Viaña y Medinaceli, novelistas
El destino de La Chaskañawi y de Cuando vibraba la entraña de plata, dos libros producidos desde la energía juvenil proveniente de Gesta Bárbara, fue muy dispar. Si bien objeto de cierto número de reseñas al poco tiempo
de su aparición, la novela de Viaña no ha tenido la repercusión ni la difusión
de la de Medinaceli, que casi desde su publicación forma parte
del canon de la literatura boliviana y sigue
siendo tema de diferentes lecturas críticas. La Chaskañawi
ha llegado a 20 ediciones (Arze, 1999: 8)
mientras que la única edición de Cuando vibraba… no parece haberse promovido
lo suficiente, pues hasta hace unos años se podía comprar ejemplares intactos en el mercado de libros viejos de La Paz. Son novelas muy diferentes, pero ambas dan prueba del rigor y del profuso
trabajo de sus autores:
las dos resultan maneras apasionadas de vivir la realidad
nacional boliviana.
La atmósfera de La Chaskañawi concentra problemas vitales, actuales e inmediatos de la sociedad boliviana
y del mismo autor. En cambio,
para una mirada
de superficie, Cuando vibraba…
luce como una
evasión hacia el siglo xvii potosino. Aunque tiene como fondo esa época (muy bien reconstruida, por cierto), la historia que cuenta la novela con esa “profundidad de campo” es aún hoy de una gran actualidad. Por añadidura, la manera de narrarla
revela mucho sobre los lenguajes
en Bolivia. La escritura enfrenta problemas sociales
y culturales claramente asociables a los de Bolivia en los siglos xx y xxi. Su preferencia por la interioridad y la poesía no ha desarraigado
al autor de su tiempo y de su país. Piensa Viaña que: “El Arte es digno de llamarse
tal solamente cuando se halla en
función social, es decir, cuando su objeto principal
es el de servir para la elevación
del hombre de la calle
y tiene que amoldarse a él para ayudarlo
a superarse en su condición espiritual” (Baptista, 1984: 346).
Además
de poner en escena con gran detalle
los espacios de trabajo
–ingenio, interior de la mina, herrería y otro– del Potosí antiguo
con una perspectiva asimilable a la de una etnografía actual, Cuando vibraba…
construye una trama novelística armada a partir de la toma de decisiones
personales en momentos difíciles. Los personajes no son idealizados, no son tipos humanos ni sociales, no representan valores, sino que les ocurren
cosas y enfrentan conflictos existenciales. El amor del protagonista no es
el amor cortés, aunque las miradas sean su mejor forma de expresión,
es un amor irrealizable, persistente e insostenible. Esta es la fuerza que mueve al protagonista.
Crítica y recepción inmediata
La inmediata recepción de Cuando vibraba… se lee en dos comentarios al año siguiente
de su publicación. El primero es de Hugo Molina Viaña
(1949: 4-6), en La Mañana de Oruro, que revisa la trama de la novela con
detalle y comenta que el estilo de la obra ha sido comparado con el de las novelas de Reyles (1922) y Larreta (1908), además afirma que el libro ha
recibido críticas elogiosas
en la prensa de Montevideo. El segundo, de Eduardo Ocampo Moscoso, en La Razón de
La Paz, puntualiza la importancia de la obra de Viaña y dice que esta novela
“tiende a la interpretación
económico-social de la época”
(1949: 5). Esta es una novedad notable,
que la distingue por completo del corpus con el que el crítico
la asocia. Señala que el autor “ha adaptado en los diálogos
el lenguaje a la usanza del siglo xvii. Preocupación harto peligrosa…” y prosigue relacionando la novela con la modalidad literaria
de las obras de Larreta
y de Carlos Martín Noel, como La boda de don Juan (1927).
Estos parentescos que la crítica inmediata le crea al libro de Viaña con novelas rioplatenses bastante anteriores, en vez de ensalzarla, como parece ser su objetivo,
la menoscaban. Cuando
vibraba…
proyecta sinceridad y preocupación auténticas por una problemática de la lengua
y del habitante de esa geografía urbana.
Lo que en el caso de las otras parece artificioso y poco asumido
como problema vital. Además, las novelas mencionadas son consideradas por la crítica
como conservadoras y nada innovadoras en un contexto
literario que en esa
época estaba en ebullición. Muy posteriormente, Augusto Guzmán (1985) hace una lectura
de la novela destacando los logros tanto en el lenguaje
de los diálogos como en el ambiente del Potosí colonial.
Dichas
lecturas han puntualizado la importancia del trabajo con la
lengua en esta obra. Viaña, ciertamente, construye
un tipo de español antiguo en los diálogos
de sus personajes para insertarlos en el Potosí compuesto por Arzáns (1933;
1964). Lo construye a partir de su conocimiento de sus particularidades, por su dedicación a los estudios
de lengua y literatura. Para apreciarlo puede verse en el poema “Loanza a Johan
Roiz el arcipreste” (Viaña, 2016:
312), que está escrito
reconstruyendo el lenguaje
del Libro de Buen Amor. Esta práctica conoce una tradición
en la literatura boliviana, pues Ricardo
Jaimes Freyre había intercambiado cartas
con Rubén Darío reconstruyendo lenguajes literarios antiguos
(Wiethüchter, 2002, ii: 197 y 198; Baptista,
1984: 219).
