El ser humano construyó ciudades para vivir en sociedad, para gozar de los principales beneficios de la vida en comunidad: protección, cooperación, compañía. Pero, lamentablemente, los problemas del vivir junto a otros pueden ser, cuando menos, desalentadores. Desde hace miles de años construimos y reconstruimos, imaginamos y reimaginamos, expandimos y fortalecemos urbes que se extienden a lo largo y ancho del planeta, tienen diferentes características, son habitadas por rostros múltiples, y son tan complejas como seductoras y atemorizantes. Hemos construido espacios en los que pretendemos sentirnos protegidos de los peligros que nos acechan y de la soledad, pero esos mismos lugares también esconden las amenazas más variadas. Como su par primigenio, la jungla de cemento está llena de riesgos. Las ciudades son contradictorias, las hemos construido a imagen y semejanza de nuestras dinámicas sociales. Las ciudades modernas, las ciudades burguesas, fueron forjadas en torno a los principios de la democracia, del libre mercado, del desarrollismo positivista y del racionalismo iluminista. Es decir, construimos estructuras sobre promesas de progreso, igualdad, libertad y fraternidad, pero esos juramentos resultaron ser autoinmunes. En cuanto se formularon se comenzaron a vulnerar y se convirtieron en una forma de amenaza. Pero, más allá de su naturaleza contradictoria, de su condición paradójica, la ciudad moderna es seductora, quizás porque en ella laten, en ella habitan, Ciudad esmeralda, Bartertown, y otros espacios intermedios. Son la proyección de las mentes más brillantes, afiebradas y/o perversas de nuestra historia, son la materialización de la estratificación de los grupos humanos, de nuestras complejas y poco equitativas formas de organización. Muchos nos hemos enamorado de sus luces y no pocos nos hemos achicharrado al acercarnos demasiado a ellas.
Algunas se parecen entre sí, pero obviamente
todas son singulares. Evidentemente, no he estado en todas las ciudades del mundo,
pero cada una de las que conozco me ha revelado algunos de sus encantos y, a partir
de esa serie de experiencias empíricas, intuyo que todas los tienen. Algunas seducen
a primera vista, de manera fácil e inmediata. Pueden ser incuestionablemente bellas
como Venecia o Brujas, magnéticas como Ámsterdam o Florencia, vertiginosas como
Buenos Aires o México DF, con duende como Sevilla… y podríamos seguir. Pero, lo
cierto es que también hay ciudades que parecen esconder sus encantos, necesitan
de tiempo, requieren de la paciencia y la disposición de sus visitantes para develar
sus mejores secretos. Por ejemplo, he escuchado a muchos decir que Bruselas es una
ciudad fea, sin mucho para hacer y ofrecer. Por lo general, esa es la opinión de
los que estuvieron de paso por la ciudad en la que nacieron casi por casualidad
Julio Cortázar y Claude Lévi-Strauss, que Osvaldo Soriano odió en el exilio, en
la que pintó René Magritte, en la que imaginó sus mejores viñetas Hergé y en la
que pasó sus últimos años Yves Froment, ese Sileno de tantos lectores y cinéfilos.
Siguiendo con esas proposiciones, también
debemos reconocer que hay ciudades que son más fotogénicas que otras. Más precisamente,
hay ciudades que tienen más lugares fotogénicos que otras. Para confirmarlo basta
revisar la carpeta de imágenes de las vacaciones de nuestros allegados. Hay ciudades
de postal o, en un lenguaje más contemporáneo, instagrameables. Son los destinos
más frecuentados por las hordas de turistas. Y por la imaginación de los desafortunados
que no pueden costearse los periplos. Nueva York, París, Londres, Tokyo, Roma, Barcelona,
Pekín y Dubai (¡ay!), entre tantas otras, son los escenarios de millones de imágenes
que se agolpan en la memoria colectiva de la humanidad. Son los banalizados lugares
comunes del turismo, recuerdos clichés que, de alguna forma, también han sido mitificados,
magnificados o, incluso, imaginados por el cine. Son piezas importantes de una cultura
global casi uniformizada, masificada, homogenizada, que ha sufrido un tratamiento
de los esteroides de las redes sociales.
