terça-feira, 1 de junho de 2021

ALBA MARÍA PAZ SOLDÁN | Novela, lenguas y minería del Potosí colonial: Cuando vibraba la entraña de plata (1948), de José Enrique Viaña



Con el auspicio del Comité Pro Cuarto Centenario de Potosí, Cuando vibraba la entraña de plata se imprime en La Paz en 1948. La presentación de la novela, sin embargo, se efectúa en septiembre en la ciudad de Potosí: “[…] la noche del miércoles ocho en el domicilio particular del autor, se ha efectuado un sencillo y trascendental acto con motivo de la entrega del citado libro […]” (“Un nuevo libro de Dn. José Enrique Viaña”, 1948). El autor era por entonces director del Departamento de Cultura de la uatf. La misma nota de prensa consigna que en dicha reunión también “[…] se acordó enviar un mensaje al escritor Dn. Carlos Medinaceli por su obra La Chasca Ñahui [sic] a nombre de los escritores y artistas de Potosí” (ibid.: 1948). Efectivamente, alrededor de un año antes, Medinaceli, el que fuera gran amigo de Viaña, había presentado su novela, que habría de ser tan popular.

 

Viaña y Medinaceli, novelistas

El destino de La Chaskañawi y de Cuando vibraba la entraña de plata, dos libros producidos desde la energía juvenil proveniente de Gesta Bárbara, fue muy dispar. Si bien objeto de cierto número de reseñas al poco tiempo de su aparición, la novela de Viaña no ha tenido la repercusión ni la difusión de la de Medinaceli, que casi desde su publicación forma parte del canon de la literatura boliviana y sigue siendo tema de diferentes lecturas críticas. La Chaskañawi ha llegado a 20 ediciones (Arze, 1999: 8) mientras que la única edición de Cuando vibraba… no parece haberse promovido lo suficiente, pues hasta hace unos años se podía comprar ejemplares intactos en el mercado de libros viejos de La Paz. Son novelas muy diferentes, pero ambas dan prueba del rigor y del profuso trabajo de sus autores: las dos resultan maneras apasionadas de vivir la realidad nacional boliviana.

La atmósfera de La Chaskañawi concentra problemas vitales, actuales e inmediatos de la sociedad boliviana y del mismo autor. En cambio, para una mirada de superficie, Cuando vibraba… luce como una evasión hacia el siglo xvii potosino. Aunque tiene como fondo esa época (muy bien reconstruida, por cierto), la historia que cuenta la novela con esa “profundidad de campo” es aún hoy de una gran actualidad. Por añadidura, la manera de narrarla revela mucho sobre los lenguajes en Bolivia. La escritura enfrenta problemas sociales y culturales claramente asociables a los de Bolivia en los siglos xx y xxi. Su preferencia por la interioridad y la poesía no ha desarraigado al autor de su tiempo y de su país. Piensa Viaña que: “El Arte es digno de llamarse tal solamente cuando se halla en función social, es decir, cuando su objeto principal es el de servir para la elevación del hombre de la calle y tiene que amoldarse a él para ayudarlo a superarse en su condición espiritual” (Baptista, 1984: 346).

Además de poner en escena con gran detalle los espacios de trabajo –ingenio, interior de la mina, herrería y otro– del Potosí antiguo con una perspectiva asimilable a la de una etnografía actual, Cuando vibraba… construye una trama novelística armada a partir de la toma de decisiones personales en momentos difíciles. Los personajes no son idealizados, no son tipos humanos ni sociales, no representan valores, sino que les ocurren cosas y enfrentan conflictos existenciales. El amor del protagonista no es el amor cortés, aunque las miradas sean su mejor forma de expresión, es un amor irrealizable, persistente e insostenible. Esta es la fuerza que mueve al protagonista.

 

Crítica y recepción inmediata

La inmediata recepción de Cuando vibraba… se lee en dos comentarios al año siguiente de su publicación. El primero es de Hugo Molina Viaña (1949: 4-6), en La Mañana de Oruro, que revisa la trama de la novela con detalle y comenta que el estilo de la obra ha sido comparado con el de las novelas de Reyles (1922) y Larreta (1908), además afirma que el libro ha recibido críticas elogiosas en la prensa de Montevideo. El segundo, de Eduardo Ocampo Moscoso, en La Razón de La Paz, puntualiza la importancia de la obra de Viaña y dice que esta novela “tiende a la interpretación económico-social de la época” (1949: 5). Esta es una novedad notable, que la distingue por completo del corpus con el que el crítico la asocia. Señala que el autor “ha adaptado en los diálogos el lenguaje a la usanza del siglo xvii. Preocupación harto peligrosa…” y prosigue relacionando la novela con la modalidad literaria de las obras de Larreta y de Carlos Martín Noel, como La boda de don Juan (1927). Estos parentescos que la crítica inmediata le crea al libro de Viaña con novelas rioplatenses bastante anteriores, en vez de ensalzarla, como parece ser su objetivo, la menoscaban. Cuando vibraba… proyecta sinceridad y preocupación auténticas por una problemática de la lengua y del habitante de esa geografía urbana. Lo que en el caso de las otras parece artificioso y poco asumido como problema vital. Además, las novelas mencionadas son consideradas por la crítica como conservadoras y nada innovadoras en un contexto literario que en esa época estaba en ebullición. Muy posteriormente, Augusto Guzmán (1985) hace una lectura de la novela destacando los logros tanto en el lenguaje de los diálogos como en el ambiente del Potosí colonial.

Dichas lecturas han puntualizado la importancia del trabajo con la lengua en esta obra. Viaña, ciertamente, construye un tipo de español antiguo en los diálogos de sus personajes para insertarlos en el Potosí compuesto por Arzáns (1933; 1964). Lo construye a partir de su conocimiento de sus particularidades, por su dedicación a los estudios de lengua y literatura. Para apreciarlo puede verse en el poema “Loanza a Johan Roiz el arcipreste” (Viaña, 2016: 312), que está escrito reconstruyendo el lenguaje del Libro de Buen Amor. Esta práctica conoce una tradición en la literatura boliviana, pues Ricardo Jaimes Freyre había intercambiado cartas con Rubén Darío reconstruyendo lenguajes literarios antiguos (Wiethüchter, 2002, ii: 197 y 198; Baptista, 1984: 219).

