durante un carnaval en 1912, rememorando lo que él califica de “cultura
superior” en los obreros italianos que protagonizaron una primera huelga en Costa
Rica. En el curso de la cual, entonaban arias operáticas y canciones napolitanas,
escribe José María, “nuestra gente, en cambio, grita con largas modulaciones de
bestias enceladas. La expansión de sus pechos no conoce otra forma. No excluimos
por supuesto de la regla a los señores de levita y de bombín, los cuales hacen en
estas horas de regocijo público que aparenta desdeñar en día normales”. Al margen
del carácter anecdótico de la cita, resulta ilustrativo confirmar que la clase enriquecida
por la actividad exportadora del café pone su acento artístico en la expresión europea
oficial, la que dio al viejo continente unidad espiritual y cultural durante el
siglo XIX.
Los movimientos sociales costarricenses
superan con mucho, a los plásticos, desde la primera huelga de los telegrafistas
a la de los italianos en la construcción del ferrocarril, a fines del siglo XIX
y las de los panaderos, a principios del siglo XX hasta la bananera de 1934, sólo
los literatos serán portentosos trasmisores de la nueva realidad social que vive
el país. Los pintores egresados de la academia cerrarán sus ojos, en su reducida
fórmula de “art pour l´art” y aun los poetas ensordecerán de pronto a las palabras
de Belinski: “El poeta no puede vivir en el mundo de los sueños; ya es ciudadano
del mundo de la realidad contemporánea; todo el pasado debe vivir en él, la sociedad
quiere ver en él no ya un consolador, sino un intérprete de su propia vida espiritual
e ideológica; un oráculo que responde a las preguntas más arduas”.
La primera ruptura entre el
arte conservador y las vanguardias artísticas tuvo lugar, en Costa Rica, cuando
ya Europa ocupaba a sus historiadores con el expresionismo y el surrealismo. Mientras
Vasili Kandinsky, padre de la abstracción lírica, se ocupaba en 1910 de establecer
si la forma y el color, libres de todo propósito representativo, podían ser articulados
en un lenguaje simbólico, en Costa Rica, el primer pintor profesional, Enrique Echandi,
acaba de concluir un retrato llamado “El beduino”. Echandi (1866-1959) que había
estudiado pintura en Leipzig y Múnich entre 1888-1890 se ocupa en ese, como en otros
trabajos de retrato, de representar un personaje extrañamente ataviado del que emerge
un personaje costarricense, rodeado de un ambiente triste y relajado, propio de
la vida afectiva local.
En el mismo sentido se mueve
el pequeño círculo de pintores que son parte de la primera generación artística,
cuyo origen es 1897. En esa fecha se funda en Costa Rica la Escuela de Bellas Artes
que dirige el pintor español Tomás Povedano (1857-1943) cuyos criterios plásticos
corresponden a la escuela clásica española. De este período destacan aparte de Echandi
y Povedano mismos, Gonzalo Morales padre y Angela Castro, quienes se limitan a reproducir
los bodegones, paisajes y retratos heredados de la tradición hispana. Libran en
común una batalla estéril en un país sin tradición pictórica por lo que su estilo
“elimina la individualidad de la vista, de la mente, de la mano, en beneficio de
las fórmulas de escuela”, como afirmó en su momento el crítico Ricardo Ulloa Barrenechea.
[11]
En 1912, a modo de contraste,
Kandinsky concluye que las puras formas plásticas podían dar expresión “externa”
a una “necesidad interna”, ideas condensadas en su obra “Sobre la espiritualidad
en el arte”, publicada en Múnich. [12] Los artistas locales, por su parte, se encuentran aislados
por la geografía y la limitada importancia económica del país, a principios del
siglo XX. Las elucubraciones y soluciones plásticas quedan para Europa, mientras
aquí un 30 de abril de 1910, el país descubre que “Dios le castiga” con el terremoto
de Cartago. Así la ruptura estética requiere también, una religiosa, que pueblo
y artista no quieren plantear.
Aislacionismo nacionalista
Mientras André Breton difundía su manifiesto
surrealista en 1924, atacando el logicismo y los excesos de la “razón razonante”,
aquí seguíamos achacando a la voluntad divina y los pecados humanos un fenómeno
natural. Al tiempo que Breton levantaba la insurrección contra la tiranía del lenguaje
para “emancipar las palabras y devolverles toda su fuerza”, en la parroquial Costa
Rica se gestaba un movimiento aislacionista y tradicional que limitaba la imaginación
al paisaje y, la palabra al folclore y la costumbre. Artífice de esta última tendencia
fue un ingeniero-arquitecto, graduado en Estados Unidos y, a la sazón pintor, que
a “la desintegración de la forma” propuesta por la vanguardia europea, anteponía
la integración de una naturaleza virgen.
Este hombre se llamó Teodorico
Quirós (1897-1977) y su actitud artística es, en parte, producto de la reacción
norteamericana, a la irracionalidad de la Primera Guerra Mundial, o sea la natural
desconfianza de un pueblo temeroso de Dios – el estadounidense – al arte no representacional
producido por un pueblo que vive el exterminio en una escala nunca conocida antes.
Así la primera tarea de Quirós a su regreso al país, en 1921, fue organizar a los
artistas, obligarlos a producir, crear y a encabezar “paseos-taller” por la campiña
nacional. El producto de su iniciativa se revela en las exposiciones de artes plásticas
que organizó en el Teatro Nacional, entre 1928 y 1937.
La amenidad no abandona a Quirós
ni a sus compañeros de paisaje, entre los que figuran: Fausto Pacheco, Francisco
Amighetti, Margarita Bertheau, Luisa González de Sáenz, Néstor Zeledón, Juan Rafael
Chacón, Max Jiménez y Francisco Zúñiga. Estos cuatro últimos escultores principalmente.
