1. Crónicas de un reencuentro
A su llegada a New York en 1970, después de un año de estancia en
Madrid, Lorenzo García Vega mostraba todos los indicios de una crisis. La
crisis con la que tenemos que bregar aquí (de las otras nos da buena cuenta en
sus numerosos escritos autobiográficos) forma parte de una experiencia que
presenció lo que podemos llamar “la deconstrucción del origenismo”. Esa
deconstrucción se llevó a cabo en pleno New York dentro de un clima cultural
cargado a su vez de cambios, profundos algunos, superficiales otros. Me estoy
refiriendo a las famosas décadas de los sesenta y los setenta, que presenciaron
cómo toda una escala de valores (políticos, sociales, éticos, religiosos,
estéticos) se vieron puestos en tela de juicio. La crisis, pues, que Lorenzo
mostraba a las claras coincidía con otras a nivel mundial y esto nos ayudó a
comprender mejor el clima donde se desarrolló eso que más tarde se tradujo en
un libro que levantara ronchas en las filas del origenismo ortodoxo: Los
años de Orígenes.
¿Qué había ocurrido para que Lorenzo me
confesara, en medio de una sombría taberna neoyorquina llena de personajes
ebrios, su desilusión con el origenismo y con Lezama en particular? Debo añadir
que esa confesión fue hecha con lágrimas que no pudo contener y que revelaban,
a su vez, los conflictos que aún lo desgarraban internamente. La génesis de eso
que pasó forma parte de una historia llena de vericuetos emocionales que nos
obligaría a remontarnos tiempo atrás, cuando en plena república Lezama se había
convertido en el abanderado de una renovatio que utilizaba a
la poesía como arma de combate. O más bien de protección, si se quiere, contra
la imbecilidad reinante que lo rodeaba. Pero eso es otra historia, historia que
por lo demás ha continuado siendo tema constante de nuestras conversaciones
tanto en New York como en Miami. Los eventos que brevemente nos toca relatar
aquí tuvieron lugar, como expuse antes, en una ciudad que, dado su
cosmopolitismo, se prestaba para hacer otra suerte de incursiones que tanto
Lorenzo como yo aprovechamos en la medida de nuestras posibilidades.
Volvamos entonces a su llegada a New York. En
primer lugar, mientras se enfrentaba a sus conflictos con Orígenes, su
curiosidad por todo lo nuevo lo llevó a lecturas y a encuentros que
sedimentaron en él una visión de las cosas que se ha visto reflejada en su obra
escrita a partir de aquella época. Se trataba de participar en un melting
pot cuyos ingredientes principales fueron los siguientes: Freud,
Marcuse, Norman O. Brown, Ernest Becker, Karen Horney, las cajitas de Joseph
Cornell, las muñecas de Hans Bellmer, el pop, Paul Tillich, Huber Benoit, el
zen, Edward Hopper y tantas cosas más que formaban parte de la atmósfera
intelectual que nos rodeaba.
A New York, y también vía España, habían llegado
su amigo de la infancia Mariano Alemany y su esposa Isabel. Junto a ellos, y
nuestras respectivas esposas, Lorenzo y yo compartimos toda una suerte de
inquietudes que iban desde las puramente intelectuales hasta la indagación de
nuestras neurosis. Lorenzo, por su parte, también trataba de llenar un vacío en
sus lecturas. Años de estalinismo habían impuesto en Cuba una cerrazón que
sometió a toda una generación a un divorcio con lo que se venía haciendo y
pensando en otras latitudes. Mientras que ese proceso se llevaba a cabo, otro,
simultáneamente, manejaba sus hilos conductores llevándolo a exponer su
desencanto con Orígenes. De manera que si la República había sido un fraude y
la revolución otro peor, el origenismo no se quedaba atrás. El tejido de esas
desilusiones constituyó también la trama de los intercambios que casi a diario
llevábamos a cabo, pues Lorenzo se vio sin un pasado y frente a un futuro
incierto. Esa fue, quizás, la génesis secreta de un libro que tantas furias ha
provocado en los origenistas y sus acólitos, así como aplausos en las
generaciones más recientes de escritores. Pero antes de entrar en la génesis
“visible” de Los años de Orígenes, sería bueno también dar
testimonio de las piruetas que Lorenzo tuvo que dar en un mundo intelectual que
le fue hostil desde los comienzos. Me refiero, primero, a un mundo manejado por
profesores cubanos, arribistas en su mayoría, que sistemáticamente le cerraron
las puertas (en New York y Miami); y segundo, al de los profesores de