Modernismo, neohispanismo, novela histórica
El contexto en el que surge la novela está marcado por la huella dejada por el modernismo respecto de la independencia del lenguaje literario latinoamericano y también por las propuestas y discusiones que se realizan durante la primera mitad del siglo xx sobre la cultura
americana o latinoamericana contemporánea. Posteriormente, filósofos y ensayistas
como los mexicanos Alfonso Reyes y Leopoldo
Zea, los colombianos Baldomero Sanín Cano y Germán
Arciniegas, el uruguayo Alberto Zum Felde, el venezolano Mariano Picón Salas o los dominicanos Max y Pedro Henríquez
Ureña, escriben sobre la peculiaridad cultural del hombre americano y argumentan estudiando lo que se produce en estas regiones para diferenciarlo de, o para asociarlo
a, la cultura europea
(Real de Azúa, 1975). Con los centenarios de la emancipación americana en torno a 1910, había nacido,
en el sur del continente, un neohispanismo, una corriente de recuperación casticista del idioma español por considerarlo la parte esencial de las identidades nacionales. [1]
En el Río de la Plata (y en Chile),
la posición neohispanista es conservadora, estética,
pero ante todo políticamente, dado que en ese contexto étnico no se percibe
la presencia de la población
originaria americana. Responde a un horizonte
marcado por dos “signos de los tiempos”
muy coincidentes en el Río de la Plata. El primero
es el crecimiento demográfico de la inmigración europea: hacia 1910, de cada tres personas
solo una hablaba únicamente español en las “babeles” de Buenos Aires y Montevideo. Una primera auténtica “reacción” política ante esa situación fue la Ley de Residencia argentina de 1902,
redactada por un prócer de la
afrancesada generación literaria de 1880, Miguel
Cané, autor de la clásica autobiografía Juvenilia (1884), que contempla la expulsión inmediata
de cualquier extranjero sin necesidad de juicio previo. El segundo signo es el avance de las oportunidades políticas
para esas masas migrantes, que implicaba una pérdida para las oligarquías terratenientes empobrecidas,
gracias al battlismo en Uruguay y a la tan temida ley Sáenz Peña de 1912 en Argentina, que estableció el sufragio universal
(masculino), secreto y obligatorio, con el triunfo del radicalismo
en 1916.
Pueden
citarse, también, otras obras, como El solar de la raza (1913)
de Manuel Gálvez y, en Chile, hasta cierto punto, las novelas de Augusto
D’Halmar y Eduardo
Barrios. En el horizonte de entonces en América
del Sur, el modernismo literario
se había adocenado
y perdido vigencia
estética; las revistas
Martín Fierro y las vanguardias se burlaban de Noel,
cuya
familia se haría famosa por la propiedad de una fábrica de chocolates exornada
con decorativa fachada
neocolonial, porque el neohispanismo,
de
Arequipa a Buenos Aires, pasando por Sucre, Salta, Tucumán y Córdoba, era también arquitectónico.
Este
contexto discursivo, que no era por cierto ajeno a un estudioso
como Viaña –aunque
en buena medida sí lo fuera para la situación boliviana– demuestra que las comparaciones de la crítica
inmediata fueron un tanto extemporáneas, o al menos automáticas y apresuradas.
Una comparación ajustada,
en cambio, permite
determinar el aporte y
los valores propios de este libro con respecto a esa discusión
y a otras novelas del ámbito
latinoamericano y boliviano, menos semejantes de lo
que parecen al ojo desnudo.
Cuando vibraba… comparte el rasgo de haber trabajado los diálogos en un español del Siglo de Oro con el más conocido de los libros mencionados entre las primeras lecturas de esta novela, La gloria de don Ramiro (1908) del argentino Enrique Larreta, subtitulada como Una vida en tiempos de Felipe
ii. En esta se sigue el recorrido del protagonista que, desde la Ávila natal, transita la deslumbrante atmósfera sevillana del siglo xvi, las dificultades del rechazo
amoroso y el misterio de su propio origen morisco,
como se revelará después.
En el epílogo se sabe que finalmente llegó al Perú –a la capital virreinal de Santa Rosa de Lima– para redimirse de sus pasiones por la fe y el trabajo
en la mina, donde beneficia
a un indígena enfermo. La historia es narrada en tercera persona por una voz que avanza al primer plano
y que reflexiona sobre los hechos de la narrativa
asignándoles valores. No solo los diálogos son arcaizantes en estilo, también lo es la
lengua estética del narrador, en léxico
y sintaxis, aunque no en fonética reconstruida (Amado, 1942; Grieco y Bavio, 1995).
En contraste
con el novelón de Larreta, en Cuando vibraba…, que es 40 años posterior, el recorrido del protagonista, Nicolás
Ludueña, corresponde menos al de un héroe trazado en fina
filigrana y más al de un habitante corriente
de aquel horizonte
histórico temprano, que se bate contra los vascos
cuando las circunstancias lo requieren, que juega y bebe con sus amigos en una atmósfera
del Potosí colonial más bien austera,
que se hace galana y refinada en las fiestas oficiales y sórdida
en la mina y en los ingenios.
El misterio es un efecto de los acontecimientos centrales, pero radica en la presencia y en los saberes indígenas que inciden sobre la dirección
de la trama e intervienen en el desarrollo del relato: misterios
que nunca se llegan a descifrar. Los diálogos
son los que hacen avanzar
la acción, y la participación del narrador en una lengua
contemporánea, como la de un cronista, está más cercana
a lo neutro, a un hipotético grado cero de la intervención autoral. En cuanto a la reconstrucción de la lengua,
en la novela de Viaña se destaca
la sobreposición de voces quechuas del cotidiano
urbano de la época por encima
del español renacentista.
Estamos así ante un tipo de obras de la literatura boliviana y latinoamericana pertenecientes al género
de la novela histórica, que de una manera u otra elaboran
y reescriben documentos históricos y tramas
del pasado para componer
una ficción. A tiempo de sumergir al lector en un
momento histórico, generan
suspenso e interés
alrededor de la intriga de determinado relato o relatos.
Son novelas que trabajan con las variantes del español de los siglos xvi y xvii en la mayoría
de los casos. De todas las novelas mencionadas, la que responde menos a esta pronunciada relación con el pasado histórico es El embrujo de Sevilla, cuya trama se desenvuelve en otro momento histórico –el de fines del siglo xix y principios
del xx cuando Cuba y Puerto Rico se independizan de España. Podrían
citarse otras tantas, porque el panorama
de la novelística histórica latinoamericano de la primera
mitad del siglo xx es rico y complejo.
En lo que sigue estudiaremos las particularidades de la novela de Viaña que ocupa un
lugar único en dicho conjunto.
Novelas de la Villa Imperial de Potosí
En cuanto al contexto
boliviano, Augusto
Guzmán ubica a Cuando vibraba la entraña de plata con otras dos novelas dentro de un mismo paradigma que denomina de “homenaje y recuerdo
a la Villa Imperial”
(1985: 147): El precursor,
o sea El romance de don Joseph Alonso de Ibáñez (1941) de Manuel Frontaura
Argandoña y Era una vez…
historia novelada de la Villa Imperial (1940) de Abel Alarcón.