Lo que salva a estos escenarios es la experimentación
singular que cada individuo tiene de ellos. La postal puede ser similar, casi idéntica,
pero lo que está detrás y delante de ella siempre es particular. El que la protagoniza,
pero ante todo el que la observa, el espectador, experimentan el momento de forma
singular. Viajan de manera inmediata al enfrentarse a la imagen. El cine, al ser
el arte de las imágenes y del tiempo, es una de las tecnologías que permite esta
traslación de la manera más eficiente posible. Con frecuencia recuerdo y parafraseo
a Jacques Derrida: ir al cine es la organización inmediata de un viaje. Nos transporta
a tiempos y lugares lejanos, permite que plantemos nuestra bandera en tierras que
nunca hemos pisado, que reclamemos como propio un territorio en el que nunca hemos
estado. Ahí está una parte importante y característica de su magia, pues ni la literatura
ni nuestra más poderosa imaginación logran un desplazamiento tan inmediato y lleno
de detalles que salen de nuestro control.
Por tanto, no es ninguna novedad asegurar
que por generaciones hayamos descubierto ciudades a través de películas. París se
nos ha revelado bailando debajo del Pont Neuf junto a Gene Kelly en Un americano en París (1952) de Vincente
Minnelli, enamorándonos de una Audrey Hepburn pseudoexistencialista en Funny Face (1957) de Stanley Donen, deseando
comprar el Herald Tribune a la Jean Seberg de À bout de souffle (1960), corriendo por los pasillos del Louvre junto
a Anna Karina, Sami Frey y Claude Brasseur en Bande à part (1964), ambas de Jean-Luc Godard, rindiéndonos ante el
romance de Juliette Binoche y Denis Lavant en Les amants du Pont-Neuf (1991) de Leos Carax, o descubriendo la ciudad
desde un departamento y jugando con lo erótico en El último tango en París (1972) y en The Dreamers (2003), ambas de Bernardo Bertolucci. Podríamos hacer exactamente
el mismo juego con Nueva York. Woody Allen, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola,
Sidney Lumet, Elia Kazan, Spike Lee y John Cassavetes, entre tantos otros, nos develaron
su versión particular de la Gran Manzana.
Aunque nos empeñamos en estropearla, sobre
todo por su riqueza natural y cultural, Bolivia es fotogénica, con la ventaja de
ser más o menos poco promocionada y masificada. A nivel nacional, La Paz es la ciudad
más cinematográfica. Si las urbes son o pueden ser un personaje, la sede de gobierno
es uno de los más intensos y frecuentes de nuestra tradición fílmica. Así como también
es el más caricaturizado. Entre tantos otros momentos, podemos nombrar la visión
exotista de Julien Bryan en el corto La Paz
(1942), la comprensión de la ciudad estratificada y moralista de Chuquiago (1977) de Antonio Eguino, los recovecos
de la exclusión que recorren los personajes de Yawar Mallku (1969), las postales folclórico-turísticas de American Visa (2005) de Juan Carlos Valdivia
(el cineasta que adoptó a Instagram como discurso artístico), la representación
nostálgica y melancólica de Hospital obrero
(2009) de Germán Monje o ese guateque de la mitología oscura paceña que es Averno
(2018) de Marcos Loayza. Incluso el mero anuncio de esa ciudad, que “no deja
de brillar, ni en las noches” en el documental El corral y el viento de Miguel Hilari, nos transporta inmediatamente
a esa La Paz de cerros de colores y formas extrañas, que tiene solo una calle e
infinitas callejuelas, en la que la protesta es una de las formas más normales de
interacción social y en la que animales de peluche aleccionan a los ciudadanos en
civismo.
Cinematográficamente, el registro de la
Llajta ha sido mucho más reducido que el de La Paz. Aunque existen documentos rodados
en formatos de celuloide caseros e importantes obras en video, son poquísimas las
películas estrenadas en salas comerciales que estén ambientadas en Cochabamba. Por
ejemplo, recuerdo haber visto en una muestra de cine “huérfano” dos registros de
la primera mitad de siglo XX, ambos recordaban la condición liminal de Cochabamba,
un territorio que no deja de ser rural, pero que no llega a ser urbano. En el primero,
un grupo de jóvenes, seguramente de clase acomodada, se distraen en un balneario.
