sexta-feira, 16 de julho de 2021

ROLANDO REVAGLIATTI | Conversando con Marcela Predieri

 


Marcela Predieri nació el 9 de junio de 1960 en Buenos Aires, capital de la República Argentina, y desde 1991 reside en la bonaerense ciudad de Mar del Plata. Desde 2006 coordina libros colectivos de cuentos y poemas, tal como lo hizo con la novela experimental “Puzzle”, concebida entre once narradores. Además de integrar los equipos de diversas revistas, dirigió dos: “La Mazmorra” y “La Avispa”. Desde el 2000 organiza el Café Cultural “De la Palabra” y está al frente de la Colección De la Palabra, con más de setenta títulos, muchos de los cuales ha prologado. También De la Palabra se denominan sus grupos de estudio y creación literaria. Entre otros, en reconocimiento a su aporte a las Letras Marplatenses, obtuvo el Premio Lobo de Mar a la Cultura 2004, otorgado por la Fundación Toledo. Fue vice-presidenta de la Sociedad Argentina de Escritores, filial Atlántica, en 1994 y 1995. Participó en festivales y congresos no sólo nacionales, sino también en Lima, Perú, 2008, abordando la temática Arte y Salud Mental; en Bucaramanga, Colombia, 2009, exponiendo sobre Identidad Literaria Argentina; en Oaxaca, México, 2010, dictando el seminario Teoría del Cuento Argentino. Publicó los poemarios “Sangre de amarras”, “Invierta un hijo”, “La pancarta”, “Los andamiajes del miedo” y “Ébano”.

 

1 — En tanto involucrada orgánicamente con la salud mental desde tu lugar de escritora, comparto con vos un fragmento del ensayo “Antonin Artaud, el enemigo de la sociedad” del poeta argentino Aldo Pellegrini (1903-1973): “La locura representa una ruptura total del molde que se denomina mentalidad del hombre normal, y por ello no sólo prescinde de todas las normas convencionales, sino que vive directamente en el mundo de la imaginación. De ahí el estrecho contacto de la locura con la poesía. Pero lo que el poeta se limita a volcar en el verbo, el loco lo vive integralmente.”

 

MP — Hasta que me radiqué en Mar del Plata sabía sobre este tema tanto como la mayoría, o sea muy poco, y tenía una visión absolutamente romántica sobre su relación con el arte. Uno de mis primeros trabajos acá fue la de encargarme de las reseñas bibliográficas para el diario “La Capital”. Me hacían llegar entre ocho y diez libros por mes para leer y comentar. Una tarde, entre ellos llegaron tres de un poeta local a quien no conocía ni había sentido antes nombrar. Los leí y cosa extraña —ya que en estos casos debía elegir sólo uno—, en lugar de escribir la reseña solicité encarar una nota sobre el conjunto. ¡Tanto me habían impactado! Se trataba de tres poemarios de Jorge Lemoine escritos a finales de los ‘80. Para la misma época, allá por los ‘90, conocí al poeta René Villar. Fascinada como buena poeta con Artaud, me encontraba de pronto con que Mar del Plata tenía sus propios Artaud, pero era casi imposible dialogar con ellos, trabajar y hasta a veces, tratar… Sin embargo, esos “locos” tenían dosis de talento admirables. No sabía qué hacer, así que me obsesioné con el tema de arte y salud mental. Leí, estudié, hice seminarios, trabajé —durante diez años— en La Rada, un centro de arte y salud, donde recibía, además de gente que quería pulir o desarrollar su estilo en mis talleres literarios, a personas con padecimiento mental, adictos y alcohólicos en recuperación, la mayoría de las veces derivados por sus psicólogos o psiquiatras. Tiempo después coordiné junto con la licenciada Karina Krol el taller interdisciplinario Markas, para personas con angustias y depresiones leves, y más tarde el taller Palabra Clara en la clínica psiquiátrica Clara del Mar, donde trabajé casi tres años. Quienes eran dados de alta asistían luego a los talleres (sin que nadie supiera de sus patologías), a veces con AT —acompañantes terapéuticos que se hacían pasar por alumnos—, y encontraban en De la Palabra un lugar donde eran considerados como escritores y no como pacientes. ¿Por qué lo hice? Porque creo en el poder sanador del arte. Recuerdo el caso de un paciente que vivía enfrascado en sus cuadernos, a tal punto que había creado un idioma propio que incorporaba a sus trabajos; en general, a casi ninguno de los talleristas internados les interesaba comunicarse con el otro, pero éste era un caso extremo. No obstante, a los pocos meses de asistir al grupo empezó a poner entre paréntesis la traducción de esas frases en su extraño idioma y, al año, lo había dejado de lado. Sí, el arte sana, no la patología, pero sí el alma, el dolor y el aislamiento con que conviven quienes la padecen. Por eso trabajamos en La Rada con la emisora La Colifata en una jornada de tres días a principios del 2000, y tiempo después ese mismo proyecto radial lo encaramos junto a los chicos de radio La Azotea, para que se trasmitiera desde la clínica Clara del Mar para toda la ciudad. Los llevábamos al Café “De la Palabra” cada mes, con el enorme esfuerzo de acompañantes terapéuticos y psicólogos (a razón de uno cada cuatro pacientes), quienes desarrollaban esta labor en forma voluntaria en grupos de a veinte o treinta. No eran presentados como pacientes sino como talleristas o poetas invitados. Algunos, lo sé, se preguntaban: “De dónde saca Marcela a toda esa gente” o cuchicheaban acerca del ambiente “enrarecido” del bar… y dejaron de acompañarnos. Por la misma razón los publicamos en “La Avispa”, porque los internos en clínicas psiquiátricas siguen estando excluidos, hoy como siglos atrás, y hay entre ellos muchos artistas que necesitan y merecen ser escuchados. La creación artística les da esa posibilidad. Vos citás: “lo que el poeta se limita a volcar en el verbo, el loco lo vive integralmente.” Fijate en esto: es también el caso de Jacobo Fijman, y aunque él no se reconociera como enfermo mental, en su poema “Canto del cisne” del libro “Molino rojo”, define a la demencia en un sentido total como “El camino más alto y más desierto”. En el volumen “Conversaciones con Enrique Pichon-Rivière sobre el arte y la locura”, de Vicente Zito Lema, Pichon dice algo que creo todos compartimos: “Es la poesía la que muestra como ningún otro medio, la débil línea entre el cielo y el infierno, la vida y la muerte, la salud y la demencia, pero no hay que olvidar lo que escribió Chesterton: ‘El loco lo pierde todo menos la razón’”.