“izquierda”, que también lo censuraron en varias universidades por tratarse de
un intelectual exiliado de la revolución cubana. Al ser rechazado por la fauna
profesoral, Lorenzo tuvo que entregarse a labores de diversa índole, ajenas a
su personalidad, de las cuales da buena cuenta en sus escritos. Participé
directamente en las diversas peripecias por las que siempre hay que pasar para
obtener un trabajo, peripecias que en el caso de Lorenzo fueron de lo cómico a
lo grotesco. Tanto en la Doubleday, librería donde yo trabajaba como manager,
como en la Librería Francesa, donde tuvo que enfrentarse con un español
diminuto en tamaño y carácter, Lorenzo, sencillamente, fracasó. Su episodio
como portero de Gucci ha sido relatado por él con lujo de detalles. Después
trabajó en una compañía de seguros con más éxito y así fue dando tumbos de un
lugar a otro subrayando siempre la curiosa suerte de un poeta no favorecido por
los que manejan el poder, los mismos que ahora corren detrás del primero que se
declara disidente en Cuba. No cabe duda que, como dicen los estadounidenses, es
importante estar in the right place at the right time.
Lo que he acabado de relatar parece que subraya
un destino indisolublemente unido a unas experiencias que continuaban
gravitando sobre su persona. Curiosamente la memoria de ese pasado lo ayudó a
liberarse del mismo. El proceso fue lento y yo diría que hasta doloroso
teniendo en cuenta los vínculos estrechos que unían a Lorenzo al poeta de La
Fijeza. Pero al mismo tiempo, día tras día, en un New York difícil y
atrayente, fueron cayendo una tras otra las capas de unos recuerdos que
constituyeron el fárrago de ese pasado que Lorenzo tuvo que exorcizar.
Los años transcurrieron, murió Lezama (fui yo
quien le llevé la noticia en uno de esos días grises a su apartamento de
Jackson Heights) y continuaron las lecturas y las conversaciones. Víctor
Batista, quien había fundado la revista Exilio (donde Lorenzo
colaboró y yo formaba parte del consejo de redacción), decidió suspender su
publicación en una noche lluviosa mientras que al mismo tiempo nos leía una
carta elogiosa hacia la revista de un profesor de lenguas de Mozambique. La
vida neoyorquina se había tornado dura y Lorenzo intentó buscar su suerte en
otras latitudes: Chicago, Miami (donde abrió una librería que pronto tuvo que
cerrar sus puertas) y después Caracas. En la capital venezolana, tras una
experiencia surrealista en una institución de carácter científico, tuvo que
resignarse a volver a Miami (la Playa Albina de sus relatos) donde aún reside.
En Miami volvieron las eternas peregrinaciones por diversos centros culturales
para encontrar un trabajo, siempre con el mismo resultado negativo. Los que se
preguntan ahora qué hacía Lorenzo trabajando en un Publix cargando mercancías
deben saber que a esa situación lo llevaron algunos de los más distinguidos
directores culturales miamenses. Marta y yo, por nuestra parte, dimos por
terminada nuestra estancia en New York y nos trasladamos al albinismo. En Miami
se resumieron, casi a diario, nuestros encuentros, y las conversaciones que
habíamos sostenido en New York volvieron a continuar. Pero Miami es otra
experiencia como otro es su paisaje. Los años han transcurrido haciendo los
estragos que concluyen en la vejez: Lorenzo con dos infartos y yo con un cáncer
prostático vamos construyendo y deconstruyendo lo que fue nuestro pasado y lo
que significa nuestro presente. No puedo hablar por él, de manera que solo me
queda dar fe de lo que su compañía durante todos estos años ha significado. Sin
ella, mi existencia se hubiese visto empobrecida en más de una forma. Gracias a
su incesante interés por todo lo que signifique renovación he podido encontrar
“un compañero de viaje” en lo que también forma parte de mis curiosidades
intelectuales. Otros nombres han aparecido: Joseph Beuys, John Cage, Marcel
Duchamp, Fernando Pessoa, el insondable mundo de los sueños, Colon Nancarow,
Samuel Beckett, Meredith Monk, Morton Feldman etc., sumados a los que habíamos
frecuentado en New York. Pero el pasado, “lo que nos pasó”, continúa siendo el
objeto de nuestras indagaciones. Orígenes ha quedado atrás como un punto clave
de nuestra existencia. Precisamente porque lo fue, todavía tenemos que
explorarlo, sobre todo ahora que, tanto en Cuba como en otros lugares, se ha
intentado elaborar toda una delirante ideología a su alrededor.