En el otro se mostraba un festejo de carnaval en la plaza 14 de septiembre. Imagino
que en la época quienes podían acceder a equipos de registro cinematográfico pertenecían
a la burguesía local. Por tanto, la Cochabamba que se nos muestra es esa que niega
la existencia del extrarradio, la que construyó su imaginario en torno a la Prefectura,
la Alcaldía, la Catedral y al Club Social.
Una película nacional tremendamente exitosa
y popular a nivel nacional, que construye su discurso a través de clichés genéricos
y regionales, que su propuesta tiene justamente mucho de postal turística es ¿Quién mató a la llamita blanca? (2006) de
Rodrigo Bellott. Sin duda, esta es una de las películas nacionales más vistas y
recordadas por el gran público y, curiosamente, se nutre de los elementos más recurrentes
del imaginario nacional. Cada vez que los Tortolitos, los personajes protagónicos,
llegan a una ciudad, en un breve montaje se nos muestran sus monumentos más conocidos
y sus imágenes más típicas. Ese puede ser un recurso para situar geográficamente,
de manera muy rápida, al espectador. También sirve para construir un discurso identitario,
basado en signos y/o símbolos que buscan definirnos. Ese es recurso muy utilizado
en el cine y la televisión estadounidenses, por ejemplo, basta que nos muestren
al Empire State, a Central Park o a Times Square, para saber que estamos en Nueva
York. Pero el grave peligro de este tipo de herramientas radica en la uniformización
del discurso, por tanto, de los referentes. En nuestro caso, preguntémonos, ¿Cochabamba
se limita a ser el Cristo de la Concordia, el Prado, la Plaza Principal y la torre
de la Catedral? ¿Podemos asegurar, como suele hacer Ramón Rocha Monroy, que el Prado
es el corazón de la ciudad?
Una ciudad siempre es muchas ciudades a
la vez. Por el mismo hecho de estar estratificada y, ante todo, por ser experimentada
por diferentes individuos, toda unidad urbana es también una multiplicidad. Eso
es algo que lo confirman los que han sabido registrar de manera audaz a Cochabamba.
Los monumentos y las postales sirven para perpetuar el discurso y el imaginario
del orden establecido, no para representar las experiencias singulares de los individuos
y de los colectivos que no detentan el poder de las ciudades. Por tanto, ese conjunto
de postales que vemos en La llamita blanca,
cuando los Tortolitos llegan a la ciudad, que nos sitúan fácil y rápidamente en
el territorio, son imágenes que terminan siendo estériles, poco representativas
de lo que verdaderamente es Cochabamba o de lo que puede ser Cochabamba para las
múltiples singularidades que la habitan y que la configuran.
Aunque la urbe en sí misma esté totalmente
ausente, una de las películas que pretende definir un aspecto de gran relevancia
de lo que se considera que es lo “cochabambino”, es Airamppo. Semilla que tiñe. Escrita y codirigida por Miguel Valverde
(el tortolito de ¿Quién mató a la llamita
blanca?) y Alexander Muñoz, es el gran esfuerzo por contener toda la magia,
el poder, la locura y la vida de las fiestas que se celebran en el valle cochabambino
y que, inevitablemente, están bañadas por la chicha. Airamppo es un homenaje a la milenaria bebida de maíz, a la festividad
de un pueblo, a la cultura de una región y, a su vez, es un gesto de nostalgia por
una vida que está desapareciendo, más cercana al mundo rural del siglo pasado, que
al mundo hiperconectado en el que vivimos. La cinta es coral, gira alrededor de
cuatro personajes, el alcalde de Totora (Carlos Soriano), una joven cholita (Carmen
Julia Luján), un pseudohippie paceño (Israel Saavedra) y un gringo de no muy buenas
intenciones (Joel Harvey). Ellos, a partir de sus estructuras particulares, de su
singularidad, experimentan una versión distorsionada del festival de la cultura
de Totora, a veces idealizada, a veces distorsionada. En Airamppo, más que intentar narrar una historia estructurada, se busca
retratar la esencia de la fiesta, de la embriaguez, del ser/estar junto a la chicha,
con todo el desorden, los excesos y los peligros que eso implica. En sus momentos
más logrados, Airamppo contiene la esencia
de la celebración de los valles de Cochabamba, del ser y del quehacer de los “chupadores
diurnos”, descritos y anhelados en la mitología que construyeron el Ojo de Vidrio
y el Urbano Campos. Una realidad que hoy día parece haberse diluido.