En el grupo también participa el pintor Manuel de la Cruz González que más adelante
abandona el realismo en favor de fórmulas colo-rítmicas, desarrolladas en Venezuela,
abriendo el camino a la abstracción en el país.
Los artistas de la generación
impulsada por Teodorico Quirós reconocían en él más a un líder o agitador, que a
un pintor. Destaca el hecho de que fue a Fausto Pacheco a quien más influyó con
su enseñanza, en la práctica de la pintura, según declaraciones de los propios familiares
de Pacheco. El grabador Francisco Amighetti que vivió este período recuerda que
“Quico decía que él había inventado el arte en Costa Rica: lo que quería decir era
que había sacado de la nada a los artistas dispersos, aislados y olvidados que eran
el arte costarricense en potencia. Como todos los pintores (me incluyo entre ellos),
debutamos por el realismo, era nuestra meta y también nuestro aprendizaje”. Tanto
Pacheco, como Amighetti son autores figurativos y realistas, ya no pertenecen a
la escuela clásica, y por ello forman parte de la segunda generación de pintores
costarricenses. La naturaleza de su trabajo, así como su trabajo de la naturaleza,
se comprenden a partir de la emotividad que Cézanne (1839-1906), un posimpresionista
agregó a un nuevo concepto del paisaje que abrió a su vez el camino al cubismo.
En su concepto casi geométrico, las formas reconstruyen la realidad exterior, pero
sin imitarla. Aunque conociendo la obra de Paul Cézanne los miembros de la segunda
generación diluyeron su frase: “Quiero dar la imagen” por la de Rodin: “Copiad la
naturaleza”.
Al respecto escribe Carlos Francisco
Echeverría quien expresa en términos coloquiales lo que para estos paisajistas era
nutriente diaria: “La drástica y constante contraposición de luces y de sombras
de sol impío y vegetación mesurada, pero abundante. La vida del campesino que recorre
a pie los parajes del Valle Central, o aún de la costa, está llena de esas sucesivas
y gratas alteraciones de luz y calor con sombra fresca, con ríos, con ondulaciones
o quiebres del terreno que de pronto, a una cierta hora del día, convierten al paisaje
en un mosaico de trozos iluminados y trozos umbríos”. [15] Es precisamente en esta descripción
romántica donde podemos hallar parte de la explicación de la única tradición pictórica
nacional: el paisajismo nacionalista.
Ruptura y rechazo
Tras la muerte de Povedano y el retiro de
la decana de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica, en 1942,
es Teodorico Quirós quien toma la batuta de la academia y así al control social
se une el educativo – ambos retroalimentados – desencadenando una muy peligrosa
represión estética cuya primera víctima es Max Jiménez Huete (1900- 1947). Jiménez,
educado en Europa y por cosas de la diosa fortuna, adinerado, elude el camino tradicional
y su rebeldía lo lleva al arte. En 1924, expone su obra “Maternidad” en el Salón
de los Independientes en París, a la que siguen un trabajo continuo como pintor,
escultor y literato, aunque nadie en Costa Rica se identifica con su obra en ese
tiempo.
Max Jiménez se convirtió así
sin proponérselo, en padre de la tercera generación, como Quico Quirós lo fue de
la segunda. Su compañero de viaje no menos polémico fue Manuel de la Cruz González
(1909-1986) cuya obra dejando atrás el paisajismo de los treinta se inscribe, con
irregularidad dentro de la abstracción. De la Cruz vive varios años en el extranjero,
entre la Habana y Maracaibo, desde 1949 hasta 1958. Como profesor de Bellas Artes
en la capital venezolana recibe una fuerte influencia del constructivista uruguayo
Joaquín Torres García cuya obra se conoce con mucho interés en Argentina, Venezuela
y Cuba hacia el final de la segunda guerra mundial. [16] El constructivismo estético parte
de que “la más grande belleza es la existencia efectiva” y establece que el espacio
y el tiempo son las bases sobre las que se construye la idea y se edifica el arte.
En su versión latinoamericana es fuertemente influenciado por el movimiento neoplasticista
holandés “De Stijl” cuyo más conocido exponente es Piet Mondrian (1872-1944). Esta
tendencia se caracterizó por el predominio de lo racional sobre lo emotivo y el
manejo reduccionista de líneas rectas en horizontal y vertical, así como el uso
de los colores planos y puros. En Manuel de la Cruz González ambos movimientos fueron
fundamentales como se desprende de su afirmación: “Me interesa el objeto, no el
sujeto (humano) y por lo tanto mis figuras nada tienen que ver con lo folclórico”.
[17]
Aunque el tema o anécdota podía
ser costarricense, esto carece de interés porque ya De la cruz se ha adentrado en
el arte no representacional que coloca al artista frente al problema de la enunciación
(lo que implica una técnica) y, luego, frente al problema de su propia vida interior
(lo que supone una dialéctica). El éxito depende de la armonía entre una técnica
elaborada y el estado de ánimo, según el crítico Michel Seuphor. El mismo crítico
agrega, “el tema no sirve más que para adormecer la conciencia del artista que crea”.
[18] De la
Cruz junto a Rafael “Felo” García emprenderá una nueva ruptura artística en el país,
empatando la ruptura abierta en 1945 por Jiménez con sendas exposiciones en 1958.
Aunque las obras de González y García fueron expuestas en salas distintas coincidieron
en el tiempo. Diciembre de 1958 marcó el inicio de una rebelión contra la tradición
nacionalista que, sin embargo, no se doblegó tranquilamente. Ese fue un diciembre
bastante frío para los pintores vanguardistas, especialmente para Manuel de la Cruz
que fue tildado de loco por un escritor y cuyos trabajos fueron pisoteados por una
pintora académica. “Los alumnos de Bellas Artes – recuerda De la Cruz – formaron
un cónclave agresivo. Una conferencia mía, posterior, produjo más tinieblas. En
suma, no había en Costa Rica ninguna información sobre este movimiento”. Se refería
al neoplasticismo de Mondrian y la escuela holandesa De Stijl. [19]
El miedo inicial fue superado.
