sexta-feira, 16 de julho de 2021

ANDRÉS CISNEROS DE LA CRUZ | Cantar en el altamar de un río. Eduardo Mosches, cuarenta años de poesía

 


Construir desde la obra que es la vida y traducirla al códice poético es sustancial para Eduardo Mosches, que nos comparte en El río sin orillas (FOEM, 2018), un navegar, que al modo de Arnold Hauser, transita del presente hacia el eterno origen, parecido al “viaje a la semilla”, de Alejo Carpentier, donde con ojo histórico el poeta amplía el horizonte de su trabajo hasta Los lentes y Marx, su ópera prima, publicada en 1979, diamante angular de sus enfoques.

El poeta que es plural habrá de contar los ciclos, cantar sus vueltas, sonar la veta de un árbol memorioso, vinil de otro siglo que ahora se vive clásico, y nos ayuda a entender y presenciar el motor ontológico de sus personajes: personas que han circulado en ese caracol que también es laberinto y nación elegida.

Más que el exilio, el viaje. Ostraco de sí mismo, el también editor, nacido en Argentina en 1944, pero mexicano por convicción, hace del erotismo un cuerpo que explora el valor comunal. Es decir, la caricia como un medio para construir, la mirada un riesgo para exponer. Observa cómo crece su ser cual letra de molde que tiende a cursar el blanco a través del telar del poema, que ejerce cual tinta roja, si vida o protesta; tinta negra, si reflexión o melancolía.

Para Mosches la notación es parte de la crónica de la propia voluntad del deseo en la piel. El creador para él se presenta cual revelador que deshila un cauce, y el río sin orillas es aquel humano que nada al centro del río (…o es arrastrado o flota o trata de atravesar, transversar) volcarse horizontal al cruce: puente o túnel ejerce un modo singular de hundirse y repuntar, atravesar las corrientes.

En esta antología que reúne fragmentos de su poética desde 1979 a 2014, es una diagonal constante, remolino que vuelve a un centro que no le permite ver la orilla; río inmenso que dejó hace tiempo la “playa” ´primigenia de la que partió, donde Doris Lessing le miraría a través de las grietas junto a los hijos e hijas que parten a buscar el otro lado, la otra parte del principio, el fin de ese mar que comienza: río desde el que no se mira la otra orilla, hasta que de pronto la tierra a lo lejos es un espejismo, porque no se llega sino a la muerte. El río sin orillas es una metáfora caudalosa de la vida, una noticia total de lo que no deja de moverse.

“Ahora podemos escuchar el corazón (p.33)”, escribe Mosches, “los nuevos soplos que coagulan y enlazan / la creación del propio espacio. / El aliento es sonido. / El sonido es palabra. / La palabra es razón. / Todo es futuro”. Hay un momento cuando desde el centro del ser, un jardín es la serenidad que experimenta la transfiguración de la tragedia humana. Algo así como la sal que nos da plasticidad, cristales para mirar las vidas, algo así “como el mar que nos habita” (1999), y que no deja de golpear en nuestras orillas, de traer sus tempestades, que reconocemos, pero con huracanes de lenguajes nuevos.

A veces Mosches toma la forma del infinito con un antifaz, cual si estuviese dicho ya todo, o todo ya hecho bajo el sol, y con un sin fin de etcéteras le da sabor a quitarse cada día lo acumulado en las uñas. Lagañas que riman con pestañas, algún trozo de atún entre los dientes. O un jardín en la cavidad de la muela donde se arraigó una palabra que termina por sangrar.

La realidad, de colores inigualables, pareciera para Mosches, un tránsito que culmina en una experiencia estética y revela constante la duda cual misterio. Viajero que es una botella en el mar, es inherente el naufragio suscito del encuentro en sí. Lente u ojo, historia o materialismo, el poeta es el que flota: un nadador a mar abierto. Porque en este río todo es mar, principio y fin.

Es gratificante cómo desde lo más puro del ahora, el yo puede ir mirándose desde el síndrome de Lacan y conformar una biografía en poemas para entregar la mezcla especial de un lenguaje que semeja a un cronos con su licuadora extendiéndonos el vértigo de sus entrañas. Este dolor que son los músculos y la quijada, los dientes que se escuchan chirriar. Música poco complaciente.

Mosches es una especie de John Cage, con las trisuras del día dando un concierto de ventanas que rechinan mientras la luna se escapa por los ojos, en una gota marina. Sal de diamantes para atestiguar los cuatro abismos, cardinales orillas que sin verso, podemos saber están.

La cosmovisión del poeta clarifica que mirar la luna no es llegar a ella, sino cruzarla. Rozarla al menos. Orilla distante, río oscuro es el cosmos, y fluye a través de nuestro embudo de figuraciones. Eduardo Mosches es heraldo de su propia furia. Y se decapita en el acto para poner el poema en bandeja cual cabeza. Sin ornamento, simple, ahí, palpitando todavía, quizá viendo aún, en esos veinte segundos extras que dicen pude todavía percibir el decapitado. Y viene a la mente “La casa del ahorcado”, de Paul Cézanne. Arcilla verde, terracota tras el árbol al fondo.

En 1979 Eduardo tenía treinta y cinco años. Una juventud previa a la fundación de la revista Blanco Móvil, que está por cumplir treinta y cuatro años. Una vida, después de una vida. La madurez de un joven que ya había dejado por ahí la piel en el capullo en alguna rama. Y el fruto de alas, el ánima que es carne, es un libro de grecas naturales para narrar fragmento de una historia al viento.