Dos rasgos pronunciados comparten estas tres novelas: la intertextualidad con los libros de Arzáns y el intento de reconstruir
el español antiguo y escenas del Potosí colonial. En el subtítulo de estas novelas se observa cómo cada uno de los autores alude a un género literario
diferente. Para el primero se tratará de un “romance”, forma precursora y después paralela
a la novela –en español,
El libro del Caballero Zifar, precursor
de El Quijote–; para el segundo de “historia novelada”, con énfasis en la base histórica;
y para el último de
“crónica novelada”, resaltando lo cotidiano y lo ficcional.
La primera novela mencionada, señalada
por Guzmán como la de su
preferencia, presenta un gran interés.
En el título, El precursor, su autor
relaciona el episodio que relata –la planeada rebelión de Alonso de Ibáñez contra el poder vasco y el brutal ajusticiamiento que mereció en 1612–
con las rebeliones bolivianas de la historia,
pues todas estarían a favor del indígena y de los explotados. Así, la novela tiene como protagonista
un héroe y sus acciones
heroicas para señalar
su proyección en la historia de Bolivia.
Con
una mirada diferente, Abel Alarcón se muestra fascinado por la ficción que encuentra en diferentes narraciones que hace Arzáns
en sus relatos de la Villa Imperial. El autor de Era una vez… escoge una serie de episodios sorprendentes para reescribirlos y hace que sean contados
por los distintos personajes que propone: si el cuento
lo requiere, la situación
se trasladará hasta la Lima virreinal; si se da la oportunidad, será contado en una noche de desvelo.
La obra, entonces, tiene como unidad una época y un lenguaje
sobre los cuales presenta episodios
de distinta índole.
Al no tener una historia central acentuada que articule todas las otras, su
característica es de cierta fragmentariedad. Entre Arzáns y Alarcón,
han advenido las estéticas del romanticismo, del exotismo decadentista y del modernismo hispanófilo.
En este paradigma
de las novelas de la Villa Imperial
conviene considerar también La campana de plata, interpretación mística de la ciudad de Potosí
(1925) de Alberto de Villegas. En esta, el autor se entrega a la exploración del lenguaje y de la Villa Imperial
de una manera muy distinta.
Son los sentidos, el oído y la vista, que van a percibir
el pasado de Potosí, y al
hacerlo se encuentran con el terror y el misterio,
capaces, sin embargo, de trasmitir la grandeza y el espíritu valiente que allí obraban. Es una
narración sugerente y evocativa; lo novelesco estaría
en la fuerza de lo misterioso de la Villa
Imperial y en los rastros
dejados por el espíritu
aventurero y acometedor de sus primeros
habitantes.
La particularidad de la novela de Viaña respecto de las anteriores, es que el autor concibe e inventa una historia
singular, una vida y biografías cotidianas sobre el fondo urbano.
Nicolás Ludueña,
ciudadano medio de la Villa, duda sobre sus actos, se ve atormentado por amores, pasiones y culpas relativamente comunes. Una vida articulada
con
mucho detalle sobre el trasfondo de los hechos sucedidos en la Villa de 1598 a 1626, según el relato de Arzáns. Si bien el contexto del Potosí colonial es esencial para el argumento, este mantiene su solidez propia, proyectando problemas cuya vigencia existencial resulta independiente de la circunstanciada contemporaneidad potosina: buscar un destino propio, renunciar a lo más querido
e intentar vivir con ello, tomar decisiones
en momentos difíciles y sufrir cotidianamente los efectos.
Lengua, discurso y estilo
Respecto de la anterior
escritura del autor, Cuando vibraba…
responde a un desafío de mayor alcance: hacer una novela, y hacerlo en el sentido estricto de la palabra, es decir, proponer un mundo, una trama mayor. Ese mundo creado surgirá
a partir de la indagación en dos espacios
discursivos: el lenguaje
literario clásico español
y los orígenes de Potosí como los presenta Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela en Historia de la Villa Imperial de Potosí. Dos inicios,
dos umbrales que la escritura de la novela
pone en relación: el de una literatura escrita en castellano
y el de esta ciudad desde la que nace la cultura
propiamente americana y, después,
la nación boliviana. Si consideramos lo que dice Wiethüchter (2002, i: 1-26)
que
la literatura boliviana misma empieza en los textos de Arzáns, entonces
este sería otro umbral en el que indaga la novela.
El estilo de Viaña, ese tono antes
señalado de intimidad y de interioridad, y el uso que, en momentos clave, hace de la elipsis, conspiran
para que el interés del relato se proyecte hasta la actualidad de la lectura:
cada lector puede identificarse con las distintas circunstancias que enfrentan los personajes. El castellano
del Siglo de Oro, por su parte, proyecta un estilo
barroco pronunciado que, a su vez, más bien distancia al lector.
En esta tensión habita la novela.
El lenguaje castellano usado por Viaña es semejante
al que aparece en El Ingenioso hidalgo
don Quijote de la Mancha (1606; 1615),
la gran novela del idioma español y aún en otros textos más antiguos que este.
Oralidad y glosarios castellano y quechua
La novela se instala en una intertextualidad escrita, al tiempo que el autor
se propone construir la oralidad del Potosí de los siglos
xvi y xvii.
De ahí la diferencia entre el lenguaje
del narrador, literario neutro, con el de los diálogos
de los personajes en lo que sería un castellano del Siglo de Oro, que constituyen la mayor parte de la novela. Como ya se dijo, el narrador es en realidad
un cronista. Relata los hechos sin tener participación en ellos, aunque
comparte información clave
con el lector, al margen de los personajes, por ejemplo, la de quién y por qué ha asesinado al conde de Carma, que Nicolás cree,
creerá hasta el final, haber sido él quien lo hizo.
En la construcción de la oralidad cotidiana de los personajes aparecen las voces quechuas
mezcladas con el supuesto castellano de entonces. Lo que implica un horizonte más de esta novela y es precisamente el que motiva que el autor ofrezca
dos glosarios de palabras que puedan presentar alguna
dificultad al lector.