Como producto inmediato de las exposiciones se integraron grupos de aprendizaje
de las nuevas ideas estéticas como “Taller” dirigido por De la Cruz González y el
grupo “Ocho”, del que De la Cruz también fue parte, pero que aglutinaba a los autores
plásticos ya establecidos en la todavía aldeana Costa Rica de fines de los cincuenta.
El precursor, Max Jiménez, no vio la ruptura del molde tradicional, murió en Buenos
Aires, Argentina dos años después de su vilipendiada exposición local, manteniendo
el afecto y admiración de aquellos que, si comprendieron su obra, como el poeta
peruano Cesar Vallejo. Jiménez, como luego sus predecesores en los grupos Taller
y Ocho, fue el primero en advertir el dañino efecto que, sobre el pueblo costarricense,
del cual nunca renegó tenían: la apariencia y la pasividad. En su obra “El jaúl”
publicada en 1937 escribe: “La tranquilidad del pueblo es la más completa de las
farsas. El templo y las casitas bajo la lluvia, el romance campesino, el arado,
la yunta, el río que se crece, el perro faldero, el mugir de las vacas, la gleba,
son simples testigos de que la intriga es la más constante y la más sutil de las
dedicaciones del pueblo, que solamente desea ver hundirse a su vecino”. [20] En este vigoroso
relato que parece haber vivido el propio Jiménez agrega: “Estas gentes de vida de
cuatro tarros, bajan leche a la ciudad y suben guaro. Frecuentemente el caballo,
de un solo camino, llega al hogar sin el jinete, y la familia andrajosa llega al
terrible conocimiento de que el tata está tirado en algún zanjón del camino, borracho,
y llamando a pleito a los transeúntes imaginarios”. [21]
En este contexto subjetivo a
más no poder se abre paso la vanguardia artística, la primera con una ventaja no
desdeñable: la magia y el realismo de un mundo donde todo el poder de la imaginación
ha sido liberado en la naturaleza, por lo que parafraseando al escritor y crítico
cubano Alejo Carpentier, el surrealismo surge de la realidad y no del inconsciente.
Con la ruptura plástica ya expuesta brevemente se rompe de manera definitiva con
el romanticismo y el clasicismo. Ante este rechazo conviene recordar a Goethe en
sus coloquios con Eckermann que ante una situación similar en Europa emitió un juicio
contundente: “Todas las épocas en retroceso y en disolución son subjetivas, mientras
que todas las épocas progresivas tienen una dirección objetiva”. [22]
Transicion a la contemporaneidad
Una propuesta curatorial titulada “Artes
Visuales de los 70s” [23]
de la que tuve oportunidad de escribir ampliamente, abrió en el 2019 una discusión
postergada sobre la contribución del arte y los artistas afincados en Costa Rica
al contexto nacional e internacional, entre los sesenta y ochenta del siglo pasado,
aventurando interesantes hipótesis sobre el propósito o “intencionalidad” del arte
y la ideologización de la cultura y la producción artística.
Lo que este período de producción
artística ha mostrado es la gran elasticidad de las manifestaciones y medios artísticos
dominantes de aquellos artistas establecidos a lo largo de cuatro décadas que convergieron
en los setenta. Tres posiciones ideológicas o posturas estéticas sirven como acercamiento
a esta decisiva fase para el arte costarricense: telúrica, purista y política. Estas
categorías como ocurre con los períodos espaciotemporales en que tienen lugar, no
pueden ser absolutas, ya que en general se puede aproximar su origen, pero rara
vez a su fin. Si algo queda claro al examinar la obra plástica del período 60-70s
es cómo las tres “posiciones” conviven o subyacen simultáneamente en el mismo espacio
temporal sin mayores conflictos. [24]
Los treinta del siglo anterior,
como ya indicamos al inicio de este ensayo, son el punto de origen formal del desarrollo
de la “nueva sensibilidad” o la posición ideológica enfocada en el paisajismo principalmente
rural, a menudo sin presencia humana, liderado tácitamente por Teodorico Quirós
representado por óleos como “Estero de Puntarenas” (1974) y la narrativa bucólica
y a veces satírica local representada por el aporte, entre otros, de Francisco Amighetti,
de quien se puede citar su mordaz cromoxilografía de 1970 “Los que están detrás”
y Francisco Zúñiga cuya maqueta en bronce del “Monumento al Agricultor” completado
en 1974 se alinea con sus proyectos monumentales realistas de carácter público,
ideológicamente socialista, como la mayor parte de su carrera en México desde que
se afincó allí en 1936. Esta posición estética ha sido perpetuada ideológicamente
y convertida en tradición mediante políticas culturales estatales, coleccionismo
público, premios nacionales, comisiones y una pléyade de seguidores hasta la fecha.
Algunos de los más conocidos y presentes en este período de transición y ruptura
son: Jorge Gallardo quien compartió con Amighetti, el interés por la vida de la
gente común, especialmente la clase trabajadora, a la que representó con gran intensidad
de color con base en una figuración simplificada y fuertemente dibujada sobre formatos
menos intimistas en un continuo homenaje al paisaje humano como ocurre con su óleo
“Trópico”. Otros artistas que confirman la continuidad de la tradición fueron Magda
Santonastasio con su paisaje en acuarela de 1976, Ricardo Morales con su paisaje
en óleo de 1977, Virginia Vargas con su serigrafía sobre papel de 1979 titulada
“Una pila” y por supuesto, Fabio Herrera con su acuarela de 1976 titulada “Recuerdo
de mi adiós de niño”. Un lugar especial merece en la misma veta artística, Grace
Blanco, pero con mayor ambición en el uso de los empastes el óleo sobre cartón como
se testimonia en “Paisaje en amarillos y verdes” realizado en 1973. En la escultura
es evidente la deuda con la tradición telúrica en la obra de Fernando Calvo, emblemática
del Banco Central, mediante obras en bronce como “Un alto en el trabajo”, de 1978.