Seguramente, el retrato urbano de la ciudad
de mayor factura para mi generación es, la ya mencionada, Lo más bonito y mis mejores años de Martín Boulocq. En esta cinta, la
ciudad es un personaje más, tal vez no interviene tanto, ni es tan importante como
el trío de amigos compuesto por los personajes interpretados Roberto Guilhon, Juan
Pablo Milán y Alejandra Lanza, ni tan importante como el viejo Volkswagen en el
que se desplazan y que puede representar la carta de salvación para uno de ellos,
pero es esencial para la cinta. Los personajes se relacionan, hablan, discuten,
sufren, se divierten, viven, en una ciudad que les ofrece calles, caminos, en los
que pueden buscar su destino. Les permite desempeñar sus monótonas tareas, desplazándose
por más o menos complejos circuitos, que parecieran recordarles que los caminos
de salida están dinamitados, hechos polvo. Algo más que llama la atención es que
ya bien comenzado el siglo XXI, la ciudad sigue siendo liminal, lo rural sigue presente
en ella. Por ejemplo, cuando los protagonistas van en busca del yatiri y se someten
a ritos no propios de la modernidad, o cuando rápidamente se desplazan a territorios
no tocados por el pavimento.
En Lo
más bonito y mis mejores años la
ciudad se convierte en una suerte de prisión existencial o al menos en una suerte
de laberinto del que los personajes no pueden escapar, como si fueran minotauros
adormilados y debilitados. Haciendo referencia a lo que decía antes, los personajes
jamás pasan por los lugares de “postal” de la ciudad, la Plaza Principal y el Prado
no son el escenario de sus vidas. Las calles que transitan podrían ser las de cualquier
otra ciudad pobre del mundo –llenas de huecos y parches-, si no fuera por ese río
decadente que marca, que distingue, que singulariza, ese río que los obliga a cruzar
puentes que no llevan a ningún otro lado más que a la misma ciudad. La Cochabamba
de esos jóvenes es descolorida y melancólica, parece estar medio despoblada, daría
la impresión que irradia sopor. De alguna forma, el paisaje urbano es también una
especie de reflejo del paisaje interno de ese trío de amigos que cargan con una
suerte de desesperanza, que parecen haber sido derrotados mucho antes de librar
la batalla final. En su tercera película, Eugenia (2017) la ciudad tiene
un tenor similar, pero esta vez es el espacio de escape para la protagonista (Andrea
Camponovo), uno que tampoco lleva a ningún lugar verdaderamente mejor. Al final,
Cochabamba es una suerte de callejón sin salida, pues Eugenia se topa con una sociedad
que es igual de asfixiante que la Tarija de la que salió. Pero ella no es una pieza
más del paisaje. Al menos, en la serie de secuencias en las que Eugenia se disfraza
de la guerrillera Tania, de Tamara Bunke, se convierte en una figura que resalta
en medio de lo banal e incomoda. Es una anomalía en una ciudad que necesita de ellas.
La opera prima de Boulocq influyó de manera
transcendental a la otra gran película sobre la ciudad de Cochabamba: El olor de tu ausencia de Eddy Vásquez. El
filme muestra una urbe llena de sombras, de polvo, de contaminación, de basura,
de chatarra y, lejos de parecer un vergel, es una ciudad que se yergue de manera
más o menos improvisada, en la que sus instituciones prometen y ofrecen muy poca
cosa a sus habitantes. Pero, tampoco es justo asegurar que la Cochabamba que nos
muestra Vásquez es apocalíptica y horrenda, no está deformada por su cámara, simplemente
no es la ciudad que nos ofrecen los spots turísticos, ni mucho menos es la que describen
los ideólogos de la cochabambinidad criolla clasemediera. Es una ciudad desconocida
para muchos, en especial y justamente, para el cine boliviano. Se concentra en la
zona sur, los páramos periurbanos irrumpen en el paisaje y en el imaginario del
espectador, se muestran como son: una parte importante de la vida cotidiana de muchos
cochabambinos, pero que otros cochabambinos, los que hacen más ruido, desconocen
por completo. La ciudad en sus facetas menos conocidas, trilladas y difundidas,
en una extensión mucho mayor a la que estamos acostumbrados, es uno de los grandes
personajes de la película, es el reflejo de lo que tienen dentro los otros tres
personajes principales, así como lo era en Lo
más bonito y mis mejores años. Y, a pesar de todo, a pesar de la chatarra, el
polvo, la basura y la contaminación, la ciudad de El olor de tu ausencia tiene una incuestionable e inefable belleza.
