Debí tener alrededor de siete años y tenía una
colección muy variada de cómics que mi padre me compraba semanalmente. Leyendo
las páginas desoladas de una mujer india cabalgando por una meseta, mientras
hablaba con sus muertos, pensé en sacarla de allí y así recorté cuidadosamente
su figura. Creo que funcionó al contrario de lo que imaginaba, el espacio
comenzó a llenarse por un largo pasillo, de unos cinco escalones de ancho,
muchos cuadros en las paredes, como si fueran efectos de una memoria
implantada, guiada por un detonante que me hacía saltar de un mueble a otro,
los muebles irreconocibles para mí, hasta el punto en que una señora se me
acercó y me dijo que se llamaba Toshiko Okanoue. La acompañaba un hombre alto,
con traje completo y cabeza de buitre con los ojos arrancados. Un perro negro
bebía aceite de una palangana cuyo fondo era un reloj. Toda la escena parecía
exudar una melancolía inusual. El pasillo era el de la casa de mi abuela
materna. Las pinturas en las paredes siempre estaban ahí, pero eran naturalezas
muertas tradicionales, no una procesión de metamorfosis que parecían entrar en
los marcos en lugar de salir. Cuando conocí mejor algunas obras de Toshiko,
aprendí que la superficie más hipnótica de un collage es aquella en la que el
enigma va recortando sus detalles, formando una nueva concepción de abismos y
situaciones. No se trata de un conjunto de conjunciones disímiles u opuestas,
no se trata de un juego de oposiciones, sino más bien de la sensación de que la
realidad puede estar dotada de afinidades insospechadas. Los sueños de Toshiko
Okanoue eran un plato de mutaciones, un mapa de accidentes que condensaban la
realidad alrededor de otros sueños. Tal vez por eso la figura de la india
cabalgando que recorté buscaba otros cuerpos como el suyo, esparcidos por las
paredes, invitados por Toshiko a intuir una nueva quimera en las alas
milagrosas del silencio.
Era necesario quitar ese pájaro negro de la foto,
quizá con un tiro o unas tijeras. La imagen abolida dará paso a un cambio de
estación o buscará compensación en otra idea. Una sombra puede penetrar
profundamente en tu vacío y extraer de allí otro símbolo. Pero lo que debía
surgir de la imagen no era tan simple como el efecto de un objeto perdido.
Quizás se podría pensar en el recurso de preparación de escena. Cuando era de
noche podía recortar las partes más oscuras y luego hacer con ellas una caja
negra llena de secretos esperando un accidente. Los papeles recortados podrían
así inventariar la fortuna y la locura de una precipitación distinta de la
realidad. Jorge de Lima y Enrique Molina, la manera de fijar sus recortes,
fricciones ágiles entre el pegamento y las sombras de los papeles. El misterio
espera una participación oportuna en el escenario. Las posibilidades vendrían
dadas por la observación de otros mundos. Un mundo de esferas tumultuosas y
bestias repetidas hasta el agotamiento. Los cabellos de Max Ernst, el generoso
expediente de su imaginación, el mejor modo de estrangularlos, a mis hijos,
parecían decir a tantos afluentes, que parecían haber copiado la frase: Mi
lugar siempre será a los pies de un creador misericordioso, mientras lo que se
leía, una vez más seguro de que era un discurso de sus cabellos, era: Sueña,
vístete, balbucea en días de enfermedad. La poesía de Jorge y Enrique tenía el
aspecto poroso de una expresión que fundaba en sí misma, un río renacido en su
propio lecho, la vitalidad de una permanencia audaz más allá de la realidad.
Esta fuerza teatral del florecimiento de mil maneras de ser es lo que Max logró
a través del collage. Si paseamos juntos por sus collages y los poemas de los
otros dos, veremos que saben decantar la intimidad de la mirada, cobijando los
pasajes más secretos que nos llevan de un mundo a otro. Sin embargo, al mismo
tiempo son tan distintos entre sí que resulta imposible mantener en secreto
estos elegantes detalles.
Cuando un hombre tiene una mujer en lo más
profundo de él, siente lo incompleta que es la realidad. Dos cuerpos se
arrastran uno dentro del otro, buscando una causa para sus consecuencias. Tal
vez la vida habla más fuerte cuando resalta las ausencias, tal vez sea su
manera de decir que todas las formas tienden a la imitación. Cuando tengo una
imagen recortada pegada cuidadosamente dentro de otra, también veo nuevas
formas tomando su lugar con un simple cambio de ángulo. El collage acaba
generando otra realidad igualmente incompleta, donde soy todo lo que pongo en
mí, incluso las causas más inadvertidas. Incompleto o no, frente a la
metamorfosis resultante de un collage, nunca nos preguntamos qué sentimientos
tiene sobre su nueva vida. La realización de la mirada prescinde de la razón de
existencia del objeto expuesto. Digamos que se trata de una mujer con seis
pares de brazos y cabeza de serpiente, la fascinación que ejerce esta imagen no
proviene de ella sino de quien la contempla. La realidad proviene de esta
extraña forma de divinización que le aplicamos.