Su obra, no obstante, mitifica al campesino tico-meseteño que habla de soslayo y
mira esquivamente. Otro tanto ocurre, con el recurrente tema figurativo de la maternidad
expresado por artistas como Olger Villegas en obras como su talla en granito “Maternidad
negra” o la talla en mármol “Maternidad” de Aquiles Jiménez realizada en 1979.
La tesis central de historiadores,
curadores y algunos críticos es que existe una tradición artística propia desde
1928 y que la misma obliga a mirar hacia dentro, introspectivamente, en particular
hacia el campesino y el área rural para descubrir el “ser” o identidad costarricense.
Estas nociones permean continuamente la obra de pioneros y seguidores tradicionalistas
en la gráfica, la pintura y la escultura como evidencian desde entonces escultores
como Crisanto Badilla con su talla directa en granito “Mujer que avanza” de 1976,
Miguel Ángel Brenes con su talla en piedra “Amparo” o el talentoso Carlomagno Venegas
con su pequeña talla en madera sin fecha titulada “Torso”.
No todo cambio paradigmático devuelve a cero
Es importante recordar que, a partir del
siglo XX, los cambios paradigmáticos solo obligan a volver a cero en ciencia y tecnología.
En otras palabras, aunque el paradigma que sustentó originalmente la postura estética
nacionalista costarricense fue relevado, filosófica y generacionalmente, en los
cincuenta, la tradición sobrevivió hasta hoy sustentada proactivamente por las políticas
oficiales de promoción cultural y el gusto de una audiencia leal y conservadora.
Esto no quiere decir, que esta escuela permanezca inmutable técnica o conceptualmente,
pero sus principios ideológicos son resilientes. No obstante, en los cuarenta y
cincuenta reciben afirmación mediante docentes y artistas innovadores como Margarita
Bertheau, y Dinorah Bolandi quienes a partir de un nuevo tipo de paisaje que, si
bien mantiene su conexión telúrica, enriquece técnica y conceptualmente los géneros
de la acuarela y la pintura al óleo, respectivamente. Como lo he mencionado en otro
momento, Bertheau es la única acuarelista en el contexto nacional con una práctica
continua del género del retrato, y del paisaje por medio del pigmento diluido en
agua sobre papel. [25]
Bertheau no descubre en su entorno natural y urbano un nuevo ángulo, a la luz de
los aportes universales de un Turner o un John Marín. Impone, eso sí, en sus acuarelas
descriptivas, la tristeza bucólica de la casona de adobe y las marinas. Apela a
la nostalgia del espectador por los interiores agónicos de esas viviendas: tristes,
húmedas y oscuras y los espacios abiertos íngrimos y sombríos de la costa. Por su
parte, la rigurosa pero poco prolífica Bolandi se ocupó como pocos artistas de investigar
otras posibilidades mediante la figuración paisajista. Su conocido óleo “Cementerio
de Escazú” (1967), en la muestra, explota una veta colórica y de forma propia de
su rigurosa investigación, sin abandonar cierta escuela regionalista, altera la
percepción tradicional del paisaje, otrora constituido por la costa y la casona
de adobe.
Otro ámbito en el cual se inicia
un aporte significativo en esta década, aunque la temática es recurrentemente tradicional,
es el grabado en metal que introdujeron al país como pioneros Juan Luis Rodríguez
y Carlos Barboza a inicios de los setenta. El primero cuando formalizó su enseñanza
en la Universidad de Costa Rica en 1972, y el segundo desde España ganando el primer
salón de artes plásticas en la categoría de grabado ese mismo año. Dos grabadores,
en particular, han demostrado que el trabajo disciplinado y la investigación fructifican
en obras tonalmente dramáticas ambientadas localmente, pero con valores más universales.
Uno de ellos es Rudy Espinoza con su aguatinta de inspiración urbana titulada “100
varas al sur” de 1977. Con un dibujo fuerte, determinado, sublima una temática que
en otros resulta decorativa, deshumanizada y débil ideativamente. Su propuesta es
poética, ya que se expresa en las metáforas íntimas de lo cotidiano las cuales comunica
con ironía. El otro, es Carlos Barboza, como revela su aguafuerte sobre papel que
representa un “Recolector” realizado en 1976. Esta obra es parte de una serie testimonial
en la que articula críticamente una metáfora expresiva en lo conceptual de la labor
agrícola demostrando a la vez su experimentación técnica especialmente en la solución
cromática.
Un caso que merece estudio aparte,
pese a su irregularidad como artista, es la obra de corte fantástico y naif de Disifredo
Garita de quien recientemente se ha organizado una amplia retrospectiva en la que
destaca su óleo de 1977 “La Ventana”. Su personalidad extravagante siempre resultó
más atractiva que su pintura, y solo recientemente se ha reunido suficiente obra
suya en un solo lugar para realizar una evaluación apropiada que acredite su mérito
ideativo como ya he puntualizado ampliamente.
Externalidad purista
En el mismo período, emerge otra posición,
la que algunos curadores denominan “purista” bajo la influencia de curadores y promotores
del modernismo abstracto como el cubano José Gómez Sicre, quien al frente del Museo
de la OEA promueve intensamente artistas seminales como Lola Fernández, Manuel de
la Cruz González, Felo García, y César Valverde, entre otros, quienes conformarían
a inicios de los sesenta el grupo “Ocho”. Sus miembros, en principio, se opusieron
tácitamente al movimiento nacionalista local de la primera parte del siglo XX, cuya
pretensión era identificar “la esencia de la pintura costarricense”. [27] En su lugar
abrazaron la demanda de un mercado externo que pedía obras de “avanzada” y, conociendo
los aspectos formales, cumplieron con esa solicitud sin profundizar y sin asimilar
necesariamente lo que recibían; lo que condujo en varios casos al plagio y la fórmula,
así como a la receta de cocina “artística”.