Por eso me gustaría también hacer una breve referencia a la literatura de hoy. Es fácil ver cómo la literatura, desde los ‘90, describe no al individuo enfermo sino a toda la sociedad enferma y lo hace precisamente con una escritura “enferma”. La literatura de hoy, igual que en la época de las vanguardias, mata lo consagrado, busca otra cosa. Exige otro lenguaje, uno que refleje que todo está fuera de los límites (y eso es locura), ese lenguaje es fragmentario; como escribió Diana Bellessi: “hoy se da la astillación del lenguaje porque lo que se astilla es el hombre y la sociedad”. Ambos parecen estar al borde… y, qué coincidencia, hay una patología que aparece por asociación sonoro-semántica: el border. Un borderline presenta los siguientes síntomas que, no me van a poder negar son los de nuestra sociedad toda: inestabilidad afectiva, episodios de intensa irritabilidad o ansiedad, iHYPERLINK "http://es.wikipedia.org/wiki/Ira"ra y dificultades para controlarla, sentimientos de vacío, impulsividad, alteración de la autoimagen, estrés elevado. Y ahora presten atención a esto: la literatura puede también “tener misión” de borde… precisamente para evitar su caída. Tanto la locura como la literatura se transforman en un acto de resistencia, y en algo liberador. Por último: ya no sólo a los locos o a los creadores, sino a todos, la realidad nos resulta insoportable; por eso aparece con increíble fuerza un nuevo arte, esta nueva literatura que como decía Albert Camus: “existe para no morir de verdad”.

 

2 — Es a la autora de un libro cuyo título es “Invierta un hijo” a quien le transcribo un segundo fragmento del citado ensayo de Pellegrini: “El nacimiento es una sorpresa terriblemente dolorosa de la que nunca llega el hombre a reponerse. Estamos marcados a perpetuidad por la sorpresa del nacimiento. Pero además el nacimiento es un proceso que no llega a complementarse en el curso de la vida, por más prolongada que ésta sea. El hombre no acaba de nacer, y lo sorprende la muerte sin haber podido completar el nacimiento.”