La habitación estaba completamente vacía. Sin
puerta ni ventanas, cortina ni alfombra. No hay luz ni muebles de ningún tipo.
Como un cubo en completa desvergüenza. Rosália sabía qué hacer, caminar desnuda
en la oscuridad y en silencio, moviendo y retorciendo su cuerpo en todos los sentidos
que el dolor y la imaginación le permitían. El clic de la cámara abrió la boca
del flash que se tragó la carne del azar de los movimientos de esta mujer. Su
cuerpo se iba creando a través de innumerables fragmentos y cuanto más
incompletos eran, más veneraban un paisaje multiplicado dentro de sí mismo.
Cuando pasamos las fotos al ordenador, pude comprobar la creciente audacia con
la que teñía sus movimientos de un erotismo voraz, tocándose, abriéndose,
retorciéndose como un molusco que hubiera aprendido a manejar su sexualidad.
Esas fotos serían el inicio de la formación de una nueva materia. De ellos
surgirían huevos cuyas cáscaras, una vez rotas, darían paso a esta inimaginable
realidad. El collage es un salto hacia la inmensidad agonizante de una ausencia
de significado en el mundo ya existente. A ella se le puede deber la felicidad
de haber encontrado un nuevo sentido. Pero esta celebración ocurre en cualquier
forma de creación artística. Así como el collage es, en cierto sentido, todo
aquello que trasladamos de un entorno a otro en nuestra cosmovisión, también
ese desplazamiento se da en la música, el teatro, la danza, etc.
Llené mis cajones, cajas encontradas en diversos
tamaños, con fuentes diminutas y descoordinadas, como trozos de cuerpos de
muñecas diminutas, hechas de tela o plástico, ansiosas por entrar en una
especie de castillo de naturalezas muertas. Hola peques ¿Qué creéis que
podríais ser mañana? Bien podría preguntarle a esa reliquia inconsciente esta
temprano en la mañana. La naturaleza, la otra, la incompleta que se imagina
viva, a la que creemos pertenecer, me había vuelto adicto a ver el mundo desfigurado,
desgarrado, como si hubiera instalado unas tijeras en mi mirada. ¿Será siempre
así cuando creamos? De alguna manera, con el tiempo, mis pequeños se cansaron
de mí. Las siluetas humorísticas de Hans Arp, las cajas de Joseph Cornell que
proyectaban el mundo en su interior, el censo de lo absurdo en la
multiplicación infinita de seres en Peter Blake, ese mundo que iba produciendo
sus sombras entre la pintura, la fotografía, el objeto, que me visitaba y me
enamoraba de él durante años… Aun así, mis pequeños acabaron conociendo la
soledad en el interior de sus recámaras de madera o cartón. Durante un tiempo
perdí el interés por el collage hasta que descubrí una razón: mis fantasmas
querían un cuerpo para sí mismos que pudieran identificar como completamente
suyo, una ilusión de que podían habitar el mundo sin la más mínima sombra de
similitud con los demás. El primer paso de este descubrimiento me llevó a
componer mi propia colección fotográfica, que podía recortar y darle forma a
entornos nuevos, inevitablemente incompletos. Sólo cuando encontré un segundo
plano terminé de comprender que mis nuevos pequeños podían ser espíritus,
espectros, presagios de una imagen que sólo nacería de un gesto amoroso, el de
la superposición de deseos.
Tal vez había una extraña y sutil línea en la que
el significado buscaba apoyarse. Un simulacro de formas no duraría mucho si no
diera a cada aparición una razón que pudiera interpretarse como la clave para
liberar al mundo de los repetidos trucos de la oscuridad. El artista y su
obsesión por el misionero. La serpiente y su memoria adicta a los paraísos.
