Vuelvo al
hombre de los palmares, de las aguas barreadas de yacarés, habituado a la dureza
de la vida a la intemperie y al viento calcinante. Al hombre que proviene del
litoral fangoso, sostenido por el verde de los pajonales y cerriles, siempre
luminosos. Esa región lo identifica con la necesidad de nombrar sus criaturas,
sus parajes; de significar y de revelarnos ante las hostilidades de la vida. Y
su encuentro con los misterios de la naturaleza correntina, como así también el
hallazgo del mar en sus frecuentes viajes a la costa uruguaya, le permiten experimentar
en la adolescencia una inesperada comunicación con el afuera y todo lo que
conlleva avistar ese nuevo mundo de imágenes y rituales. De pronto, la
escritura de Madariaga da cuenta de la magia del surrealismo: registra con
mayor nitidez el realismo del paisaje y la fabulación de inspirados fabuladores
que se cruzan en su azaroso andar. Pero nunca está solo. Porque el poeta se
propone vivir muy distante de la soledad. Necesita la compañía del otro: “No
conozco la soledad. El silencio cuando lo capté enseguida se me escapó. La
soledad en mí apunta y se va”, supo explicar alguna vez Madariaga en una de
sus diálogos con ocasionales entrevistadores. Es cierto. Su poesía nunca se
aparta del mundo exterior, siempre está explorando y explotando afuera de sus
entrañas. El silencio no fue la herramienta adecuada para descifrar sus enigmas
frente a los interrogantes del mundo o alumbrar aquellos rasgos profundos de la
memoria.
En la década del treinta, Madariaga sobrellevó una
niñez iluminada por ese reino de lagunas, ríos y palmares. De Saladas a
Concepción, los sinuosos caminos que se abrían entre los juncos hasta llegar a
estancias y ranchadas, incentivaron sus vivencias. Así, día tras día, vivió luego
la primera juventud, entre la labor de los cosecheros, los perros ladrando el
paso de las boas y los sapucay montaraces que resonaban en el silencio vegetal.
Por entonces, comenzó a labrar los sueños más salvajes mientras gozaba de las
enramadas espejándose en las aguas rosáceas: Están
surgiendo capullos de oro de la / calandria salvaje, / junto a la sombra, nunca
familiar, de / las palmeras, / en el amanecer de las pequeñas sombras / del
rocío. (Amanecer, del libro País garza real).
En aquella primera etapa de su vida también estuvieron presentes los hombres del Iberá, crédulos e incrédulos, inmersos en una realidad pagana, solitaria y brutal. Una comunidad de gauchos silenciosos y mujeres sentenciosas, ejerciendo el trabajo duro y sobreviviendo a extrañas supersticiones. Madariaga comenzó a comprender ese entramado sociocultural, simbolizado en el valor de la palabra, el rigor de la tradición y el éxtasis de las leyendas. La heredad de la lengua guaraní sobresalía en el mundo cotidiano de la campaña y los pueblos de campo adentro. Entonces el poeta necesitó asimilar a lo largo del tiempo esa diacronía, para comprender la conjunción de dos hablas y saber cómo se manifestaban los hablantes. Si bien a su escritura la desarrolló siempre en idioma español, los desbordamientos creativos emanaban por un profundo sentir guaranítico. No había manera poética de explorar aquel escenario de mitos y rituales desde un contexto cultural diferente. Había que estar allí. Porque la historia de los hombres prevalecía. Y también su personalidad. En los almacenes perdidos en recónditos parajes, tuvo que aprender Madariaga a descifrar la pasión de esos gauchos que llegaban junto a las primeras sombras de la noche, alardeando con pañuelos colorados, celestes o verdes de sus preferencias políticas (autonomista, liberal o radical, en ese orden de preferencias) y luego arremetiendo a punta de cuchillo o furioso grito contra un adversario verdadero o imaginario, según el estado de ebriedad que provocaba el vino o la caña. Aquel adolescente