 

MP — No sé si hablar del poemario “Invierta un hijo”, que no es otra cosa que el diario de un soldado de todas las guerras, o de la novela en la que estoy trabajando ahora: “De crecer y otras muertes prematuras”. La muerte te sorprende, claro que sí. Podría contestarte con un poema de otro libro, “Los andamiajes del miedo”, poema titulado “Dejar de ser”: “Quieta divisoria conduce a la caída / Desciendo / a inhalar hondo / mi propia gestación // Todo es silencio / y un jadeo inútil / que profundiza la asimetría de los cuerpos // Cada porción de piel construye el infinito // Los límites se expanden / como si huyeran / avergonzados / del residuo que dejan en el otro // Mueca innominada / ‘Salir requiere mil disfraces’”. La frase encomillada es de Antonio Aliberti. Todo artista, y en especial los poetas, buscamos siempre entender las cosas, la vida, en definitiva, por eso escribimos. Pensá en la palabra alumbramiento, de eso se trata nacer, pensá en dar a luz… un hijo o un poema… No hacemos otra cosa que intentar poner las cosas en claro. Y no sale. Eso no provoca que deje de intentarlo, aunque sea vanidad, como dice Eclesiastés: “correr tras el viento”. Tengo otro poema que hace intertexto con eso; tiene como título “Correr antes de la muerte”, porque no quiero vivir un abecedario incapaz de pronunciar mi nombre. Hay quienes dicen que hay más tiempo que vida. A mí no me asustaría tener menos tiempo si la intensidad de lo vivido lo hubiese ya colmado, pero me queda mucho por vivir todavía. Eso es descuido: creer que tenemos todo el tiempo del mundo.

 

3 — ¿Y “La Avispa”?...

 

MP — “La Avispa” nació el 13 de junio —día del escritor— de 2000, con el nº 0 como un pliego de encuentro que ofrecía a grupos, instituciones y autores independientes la posibilidad de funcionar como lazo que los contactara de alguna manera (para esa época yo había contabilizado unos veinte grupos que se caracterizaban por organizar sus actos siempre el mismo día y a la misma hora, ja ja). Los invitamos entonces a acercarnos textos, para hacer difusión sobre todo de nuevos autores, gacetillas para que dejaran de superponer actividades, y les ofrecimos una página institucional; nosotros publicaríamos mil ejemplares de distribución gratuita. La sorpresa fue enorme: las entidades nos enviaban textos del presidente o del vice, edad promedio 83; las actividades seguían superponiéndose, para que llegaran a tiempo a la fecha de cierre con sus páginas había que correrlos o hacer diez llamados telefónicos…, pero los autores independientes y jóvenes enviaban cada vez más material. Como repartíamos la revista (en formato diario con cuatro pliegos ya) en bares, salas de espera y centros culturales, la gente empezó a pasarla de mano en mano, y como los miembros del staff solíamos y solemos viajar bastante a encuentros o congresos literarios, en poco tiempo se conoció afuera de Mar del Plata. Entonces la echamos a volar. O, dicho de otra manera, dijimos basta de hacer beneficencia con instituciones que no quieren abrirse; nosotros sí queremos. Cuando pensamos el nombre no fue el insecto lo que nos sedujo, sino la imagen del avispero: apenas sujeto por arriba y una gran boca hacia abajo que crece y crece; había que volver a eso: yo la dirigía, un grupo pequeño la integraba y estábamos abiertos a recibir autores nuevos de todas las estéticas. Así “La Avispa” empezó a crecer y a crecer; pasamos del formato diario o pliego al cuadernillo 14 x 20, si mal no recuerdo, en el nº 17, que fue cuando apareció también la versión digital y se fundaron nuevas secciones no literarias. Fue incorporando colaboradores de casi todas las provincias argentinas y también de España y Latinoamérica (he viajado para presentarla a Chile, Colombia, Uruguay, México y Cuba); hay muchos escritores que piensan como nosotros con respecto a los lazos, la apertura, el laburo en red. Y no sólo escritores; por eso, además de literatura —cuentos, poemas, ensayos y reseñas bibliográficas— la revista fue habilitando secciones sobre cine, teatro, plástica, música, humor y dos que quiero particularmente: la infantil y la de opinión: “dar la cara”. Estuve a cargo de la dirección hasta el nº 55 a fin del 2012. Prosiguió Gustavo Olaiz, desde Mar del Plata; con la vice-dirección a cargo de Cristina Mendiry, en Buenos Aires.

 

4 — Y la treintañera, a la que había visto una vez, un sábado por la tarde, como invitada, en un Grupo de Reflexión sobre la Escritura al que yo concurría regularmente, ahí nomás, poco después, se radica en la urbe turística más poblada de la Argentina. ¿Qué te decidió a ese cambio? Sé que sos ingeniera naval: ¿llegaste a ejercer?