Aquí resulta oportuno retomar
el concepto real de no figuración, como la propuesta visual que resulta de la introspección
del artista sin intenciones figurativas, descriptivas o representativas de la realidad
visible. El artista no figurativo se nutre de un conocimiento, muchas veces científico,
que testimonia luego de un proceso de profundización. Su acto creador es uno espiritual,
no en el sentido religioso, sino metafísico; se sustenta en un pensamiento orientado
por la disciplina, la honestidad y la investigación constantes. La falta de compromiso
conceptual con las vanguardias y cambios sociopolíticos y culturales en la región
impidieron a los artistas ya citados cumplir su promesa de cambio.
No debe, por lo tanto, extrañar
que la mayoría abandonaran la no figuración rápidamente con excepción de Manuel
de la Cruz González quien tras presentar sus lacas sobre madera en la Bienal Centroamericana
de Arte en 1971 regresa progresivamente al expresionismo figurativo. Evidencia de
lo anterior, son obras como “Tugurios bajo el puente”, óleo de 1975 desarrollado
por Felo García, donde el drama social se disipa en un espacio que embellece la
miseria; “Algaba”, un óleo sobre tela de César Valverde realizado en 1962, que corresponde
a su creencia en un “arte al servicio de la belleza” no del contexto social; “Aguacero”
una acuarela sobre papel de 1967 creada por Luis Daell que destaca por eliminar
los detalles para dar énfasis a las formas y colores del paisaje. Sobresalen en
lo tridimensional, la talla en madera titulada “Vietnam” de 1968 desarrollada por
Hernán González con una clara intencionalidad política que diluye su estética orgánica
y cruda y la obra “Los amantes” en acero laminado realizada en 1971 en espacio público
por Néstor Zeledón Guzmán, quien fue el escultor más sobresaliente de esta generación
de artistas.
Si bien el grupo Ocho fue un
catalizador del cambio, no fueron los únicos que trataron de renovar en el espíritu
de las vanguardias artísticas el contexto local. Uno de los innegables pioneros
fue, Juan Luis Rodríguez Sibaja, quien no solo organizó la primera muestra de arte
moderno en la capital josefina en 1960, sino que introdujo el grabado en metal en
el país a partir de 1972, tras desarrollar en Francia una significativa carrera
artística que culminó con el primer premio de la Bienal de París en 1969 por su
instalación “El Combate” de la cual se han recreado algunos componentes en el pasado
reciente, así como su obra de fines de los sesentas y principios de los setentas,
como “El verano pasado”( L’ete denier) una obra mixta sobre tela de 1968 y el ensamble
“Ventana” (Fenetre) de 1972. Rodríguez Sibaja desarrolló producciones artísticas
consistentes con el informalismo – favorecido por sus limitaciones económicas que
restringían su acceso a los materiales tradicionales. En sus obras la materia adquiere
mayor primacía, con espacios donde las formas geométricas naturales permanecen inalteradas
por transformaciones continuas, con la densidad que le confiere al empaste una sensualidad
o un dramatismo únicos. [28] Influido, pero no determinado por el informalismo, Rodríguez
Sibaja comunica con espontaneidad gestos referenciados que vincula, a posteriori,
con sus vivencias personales usando la materia para crear experiencias propias,
sin ideas preconcebidas.
Trauma y negación
Tanto la posición tradicional introspectiva
como la contracultural de la posición purista prepararon el terreno para los setenta.
Dijimos antes que los acontecimientos sociales, políticos y económicos fueron cruciales
para que se caracterice a esta como una “década perdida”. Nuestra sociedad se mantuvo
enfocada más en las transformaciones políticas, educativas, económicas, y sociales
locales a pesar de la inestabilidad del mundo circundante como ilustran la guerra
en Vietnam; las tensiones en el eje Este-Oeste que originaron la Guerra Fría; la
rebelión estudiantil y obrera de mayo de 1968 en Francia, y la masacre de los estudiantes
en octubre de 1968 en la plaza de las tres culturas conocida como Tlatelolco en
México, entre otros.
La década del setenta inició
con un significativo movimiento estudiantil en las calles contra el proyecto para
concesionar la explotación de aluminio a la transnacional estadounidense ALCOA en
abril de 1970 y cierra con la revolución sandinista en 1979 que cambia el balance
geopolítico regional. Aunque en el exterior estos eventos incidieron en el desarrollo
de un espíritu de reivindicación hacia la paz y el amor y gestaron movimientos socioculturales
como el hipismo, y otros más radicales e incluso violentos, la respuesta fue tímida
y extemporánea en Costa Rica. No hubo, localmente, la correlación entre los eventos
políticos y los culturales que eran reflejados en el arte por medio de la pintura
sígnicogestual, el Arte Povera, lo Matérico, el Pop, el Informalismo, y el Neoexpresionismo.
Nuestro terruño, en cambio, estaba sumido en el silencio y la pasividad, como he
apuntado con anterioridad junto al crítico e investigador Luis Fernando Quirós Valverde.
[29]
Trauma
Respuesta local a un entorno hostil
Entre la vacuidad y lo pretencioso, los artistas
locales respondieron en los setenta con un mayor ensimismamiento y en lugar de manifestarse
con beligerancia por lo contingente a la manera de otros artistas latinoamericanos
que defendían apologéticamente Marta Traba y otros críticos, optaron por sublimar
su crítica y desencanto. Es probable que esto tenga que ver con la laxitud del ser
en la cultura costarricense que permitió a gobernantes del periodo como José Figueres
Ferrer expresar que en “Costa Rica no hay escándalo que dure más de tres días”.
A diferencia de los demás países
de la región, después de 1948, la vida discurría en paz y con cierta civilidad.