El término “desusada” del primer glosario de esta novela es el adjetivo que
utiliza el Diccionario de la Real Academia de la Lengua
para una serie de
términos caídos fuera
del uso común.
El otro término
hace referencia a otra lengua,
la quechua.
Es importante señalar una inmixión,
un entrecruzamiento no absoluto [2]
de los dos glosarios. En el primer “Glosario de voces desusadas” de Cuando vibraba…
se pueden reconocer siete entradas que marcan palabras
cuya procedencia es el quechua, por ejemplo: “Chocorusca. Del keswa chajruy, que significa ‘mezclar’. Mineral
de hierro que se ponía al de la plata para ayudar al azogado” (Viaña, 2016: 304).
Si con “desusadas” se refiere a las voces de un estrado
más antiguo de la lengua castellana más antigua, no sería ese el lugar para las voces del quechua, [3] más aun habiendo otro glosario para esa lengua;
no obstante, esas palabras adquieren legitimidad, dentro de la lengua
construida, por su uso persistente especialmente en el campo
de la minería. Esta tensión entre las dos lenguas
resulta muy elocuente y supera el interés de reconstrucción
del castellano antiguo, ya que marca la cualidad de la lengua que subyace al escritor y a su tiempo.
Si consideramos solamente
los glosarios, se ve que son 60 las voces que
los componen, de las cuales 20 corresponden a la lengua quechua
(13 del total del glosario de “voces keswas” y siete que están en el otro). En
términos de porcentaje diremos que del total de expresiones que requieren explicación, más del 28% son de la lengua quechua.
Entonces, la reconstrucción de la oralidad
del castellano antiguo
de Potosí en la
novela requirió más de una cuarta parte de términos quechuas. Con lo
que la particularidad de esta novela estaría
así más alejada
de reivindicar el neohispanismo, propio de las novelas semejantes
de la época, y más cerca
de dar testimonio de la acción determinante de la lengua indígena
sobre el habla potosina, boliviana.
Las novelas realistas o costumbristas de la primera mitad del siglo xx, por lo general, incluían glosarios o notas
con las palabras del quechua o del aymara,
marcando la distancia
con el objeto de su narración. Lo que sucede aquí es algo diferente, en la medida en que esta novela se propone, como reconstrucción de un lenguaje
anterior, no señalar la extrañeza de la realidad que se narra (lo que llevaría a necesitar
el glosario), sino que
los glosarios marcan de por sí el que la novela es una reconstrucción de lenguajes. No es una lengua la que subordina a otra, es una reconstrucción de lengua con su contexto que precisa de las dos lenguas. Hechos tales como
la actividad minera,
el conjuro que hace el Mallcu sobre
la espada de Nicolás,
el origen de las sustancias que producen las muertes, etc., parecen no poder ser construidos solamente
con el español antiguo, sino que
el autor requiere hacerlo usando términos de la lengua quechua, y por ello hace dos glosarios,
que tampoco pueden ser, de ningún modo, independientes uno del otro.
Esto tiene antecedentes en la escritura de esta región, y resulta cuanto menos indicativo el hecho de que en el siglo xviii, el texto de Arzáns recurra al quechua, aunque luego lo traduzca, al relatar, por ejemplo, la ayuda de la virgen a un indígena sobre el que se
ha derrumbado un cerro:
[…] se le apareció la Soberana Sra.; y apartándole aquel disforme trozo que
tenía encima, que lo tenía boca abajo, le levantó la Divina Sra. con sus mismas manos,
diciéndole en lengua
de indio: “Sartama, Lorenzo: levántate, Lorenzo […] (Arzáns, 1933: 63 y 64). [4]
— ¡Señores –dijo el Corregidor, volviéndose hacia sus oficiales e invitados–, ¿hay alguno
entre vosotros que me pueda declarar aqueste discurso que hace el indio? –un grave moscardoneo se extendió por el tablado, pero nadie, entre todos, se ofreció para el efecto–. ¿Ninguno hay? –prosiguió el Patiño–. ¿Nin de vosotros
tampoco, señores Veedores del Cerro? ¿E de qué modo, entonce
hacéis vuessas justicias? (2016:129).
La pregunta es pues consistente: ¿cómo es posible gobernar sin entender la lengua de los gobernados? El cuestionamiento tiene vigencia
aún hoy, pues aunque
Bolivia haya pasado de tener una lengua oficial,
el español (1825), a ser multicultural y plurilingüe (Ley 1565 de la Reforma Educativa, 1994), y finalmente
a tener 36 lenguas indígenas
oficiales (Constitución Política del Estado Plurinacional promulgada en 2009), es todavía incipiente ese reconocimiento en las prácticas legales oficiales.
Para finalizar estas observaciones sobre la lengua, es de notar que en la narración
continuamente se menciona la Plaza del Gato, uno de los espacios públicos
de la Villa. Cuando se intenta
identificar este sitio en el “Plano evocativo de la Villa Imperial en el Siglo xvii” (2016: 61), no se lo encuentra, pero sí aparece
la Plaza del Kcatu, que es en realidad el mercado,
ccatu. En el Diccionario de Bertonio (1612; 1984), ccatu se traduce como “mercado” o “plaza”.
De donde el apelativo ccateras, de uso muy común hoy en la Bolivia andina,
empleado para las personas que venden allí. La
españolización del término por asociación
sonora ha producido
la Plaza del Gato, en un caso y, en el otro, por un proceso lingüístico de analogía, el apelativo actual de “casera”, dejando atrás el sentido originario. Sin embargo, con todo ello queda claro que el quechua ha dado palabra
y sentido a muchas de las prácticas y fenómenos de ese Potosí temprano,
haciéndose insustituible.
La novela, que se inscribe en la tradición de la antigua literatura española, presenta tensiones relativas a la lengua y al estilo que la enriquecen y problematizan esa filiación. Por una parte, está la tensión entre un estadio más antiguo del castellano y la lengua
quechua; por otra,
la tensión entre el
lenguaje barroco, escritura
que distancia al lector, y la oralidad de los personajes con rasgos reconocibles desde la actualidad, así como el estilo
elíptico que genera suspenso. Precisamente en estas características reside uno de los mayores intereses actuales de esta obra.