Hoy, al terminar estas páginas, en una calurosa
mañana miamense, sé que habré de encontrarme con Lorenzo por la tarde, para dar
nuestras habituales caminatas, y que me espera sabe Dios qué tema, o sabe Dios
qué incursiones por nuestro interior. Saborear el anticipo de ese encuentro es
mi mejor forma homenaje.
Miami (Playa Albina) Lunes 10 de Octubre, 11 a.m. Lorenzo y yo nos
encaminamos a la Asociación Lacaniana que se encuentra en la calle Flagler. Por
el camino mientras nos quejábamos del tupido tráfico y del insoportable calor,
nos reíamos también por esa nueva aventura que estábamos a punto de emprender.
Una aventura más de las muchas que hemos intentado en un Miami nada proclive a
ofrecer sorpresas al estilo de la que esperábamos encontrar en dicha
Asociación. No hacía mucho que en compañía del Fernando Palenzuela habíamos
acudido en una noche lluviosa (y calurosa como siempre) a la biblioteca que se
encuentra en Coral Way a una reunión que prometía ser interesante: esta vez se
trataba de una asociación dedicada supuestamente al estudio de Gurdjieff.
Fracaso total. Los componentes de dicha asociación no demostraron el menor
interés en aquellos temas que nos llevaban a asistir a dicha reunión:
específicamente la obra del poeta René Daumal y la relación de Gurdjieff con el
compositor De Hartman. Salimos de aquella charla con la misma frustración que
siempre hemos experimentado cada vez que se nos ha ocurrido integrarnos a
alguna aventura albina de carácter cultural. Es por eso que por el camino hacia
la Asociación Lacaniana nos reíamos pensando en que todo iba a parar en lo
mismo. Felizmente no fue así y salimos de ese primer encuentro satisfechos de
habernos encontrado, al fin, con algo que tenía visos de seriedad. La risa
volvió después, primero cuando a la salida de ese
llamado “cartel” lacaniano (dirigido por una profesora y analista
Argentina) nos encontramos de nuevo en la calle Flagler. En ese instante el principio
de realidad volvió a apoderarse de nosotros contrastando con la atmósfera
intelectual propia de otra ciudad que le sirviera de marco apropiado. Pero la
verdadera risotada se produjo cuando se nos hizo patente la edad nuestra y los
años que llevamos andando juntos siempre en búsqueda de un nuevo pedazo de
conocimiento que alimente nuestra curiosidad. ¡A estas alturas! pues ni Lorenzo
ni yo hemos perdido ese entusiasmo a pesar de los años de desengaños y
esfuerzos (a veces baldíos) que hemos transcurrido juntos. Es por esa razón que
he preferido comenzar por el final, por lo que nos sucedió hace poco, porque la
aventura lacaniana lleva el peso de más de cincuenta años de amistad con todo
lo que esa relación conlleva.
La Habana, finales del año 1951. Calle Trocadero
162 bajos, donde habitaba José Lezama Lima. Hacia ese sitio (que algunos
jóvenes de aquel entonces teníamos como una especie de lugar sagrado) dirigí
mis pasos tras haber hecho cita con Lezama el día anterior. Había sido Roberto
Fernández Retamar a la sazón amigo mío, que me había puesto en contacto con el
llamado “Etrusco de la Habana Vieja”, pero a última hora se excusó de
acompañarme y en su lugar Lezama le pidió a Lorenzo García Vega que acudiera a
la cita. Fue de parte de Lezama una elección que resultó ser para mí venturosa
pues ese día se inició no sólo mi relación con el poeta de Enemigo
rumor sino mi amistad con el también poeta de la Suite para la
espera. Durante el tiempo transcurrido en la sala de la casa lezamiana se
barajaron toda suerte de temas como siempre solía ocurrir con el poeta. Lorenzo
recuerda aún que hablé de Paul Klee y Mondrián y que Lezama habló de todo lo
humano y lo divino, mientras que él, Lorenzo, permanecía silencioso con esos
silencios suyos que a pesar del paso del tiempo a veces se hacen difíciles de
descifrar.