 

Modernismo, neohispanismo, novela histórica

El contexto en el que surge la novela está marcado por la huella dejada por el modernismo respecto de la independencia del lenguaje literario latinoamericano y también por las propuestas y discusiones que se realizan durante la primera mitad del siglo xx sobre la cultura americana o latinoamericana contemporánea. Posteriormente, filósofos y ensayistas como los mexicanos Alfonso Reyes y Leopoldo Zea, los colombianos Baldomero Sanín Cano y Germán Arciniegas, el uruguayo Alberto Zum Felde, el venezolano Mariano Picón Salas o los dominicanos Max y Pedro Henríquez Ureña, escriben sobre la peculiaridad cultural del hombre americano y argumentan estudiando lo que se produce en estas regiones para diferenciarlo de, o para asociarlo a, la cultura europea (Real de Azúa, 1975). Con los centenarios de la emancipación americana en torno a 1910, había nacido, en el sur del continente, un neohispanismo, una corriente de recuperación casticista del idioma español por considerarlo la parte esencial de las identidades nacionales. [1]

En el Río de la Plata (y en Chile), la posición neohispanista es conservadora, estética, pero ante todo políticamente, dado que en ese contexto étnico no se percibe la presencia de la población originaria americana. Responde a un horizonte marcado por dos “signos de los tiempos” muy coincidentes en el Río de la Plata. El primero es el crecimiento demográfico de la inmigración europea: hacia 1910, de cada tres personas solo una hablaba únicamente español en las “babeles” de Buenos Aires y Montevideo. Una primera auténtica “reacción” política ante esa situación fue la Ley de Residencia argentina de 1902, redactada por un prócer de la afrancesada generación literaria de 1880, Miguel Cané, autor de la clásica autobiografía Juvenilia (1884), que contempla la expulsión inmediata de cualquier extranjero sin necesidad de juicio previo. El segundo signo es el avance de las oportunidades políticas para esas masas migrantes, que implicaba una pérdida para las oligarquías terratenientes empobrecidas, gracias al battlismo en Uruguay y a la tan temida ley Sáenz Peña de 1912 en Argentina, que estableció el sufragio universal (masculino), secreto y obligatorio, con el triunfo del radicalismo en 1916.

Pueden citarse, también, otras obras, como El solar de la raza (1913) de Manuel Gálvez y, en Chile, hasta cierto punto, las novelas de Augusto D’Halmar y Eduardo Barrios. En el horizonte de entonces en América del Sur, el modernismo literario se había adocenado y perdido vigencia estética; las revistas Martín Fierro y las vanguardias se burlaban de Noel, cuya familia se haría famosa por la propiedad de una fábrica de chocolates exornada con decorativa fachada neocolonial, porque el neohispanismo, de Arequipa a Buenos Aires, pasando por Sucre, Salta, Tucumán y Córdoba, era también arquitectónico.

Este contexto discursivo, que no era por cierto ajeno a un estudioso como Viaña –aunque en buena medida lo fuera para la situación boliviana– demuestra que las comparaciones de la crítica inmediata fueron un tanto extemporáneas, o al menos automáticas y apresuradas. Una comparación ajustada, en cambio, permite determinar el aporte y los valores propios de este libro con respecto a esa discusión y a otras novelas del ámbito latinoamericano y boliviano, menos semejantes de lo que parecen al ojo desnudo.

Cuando vibraba… comparte el rasgo de haber trabajado los diálogos en un español del Siglo de Oro con el más conocido de los libros mencionados entre las primeras lecturas de esta novela, La gloria de don Ramiro (1908) del argentino Enrique Larreta, subtitulada como Una vida en tiempos de Felipe ii. En esta se sigue el recorrido del protagonista que, desde la Ávila natal, transita la deslumbrante atmósfera sevillana del siglo xvi, las dificultades del rechazo amoroso y el misterio de su propio origen morisco, como se revelará después. En el epílogo se sabe que finalmente llegó al Perú –a la capital virreinal de Santa Rosa de Lima– para redimirse de sus pasiones por la fe y el trabajo en la mina, donde beneficia a un indígena enfermo. La historia es narrada en tercera persona por una voz que avanza al primer plano y que reflexiona sobre los hechos de la narrativa asignándoles valores. No solo los diálogos son arcaizantes en estilo, también lo es la lengua estética del narrador, en léxico y sintaxis, aunque no en fonética reconstruida (Amado, 1942; Grieco y Bavio, 1995).

En contraste con el novelón de Larreta, en Cuando vibraba…, que es 40 años posterior, el recorrido del protagonista, Nicolás Ludueña, corresponde menos al de un héroe trazado en fina filigrana y más al de un habitante corriente de aquel horizonte histórico temprano, que se bate contra los vascos cuando las circunstancias lo requieren, que juega y bebe con sus amigos en una atmósfera del Potosí colonial más bien austera, que se hace galana y refinada en las fiestas oficiales y sórdida en la mina y en los ingenios. El misterio es un efecto de los acontecimientos centrales, pero radica en la presencia y en los saberes indígenas que inciden sobre la dirección de la trama e intervienen en el desarrollo del relato: misterios que nunca se llegan a descifrar. Los diálogos son los que hacen avanzar la acción, y la participación del narrador en una lengua contemporánea, como la de un cronista, está más cercana a lo neutro, a un hipotético grado cero de la intervención autoral. En cuanto a la reconstrucción de la lengua, en la novela de Viaña se destaca la sobreposición de voces quechuas del cotidiano urbano de la época por encima del español renacentista.


Respecto de la relación con las otras dos novelas citadas por la crítica, que brindan un contexto literario a la de Viaña, se puede decir que la aproximación se da precisamente por el trabajo en la reconstrucción del lenguaje. La boda de don Juan (1927) de Carlos Noel –intendente municipal de Buenos Aires de 1922 a 1927– también lleva como subtítulo Crónica novelada; en este caso se comparte la reconstrucción de la lengua castiza y de la época colonial. El embrujo de Sevilla (1922) de Carlos Reyles emprende también la reconstrucción de una lengua hablada, aunque desde el punto de vista más dialectológico que propiamente histórico, en una Sevilla más cercana al siglo xx con su misticismo y su ambiente de toreros y bailaoras. Más interesante sería la comparación, que la crítica temprana omitió, con la primera novela de Manuel Mujica Lainez, Don Galaz de Buenos Aires (1938), también compuesta para el cuarto centenario de la ciudad capital argentina, arcaizante en el diálogo pero no en la narrativa, y cuyo protagonista o deuteroagonista es la propia ciudad: son novelas urbanas antes que épicas arcaizantes. Lector de Viaña, Mujica Lainez, en 1974, publicaría El laberinto, reescritura de La gloria de don Ramiro.