Presencia indígena activa y americanidad
Además
de la señalada centralidad del quechua en la textura
de Cuando vibraba…, o mejor dicho imbricada centralmente con ella, están la presencia y dinamismo indígenas, determinantes para el progreso y desarrollo
de la acción. Habíamos mencionado la multitud indígena
que se impone en medio de los festejos para dar la bienvenida al nuevo corregidor
Álvaro Patiño, y que le presenta su salutación. Es una multitud
que llama la atención
de todos, quizás porque no estaba programada, y el mestizo Téllez le informa a Nicolás de qué se trata y le señala al Mallcu como la cabeza
de esa multitud.
En el “Capítulo iv” Téllez había hecho una visita a la casa del Mallcu
y en ella se empiezan
a vislumbrar las actividades un tanto misteriosas de este personaje que parece poseer saberes ancestrales sobre las tierras y piedras que aquel le lleva:
Eran, la mayoría,
trozos de minerales
o de rocas de color y tamaño varios, primando
los rojos y los grises;
pronto levantóse y entró en la habitación; salió, a poco, trayendo un brillante disco de cobre sobre el cual trazó una línea violada con una piedra de color ceniza
que tomó del montón.
Pareció haber
encontrado lo que buscaba, pues tornó a revolver las piedras y en hallando alguna
de semejante color y aspecto
a la primera, rayaba con ella el cobre y separaba
las que dejaban el rastro violado, desechando las que no respondían a
su intento (Viaña, 2016: 102).
Pero
también parece tener otros conocimientos que responden a los requerimientos de la cotidianidad potosina, como ser los venenos
y hechizos para ganar
voluntades. El diálogo
que mantiene Téllez después
de su visita al Mallcu, con un compañero en la mina, permite apreciar la medida de esos saberes, pero también
el respeto que merece de parte del mestizo:
—¿Sabéis que el Señor Capitán, días ha, compró de un “mingado”
aquessa tierra “lemmia” de tan gran virtud para los tósigos? […]
—¿Engañalle? ¡Válame la Virgen! ¡Haríame mal de ojo o acaso me matase!
No lo conocéis bien vos… (ibid.: 107).
Estos conocimientos no son entendidos ni reconocidos abiertamente como
tales por los demás ciudadanos de Potosí; sin embargo,
son requeridos y utilizados. Queda
sugerido que quien
mató a Sánchez, el que robó a doña
Floriana, los había utilizado, pues dicha muerte
resultó misteriosa, ya que ni herida ni sangrado hubo que se le viera. Posteriormente, en el “Capítulo x”, muere el conde de Carma de manera similar cuando está a punto de atacar a Nicolás
Ludueña. En este caso el narrador comparte con los lectores
la descripción que hace Garcimendoza a uno de los hermanos Berazátegui de cómo utilizó
el tósigo provisto
por el Mallcu. Revelación que el protagonista nunca conocerá. Se puede señalar aquí una mirada pre Revolución del 52 por parte de Viaña, algo así como un incipiente nacionalismo antirrosca que valora poderes y saberes de los indígenas.
Uno de los capítulos clave y que presenta
la condensación y el misterio
de este saber indígena es el xiv, donde se vislumbra lo que será una vertiente clásica de la “expresión americana”, en términos de Lezama Lima. Muy de madrugada inician una ardua subida a los cerros Nicolás,
con la espada, y Francisco Marín, quien al forjarla había incluido unos signos extraños que declaró le habían sido dados por el Mallcu y que requerían
una especie de “consagración” especial para ser efectivos. Lo cual debía hacerse en una ceremonia de carácter cósmico que invocaba los poderes del sol. Pero aún antes de llegar al sitio de la ceremonia, ambos personajes se sienten conmovidos y orgullosos
de su pertenencia a ese paisaje
hermoso y difícil.
Nicolás siente, en esos momentos, según nos dice el narrador asertivamente, su americanidad, en la única oportunidad en que aparece la palabra “americanidad” en el texto:
[…] la ciudad, distante dos leguas, al poniente, y vivero de amenazas,
de odios y de vigoroso esfuerzo […].
Nicolás,
callado y sobrecogido, sentía entrársele en el alma por los ojos, los oídos y la piel misma, el cálido embrujo de las montañas y el sol, que se prendía, sin duda, del tenuísimo, pero seguro, germen de americanidad que con él naciera (ibid.: 203-204).
Por otra parte, el herrero Francisco Marín, al mostrar a sus visitantes, entre los que se cuenta don Rodrigo
con los jóvenes Nicolás y su amigo Pablo Nicolás, una de las espadas
que está cuidadosamente forjando, afirma que la innovación en ella son los signos
que la harán más eficiente y, escuetamente, por temor a la Santa Inquisición, afirma
que se los proporcionó un amauta. Don Rodrigo admira la espada y advierte
que:
[…] la hoja mostraba, por ambas caras, unos raros dibujos –como de escalones
que se truncaban figurando marcos que encuadraban figuras que bien podrían
ser imágenes de animales. Observando cuidadosamente se podía ver, en medio de unos tales marcos, las imágenes del sol y de la luna, primorosa y hábilmente disimuladas entre las volutas cuadrangulares […] (ibid.: 119-120).
Será útil aquí señalar el contraste respecto de las espadas. Don Rodrigo, que posee el arte de manejar la espada y será maestro de los jóvenes andaluces,
la había conseguido luchando en Flandes, mientras que la espada que pertenecerá a Nicolás
requiere estar marcada por signos indígenas, y consagrada
por una ceremonia indígena. La una es la que viene de España con la gloria heroica de los relatos de Flandes y la otra es la específicamente americana, como lo es el relato de Viaña.