Es cierto que los países en que las dictaduras, la opresión, y el abuso han sido
institucionalizados emergen en promedio poetas y artistas de gran calidad y renombre
mundial, pensemos en Guatemala, Nicaragua y Cuba, solo para citar tres. Pero, para
el artista local su universo suele terminar dentro de sus fronteras. Por eso el
arte político no ha logrado prosperar en este país, y los pocos intentos conocidos
son sobredimensionados de cara a la realidad. Es el caso del pintor, Gerardo González,
quien desarrolló una serie en 1970 titulada “El álbum de recursos del presidente
Brito” donde ironizaba sobre el tercer mandato del presidente José Figueres Ferrer
como un ejemplo de totalitarismo. O el ensamblaje realizado en 1980 por Mario Parra,
mejor conocido por sus esculturas en miniatura, que denuncia con humor negro “la
ejecución de una marioneta”. Pero que evoca con obviedad la obra del conceptualista
Luis Camnitzer quien ya en los setenta había iniciado sus series de denuncia sobre
la represión en Uruguay utilizando cajas de embalaje y objetos mutilados.
Otro caso que viene a colación
en esta misma postura estética es la obra “Un país, de un tiempo”, un acrílico de
1979 de Ottón Solís que marca el inicio de su producción entre política y liturgia
que sirve para testimoniar las transformaciones del entorno de las que es testigo,
no obstante, ha sido ambivalente moviéndose entre lo matérico expresionista y lo
conceptual, sin definirse por ninguna. [30]
Los aportes foráneos de exiliados
en el medio local expresan de manera más consistente el testimonio político mediante
el arte que lo que exhiben los costarricenses. Es el caso del guatemalteco Roberto
Cabrera mediante su obra mixta sobre papel titulada “Joven vendado” de 1975 y el
chileno Juan Bernal Ponce, mediante su grabado en metal “Consejero” de 1978; comunican
de una manera más integra el testimonio político la persecución política y el totalitarismo
de derecha. Un lugar aparte ocupa la obra del artista Otto Apuy cuyo políptico “El
desafecto”, una técnica mixta de 1977, desarrollado en plena transición entre su
feísmo gráfico y su conceptualismo es una alegoría sobre los vicios humanos en una
sociedad que se deshumaniza rápidamente. Si bien se han hecho lecturas políticas
en el contexto de la tercera posición ideológica sobre esta obra, Apuy escapa a
la clasificación contestaria con sus seres híbridos y grotescos, que se desplazan
visceralmente con ampulosidad sobre la superficie de madera comprimida para enfocarse
en la humanidad más allá de la temporalidad coyuntural. Las demás obras de este
período, y las siguientes décadas, transitaran el dudoso sendero de la repetición
de fórmulas tanto locales como importadas, sin hacer un aporte sustantivo o al menos
novedoso a los desafíos artísticos y políticos de la década recreada.
Realismo fotográfico
Pero, si la pretensión es testimoniar la
realidad contemporánea mediante figuras realistas en acciones de protesta, otro
medio que demuestra ser más eficaz en esta etapa histórica es la fotografía analógica.
El fotógrafo Mario Fernández Silva documenta la realidad sin visos de reporterismo
gráfico en su serie “Manifestaciones” de 1972. En el contexto ideológico del período
resulta refrescante la obra de fotógrafos analógicos que posicionaron en los setenta
la fotografía como un medio artístico propio y válido. Destacan obras de Genaro
Mora quien fuera parte del grupo F7, pionero en este ámbito bajo el liderazgo de
Adrián Valenciano. En un estilo claroscuro podemos rescatar una fotografía que caracterizaría
en su madurez, “Taza” de 1977. De Adrián Valenciano quiero destacar su fotografía
“Barrio México” de 1973 que es parte de su serie sobre el paisaje urbano josefino.
Lo cotidiano que observamos con negligencia a fuerza de darlo por seguro caracteriza
la obra de Valenciano de enfoque urbano. Caso opuesto es el de Arturo Herrera Liggett
quien produce una fotografía más intimista como su desnudo titulado “Caricia de
luz de ventana” de 1976. Se trata de una imagen de quietud evocadora sin llegar
a la obviedad sexual, que contrasta con el aporte experimental de la artista Victoria
Cabezas con su colorido “políptico” de 1973, que en nada prepara para su inconsistente
narrativa simbólica de “Banano emplumado” del mismo año, un objeto tridimensional
que parece más una humorada que el resultado de una seria investigación.
Casi toda la producción del
período desemboca en un crisol espaciotemporal de artistas y movimientos – los setenta
- en el que ningún paradigma realmente desaparece, o vuelve a cero, sino que subyacen
en un continuo acomodamiento ideológico a la “tica”, donde nadie se convierte en
víctima (pobrecito) a expensas de los cambios inevitables que demanda el arte y
la cultura global. Tal vez eso es lo que significa en el contexto de la “suiza centroamericana”
la expresión anglosajona “small is beautiful”. Lo que esta transición evidencia
es nuevamente la paradójica ruptura y convergencia paradigmática caracterizada por
las violentas contradicciones e inconsistencias que solo podemos mirar con nostalgia,
pero sin mayores consecuencias, excepto por el hecho de que los artistas locales
abrazan las modas estimuladas por el mercado artístico global e incursionan aleatoriamente,
sin dirección objetiva, en la caótica contemporaneidad.
No obstante, las siembras disruptivas
y tradicionales del arte precedente se alinean finalmente a partir de los ochenta
con la división entre la razón y la emoción que domina al arte moderno y el posmoderno.
Basta revisar las propuestas de autores como Sila Chanto con su instalación, “El
muro” o Pedro Arrieta con “Conexión: 7 silencios voluntarios”. Desde Duchamp, casi
un siglo atrás, la experiencia sensible sin importar cuán pura o intensa sea esta,
ha sido despreciada tanto en la práctica artística como en el objeto artístico.