Cuando terminó la entrevista salimos Lorenzo y
yo por la calle Industria vía San Rafael donde íbamos a tomar el tranvía. Así
lo hicimos y en el mismo nos encontramos con Marta la que era mi novia y hoy es
mi esposa. No recuerdo lo que hablamos por el camino, posiblemente porque una
novia atrae más la atención que una conversación de carácter intelectual. Pero
el hecho fue que allí quedó sembrada la semilla de una amistad, en aquella
Habana de los cincuenta bajo el relajo auténtico (que era un auténtico relajo)
y los nubarrones que habrían de traer meses más tarde un terrible golpe
militar. A pesar de ello La Habana nos ofrecía (contrario a Miami) las
posibilidades de los encuentros y las caminatas, con sus cafés y librerías
donde podíamos ir a carenar. Fue así que se estableció la costumbre de vernos
en esos bares, o bodegas y cafés donde a raíz de un
buen “habitanteo” por la ciudad solíamos continuar una conversación
sobre temas que nos interesaban. La Habana se prestaba para ello, pero además
la presencia de Lezama servía como una especie de puente que nos permitía
encontrarnos. Lezama fue el gran mentor para Lorenzo como lo fue para mí. Más a
pesar de su avasalladora influencia, me unían a Lorenzo otros intereses que
Lezama no compartía del todo: el surrealismo sin duda, Freud y Marx en parte y
seguramente nuestras respectivas neurosis. Con el correr del tiempo todo eso, y
mucho más, se aclaró una vez que el torbellino castrista nos separó por unos
pocos años y después hizo que nos volviésemos a encontrar primero en New York y
más tarde en Miami.
New York en plena década de los sesenta. Allí
apareció Lorenzo llegado de España. El mismo Lorenzo de siempre, pero cargando
sobre sí unos recuerdos que se le hacían difíciles de sobrellevar. Uno de éstos
fueron los años en que la revolución le obligó a asumir un destino que él no
quería para sí, dejando atrás (y de paso a su recién nacida hija) un modo de
vida al cual estaba acostumbrado. El otro, el que más le afectó, tuvo que ver
con su relación con Lezama y el desengaño que sufrió con todo lo que tuvo que
ver con el “origenismo”. Desde la primera entrevista que tuve con él no
cesó de relatarme lo que significó para él un cambio radical de perspectiva con
respecto a Lezama y a la entrega de muchos origenistas capitaneados por Cintio
Vitier y Eliseo Diego al castrismo más radical. De todo eso Lorenzo dio cuenta
en un libro que aún causa resquemores (y que le provocó la ruptura con más de
un origenista o pseudo/origenista paniaguado): Los Años de Orígenes,
libro de cuya dolorosa gestación fui testigo.
Miami año 1978. A Miami vine a parar con mi
familia y Lorenzo llegó poco tiempo después de estancias en Chicago y
Venezuela. En este último país y a pesar de sus contactos con la vida
intelectual del mismo, su estancia tocó fin tras experiencias con trabajos
absurdos tal y como le había ocurrido en New York. Miami pues, se convirtió en
su última parada transformándose en su Playa Albina. Aquí en medio de la
confusión y la ignorancia reinante Lorenzo no tuvo éxito en los medios
académicos. En más de una ocasión le acompañé a instituciones culturales que se
suponía tenían interés por la cultura cubana y, en todas, la respuesta siempre
fue la misma: Lorenzo García Vega no existía para esa gente. En una de éstas le
pidieron su “curriculum” como si fuese un desconocido mientras que en
otras le exigieron una prueba de sus escritos. Aparentemente no estaban seguros
si Lorenzo sabía escribir. Todo terminó en el Publix donde Lorenzo por unos
años trabajó de bag boy.