Estamos así ante un tipo de obras de la literatura boliviana y latinoamericana pertenecientes al género de la novela histórica, que de una manera u otra elaboran y reescriben documentos históricos y tramas del pasado para componer una ficción. A tiempo de sumergir al lector en un momento histórico, generan suspenso e interés alrededor de la intriga de determinado relato o relatos. Son novelas que trabajan con las variantes del español de los siglos xvi y xvii en la mayoría de los casos. De todas las novelas mencionadas, la que responde menos a esta pronunciada relación con el pasado histórico es El embrujo de Sevilla, cuya trama se desenvuelve en otro momento histórico –el de fines del siglo xix y principios del xx cuando Cuba y Puerto Rico se independizan de España. Podrían citarse otras tantas, porque el panorama de la novelística histórica latinoamericano de la primera mitad del siglo xx es rico y complejo. En lo que sigue estudiaremos las particularidades de la novela de Viaña que ocupa un lugar único en dicho conjunto.

 

Novelas de la Villa Imperial de Potosí

En cuanto al contexto boliviano, Augusto Guzmán ubica a Cuando vibraba la entraña de plata con otras dos novelas dentro de un mismo paradigma que denomina de “homenaje y recuerdo a la Villa Imperial” (1985: 147): El precursor, o sea El romance de don Joseph Alonso de Ibáñez (1941) de Manuel Frontaura Argandoña y Era una vez… historia novelada de la Villa Imperial (1940) de Abel Alarcón. Dos rasgos pronunciados comparten estas tres novelas: la intertextualidad con los libros de Arzáns y el intento de reconstruir el español antiguo y escenas del Potosí colonial. En el subtítulo de estas novelas se observa cómo cada uno de los autores alude a un género literario diferente. Para el primero se tratará de un “romance”, forma precursora y después paralela a la novela –en español, El libro del Caballero Zifar, precursor de El Quijote–; para el segundo de “historia novelada”, con énfasis en la base histórica; y para el último de “crónica novelada”, resaltando lo cotidiano y lo ficcional.

La primera novela mencionada, señalada por Guzmán como la de su preferencia, presenta un gran interés. En el título, El precursor, su autor relaciona el episodio que relata –la planeada rebelión de Alonso de Ibáñez contra el poder vasco y el brutal ajusticiamiento que mereció en 1612– con las rebeliones bolivianas de la historia, pues todas estarían a favor del indígena y de los explotados. Así, la novela tiene como protagonista un héroe y sus acciones heroicas para señalar su proyección en la historia de Bolivia.

Con una mirada diferente, Abel Alarcón se muestra fascinado por la ficción que encuentra en diferentes narraciones que hace Arzáns en sus relatos de la Villa Imperial. El autor de Era una vez… escoge una serie de episodios sorprendentes para reescribirlos y hace que sean contados por los distintos personajes que propone: si el cuento lo requiere, la situación se trasladará hasta la Lima virreinal; si se da la oportunidad, será contado en una noche de desvelo. La obra, entonces, tiene como unidad una época y un lenguaje sobre los cuales presenta episodios de distinta índole. Al no tener una historia central acentuada que articule todas las otras, su característica es de cierta fragmentariedad. Entre Arzáns y Alarcón, han advenido las estéticas del romanticismo, del exotismo decadentista y del modernismo hispanófilo.

En este paradigma de las novelas de la Villa Imperial conviene considerar también La campana de plata, interpretación mística de la ciudad de Potosí (1925) de Alberto de Villegas. En esta, el autor se entrega a la exploración del lenguaje y de la Villa Imperial de una manera muy distinta. Son los sentidos, el oído y la vista, que van a percibir el pasado de Potosí, y al hacerlo se encuentran con el terror y el misterio, capaces, sin embargo, de trasmitir la grandeza y el espíritu valiente que allí obraban. Es una narración sugerente y evocativa; lo novelesco estaría en la fuerza de lo misterioso de la Villa Imperial y en los rastros dejados por el espíritu aventurero y acometedor de sus primeros habitantes.

La particularidad de la novela de Viaña respecto de las anteriores, es que el autor concibe e inventa una historia singular, una vida y biografías cotidianas sobre el fondo urbano. Nicolás Ludueña, ciudadano medio de la Villa, duda sobre sus actos, se ve atormentado por amores, pasiones y culpas relativamente comunes. Una vida articulada con mucho detalle sobre el trasfondo de los hechos sucedidos en la Villa de 1598 a 1626, según el relato de Arzáns. Si bien el contexto del Potosí colonial es esencial para el argumento, este mantiene su solidez propia, proyectando problemas cuya vigencia existencial resulta independiente de la circunstanciada contemporaneidad potosina: buscar un destino propio, renunciar a lo más querido e intentar vivir con ello, tomar decisiones en momentos difíciles y sufrir cotidianamente los efectos.

 

Lengua, discurso y estilo

Respecto de la anterior escritura del autor, Cuando vibraba… responde a un desafío de mayor alcance: hacer una novela, y hacerlo en el sentido estricto de la palabra, es decir, proponer un mundo, una trama mayor. Ese mundo creado surgirá a partir de la indagación en dos espacios discursivos: el lenguaje literario clásico español y los orígenes de Potosí como los presenta Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela en Historia de la Villa Imperial de Potosí. Dos inicios, dos umbrales que la escritura de la novela pone en relación: el de una literatura escrita en castellano y el de esta ciudad desde la que nace la cultura propiamente americana y, después, la nación boliviana. Si consideramos lo que dice Wiethüchter (2002, i: 1-26) que la literatura boliviana misma empieza en los textos de Arzáns, entonces este sería otro umbral en el que indaga la novela.

El estilo de Viaña, ese tono antes señalado de intimidad y de interioridad, y el uso que, en momentos clave, hace de la elipsis, conspiran para que el interés del relato se proyecte hasta la actualidad de la lectura: cada lector puede identificarse con las distintas circunstancias que enfrentan los personajes. El castellano del Siglo de Oro, por su parte, proyecta un estilo barroco pronunciado que, a su vez, más bien distancia al lector. En esta tensión habita la novela.