La visión de la urbe de Vázquez es desde el amor, pero no está despojada de una
implacable crítica y autocrítica. Sus protagonistas son tres, Snake (Roberto Guilhon),
un migrante que acaba de volver de los Estados Unidos y que está dispuesto a hacer
lo que sea para encontrar seguridad económica sin tener que volver a irse, el segundo
es Deko Bazura, un joven punk que cree vivir bajo las premisas radicales de la contracultura
a la que pertenece, y el último es Chriss (Cristhian Vásquez), un muchacho de escasos
recursos económicos que está terminando el colegio, pero que ya es padre y por eso
decide migrar a España. De una u otra forma los tres personajes son marginados,
excluidos, en constantes escenas de la cinta vemos que para ellos el centro de la
ciudad está vetado, prohibido. La Cochabamba oficial les es absolutamente ajena.
El Prado y la Plaza no son sus espacios de representación. A partir de El olor de tu ausencia, podemos asumir que la ciudad tiene más de un
corazón y uno, que late potente, es la avenida Suecia.
“La ciudad de la eterna primavera”, “el
granero de Bolivia”, “la capital gastronómica del país”, llena de “mágico encanto”,
esa ciudad que, se supone, es propicia para la vida tranquila y placentera, no es
el espacio que nos ha mostrado el cine boliviano, tampoco es la ciudad que hemos
experimentado muchos cochabambinos. Eso no quiere decir que no amemos y ocasionalmente
disfrutemos de la ciudad en la que vivimos, en la que hemos nacido, en la que hemos
construido gran parte de nuestro universo personal. Simplemente, en un ejercicio
de honestidad, debemos reconocer que es compleja y contradictoria. Como todas las
ciudades del mundo. Eso es algo de lo que nos puede ofrecer el cine estimulante:
visiones singulares, personales, múltiples, interpelantes y profundas de un territorio.
En este caso específico, eso es lo que nos entrega de Cochabamba. Justamente, eso
es lo que una mera postal turística jamás podrá hacer.
NOTA
Una primera versión de este artículo se publicó en Canata. Revista Municipal
de Culturas, Nº 14, Cochabamba, 2014.
ANDRÉS LAGUNA-TAPIA es doctor por la Universidad de Barcelona en el programa “Societat i Cultura”, máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Barcelona, la Universidad Autónoma de Barcelona y la Universidad Pompeu Fabra. Es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” tiene estudios en literatura y antropología en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Libre de Bruselas. Fundó el suplemento cultural La Ramona del diario boliviano Opinión y fue su editor por casi diez años. Junto a diferentes equipos de periodistas, ganó la Medalla “Huáscar Cajías” del Premio Nacional de Periodismo, el Premio nacional de Periodismo en la categoría prensa y, dos veces, el Premio Plurinacional Eduardo Abaroa en la categoría de periodismo cultural. Ha publicado textos sobre cine, literatura, política, medios y filosofía de la tecnología en diferentes libros, journals y medios de comunicación en Bolivia, España, Francia, Ecuador, Estados Unidos y México. Fue programador del Festival Internacional de Cine de Huesca y jurado de distintos certámenes de cine y literatura. Ha sido docente de pregrado y de postgrado en distintas universidades. En la actualidad es docente a tiempo completo de la Universidad Privada Boliviana. Es director del Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades (LIComH) de la Universidad Privada Boliviana, sus líneas de investigación están relacionadas con los estudios fílmicos, las industrias culturales y el impacto de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en los fenómenos sociales.
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Número 172 | junho de 2021
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