observó desde el asombro frenéticos entreveros en los boliches, en los comités o en cualquier salón de actividades sociales diseminados por la campaña. La gran disputa entre los dos partidos tradicionales de la provincia y el otro, de férrea oposición, emergente del poderío nacional de grandes líderes de la época, como Alem e Yrigoyen. Sus actividades proselitistas eran muy semejantes, reflejando buenos y malos hábitos de larga data, a favor del sufragio transparente por un lado y las prácticas fraudulentas por el otro. Así, sin distinción de colores, Madariaga descubrió el país oscuro de la política a través de los rasgos identitarios de hombres con pañuelos de distintos colores, más el adorno infaltable de cuchillos a la cintura y revólveres bajo el poncho. En esos primeros años de la década del cuarenta, el novel parroquiano fue testigo fiel de la bravura primitiva en tiempos de intrigas y traiciones. Más tarde, pudimos apreciar cómo sangraba el pecho del criollo correntino en la escritura del poeta, donde los oros de los amaneceres empalidecían ante la lluvia púrpura de la noche. Y si bien su poesía logró sobrevolar por los aires que soplaban sobre aquellas criaturas de la tierra bárbara, en Madariaga brillaría la veta surreal, no la asociada con el embrujo del coraje, tampoco la comprometida con el hombre social o el apego político, sino aquella que emergió de la propia naturaleza que lo atravesada. Como también lo fue la vida feroz, pero, fascinante a la vez, de convivir con sus “criollos del universo”, pasionales y desconfiados. Ellos sabían que la muerte les andaba cerca.
Otro
andar
Su posterior residencia
en la ciudad de Buenos Aires le permitió a Madariaga conocer nuevos ambientes
literarios y también a grandes amigos que le brindó la poesía: Aldo Pellegrini,
Oliverio Girondo, Carlos Latorre, Enrique Molina, Edgar Bayley, Raúl Gustavo
Aguirre, Olga Orozco, Alfredo Martínez Howard. Ellos fueron conspicuos compañeros
de ruta, casi todos inmersos en el submundo surrealista. También surgieron
otros poetas de distintas regiones y edades que merecieron su honorable amistad,
como Leopoldo Castilla, Víctor Redondo, Graciela Aráoz, Julio Salgado y
Leonardo Martínez. Pero nada lo privó de reiniciar frecuentes y largos regresos
a su terruño, donde quedó anclado su rancho al borde de los esteros. La
omnipresencia porteña lo entretuvo con una gran variedad de tertulias y
encuentros amicales en cafés del centro. Y también padeció las calles laceradas
por el cemento, la iniquidad de los funcionarios, la jactancia de los escritores
oficiales y la bajeza de los impostores. Sólo la alternativa de volver avistar
aquel Iberá inconmensurable le otorgaba la libertad de arrogarse encantados
encuentros con compañeros de la palabra y los oráculos, embriagados de vino bajo
el manto de la diosa y venerando las estrellas que titilaban encima de los
palmares. O asombrarse por el trote rebelde de un bagual, llevando sobre su
lomo el cuerpo desnudo de aquella poeta enardecida, que inesperadamente se
había transformado en una Godiva vernácula bajo la luz de la luna. Así de
misterioso fue el Reino Máximo, tal como le gustaba llamar a su comarca
correntina: Ya es muy tarde para ser sólo de una provincia, / y
muy temprano para pertenecer, / todo, / al planeta venidero y sangrante / resplandor….
Oh, acude a mí, a mi jerarquía de peón del planeta, / gaucho con trenzas de
sangre, / mi padre, / y ensíllame el mejor caballo ruano del universo: / para
atravesar el agua de oro de la muerte, / y escucharme, / todo, / siempre en ti...
Versos inmortalizados en su poema “Criollo del
universo”, donde la vida de los esteros se convierte en escritura mayúscula,
sonoridad y color que provienen del reino natural, al trote del caballo por un
camino provinciano, azuzado por la herencia paternal. La luz infinita.