Esta
afirmación de la pertenencia americana
es señalada constantemente, aunque no sea con esta palabra, en el texto de Arzáns, para
reivindicar a los nacidos en este continente. La particularidad narrativa de Viaña es que incluye al paisaje y que también
relata ese ir hacia una ceremonia indígena de la que nada se sabe, pero a la que ambos, español
y el criollo, entregan toda su fe. En la ceremonia del mosoj-nina, o equinoccio de marzo, por la que se obtendrá el fuego sagrado
del sol naciente, se conjurarán las fuerzas del bien y del mal sobre la espada
de Nicolás. Tenue, suavemente queda planteada la complejidad de lo americano, de lo boliviano
aludidas las difíciles
solidaridades del saber indígena con las del descendiente del conquistador, y la creencia
de este y de los criollos en aquel misterioso saber de los otrora únicos
pobladores de estas tierras.
La novela expone el servicio obligado de los indios en las minas. Desde el punto de vista del narrador como en la mirada de algunos personajes, despunta una rebeldía contenida
en los indígenas del interior mina, sobre todo ante los abusos
de los mestizos, así como un desacuerdo con las arbitrariedades que el sistema toleraba. Esto pues correspondería más a una visión socialista, [5] pero también
nacionalista revolucionaria propia del siglo xx, dado que alteraría la representación arqueológica del horizonte ideológico político y moral de la época.
Viaña, atento al anacronismo, solo va dejando ligeras señales en el texto (el
énfasis es propio):
—No; tiradlo al osario.
Un movimiento de rebeldía se insinuó en el llamado Huanca,
pero inclinó la cabeza y, tomando
de manos del mayoral
el “mechero” que se le tendía, se puso delante
de los que llevaban el muerto y los guió, perdiéndose pronto en la oscuridad […] (ibid.: 173).
La mirada crítica de don Rodrigo, al ver pasar un grupo de sufridos indígenas, muy al principio
de la novela, puede ser otra marca de esa visión del siglo xx (el énfasis es propio): “—E vé Nicolás
que aquessos también
son hombres e parecen bestias,
e las Cédulas Reales non sirven de nada en aquesta
tierra, si non es de irrisión de
justicia –dijo don
Rodrigo, ceñudo y fosco el semblante” (ibid.:
86).
Apunta a un sentir semejante
el constante reclamo
de la madre de Nicolás, doña Mencía, pues recibe repetidas quejas de las mujeres
indígenas por los abusos del mestizo Téllez
a sus esposos en este tipo de prácticas:
[…] un indio a quien sólo cubrían
unos raídos zahones de basta tela, hallábase como ajeno a todo […]; viólo Téllez y acercándosele lo golpeó rudamente,
ensañándose con él cuando, caído en el suelo, gemía sordamente.
[…] gritóles:
—¡E non descanséis agora, bellacos! ¡E vos mataré a palos si antes de la “mita” non habéis desmontado aquesta “almadaneta” e cambiado eje, ruedas y batanes!
¡E llevad vos este perro e azotaldo como tengo dicho! (ibid.: 105).
—¿Sorpréndete aquesso?
—¿No había de sorprenderme, señor, si todos obligan sus “apires” a sacar veinticinco “botas”
con cuatro arrobas
de peso cada una, e páganles cuatro reales e danles una vela porque se alumbren?
[…].
—No. Non les vale, pero las otras velas que usan, pagallas han de sus ganancias…
—Non me maravilla, agora, el que mi señor tío obre de otra guisa… Muy mal me parece aquesse trato… (ibid.: 111).
Algo semejante sucede en la mina de los vascos,
donde también se puede palpar el enfrentamiento entre capataces mestizos
y mitayos, pero aquí es el propietario quien, al ver un abuso del capataz, ante la percepción de una rebelión,
le pide al mestizo que no se extralimite (el énfasis es propio):
[…] le arrojó
un puntiagudo trozo
de roca, con tan endiablada puntería que le hirió en pleno rostro; llevóse
el mitayo las manos a la cara y, gimiendo,
se perdió en la oscuridad.
Se oyeron fuertes gritos entre los encerrados mitayos; el áspero rumor subió
de punto.
—Mirá, Núñez, no se os vaya la mano, e tened ojo que puede
sucederos mal con aquessos… (ibid.: 174).
En suma, la representación que hace la novela del mundo indígena es compleja y con distintos
ángulos. Por una parte, se adecua a las instituciones de la época, perfilando cierta crítica;
no en vano Ocampo Moscoso en su primera lectura hablaba de la obra como una “interpretación económico-social de la época” (1949: 5). Pero, por otra parte, representa el papel preponderante de los saberes indígenas en ese mundo colonial, más aún los retoma como elementos que determinan en el desarrollo de la trama.
Oficios de la tierra y de los metales
Es de notar en la primera lectura
de la novela que una de las características
de la Villa, como la presenta Viaña, es la de los oficios que en ella se ejercen. Las descripciones de los espacios de trabajo son tan vívidas que trasladan al lector a vivirlo con todos sus sentidos, a sentir la atmósfera
y a
acercarse a oficios
tales como el reconocimiento de tierras y metales,
la herrería, la ardua obtención
del metal en los ingenios,
la búsqueda y separación de retazos de roca en el interior mina, pero también el arte
de manejar la espada.
El primer oficio que enfrenta
la lectura de la novela es misterioso
[6] y no se entiende
muy bien de qué se trata, pero se percibe
temor y reverencia ante él. Se presenta
en la ya mencionada visita que hace Téllez al
Mallcu:
—No pude obtener la tierra que me pediste. La tiene mi señor muy bien
guardada […].
Eran, la mayoría,
trozos de minerales
o de rocas de color y tamaño varios, primando
los rojos y los grises;
pronto levantóse y entró en la habitación; salió, a poco, trayendo un brillante disco de cobre sobre el cual trazó una línea violada con una piedra de color ceniza
que tomó del montón
Pareció haber
encontrado lo que buscaba, pues tornó a revolver las piedras y en hallando alguna
de semejante color y aspecto
a la primera, rayaba con ella el cobre y separaba
las que dejaban el rastro violado, desechando las que no respondían a
su intento.
[…].
Recogió luego los trozos escogidos en un cuenco de madera,
les echó agua encima, con lo cual comenzaron a disolverse (Viaña, 2016: 102-103).
Es este un oficio del que no se sabe o no se reconoce
el objeto, pero es claro que es resultado
de un saber o de un conocimiento, que nos es ajeno,
sobre la naturaleza. Más adelante,
avanzada la lectura, se puede sospechar
que podría tener
que ver con la factura
de algún veneno
o con la identificación de nuevas vetas en las minas.