 

MP — Cuenta mi madre que me trajo a veranear por primera vez a Mar del Plata cuando tenía apenas meses; desde entonces vinimos cada verano. Tenía once años cuando mis padres compraron un departamento, eso extendió mis estadías en la ciudad; veníamos apenas terminadas las clases —30 de noviembre en aquella época sin paros de maestros— y regresábamos el día anterior al inicio del ciclo —¡5 de marzo!, estaba prohibido llevarse materias, no convenía tampoco—. Ya adolescente empezaron las escapadas de fin de semana y, en la época de facultad, ya que la mencionás, nada impedía continuar con la playa. Debo haber estudiado media carrera en el espigón de la ya desaparecida Playa de los Ingleses o en las rocas de Playa Chica (había que buscar lugares sin ruido, alejados del tumulto). Me casé muy joven con un marino mercante que también amaba esta ciudad, soñábamos con “algún día venir a vivir a Mardel”, así que una vez recibida comenzamos a pasar sus licencias acá, o sea, casi seis meses al año en forma alternada. Luego vinieron mis dos hijos —los criamos tan nómades como nosotros—, pero cuando la mayor estaba por comenzar la primaria tuvimos que fijar un lugar de residencia definitivo. Sin lugar a dudas ese lugar era Mar del Plata. Con respecto a mi profesión: ya radicada acá y sin familiares que me cubrieran las horas de trabajo en astillero (nunca quise dejar a mis hijos en otras manos), ni siquiera intenté salir a buscar trabajo —ya lo haría después, pensé— y abrí el primer taller literario “De la Palabra”, en mi casa. Casi no había nada de eso acá, así que creció y creció y creció: seis talleres semanales, la colección de autores marplatenses del mismo nombre, el café literario, la revista, seminarios, viajes a encuentros o congresos nacionales e internacionales… Mis chicos crecieron y cuando me pregunté quién era, qué era, qué quería hacer con mi vida y me respondí, yo también crecí. Ahora considero a la ingeniería como un pecado de juventud que volvería a cometer, pero se dio así. Muchas veces me preguntan sobre este tema, pero no me explayo tanto; les pregunto: “Vos sos médico y jugás tenis… ¿Y si hubieras tenido un excelente drive? ¿Y si hubieras empezado a ganar torneos y torneos, no habrías tomado la decisión que yo tomé?” Como respuesta: simplemente se ríen.

 

5 — Entiendo que el poeta Enrique Blanchard (1953-1999) —quien también participara como invitado un sábado por la tarde en el grupo de reflexión—, editor de tus dos primeros poemarios, ha sido alguien significativo en tu formación. ¿Nos hablarías de él? Es lamentable que el autor de “El locutor físico” y “Retrato de antifaz” no tenga casi difusión en la Red.

 

MP — Toda mi formación la hice en talleres literarios. ¿Cuántos?: todos los que pude; eso es lo que hizo que pueda compartir en los talleres lo que aprendí: todas las escuelas, todas las tendencias y estilos, diversas maneras de coordinar; hubo una época en la que hacía tres por semana. Hasta que di con otro… parnasiano lo voy a llamar, o mallarmeliano, y todo lo que significó el movimiento nuevo-milenista, o como lo denominan algunos, malditismo rioplatense. Sí, Blanchard fue decisivo en mi carrera literaria, un verdadero impacto. Un tipo trabajador, generoso y obsesivo en todo —eso quiere decir no sólo corrección de estilo sino también en lo que él llamaba la formación responsable del escritor de la modernidad—, siempre nos trató no como discípulos sino como escritores —lo que intento ahora yo hacer en los grupos “De la Palabra”—. No sé si no está difundido en internet, en realidad hay grupos en Facebook y la gente que estuvo a su lado se sigue reuniendo, escribiendo y promoviendo su obra; yo soy una de ellas.

 

6 — Tu función en “Puzzle” amerita que nos describas la novela, des a conocer a sus autores y nos trasmitas cómo fue concebida y gestada.

 