Año
tras año, siendo hombre de avanzada edad, continuó guareciéndose entre los
andrajos del rancho primigenio, junto a su sombra, su facón y su sombrero. Porque
gracias al envión de esa naturaleza casi virgen, Madariaga enarboló una poesía
de trazos poderosos, representada en cada uno de los trasbordos temporarios a
la geografía insondable y fantasmal. Siempre el misterio
de la palabra, más allá de la circunstancia conceptual de los hechos, o de esa
lucha elemental que constituye la existencia humana. Siempre el manifiesto
impulsado desde la interrogación interior, para poder penetrar en laberintos
plagados de padecimiento e incertidumbre. Tal vez el poeta haya sufrido tanto
por amor como por soledad, por melancolía o lejanía, o dolor de ausencia o
carencia. Pero nada le impidió desandar el camino de su propia voz, aún en la
oscuridad de noches de brujas y lobizones, pero siempre subyugado por el
estruendo de un sapucay.
Admiró la poesía de Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont,
Rilke, Girondo, Pellegrini, Milocz, Césaire, Perse, Vallejo. Eran algunas de
sus lecturas más apasionadas. El nacer y apogeo del surrealismo. También
contempló maravillado las orillas del cosmos orticiano, pero no se arrojó a las
aguas del gran río de Juanele. Prefirió ser artífice de una poesía fogosa y
torrencial, dueña del rugido del yaguar, el sabor del aguardiente, el esplendor
de los tabacales, el abrazo de los yataí, la inmensidad de las aguas, el galope
incansable de su caballo Tormenta y la lealtad de Teolindo Frutos, por nombrar
uno, en homenaje a los numerosos gauchos nobles y criollos que habitaron la
tierra de nadie. Cada nombre, cada usanza, cada historia, cada latido, ha
servido para enriquecer el penetrante surrealismo de Madariaga. Nuestro
amargo subtropical melancólico con / boca de serpiente canta en el embarazo /
de los ríos. Única e intransferible su voz, forjada por el viento de los
esteros bárbaros.
NOTA
La
foto de Francisco Madariaga fue sacada por César Bisso en el Bar Británico del Parque Lezama en 1998.
CÉSAR BISSO (Coronda, Santa Fe, 1952). Poeta y ensayista. Ha publicado los siguientes libros: La agonía del silencio; El límite de los días; El otro río; A pesar de nosotros; Contramuros; Isla adentro (Primer premio de poesía José Pedroni); De lluvias y regresos; Las trazas del agua (antología); Permanencia; Coronda (antología); Cabeza de Medusa (ensayo); Un niño en la orilla (Segundo premio municipal de poesía Ciudad de Buenos Aires); Andares; La jornada (Tercer premio Fundación Argentina para la Poesía); De abajo mira el cielo. Fue invitado a participar en diferentes ediciones de ferias de libros, festivales de poesía y encuentros culturales realizados en ciudades de Argentina, América Latina y Europa. Algunos de sus escritos han sido incluidos en diversas antologías publicadas en el país y en el extranjero; otros textos fueron traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, italiano y árabe.
HÉLIO ROLA | (Brasil, 1936). Pintor, desenhista, escultor, gravador. Estudou na Sociedade Cearense de Artes Plásticas em 1949. Formado em medicina em 1961, cinco anos depois finaliza curso de pós-graduação em Bioquímica pela USP. Entre 1967 e 1970, estuda pintura com Joseph Tobin e Agnes Hart no Art Student’s League, em Nova Iorque (Estados Unidos), período em que aproveita para frequentar a Liga de Estudantes de Arte da cidade e trabalhar como pesquisador no The Public Health Research Institute. Como membro do Grupo Aranha realiza diversos painéis de pintura mural coletiva em Fortaleza e São Paulo. Artista inventivo e destacado no panorama da Arte Postal, que soube transpor para o ambiente digital. Entre suas mais importantes exposições, encontram-se as retrospectivas “Cidades” (Centro Dragão do Mar de Arte e Cultura, Fortaleza, 2005) e “Um Atlas para Hélio Rôla” (Museu de Arte Contemporânea, Fortaleza, 2021), sob a curadoria, respectivamente de Floriano Martins e Flávia Muluc.
Agulha Revista de Cultura
Série SURREALISMO SURREALISTAS # 14
Número 213 | julho de 2022
Artista convidado: Hélio Rola (Brasil, 1936)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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