Otro
oficio que sobresale
en esta visión
de Potosí es el de la herrería, más concretamente el de la forja de espadas, que ha debido tener gran
importancia por la confrontación entre vascos y vicuñas que signa ese momento histórico y que Viaña reconstruye con un sesgo nacionalista.
Relacionando este detalle
simbólico con el epígrafe de la novela que recupera
la “intuición” bergsoniana, se puede leer también un pensamiento
que va en contra del positivismo liberal
que afirma la preponderancia de la “ciencia”. Como ya se lo señaló anteriormente, hay una carga simbólica en los signos de las espadas, que también son elaborados por el que las
forja.
Trajeron de nuevo el hierro sobre la bigornia;
Marín, sin responder
directamente al caballero y a tiempo que cogía las tenazas y golpeaba, con
recio golpe, sobre la retorcida espiga de hierro,
curvándola en gracioso
arabesco, dijo para sí:
— ¡Sangre por sangre, vale bien la mía!
Golpe tras golpe el forjador
iba plasmando en el metal el retorcido
lazo de unos gavilanes […] ibid.: 116).
El lector entra con don Pedro Ponce al ingenio de don Alonso de Guzmán, un personaje que se parece al famoso autor de El arte de los metales, Alonso de Barba. La relación entre ambos es explícita pues se dice su admirador y seguidor y trabaja leyendo sus notas:
Atentamente y a la luz de un velón que él mismo sostenía, observaba D. Alonso de Guzmán una gran jofaina puesta sobre el
fuego de una hornilla baja.
Hervía en ella una espesa sustancia de aspecto terroso y color amarillo-rojizo.
Luego de un gran rato, D. Alonso vertió en la jofaina un buen puñado de otra tierra blanca con lo cual, al revolver
la mezcla, se levantaron gruesos vapores y luego de oírse un agudo chirrido,
una fuerte explosión
echó fuera casi todo el contenido
del recipiente (ibid.: 135).
El texto de la novela, como casi no podría ser de otro modo en una novela
histórica potosina, abunda en un lenguaje alusivo a la minería y a la química en ella implicada con palabras como “almojatre”, “salitre”, “pólvora”
(por entonces no había la dinamita), [7] entre las que reina el “azogue”.
Personajes y vocabularios que tienen que ver con la ciencia y que, sin embargo,
quizás para marcar la herencia
de la Edad Media y de
las persecuciones religiosas, sus prácticas son vistas como cosa del diablo.
Cuando la esposa de don Alonso, pese a estar compungida y temerosa porque la Santa Inquisición se ha llevado
a su marido, describe lo que vio en el ingenio donde trabajaba su esposo;
lo hace en estos términos:
—¡E yo víle una vez cociendo un “misto” del que salían
llamas verdes e azules
e rojas! –intervino con voz doliente
y temblorosa doña Elvira–, ¡e todo
el aposento tenía olor de azufre e vi yo que por el fogón andaba una figura negra con ojos, de carbunco
e que de un cazo salían unas a manera de serpientes e oí como silbaban!
—¡Dios nos asista e la Virgen María! –prorrumpió doña Mencía–. ¿E como vos atrevístes
a tal? ¿No os privastes?
[…].
[…] E temía siempre que Dios le castigase, a él e a nosotras […] (ibid.: 158).
Esta
perspectiva en la que todo sugiere una presencia demoniaca en los intentos de beneficiar la plata, primer “metal del diablo” boliviano, se infiere que fue la que llegó a oídos de la Santa Inquisición para después
llevarse a don Alonso. La condena
parece haber estado muy presente
en la época, pese a que el beneficio de este metal era de un gran interés para todos. Otra escena muestra
a un Nicolás ya adulto en las mismas rutinas con otro amigo minero.
La vigencia de lo diabólico en la época
está también relacionada a lo indígena. En una de las rondas nocturnas, un indio logra escapar de los
oficiales y como no pudieron
agarrarlo, no dudan en identificarlo con el diablo. Es interesante notar
que las víctimas
de la Santa Inquisición son españoles: don Alonso de Guzmán y Francisco
Marín, aquel que busca el beneficio de la plata y el forjador de espadas que incorpora signos indígenas para fortalecerlas. Será acusado, posteriormente, de lo mismo Nicolás Ludueña: por portar la espada que forjó Marín. La institución
inquisitorial reprime una incipiente ciencia y el estímulo inicial de la imbricación cultural. Al no ser los indígenas ni sus prácticas
propias perseguidos por la Santa Inquisición, Viaña pone en escena el que esta no podía incluir a los indios en su mira. Los inquisidores combatían la herejía contra el cristianismo. Los naturales de América no podían ser acusados de ello, pero sí de idólatras, por lo que para ellos se aplicaba la extirpación de idolatrías. Cuando vibraba…
no hace ninguna alusión
a esta última, precisamente porque presenta las prácticas que, en otra visión, podrían ser calificadas de idólatras como un saber indígena no del todo comprendido.
Finalmente llegamos al más destacado de los oficios
en la novela. La actividad de la minería
es la razón de ser de la Villa Imperial,
y las labores en interior mina son la base de toda la estructura económica
que, en la colonia, une Potosí con el viejo continente. En correspondencia, en Cuando vibraba… los oficios de la mina son los más extensamente descritos, las acciones eminentes
tienen lugar en esos espacios.
Ninguna de las otras
novelas del Potosí del siglo xvii entra a describir los oficios y espacios
de la minería como la novela de Viaña. Son tres capítulos íntegros y la mitad de un cuarto que describen
con mucho detalle los diversos espacios y oficios: la apertura de vetas, los capataces
apurando el trabajo de los indígenas,
estos moliendo los retazos de roca, otros clasificando para enviarlas
al ingenio, el traslado a la cancha-mina (que es el espacio a la salida de la bocamina) y el traslado hasta el ingenio.
Viaña había
trabajado en las minas, probablemente
en las
de estaño, por lo que el conocimiento que despliega al respecto es muy posible que provenga de esa experiencia.