El lenguaje castellano usado por Viaña es semejante al que aparece en El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1606; 1615), la gran novela del idioma español y aún en otros textos más antiguos que este.

 

Oralidad y glosarios castellano y quechua

La novela se instala en una intertextualidad escrita, al tiempo que el autor se propone construir la oralidad del Potosí de los siglos xvi y xvii. De ahí la diferencia entre el lenguaje del narrador, literario neutro, con el de los diálogos de los personajes en lo que sería un castellano del Siglo de Oro, que constituyen la mayor parte de la novela. Como ya se dijo, el narrador es en realidad un cronista. Relata los hechos sin tener participación en ellos, aunque comparte información clave con el lector, al margen de los personajes, por ejemplo, la de quién y por qué ha asesinado al conde de Carma, que Nicolás cree, creerá hasta el final, haber sido él quien lo hizo.

En la construcción de la oralidad cotidiana de los personajes aparecen las voces quechuas mezcladas con el supuesto castellano de entonces. Lo que implica un horizonte más de esta novela y es precisamente el que motiva que el autor ofrezca dos glosarios de palabras que puedan presentar alguna dificultad al lector.

El término “desusada” del primer glosario de esta novela es el adjetivo que utiliza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua para una serie de términos caídos fuera del uso común. El otro término hace referencia a otra lengua, la quechua.

Es importante señalar una inmixión, un entrecruzamiento no absoluto [2] de los dos glosarios. En el primer “Glosario de voces desusadas” de Cuando vibraba… se pueden reconocer siete entradas que marcan palabras cuya procedencia es el quechua, por ejemplo: Chocorusca. Del keswa chajruy, que significa ‘mezclar’. Mineral de hierro que se ponía al de la plata para ayudar al azogado” (Viaña, 2016: 304).

Si con “desusadas” se refiere a las voces de un estrado más antiguo de la lengua castellana más antigua, no sería ese el lugar para las voces del quechua, [3] más aun habiendo otro glosario para esa lengua; no obstante, esas palabras adquieren legitimidad, dentro de la lengua construida, por su uso persistente especialmente en el campo de la minería. Esta tensión entre las dos lenguas resulta muy elocuente y supera el interés de reconstrucción del castellano antiguo, ya que marca la cualidad de la lengua que subyace al escritor y a su tiempo.

Si consideramos solamente los glosarios, se ve que son 60 las voces que los componen, de las cuales 20 corresponden a la lengua quechua (13 del total del glosario de “voces keswas” y siete que están en el otro). En términos de porcentaje diremos que del total de expresiones que requieren explicación, más del 28% son de la lengua quechua. Entonces, la reconstrucción de la oralidad del castellano antiguo de Potosí en la novela requirió más de una cuarta parte de términos quechuas. Con lo que la particularidad de esta novela estaría así más alejada de reivindicar el neohispanismo, propio de las novelas semejantes de la época, y más cerca de dar testimonio de la acción determinante de la lengua indígena sobre el habla potosina, boliviana.

Las novelas realistas o costumbristas de la primera mitad del siglo xx, por lo general, incluían glosarios o notas con las palabras del quechua o del aymara, marcando la distancia con el objeto de su narración. Lo que sucede aquí es algo diferente, en la medida en que esta novela se propone, como reconstrucción de un lenguaje anterior, no señalar la extrañeza de la realidad que se narra (lo que llevaría a necesitar el glosario), sino que los glosarios marcan de por el que la novela es una reconstrucción de lenguajes. No es una lengua la que subordina a otra, es una reconstrucción de lengua con su contexto que precisa de las dos lenguas. Hechos tales como la actividad minera, el conjuro que hace el Mallcu sobre la espada de Nicolás, el origen de las sustancias que producen las muertes, etc., parecen no poder ser construidos solamente con el español antiguo, sino que el autor requiere hacerlo usando términos de la lengua quechua, y por ello hace dos glosarios, que tampoco pueden ser, de ningún modo, independientes uno del otro.

Esto tiene antecedentes en la escritura de esta región, y resulta cuanto menos indicativo el hecho de que en el siglo xviii, el texto de Arzáns recurra al quechua, aunque luego lo traduzca, al relatar, por ejemplo, la ayuda de la virgen a un indígena sobre el que se ha derrumbado un cerro:

 

[…] se le apareció la Soberana Sra.; y apartándole aquel disforme trozo que tenía encima, que lo tenía boca abajo, le levantó la Divina Sra. con sus mismas manos, diciéndole en lengua de indio: “Sartama, Lorenzo: levántate, Lorenzo […] (Arzáns, 1933: 63 y 64). [4]

 


Una anécdota del “Capítulo vi de Cuando vibraba… afianza más aún este aspecto. Se celebran los festejos por la llegada del nuevo corregidor, Álvaro Patiño, y para gran extrañeza de autoridades y asistentes ingresa a la plaza un compacto y numeroso grupo de naturales, cuya cabeza se acerca a hablar al corregidor, y como este no lo entiende, llama la atención a sus oficiales por no hablar dicha lengua:

 

— ¡Señores –dijo el Corregidor, volviéndose hacia sus oficiales e invitados–, ¿hay alguno entre vosotros que me pueda declarar aqueste discurso que hace el indio? –un grave moscardoneo se extendió por el tablado, pero nadie, entre todos, se ofreció para el efecto–. ¿Ninguno hay? –prosiguió el Patiño–. ¿Nin de vosotros tampoco, señores Veedores del Cerro? ¿E de qué modo, entonce hacéis vuessas justicias? (2016:129).

 

La pregunta es pues consistente: ¿cómo es posible gobernar sin entender la lengua de los gobernados? El cuestionamiento tiene vigencia aún hoy, pues aunque Bolivia haya pasado de tener una lengua oficial, el español (1825), a ser multicultural y plurilingüe (Ley 1565 de la Reforma Educativa, 1994), y finalmente a tener 36 lenguas indígenas oficiales (Constitución Política del Estado Plurinacional promulgada en 2009), es todavía incipiente ese reconocimiento en las prácticas legales oficiales.