MP“Puzzle” fue publicada como novela experimental en 2004­ —un juego para nosotros: once narradores que nos integramos en un seudónimo, Armand Piece—, luego se habló de novela sinfónica, una denominación demasiado rimbombante. Armand Piece es, en realidad, el seudónimo utilizado por un grupo de once narradores de Mar del Plata y la ciudad de Miramar, para configurar esta novela experimental: Mónica Aramendi, Vilma Brugueras, Élida Correia, Edith Ruz de Colombo, Alejandro Gómez, Verónica González, Nancy Lucotti, Paula Marrafini, Guillermina Sánchez Magariños, Juan Mauricio Torres y yo. Surgió como desafío después de haber analizado y discutido la conferencia “Qué es un autor”, presentada por Michel Foucault a la Sociedad Francesa de Filosofía en 1969. En dicha conferencia se partía de una formulación de Samuel Beckett: “Qué importa quién habla” y por qué la presencia o desaparición del autor se había convertido en tema dominante para la crítica. “La obra que tenía el deber de traer la inmortalidad —afirmaba Foucault— recibe ahora el derecho de matar, de ser asesina de su autor”. Nos gustó la idea y de ella nació la propuesta: escribir una novela experimental (no con múltiples narradores sino con múltiples escritores, lo que nos conduciría por consiguiente hacia una enmarañada selva con saltos cualitativos, variadas posiciones de autor, distintos puntos de vista, desiguales tonos discursivos, secuencias contradictorias, diferentes tiempos narrativos). ¿Inmanejable? Eso parecía, pero teníamos frente a nosotros la frase de Goethe: Cualquier cosa que puedas o sueñes hacer, empiézala”, y nos lanzamos a la aventura entre lícita y blasfema de abordarla; total, no tendría reglas ni autor, de manera que tampoco habría trasgresión y, por lo tanto, nunca castigo. Si como dijo Foucault: “La escritura se despliega como un juego que infaliblemente va siempre más allá de sus reglas”, nosotros ya estábamos jugando, y la desaparición del nombre propio o de las marcas individuales no era en absoluto trascendente. Este sacrificio sería, para cada uno de los miembros del grupo, voluntario. Teníamos el punto de partida y no una sino once voluntades dispuestas a regir, ordenar, dar forma a los distintos personajes, adecuarlos a las situaciones creadas, y por supuesto, el regreso al origen (reunión semanal, café, mate o whisky mediante) como punto de confluencia en donde las contradicciones podían discutirse y resolverse. El puzzle se fue troquelando, esto nos llevó un año y medio de trabajo; entonces descubrimos que la pregunta no es quién escribe la obra sino desde dónde se ejerce esta función. La respuesta: desde las distintas capas discursivas que conforman el cuerpo textual de la novela. Fue así como cada uno de los once escritores fue perdiendo su identidad de troquel y adaptándose a la trama que exigía la ficción, borrándose en beneficio del carácter cada vez más sólido de este rompecabezas. Es verdad, por momentos pensamos que sería imposible; tuvimos muchas páginas de descarte y días de desánimo, pero también períodos increíblemente fecundos, de trabajo tan intenso que sentíamos que literalmente se nos rompería la cabeza. En realidad, la novela es bastante mala; lo maravilloso y enriquecedor fue la experiencia. Primero elegimos el género: sería un policial porque lo consideramos más fácil de tramar; después, cada uno de los autores (menos yo que oficiaría de comodín o DT) eligió un personaje que escribiría en primera persona. Nos reuniríamos una vez a la semana, el orden de lectura sería el de llegada y eso condicionaba el argumento, los restantes debían ajustarse a los cambios y elementos introducidos por el anterior. Era muy gracioso, porque si te llegaban a matar en alguna de esas semanas, quedabas fuera del proyecto (ahora en serio: igualmente se leía todo y si la segunda o tercera propuesta era mejor, se hacían los ajustes necesarios). Así la novela fue avanzando hasta ponerle el punto final. El problema fue lo que vino después: tardamos mucho en corregirla y darle su forma definitiva. Por ejemplo, se eligieron a los tres autores que tenían un tono más neutro y pasaron a fundirse para narrar en tercera persona; había incongruencias: en página 4 alguien vivía en Libertad y la Costa y en la página 76 iba al bar a la vuelta de su casa, en Luro y Salta… Y aunque todos los autores se esforzaron mucho por diferenciar las voces de los personajes, por último, se eligió incorporar elementos de la “concreta” para ayudar al lector. Tendrías que verlo: hay un falopero tartamudo que tiene lagunas; desde lo visual sus páginas no tienen puntuación sino espacios más largos o más cortos o nolostiene en absoluto. El policía escribe en Courier New, las cartas están en manuscrita… ¿Me explico? Por último, como coordinadora del grupo hice ajustes, escribí rellenos, incorporé nexos, barajé capítulos… La presentación fue en un teatro. Cada uno vestido de su personaje e interpretándolo; a mí me tocó algo así como un mago fantasma que se metía por aquí y por allá, varita mágica en mano. Pero te decía lo de la experiencia: todos crecimos. Era necesario tirar por tierra el ego del escritor y escribir casi desde el anonimato. Lo importante era la obra. Si bien al final explico quiénes participaron, en ningún lugar dice Fulano escribió esta parte, Zutano esta otra, o yo aquella de más allá. Eso es humildad. O una verdadera locura.

 

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