[8] El poeta Viaña,
conocedor del lenguaje, alguna vez trabajador en la mina, desde peón hasta jefe de ingenio, titula su novela con una ostensiva aliteración. Así, en primer término, está la aliteración de la consonante “b”, “v”: en “vibraba”, y seguidamente otra de las sílabas con “a” que se suma a las anteriores con “la entraña de plata”; ambas logran producir una connotación del interior mina. En la primera no puede pasar desapercibido el sonido del barreno contra la dura roca y, en la segunda, se hace patente la claridad, la luminosidad de la plata, pero principalmente de cómo se vive la luz, esa claridad, al salir de la mina por contraste con la oscuridad en la que se ha trabajado muchas horas. El título, entonces, no solo alude a una determinada época en la que se explotaba la plata como se lee en el significado de las palabras,
sino que la aliteración, en su sonido mismo, en el significante oral, alude a la vivencia
del interior mina. En suma, el título
de la novela es un magnífico endecasílabo
aliterante (el énfasis
es propio): Cuándo vibrába la entráña de pláta de cuño metálico
rubendariano, al estilo del verso “Está mudo el teclado de su clave sonoro”
(Darío, 1917: 33). Una aliteración mayor integra los dos hemistiquios en una unidad: la reiteración del grupo oclusiva+vibrante
en el corazón de cada uno de ellos (“br”, “tr”), aludiendo otra vez al sonido de la labor minera.
Otro de los oficios que presenta la novela es el de manejar la espada, y es don Rodrigo, el capitán Illescas,
el que lo domina y el que dará
lecciones a los vicuñas de este su arte. Arte en el que ya había educado
a su sobrino Nicolás Ludueña:
—Ha me dicho Pedro, que vos dolíades,
rato ha, de no tener lición de espada,
nin maestro de armas; agora yo vos digo que le tenéis,
que le habedes tenido siempre,
pero nunca curástedes dél… E tú Nicolás
sabes que buenas enseñanzas
te he dado… ¿O pensades que los años me han roído ya? (Viaña, 2016: 98).
Aparecen, por otra parte,
solamente aludidos otros dos oficios.
El bordado de las mujeres, Elvira y doña Sol, la esposa y la hija de Guzmán junto con Mencía se dedican a estas labores –otra vez los nombres corresponden a los de las hijas del Cid y se establece la relación con una
femineidad ligada a un estadio más antiguo del castellano.
Por otra parte, son señaladas
más de una vez las virtudes de la tierra americana, de los valles que producen
muy buenas frutas y verduras, sin embargo esto no está relacionado con oficios, sino con el consumo
de la
Villa. Estos dones de la tierra no superan los que promete el cerro y,
aunque tanto trabajo implique, son los que mueven al mundo:
—Non es cosa para pasmo, don Pedro, que aquestas tierras de América son de milagro. Desque en ella posé la planta, ví e conocí e aprendí
tantas cosas, que non hallo nada que non se pueda hacer en ella. Hay partes en que sólo basta arrojar la semilla, que luego cogéis el fruto sin esfuerzo alguno. Mas, con todo, non han estas tierras maravilla mayor que aqueste Cerro que permite medrar “aína”…¿Non veis cómo de las cuatro partes del mundo llegan mercaderes e hallamos damascos e tapices
de Indias, cristales de Venecia y especias
del Oriente? ¿Dónde hallareis, en tan breve espacio como la Plaza del Gato, mayores e más varias cosas? E quiera Dios, don Pedro, conservarnos aquesta maravilla
para bien de nuessos hijos… –concluyó el de Guzmán (ibid.: 142).
La novela presenta
minuciosamente aquellos oficios de la Villa que constituyen su particularidad y, precisamente porque implican tanta laboriosidad, merecen
tanta atención del narrador. Los oficios mencionados, entre los que destaca el de interior
mina, ponen en abismo el oficio del escritor que implica también gran empeño y rigurosidad, solo perceptibles en el resultado, esta novela.
NOTAS
1. David Viñas en el caso de Argentina; Alone (Hernán Díaz Arrieta) para Chile y Roxlo en Uruguay.
2. Ch’ixi, diría Silvia Rivera, es decir, no se trata de una síntesis, ni de lo que se ha llamado siempre un mestizaje, sino de una relación
más compleja.
3. Tampoco desusadas hoy en día.
4. Cito Anales pues en el relato de Historia la palabra quechua
ha sido alterada y ya no es reconocible, aunque la nota de los editores aclara la posible proveniencia
quechua.
5. Esta visión se encontrará en varios poemas
posteriores del autor.
Como en el poema “Puño en alto” en José Enrique Viaña 0(2016: 320).
6. Precisamente, por ello, me veo obligada a insertar una cita
larga.
7. Esta fue inventada
por Alfred Nobel recién en 1867.
8.
Jean Russe (Erasmo Barrios Villa) (1970) sostiene
que Viaña trabajó
la mina en el ingenio Velarde. Lo hizo desde
peón, pasando por moledor de muestras, ayudante de fundición, hasta llegar a jefe de lixiviación. Gonzalo
Molina Viaña, quien actualmente (fines de 2016) trabaja en una amplia biobibliografía del autor, en una comunicación personal
me contó que le falta
confirmar estos datos
en el Archivo de la Corporación Minera de Bolivia (comibol).
ALBA MARÍA PAZ SOLDÁN es Doctora en Literatura por la Universidad de Pittsburgh, actualmente es Profesora de Literatura en la Universidad Mayor de San Andrés. Enseñó literatura en universidades de España, Argentina y Ecuador. Fue Coordinadora Académica del Departamento de Cultura de la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” durante 14 años. Su tesis doctoral fue publicada por Oxford University Press como introducción a la traducción de la novela Juan de la Rosa al inglés (2006). Es coautora con Blanca Wiethüchter de Hacia una Historia Crítica de la Literatura en Bolivia. Ha publicado estudios sobre literatura boliviana y artículos de literatura latinoamericana en revistas de Venezuela, Argentina, Estados Unidos, Chile. Formó parte del Consejo Editorial de la Biblioteca Boliviana del Bicentenario (2015-2020).
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UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 172 | junho de 2021
Artista convidada: Elvira Espejo (Bolívia, 1981)
Curadora convidada: Vilma Tapia Anaya
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