Para finalizar estas observaciones sobre la lengua, es de notar que en la narración continuamente se menciona la Plaza del Gato, uno de los espacios públicos de la Villa. Cuando se intenta identificar este sitio en el “Plano evocativo de la Villa Imperial en el Siglo xvii” (2016: 61), no se lo encuentra, pero aparece la Plaza del Kcatu, que es en realidad el mercado, ccatu. En el Diccionario de Bertonio (1612; 1984), ccatu se traduce como “mercado” o “plaza”. De donde el apelativo ccateras, de uso muy común hoy en la Bolivia andina, empleado para las personas que venden allí. La españolización del término por asociación sonora ha producido la Plaza del Gato, en un caso y, en el otro, por un proceso lingüístico de analogía, el apelativo actual de “casera”, dejando atrás el sentido originario. Sin embargo, con todo ello queda claro que el quechua ha dado palabra y sentido a muchas de las prácticas y fenómenos de ese Potosí temprano, haciéndose insustituible.

La novela, que se inscribe en la tradición de la antigua literatura española, presenta tensiones relativas a la lengua y al estilo que la enriquecen y problematizan esa filiación. Por una parte, está la tensión entre un estadio más antiguo del castellano y la lengua quechua; por otra, la tensión entre el lenguaje barroco, escritura que distancia al lector, y la oralidad de los personajes con rasgos reconocibles desde la actualidad, así como el estilo elíptico que genera suspenso. Precisamente en estas características reside uno de los mayores intereses actuales de esta obra.

 

Presencia indígena activa y americanidad

Además de la señalada centralidad del quechua en la textura de Cuando vibraba…, o mejor dicho imbricada centralmente con ella, están la presencia y dinamismo indígenas, determinantes para el progreso y desarrollo de la acción. Habíamos mencionado la multitud indígena que se impone en medio de los festejos para dar la bienvenida al nuevo corregidor Álvaro Patiño, y que le presenta su salutación. Es una multitud que llama la atención de todos, quizás porque no estaba programada, y el mestizo Téllez le informa a Nicolás de qué se trata y le señala al Mallcu como la cabeza de esa multitud.

En el “Capítulo iv Téllez había hecho una visita a la casa del Mallcu y en ella se empiezan a vislumbrar las actividades un tanto misteriosas de este personaje que parece poseer saberes ancestrales sobre las tierras y piedras que aquel le lleva:

 

Eran, la mayoría, trozos de minerales o de rocas de color y tamaño varios, primando los rojos y los grises; pronto levantóse y entró en la habitación; salió, a poco, trayendo un brillante disco de cobre sobre el cual trazó una línea violada con una piedra de color ceniza que tomó del montón.

Pareció haber encontrado lo que buscaba, pues tornó a revolver las piedras y en hallando alguna de semejante color y aspecto a la primera, rayaba con ella el cobre y separaba las que dejaban el rastro violado, desechando las que no respondían a su intento (Viaña, 2016: 102).

 

Pero también parece tener otros conocimientos que responden a los requerimientos de la cotidianidad potosina, como ser los venenos y hechizos para ganar voluntades. El diálogo que mantiene Téllez después de su visita al Mallcu, con un compañero en la mina, permite apreciar la medida de esos saberes, pero también el respeto que merece de parte del mestizo:

 

—¿Sabéis que el Señor Capitán, días ha, compró de un “mingado” aquessa tierra “lemmia” de tan gran virtud para los tósigos? […]

—¿Engañalle? ¡Válame la Virgen! ¡Haríame mal de ojo o acaso me matase! No lo conocéis bien vos… (ibid.: 107).

 

Estos conocimientos no son entendidos ni reconocidos abiertamente como tales por los demás ciudadanos de Potosí; sin embargo, son requeridos y utilizados. Queda sugerido que quien mató a Sánchez, el que robó a doña Floriana, los había utilizado, pues dicha muerte resultó misteriosa, ya que ni herida ni sangrado hubo que se le viera. Posteriormente, en el “Capítulo x”, muere el conde de Carma de manera similar cuando está a punto de atacar a Nicolás Ludueña. En este caso el narrador comparte con los lectores la descripción que hace Garcimendoza a uno de los hermanos Berazátegui de cómo utilizó el tósigo provisto por el Mallcu. Revelación que el protagonista nunca conocerá. Se puede señalar aquí una mirada pre Revolución del 52 por parte de Viaña, algo así como un incipiente nacionalismo antirrosca que valora poderes y saberes de los indígenas.

Uno de los capítulos clave y que presenta la condensación y el misterio de este saber indígena es el xiv, donde se vislumbra lo que será una vertiente clásica de la “expresión americana”, en términos de Lezama Lima. Muy de madrugada inician una ardua subida a los cerros Nicolás, con la espada, y Francisco Marín, quien al forjarla había incluido unos signos extraños que declaró le habían sido dados por el Mallcu y que requerían una especie de “consagración” especial para ser efectivos. Lo cual debía hacerse en una ceremonia de carácter cósmico que invocaba los poderes del sol. Pero aún antes de llegar al sitio de la ceremonia, ambos personajes se sienten conmovidos y orgullosos de su pertenencia a ese paisaje hermoso y difícil. Nicolás siente, en esos momentos, según nos dice el narrador asertivamente, su americanidad, en la única oportunidad en que aparece la palabra “americanidad” en el texto:

 

[…] la ciudad, distante dos leguas, al poniente, y vivero de amenazas, de odios y de vigoroso esfuerzo […].

Nicolás, callado y sobrecogido, sentía entrársele en el alma por los ojos, los oídos y la piel misma, el cálido embrujo de las montañas y el sol, que se prendía, sin duda, del tenuísimo, pero seguro, germen de americanidad que con él naciera (ibid.: 203-204).

 

Por otra parte, el herrero Francisco Marín, al mostrar a sus visitantes, entre los que se cuenta don Rodrigo con los jóvenes Nicolás y su amigo Pablo Nicolás, una de las espadas que está cuidadosamente forjando, afirma que la innovación en ella son los signos que la harán más eficiente y, escuetamente, por temor a la Santa Inquisición, afirma que se los proporcionó un amauta. Don Rodrigo admira la espada y advierte que:

 

[…] la hoja mostraba, por ambas caras, unos raros dibujos –como de escalones que se truncaban figurando marcos que encuadraban figuras que bien podrían ser imágenes de animales. Observando cuidadosamente se podía ver, en medio de unos tales marcos, las imágenes del sol y de la luna, primorosa y hábilmente disimuladas entre las volutas cuadrangulares […] (ibid.: 119-120).