Aunque la obra de arte estimula todos los sentidos, en el mundo ideal de los modernos
y posmodernos la obra de arte sólo se presenta ante la mente. Esta posición perpetua
la tesis de Platón expuesta en su obra “La República” cuando introduce una metáfora
epistemológica sobre la línea dividida que sitúa al arte en el ámbito de la ilusión
sensible, junto con la sombra. [31] Esto lo ilustra con elocuencia el crítico Donald Kuspit en
su obra “El Fin del Arte” (2006) cuando afirma que “un palo parece torcido metido
en un cubo de agua, pero como espectadores sabemos que no es verdad. El arte es
como esa agua, es el medio para crear la ilusión a través de la cual la razón puede
ver.” [32]
Cuando separamos la razón de
la emoción, la escisión puede fomentar, como ocurre en el llamado “arte conceptual”
cierta originalidad, pero también mucha entropía. Al menospreciar la emoción o sensibilidad
y sobre enfatizar la razón, la imaginación y la intuición creativas, que fueran
objeto de estudio y defensa de autores como Baudelaire y Coleridge, es sustituido
por la condescendencia con los intereses sociales y políticos cotidianos, normalmente
despojados de su resonancia afectiva e implicaciones existenciales, es decir, de
su dimensión humana. Así las cosas, en el arte contemporáneo, particularmente el
de referencia conceptual o extensivo a las eco-instalaciones e intervenciones, a
la obra concebida por el artista se la utiliza como un mero medio de comunicación
de mensajes sobre los hechos coetáneos. Recuerda mucho nuevamente a Platón para
quien el “mito” era una forma de hacer la verdad comprensible a las masas de mente
sencilla o al menos dotarla de una narrativa exagerada que a modo de espectáculo
la hipnotizara hasta hacerle creer que la había alcanzado.
En la práctica, los conceptualistas,
o contextualistas, como prefieren decir hoy en día algunos de sus precursores, se
han prestado para que personas sin ningún talento, habilidad o preparación artística
se consideren artistas, aunque desprecien la forma y la imaginación creativa en
el objeto de arte, limitándose a hacer una declaración de gran inmediatez a una
audiencia que debe abordar su producción intelectualmente, con la mente, sin emociones.
[33] Los salones
nacionales organizados por entes oficiales son un vivo testimonio de lo anterior.
[34] Basta
echar una mirada a obras exhibidas en espacios oficiales como, por ejemplo, el óleo
sobre tela “Que calor hará sin vos en el verano”, realizado por Ivanna Yujimetz
en el 2019 o “Campo de entrenamiento para soles fracasados”, un loop en videoarte
de Wilson Ilama producido en el 2018.
Sin embargo, es difícil trazar
un proceso artístico disciplinado, técnica y conceptualmente, con base en una o
dos obras de autoría reciente, y eso claramente no es responsabilidad del certamen
o de jurados. Lo que sí reclama atención del investigador en arte y el espectador
atento es el rampante narcisismo de las obras presentes en los salones anuales retomados
en la última década que revelan por una parte inmadurez del artista en ciernes y
por otra una moda artística contemporánea que se niega a morir. Aquí viene a colación
el “Pornodiario”, un álbum fotográfico de José Miguel Rosales, presentado en el
2019. Debemos mucho de la resiliencia del narcisismo en el arte actual no solo a
factores psicológicos de una generación ávida de fama instantánea desde que Andy
Warhol lanzó su profecía, sino a figuras como Marina Abramovic - a quien el mercado
ha levantado al nivel de “gurú”- quien profesa su independencia con respecto a cualquier
“influencia” pasada o presente y que habla de su obra como si fuera el resultado
de una transmutación personal hacia el objeto artístico y de este de regreso a la
artista como parte de su mismo ser. El objetivo, no obstante, es completarse plenamente
a través del objeto artístico. Un matrimonio hecho en la tierra entre el narcisismo
y el fetichismo. El comportamiento de un sistema complejo y dinámico como el del
sistema artístico contemporáneo representado en distintos espacios formales e informales,
presenciales y virtuales, puede ser completamente determinado conociendo sus condiciones
iniciales. En otras palabras, la ausencia de desviaciones con respecto al convencionalismo
dominante permite pronosticar un sistema dominado por el facilismo, y la degradación
de las fórmulas dictadas por el mercado y la moda.
El arte, en general, se diferencia
de otras expresiones como el conceptualismo en que no busca ser didáctico. Claro
que podemos aprender de la obra de arte, pero no se supone que esta literalmente
nos instruya. Lo didáctico ha pertenecido naturalmente al ámbito del panfleto, el
afiche, la publicidad y la comunicación política. Cuando un creador, por ejemplo,
privilegia el mensaje contingente sobre la belleza, la imaginación, la sensibilidad
y la forma no tiene como meta hacer arte, sino lo opuesto, que para el caso costarricense
que nos ocupa se traduce como soluciones a problemas conceptuales.
Es evidente que somos seres
complejos que sentimos más que pensamos, y que el arte refleja la tensión entre
ambas, desde siempre, a pesar de las propuestas intelectuales de la última generación
de autores visuales locales que pretenden disociar al espectador apelando solo a
su intelecto, siguiendo el ejemplo original de los modernistas. La amplitud y variedad
de la producción contemporánea, su interdisciplinariedad, sin ortodoxia, la evidente
hibridación de géneros artísticos y artesanales, así como la compulsiva impaciencia
creativa de los autores visuales tratando de sublimar el pasado, sin renunciar totalmente
a él, confirman la capitalización de un incierto pero potencial futuro donde el
eclecticismo con base en las innovaciones pasadas y la urgencia comunicacional son
las constantes.
De cara al bicentenario, quedan
pendientes en la historiografía y la crítica la investigación amplia y sistemática
del concepto de comunidad de ideas y libertad artística de los grupos artísticos
relevantes que se establecieron en Costa Rica desde la segunda mitad del siglo XX
librando una lucha diaria en un mundo en vías de disolución en que el arte debe
apuntar al orden y donde se define como una “actitud ante la vida”.