Mientras nos veíamos y caminábamos adonde
podíamos. Un buen día se le ocurrió lanzar una revista, Ujule, con
Carlos Díaz, revista que a pesar de su corta duración obtuvo el entusiasmo de
los medios intelectuales latinoamericanos. A pesar de todo Lorenzo no había sido
olvidado. Durante las dos visitas que hiciera a La Habana en 1994 y 1995 me
puse en contacto con una serie de jóvenes (hoy la mayoría fuera de Cuba) que
habían descubierto a Lorenzo gracias a una feria del libro venezolano donde
pudieron “adquirir” mediante el hurto sus Años de Orígenes y
su Rostros del Reverso. De repente Lorenzo se convirtió en un culto
para estos jóvenes, entre ellos Carlos Aguilera quien dirigió la revista Diásporas donde
Lorenzo y yo contribuimos. De regreso de Cuba así se lo hice saber. A partir de
entonces su obra va siendo cada día más leída y reconocida: homenajes en
México, Buenos Aires y Caracas así lo atestiguan. Ahora en España le han
publicado sus memorias El Oficio de Perder. Sucede que, al fin, los
que saben leer han podido descubrir que su obra es una de las más originales
que se han escrito en nuestro idioma en estos últimos tiempos.
Miami octubre 19, 2005. Lorenzo y yo nos
encaminamos esta vez a Las Américas Shopping Center lugar que nos sirve como un
marco con aire acondicionado para nuestras caminatas. Quejándonos del calor y
de las mediocridades que hay que enfrentrar día a día caminamos como dos viejos
pánicos por ese lugar rodeado de tiendas que ofrecen todas suerte de
bisuterías. En medio de ese extraño collage nuestras
conversaciones van desde Lezama (a pesar de todo siempre presente) a nuevas
lecturas: Derrida, Deleuze, los jóvenes poetas argentinos, los patafísicos de
Buenos Aires a cuya organización pertenecemos, la música experimental, la
poesía visual, nuestras neurosis y fobias, en fin de todo, como siempre hemos
estado acostumbrados a hacerlo. Y así los días van pasando: hoy bajo el temor
de un ciclón, mañana planeando ir de nuevo al cartel “lacaniano” a
ver qué aprendemos de nuevo.
CARLOS M. LUÍS (Cuba, 1932-2013). Poeta, ensayista y artista visual. Dirigió el Museo Cubano en su país. Entre sus libros de ensayo se encuentran Tránsito de la mirada (1991) y El oficio de la mirada (1998). Este ensayo forma parte del libro Horizontes del surrealismo (2109). Sobre él, dice Floriano Martins: Mi conocimiento de Carlos M. Luis fue una de las piedras mágicas en mi acercamiento al Surrealismo. La densidad de nuestra amistad quedó definida desde el primer intercambio de correspondencia. Nunca nos conocimos personalmente, pero ciertamente teníamos un grado de afinidad muy alto. A mí me correspondía publicar su libro más importante, Horizontes del surrealismo, que Carlos me había pedido que leyera y reseñara, cuando lo tomó la muerte. Son fundamentales sus ensayos sobre diversas perspectivas del surrealismo, así como su memoria y mirada crítica entre bastidores del grupo Orígenes, en Cuba, donde estuvo un tiempo, antes de salir de Cuba. Su poesía, de profundo sentido del humor, a veces incluso corrosivo, está llena de una relación única con la prosa poética y el teatro.
LAURA AIDAR (Brasil, 1984). Artista visual y fotógrafa. Licenciada en Educación Artística por la Universidade Estadual Paulista (Unesp) y graduada en Fotografía por la Escola Panamericana de Arte e Design. Fue docente en las escuelas municipales y estatales de São Paulo durante 6 años. Trabaja en proyectos sociales y otras instituciones (como el Sesc) impartiendo cursos de arte y fotografía para jóvenes y adultos. Realiza investigaciones y trabajos artísticos de autor utilizando lenguajes híbridos. Crea contenidos online sobre temas relacionados con el arte, la cultura y la comunicación desde 2019. En 2021 realizó la exposición Linhas Imaginadas, en la Galeria Casa Lebre, en Bragança Paulista. Según ella, esta exposición se caracteriza por ser un manifiesto a favor de la autonomía femenina, la expresión genuina, la elección consciente, lúcida y desilusionada. Laura es la artista invitada de esta edición de Agulha Revista de Cultura.
Número 243 | outubro de 2023
Artista convidada: Laura Aidar (Brasil, 1984)
editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com
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