 

Será útil aquí señalar el contraste respecto de las espadas. Don Rodrigo, que posee el arte de manejar la espada y será maestro de los jóvenes andaluces, la había conseguido luchando en Flandes, mientras que la espada que pertenecerá a Nicolás requiere estar marcada por signos indígenas, y consagrada por una ceremonia indígena. La una es la que viene de España con la gloria heroica de los relatos de Flandes y la otra es la específicamente americana, como lo es el relato de Viaña.

Esta afirmación de la pertenencia americana es señalada constantemente, aunque no sea con esta palabra, en el texto de Arzáns, para reivindicar a los nacidos en este continente. La particularidad narrativa de Viaña es que incluye al paisaje y que también relata ese ir hacia una ceremonia indígena de la que nada se sabe, pero a la que ambos, español y el criollo, entregan toda su fe. En la ceremonia del mosoj-nina, o equinoccio de marzo, por la que se obtendrá el fuego sagrado del sol naciente, se conjurarán las fuerzas del bien y del mal sobre la espada de Nicolás. Tenue, suavemente queda planteada la complejidad de lo americano, de lo boliviano aludidas las difíciles solidaridades del saber indígena con las del descendiente del conquistador, y la creencia de este y de los criollos en aquel misterioso saber de los otrora únicos pobladores de estas tierras.

La novela expone el servicio obligado de los indios en las minas. Desde el punto de vista del narrador como en la mirada de algunos personajes, despunta una rebeldía contenida en los indígenas del interior mina, sobre todo ante los abusos de los mestizos, así como un desacuerdo con las arbitrariedades que el sistema toleraba. Esto pues correspondería más a una visión socialista, [5] pero también nacionalista revolucionaria propia del siglo xx, dado que alteraría la representación arqueológica del horizonte ideológico político y moral de la época. Viaña, atento al anacronismo, solo va dejando ligeras señales en el texto (el énfasis es propio):

 

—No; tiradlo al osario.

Un movimiento de rebeldía se insinuó en el llamado Huanca, pero inclinó la cabeza y, tomando de manos del mayoral el “mechero” que se le tendía, se puso delante de los que llevaban el muerto y los guió, perdiéndose pronto en la oscuridad […] (ibid.: 173).

 

La mirada crítica de don Rodrigo, al ver pasar un grupo de sufridos indígenas, muy al principio de la novela, puede ser otra marca de esa visión del siglo xx (el énfasis es propio): “—E Nicolás que aquessos también son hombres e parecen bestias, e las Cédulas Reales non sirven de nada en aquesta tierra, si non es de irrisión de justicia –dijo don Rodrigo, ceñudo y fosco el semblante” (ibid.: 86).

Apunta a un sentir semejante el constante reclamo de la madre de Nicolás, doña Mencía, pues recibe repetidas quejas de las mujeres indígenas por los abusos del mestizo Téllez a sus esposos en este tipo de prácticas:

 

[…] un indio a quien sólo cubrían unos raídos zahones de basta tela, hallábase como ajeno a todo […]; viólo Téllez y acercándosele lo golpeó rudamente, ensañándose con él cuando, caído en el suelo, gemía sordamente.

[…] gritóles:

—¡E non descanséis agora, bellacos! ¡E vos mataré a palos si antes de la “mita” non habéis desmontado aquesta “almadaneta” e cambiado eje, ruedas y batanes! ¡E llevad vos este perro e azotaldo como tengo dicho! (ibid.: 105).

 


Estas quejas son las que llevan a Rodrigo a darle órdenes contrarias a Téllez, un eficiente mestizo que hace producir las minas de los Ludueña, pero cuida más a las bestias utilizadas en el trabajo que a los indígenas. Y cuando Nicolás va a la mina a llamarle la atención, él enumera las prácticas de abuso como si fueran de buena administración y se ofende con lo que manda don Rodrigo de dar descanso a los mitayos, con lo que Nicolás acuerda (el énfasis es propio):

 

—¿Sorpréndete aquesso?

—¿No había de sorprenderme, señor, si todos obligan sus “apires” a sacar veinticinco “botas” con cuatro arrobas de peso cada una, e páganles cuatro reales e danles una vela porque se alumbren?

[…].

—No. Non les vale, pero las otras velas que usan, pagallas han de sus ganancias…

—Non me maravilla, agora, el que mi señor tío obre de otra guisa… Muy mal me parece aquesse trato… (ibid.: 111).

 

Algo semejante sucede en la mina de los vascos, donde también se puede palpar el enfrentamiento entre capataces mestizos y mitayos, pero aquí es el propietario quien, al ver un abuso del capataz, ante la percepción de una rebelión, le pide al mestizo que no se extralimite (el énfasis es propio):

 

[…] le arrojó un puntiagudo trozo de roca, con tan endiablada puntería que le hirió en pleno rostro; llevóse el mitayo las manos a la cara y, gimiendo, se perdió en la oscuridad.

Se oyeron fuertes gritos entre los encerrados mitayos; el áspero rumor subió de punto.

—Mirá, Núñez, no se os vaya la mano, e tened ojo que puede sucederos mal con aquessos… (ibid.: 174).

 

En suma, la representación que hace la novela del mundo indígena es compleja y con distintos ángulos. Por una parte, se adecua a las instituciones de la época, perfilando cierta crítica; no en vano Ocampo Moscoso en su primera lectura hablaba de la obra como una “interpretación económico-social de la época” (1949: 5). Pero, por otra parte, representa el papel preponderante de los saberes indígenas en ese mundo colonial, más aún los retoma como elementos que determinan en el desarrollo de la trama.

 

Oficios de la tierra y de los metales

Es de notar en la primera lectura de la novela que una de las características de la Villa, como la presenta Viaña, es la de los oficios que en ella se ejercen. Las descripciones de los espacios de trabajo son tan vívidas que trasladan al lector a vivirlo con todos sus sentidos, a sentir la atmósfera y a acercarse a oficios tales como el reconocimiento de tierras y metales, la herrería, la ardua obtención del metal en los ingenios, la búsqueda y separación de retazos de roca en el interior mina, pero también el arte de manejar la espada.

El primer oficio que enfrenta la lectura de la novela es misterioso [6] y no se entiende muy bien de qué se trata, pero se percibe temor y reverencia ante él. Se presenta en la ya mencionada visita que hace Téllez al Mallcu:

 

—No pude obtener la tierra que me pediste. La tiene mi señor muy bien guardada […].