Erótica es la visión que urde al tacto el poeta, así como “los ojos cerrados veían más allá del lugar, la piel canta en la piel” escribe Mosches. Este antiguo hábito de comunicarse en el silencio de lo que se dice con un guiño, una cadera que pendula con la cadera que acompaña, es natural en el versar, y de ahí, que Los enemigos del silencio sean un reloj que camina al ritmo de su danza. El poeta, en este éter, es quien nace en el balance de su propia canción de cuna y moldea el arte de renacer y conocer la historia como se reconoce al tacto el rostro al enjugar el sudor de una jornada de esfuerzo ante el límite propio.

Mosches canta al oído para tolerar el peso de los cuerpos que aún le palpitan entre las uñas, ahí en la punta de los dedos, que no pueden ya tocar el núbil velamen de ese tiempo, y sin embargo pueden sentirlo y trasmitir esa palpitación. Tal vez, hay ahí un extraño sentir común en una generación del cuarenta, digamos Max Rojas, con Cuerpos, o David Huerta, con Incurable. Y el cauce del río, ese infinito horizontal, con Eduardo, que hace gran poema de una vida de lucha y resistencia. Porque en la poesía no basta con decir, sino que el abismo es apenas el velero para surcar el vasto océano por atravesar.

Habitantes de un sueño, para Eduardo son los personajes, diálogos o efigies, tal vez santos de cabeza, o evocaciones de un holograma que ha perdido el detalle en los párpados. Una melancolía constante, un estar ahí sintiéndolo todo sin querer abrazarlo, abrasarlo, sin barca de por medio. Tal vez con un catalejo a la mano. O un puño de cristales para leer las runas al vuelo. Oráculo de pasados que vendrán dentro de siglos. Oleajes que levantaron su mano hace lustros y van cerrando su boca lentamente y sus colmillos apenas dibujan un mapa que empieza a desparecer cuando el cortinaje de los ojos anuncia ya la noche. 

El río sin orillas pregunta qué clase de ateo es este dios creyente de lo humano. El viviente raso, el peón de cada día que se alegra con el sol y la existencia de sus congéneres compartiendo el pan, la carne, el vino y el agua. La música como una isla en la que puede escucharse a las sirenas poéticas de las generaciones. Poeta coloidal, porque busca en la belleza de todas las lenguas y todas las artes.

Hay en la práctica de Eduardo Mosches una “llama que se convierte en aquello que la domina” (p.112). El susurro del fuego es la “escritura que parece lumbre oscura”. La noche en la tinta, la masa que sostiene las estrellas, lumbrecillas en el más allá de este espacio sidéreo. Y ahí se permite ser crítico de las sectas que dirigen a través de sus poemas a las congregaciones inasibles de su cerco. O las que con altar convocan a enaltecer un predio con todo y sus torres inmensas. “Vida y muerte a través de lun embalsamador mítico” (p. 116); la claridad con que expone el oficio de poeta no como algo total, sino cual ser que cuida: guardián de los saberes y transfigurador: conductor de almas.

En esa tabla de surf, el poeta, al centro del libro, el libro del cuerpo, cual memoria acariciada, el escriba es un libro sin lomo, el perro o el caballo de los sueños, ese pájaro sólo entre sus plumas de fuego. La guerra imposible de concluir que cargan las palabras que revolotean en los cestos. Hondura del alma, un túnel donde al fondo se desgrana un ladrillo. Porque Eduardo Mosches sabe que al otro día vendrá el sol y que cada noche es un episodio aciago.

“El viento encuentra su laberinto en una flauta” (p. 110). “Los niños son aventados por las ventanas de las guerras”. “Suspiro largo en ese túnel”. “El tiempo crea más cuevas en la cueva”. Molinos de fuego es un libro de girasoles, una sección del compendio en la que uno goza de un Van Gogh abstracto que obsequia su caracol sin mar, su ya mudo grito eterno guardado en un frasco de nada.

La memoria como máxima consecuencia es sedimento de la existencia, y el creador transparenta que apenas susurra quién soy. Esta es otra perspectiva que genera del río sin orillas, la escritura de Mosches, y no permite evaporarse a la duda de saber qué se recuerda y qué se recrea. La joya más preciosa de la memoria es el olvido, y el olvido es el engrane del cosmos, este cuerpo que se mueve en automático. Por eso Eduardo Mosches nos recuerda que “los fantasmas son excelente compañía / para los momentos de tormenta”, y que pase lo que pase, siempre “el camino continúa quedando atrás”.

Para Mosches la idea de composición de los elementos es la constante mezcla, donde los elementos hablan desde el interior de otro elemento. Y el lector puede observar cómo la tierra mira al agua y se vuelve lodo, o el aire al lodo y lo vuelve polvo, ningún elemento es puro en sí, sino en su estado abstracto, una vez en el cuerpo obedece a su alquimia de volver el agua en sangre, la tierra en minerales, el viento en gases. Y lo maleable, lo que está todo el tiempo trasmutado, se hace evidente.

La alquimia que se percibe en una síntesis sintáctica. Y el río sin orillas evoca a un cuadro impresionista con tildes de expresionismo bélico. El maná del guiso es ansia crucial, un suspiro al fondo de la hoguera que chispa un sol. El río sin orillas, de Eduardo Mosches es un libro que camina a la velocidad a la que se mueven las cosas, donde el movimiento o el tiempo son lo mismo, respecto al eje de lo que es una forma en sí. Tiempo de agua, fruto de agua, agua anegada de agua, así el conducto de la forma humana es más allá del cuerpo, lenguaje. Energía en renovación que gira sobre su propia rueca, y su lectura de los astros, una constelación poética que rima en los cuerpos. El sorprendente imán de una poesía de carne y hueso que hace su brecha cual estela de un barco que cursa el universo.

 

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