NOTAS
1 Rodríguez, Eugenio (1954)
Debe y haber del hombre costarricense. Revista de la Universidad de Costa Rica,
número 10. P. 24
2 Fernández, Ricardo (1928)
Historia de Costa Rica: La Independencia, San José, Costa Rica.
3 La incorporación a la Republica
Federal fue un acto deliberado por la elite josefina que fracaso en toda su extensión,
a pesar de los intentos desde 1825 a 1834. Carrillo nos separó definitivamente.
4 Facio, Rodrigo
(1982) Obras Completas; Título IV. Editorial Costa Rica, San José, 1982, P. 390.
5.Citado en Flores Zúñiga, Juan
Carlos (1985) Cofradía: Testimonio pictórico. Instituto del Libro, Ministerio de
Cultura, San José, Costa Rica. P. 10
6. Opus cit; Flores Zúñiga,
Juan Carlos. PP. 10-11.
7 Courbet, Gustavo (1954) El
Realismo. Colip, Milán, Italia. PP. 35-36.
8 García Monge, Joaquín; A propósito
del primero de mayo, 1923. Documento citado en antología sobre “Pensamiento neoliberal
y social cristiano”. Recopilado por Eugenio Rodríguez. (1980) Editorial Costa Rica,
San José. P.75.
9 Opus cit; Zeledón, José María.
Otros Epílogos. P. 48.
10 Belinski, Vissarion (1948)
Textos Filosóficos; la idea del arte. Edición de Lenguas Extranjeras, Moscú.
11 Ulloa, Ricardo (1979) Pintores
de Costa Rica. Editorial Costa Rica, San José, 1979, P. 36.
12 Kandinsky, Vasily (1996)
Espiritualidad en el Arte, Editorial Paidós, Barcelona, España.
13 Breton, Andrés (1974). Manifiestos
del Surrealismo; Editorial Guadarrama, Punto Omega, Madrid, España.
14 Amighetti, Francisco. Una
retrospectiva, La Nación, domingo 20 de abril de 1980, suplemento Ancora, P.3.
15 Echeverría, Carlos (1977)
Ocho artistas costarricenses y una tradición. Editorial Ministerio de Cultura, San
José, Costa Rica, PP. 30-31.
16 Partiendo de la “línea como
dirección”, Naum Gabo y Antoine Pevsner lanzan en agosto de 1920 su “manifiesto
del realismo” en Moscú, dando origen al constructivismo. El suyo es estético a diferencia
del constructivismo práctico de Tatlin. En su segundo enunciado afirman que “la
tonalidad de la sustancia, es decir, su cuerpo material que absorbe la luz es la
única realidad pictórica”.
17 González, Manuel de la Cruz.
Entrevista en suplemento Ancora, La Nación, 20 de abril 1980, pág. 2.
18 Seuphor, Michel (1964) El
arte abstracto. Editorial Kapelusz, Buenos Aires, Argentina. PP. 14 y 73.
19 Ulloa, Ricardo. (1971) Artículo
sobre el artista. Revista Tertulia No 1. Ministerio de Cultura, San José, Costa
Rica.
20 Jiménez, Max (1984) El Jaúl.
Editorial Costa Rica, San José. P. 28.
21 Opus cit; Jiménez, Max. El
Jaúl. P. 30.
22 Eckermann, Johann Peter (2001)
Conversaciones con Goethe. Editorial Acantilado, Barcelona, España.
23 Monge Picado, María José
(2019). Artes Visuales de los 70s. Fundación Museos Banco Central, San José, Costa
Rica.
24 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Artes Visuales de los 70s: Violenta nostalgia, Ars Kriterion E-Zine, 1/11/19. (https://arskriterion.blogspot.com/2019/11/artes-visuales-de-los-70s-violenta.html)
25 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Margarita Bertheau: Obra y Carácter, La Nación, San José, 4/07/86. Pág. 2B
26 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Disifredo Garita: Intuición primigenia, Ars Kriterion E-Zine, 12/02/21 (https://arskriterion.blogspot.com/2021/02/disifredo-garita-intuicion-primigenia.html)
27 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Lola Fernández: Conciencia de la Intuición, Ars Kriterion E-Zine, 26/10/18 (https://arskriterion.blogspot.com/2018/10/lola-fernandez-conciencia-de-la.html)
28 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Rodríguez Sibaja: Grito y mito, Ars Kriterion E-Zine, 16/11/18
(https://arskriterion.blogspot.com/2018/11/rodriguez-sibaja-grito-y-mito.html)
29 Flores Zúñiga, Juan Carlos
y Quirós Valverde, Luis Fernando: Grupo 8: Promesa incumplida, Ars Kriterion E-Zine,
31/08/18. (https://arskriterion.blogspot.com/2018/08/grupo-ocho-promesa-incumplida.html)
30 Flores Zúñiga, Juan Carlos:
Ottón Solís: Inanidad, La Nación, San José, 30/08/85. Pág. 2B
31 Platón (1998). República
(trad. A. Camarero). Editorial EUDEBA, Buenos Aires, Argentina.
32 Kuspit, Donal (2006) El fin
del arte. Ediciones Akal, Madrid, España.
33 Esto recuerda la expresión
del filósofo y científico alemán Emanuel Kant (1724-1804): ¡Imbécil!, no olvides
tu grandeza. Ligada a lo que la educación artística produce sin provocar o pulsar
las capacidades latentes en una persona para que aflore el artista, permitiéndole
que se adueñe de su carrera y de su destino.
34 Flores Zúñiga, Juan Carlos: Salón Nacional 2019: Caos Determinista, Ars Kriterion E-Zine, 09/08/19. (https://arskriterion.blogspot.com/2019/08/salon-nacional-2019-caos-determinista.html)
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Número 171 | maio de 2021
Artista convidada: Leda Astorga (Costa Rica, 1957)
Curador convidado: Adriano Corrales Arias
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