Eran, la mayoría, trozos de minerales o de rocas de color y tamaño varios, primando los rojos y los grises; pronto levantóse y entró en la habitación; salió, a poco, trayendo un brillante disco de cobre sobre el cual trazó una línea violada con una piedra de color ceniza que tomó del montón

Pareció haber encontrado lo que buscaba, pues tornó a revolver las piedras y en hallando alguna de semejante color y aspecto a la primera, rayaba con ella el cobre y separaba las que dejaban el rastro violado, desechando las que no respondían a su intento.

[…].

Recogió luego los trozos escogidos en un cuenco de madera, les echó agua encima, con lo cual comenzaron a disolverse (Viaña, 2016: 102-103).

 

Es este un oficio del que no se sabe o no se reconoce el objeto, pero es claro que es resultado de un saber o de un conocimiento, que nos es ajeno, sobre la naturaleza. Más adelante, avanzada la lectura, se puede sospechar que podría tener que ver con la factura de algún veneno o con la identificación de nuevas vetas en las minas.

Otro oficio que sobresale en esta visión de Potosí es el de la herrería, más concretamente el de la forja de espadas, que ha debido tener gran importancia por la confrontación entre vascos y vicuñas que signa ese momento histórico y que Viaña reconstruye con un sesgo nacionalista. Relacionando este detalle simbólico con el epígrafe de la novela que recupera la “intuición” bergsoniana, se puede leer también un pensamiento que va en contra del positivismo liberal que afirma la preponderancia de la “ciencia”. Como ya se lo señaló anteriormente, hay una carga simbólica en los signos de las espadas, que también son elaborados por el que las forja.

Trajeron de nuevo el hierro sobre la bigornia; Marín, sin responder directamente al caballero y a tiempo que cogía las tenazas y golpeaba, con recio golpe, sobre la retorcida espiga de hierro, curvándola en gracioso arabesco, dijo para sí:

 

— ¡Sangre por sangre, vale bien la mía!

Golpe tras golpe el forjador iba plasmando en el metal el retorcido lazo de unos gavilanes […] ibid.: 116).

 

El lector entra con don Pedro Ponce al ingenio de don Alonso de Guzmán, un personaje que se parece al famoso autor de El arte de los metales, Alonso de Barba. La relación entre ambos es explícita pues se dice su admirador y seguidor y trabaja leyendo sus notas:

 

Atentamente y a la luz de un velón que él mismo sostenía, observaba D. Alonso de Guzmán una gran jofaina puesta sobre el fuego de una hornilla baja.

Hervía en ella una espesa sustancia de aspecto terroso y color amarillo-rojizo.

Luego de un gran rato, D. Alonso vertió en la jofaina un buen puñado de otra tierra blanca con lo cual, al revolver la mezcla, se levantaron gruesos vapores y luego de oírse un agudo chirrido, una fuerte explosión echó fuera casi todo el contenido del recipiente (ibid.: 135).

 

El texto de la novela, como casi no podría ser de otro modo en una novela histórica potosina, abunda en un lenguaje alusivo a la minería y a la química en ella implicada con palabras como “almojatre”, “salitre”, “pólvora” (por entonces no había la dinamita), [7] entre las que reina el “azogue”. Personajes y vocabularios que tienen que ver con la ciencia y que, sin embargo, quizás para marcar la herencia de la Edad Media y de las persecuciones religiosas, sus prácticas son vistas como cosa del diablo. Cuando la esposa de don Alonso, pese a estar compungida y temerosa porque la Santa Inquisición se ha llevado a su marido, describe lo que vio en el ingenio donde trabajaba su esposo; lo hace en estos términos:

 

—¡E yo víle una vez cociendo un “misto” del que salían llamas verdes e azules e rojas! –intervino con voz doliente y temblorosa doña Elvira–, ¡e todo el aposento tenía olor de azufre e vi yo que por el fogón andaba una figura negra con ojos, de carbunco e que de un cazo salían unas a manera de serpientes e oí como silbaban!

—¡Dios nos asista e la Virgen María! –prorrumpió doña Mencía–. ¿E como vos atrevístes a tal? ¿No os privastes?

[…].

[…] E temía siempre que Dios le castigase, a él e a nosotras […] (ibid.: 158).

 

Esta perspectiva en la que todo sugiere una presencia demoniaca en los intentos de beneficiar la plata, primer “metal del diablo” boliviano, se infiere que fue la que llegó a oídos de la Santa Inquisición para después llevarse a don Alonso. La condena parece haber estado muy presente en la época, pese a que el beneficio de este metal era de un gran interés para todos. Otra escena muestra a un Nicolás ya adulto en las mismas rutinas con otro amigo minero.

La vigencia de lo diabólico en la época está también relacionada a lo indígena. En una de las rondas nocturnas, un indio logra escapar de los oficiales y como no pudieron agarrarlo, no dudan en identificarlo con el diablo. Es interesante notar que las víctimas de la Santa Inquisición son españoles: don Alonso de Guzmán y Francisco Marín, aquel que busca el beneficio de la plata y el forjador de espadas que incorpora signos indígenas para fortalecerlas. Será acusado, posteriormente, de lo mismo Nicolás Ludueña: por portar la espada que forjó Marín. La institución inquisitorial reprime una incipiente ciencia y el estímulo inicial de la imbricación cultural. Al no ser los indígenas ni sus prácticas propias perseguidos por la Santa Inquisición, Viaña pone en escena el que esta no podía incluir a los indios en su mira. Los inquisidores combatían la herejía contra el cristianismo. Los naturales de América no podían ser acusados de ello, pero de idólatras, por lo que para ellos se aplicaba la extirpación de idolatrías. Cuando vibraba… no hace ninguna alusión a esta última, precisamente porque presenta las prácticas que, en otra visión, podrían ser calificadas de idólatras como un saber indígena no del todo comprendido.

Finalmente llegamos al más destacado de los oficios en la novela. La actividad de la minería es la razón de ser de la Villa Imperial, y las labores en interior mina son la base de toda la estructura económica que, en la colonia, une Potosí con el viejo continente. En correspondencia, en Cuando vibraba… los oficios de la mina son los más extensamente descritos, las acciones eminentes tienen lugar en esos espacios. Ninguna de las otras novelas del Potosí del siglo xvii entra a describir los oficios y espacios de la minería como la novela de Viaña. Son tres capítulos íntegros y la mitad de un cuarto que describen con mucho detalle los diversos espacios y oficios: la apertura de vetas, los capataces apurando el trabajo de los indígenas, estos moliendo los retazos de roca, otros clasificando para enviarlas al ingenio, el traslado a la cancha-mina (que es el espacio a la salida de la bocamina) y el traslado hasta el ingenio.

Viaña había trabajado en las minas, probablemente en las de estaño, por lo que el conocimiento que despliega al respecto es muy posible que provenga de esa experiencia. [8] El poeta Viaña, conocedor del lenguaje, alguna vez trabajador en la mina, desde peón hasta jefe de ingenio, titula su novela con una ostensiva aliteración. Así, en primer término, está la aliteración de la consonante “b”, “v”: en “vibraba”, y seguidamente otra de las sílabas con “a” que se suma a las anteriores con “la entraña de plata”; ambas logran producir una connotación del interior mina. En la primera no puede pasar desapercibido el sonido del barreno contra la dura roca y, en la segunda, se hace patente la claridad, la luminosidad de la plata, pero principalmente de cómo se vive la luz, esa claridad, al salir de la mina por contraste con la oscuridad en la que se ha trabajado muchas horas. El título, entonces, no solo alude a una determinada época en la que se explotaba la plata como se lee en el significado de las palabras, sino que la aliteración, en su sonido mismo, en el significante oral, alude a la vivencia del interior mina. En suma, el título de la novela es un magnífico endecasílabo aliterante (el énfasis es propio): Cuándo vibrába la entráña de pláta de cuño metálico rubendariano, al estilo del verso “Está mudo el teclado de su clave sonoro” (Darío, 1917: 33). Una aliteración mayor integra los dos hemistiquios en una unidad: la reiteración del grupo oclusiva+vibrante en el corazón de cada uno de ellos (“br”, “tr”), aludiendo otra vez al sonido de la labor minera.

Otro de los oficios que presenta la novela es el de manejar la espada, y es don Rodrigo, el capitán Illescas, el que lo domina y el que dará lecciones a los vicuñas de este su arte. Arte en el que ya había educado a su sobrino Nicolás Ludueña:

 

—Ha me dicho Pedro, que vos dolíades, rato ha, de no tener lición de espada, nin maestro de armas; agora yo vos digo que le tenéis, que le habedes tenido siempre, pero nunca curástedes dél… E Nicolás sabes que buenas enseñanzas te he dado… ¿O pensades que los años me han roído ya? (Viaña, 2016: 98).

 

Aparecen, por otra parte, solamente aludidos otros dos oficios. El bordado de las mujeres, Elvira y doña Sol, la esposa y la hija de Guzmán junto con Mencía se dedican a estas labores –otra vez los nombres corresponden a los de las hijas del Cid y se establece la relación con una femineidad ligada a un estadio más antiguo del castellano.

Por otra parte, son señaladas más de una vez las virtudes de la tierra americana, de los valles que producen muy buenas frutas y verduras, sin embargo esto no está relacionado con oficios, sino con el consumo de la Villa. Estos dones de la tierra no superan los que promete el cerro y, aunque tanto trabajo implique, son los que mueven al mundo:

 

—Non es cosa para pasmo, don Pedro, que aquestas tierras de América son de milagro. Desque en ella posé la planta, e conocí e aprendí tantas cosas, que non hallo nada que non se pueda hacer en ella. Hay partes en que sólo basta arrojar la semilla, que luego cogéis el fruto sin esfuerzo alguno. Mas, con todo, non han estas tierras maravilla mayor que aqueste Cerro que permite medrar “aína”…¿Non veis cómo de las cuatro partes del mundo llegan mercaderes e hallamos damascos e tapices de Indias, cristales de Venecia y especias del Oriente? ¿Dónde hallareis, en tan breve espacio como la Plaza del Gato, mayores e más varias cosas? E quiera Dios, don Pedro, conservarnos aquesta maravilla para bien de nuessos hijos… –concluyó el de Guzmán (ibid.: 142).

 

La novela presenta minuciosamente aquellos oficios de la Villa que constituyen su particularidad y, precisamente porque implican tanta laboriosidad, merecen tanta atención del narrador. Los oficios mencionados, entre los que destaca el de interior mina, ponen en abismo el oficio del escritor que implica también gran empeño y rigurosidad, solo perceptibles en el resultado, esta novela.

 

NOTAS

1. David Viñas en el caso de Argentina; Alone (Hernán Díaz Arrieta) para Chile y Roxlo en Uruguay.

2. Ch’ixi, diría Silvia Rivera, es decir, no se trata de una síntesis, ni de lo que se ha llamado siempre un mestizaje, sino de una relación más compleja.

3. Tampoco desusadas hoy en día.

4. Cito Anales pues en el relato de Historia la palabra quechua ha sido alterada y ya no es reconocible, aunque la nota de los editores aclara la posible proveniencia quechua.

5. Esta visión se encontrará en varios poemas posteriores del autor. Como en el poema “Puño en alto” en José Enrique Viaña 0(2016: 320).

6. Precisamente, por ello, me veo obligada a insertar una cita larga.

7. Esta fue inventada por Alfred Nobel recién en 1867.

8. Jean Russe (Erasmo Barrios Villa) (1970) sostiene que Viaña trabajó la mina en el ingenio Velarde. Lo hizo desde peón, pasando por moledor de muestras, ayudante de fundición, hasta llegar a jefe de lixiviación. Gonzalo Molina Viaña, quien actualmente (fines de 2016) trabaja en una amplia biobibliografía del autor, en una comunicación personal me contó que le falta confirmar estos datos en el Archivo de la Corporación Minera de Bolivia (comibol).

 

ALBA MARÍA PAZ SOLDÁN es Doctora en Literatura por la Universidad de Pittsburgh, actualmente es Profesora de Literatura en la Universidad Mayor de San Andrés. Enseñó literatura en universidades de España, Argentina y Ecuador. Fue Coordinadora Académica del Departamento de Cultura de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” durante 14 años. Su tesis doctoral fue publicada por Oxford University Press como introducción a la traducción de la novela Juan de la Rosa al inglés (2006). Es coautora con Blanca Wiethüchter de Hacia una Historia Crítica de la Literatura en Bolivia. Ha publicado estudios sobre literatura boliviana y artículos de literatura latinoamericana en revistas de Venezuela, Argentina, Estados Unidos, Chile. Formó parte del Consejo Editorial de la Biblioteca Boliviana del Bicentenario (2015-2020).


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