¿Quién rompería esta cadena? Era necesario descreer del mito. Fragmenta el caos
hasta que no sea posible ningún orden. Nunca esperes que la costumbre de las
piedras rehaga el camino. El baile de disfraces en el bosque fantasma. Cajas de
zapatos vacías caminando por la casa. Quizás los sujetos estaban poseídos por
sus formas. O tal vez los contornos se excitaron hasta que el papel adquirió un
torrente de identidades que iban más allá de cualquier significado. Las
superposiciones permitieron un collage abstracto donde cuerpos jóvenes parecían
emerger del fondo de un lago. No sería posible mantener ningún orden, porque la
mirada no hacía preguntas, se mostraba siempre como una puerta cuya apertura y
cierre era motivo suficiente para la multiplicación de lo inesperado. La mirada
quería ser encontrada e incluso apropiada por estas imágenes. Quería un collage
que fuera diferente del que tanto admiraba en las páginas de Robert
Rauschenberg o Deborah Roberts o John Baldessari. No me interesaba el telón de
fondo de los dogmas, el vértigo implantado de los faroles sociales, los
disfraces de los sueños inflados. Tuve, y todavía tengo, aquella certeza de
Ionesco, de que al final de todo sólo queda el asombro. Y con Él repetí tantas
veces: De repente, la tenue luz de una esperanza sin sentido: el don de la vida
nos ha sido dado, nadie puede volver
a empezar. No estoy seguro de lo que eso significa. No lo sé en absoluto.
En esa época empezaron a interesarme dos nuevos
enfoques: la supresión de la realidad y una mutabilidad narrativa. En el primer
caso, el reto consistía en copiar de la realidad sus gradaciones perdidas,
pegadas una sobre otra, como un palimpsesto, hasta que esta mecánica asumía la
forma de una realidad imaginaria. Una ciudad hecha de elementos abandonados,
coherencias olvidadas, relaciones profundamente enterradas. Sólo la
radicalización de este mundo desconocido nos permitiría llegar a las capas más
subterráneas de la imaginación. Semejante iluminación no encontraría pretexto
para hacerse visible si no fuese conducida a conocer los efectos de una
reconstrucción teatral de lo inesperado, la fuente de lo risible, los dobles
fondos de una certeza de sí. A partir de ahí comencé a trabajar en una serie de
máscaras, portadas de discos y carteles de películas, un vector de nuevas
perspectivas a la hora de mirar lo que somos y lo que hacemos, el ser y la
creación. Sería el caso de alguien que dispara un arma al pecho de su reflejo
en el espejo, sin temer, en ningún momento, la fatalidad de su acto. O ese otro
tipo que hace explotar una bomba en el zapatero de su habitación, seguro de que
nunca perderá el pie. Cabe recordar la alta temperatura a la que se revelan las
cosas. Sí, eso es. Dejemos de lado el juego de predisposiciones. No prometas
salir a la calle y disparar a la gente al azar. Dispárate a ti mismo, sin
parar, hasta que descubras a alguien más. Esto es lo que pensé al componer mi
tríada imaginaria: los rostros, la música, las marcas escénicas. La totalidad
del asombro no es otra cosa: lo que vemos, lo que oímos y la forma en que nos
expresamos en el mundo.
El otro enfoque surgió de una necesidad natural de
imágenes tridimensionales. La curiosidad de explorar el encuentro entre el
montaje y la página de guion de un cómic. Se remonta a mi infancia, porque esto
es algo que solía hacer cuando recortaba personajes de cómics y creaba un
teatro imaginario tridimensional con ellos. Jean Dubuffet seguramente se habría
divertido mucho con ese interludio infantil que vendría décadas después a
encontrarse con la duda impresa en una de las páginas recientes: Los dioses no
descansan hasta que los olvidamos. En mi infancia no había Dubuffet, Ionesco ni
Hans Bellmer; Y sin embargo ¡cómo estaban ya presentes! Como un bosque (cuya
miniatura podría ser el patio trasero de la casa de mis padres, un bosque
impenetrable de bananos y papayos, cuyas noches aturdían mi espíritu como un
misterio queriendo excitarme, diciendo que estaba allí, que yo también podía
estar allí), un bosque al alcance de una nueva concepción. Si vas a contar una
historia, nunca te dejes engañar por la lógica perversa del tiempo. A la
memoria le encanta compartir sus pecados. En la página de montaje donde escribí
esto estaba el foco de esa alta temperatura que asaltó mi infancia.
Aparentemente, en la vida sólo aquello a lo que nos aferramos con toda nuestra
determinación sobrevive en su acumulación ilusoria. Lo que Ionesco llamaba
vitalidad prodigiosa. El grado más alto de ensoñación. Al leer la página
siguiente, la intuición se convierte en la forma alucinatoria por excelencia:
no importan el exilio, el trato, la humillación de la fórmula, el dialecto de
las cenizas. La verdadera esencia humana es un ideograma escrito en el vacío.
Cuando lo leí, me llamó la atención no haberlo escrito cuando tenía siete años.
Esta identidad informal de analogía, el mundo improbable donde cultivamos una
horda de problemas sólo en busca de algo que justifique nuestro fracaso por no
resolverlos. El sueño nunca fue un impasse, sino más bien el implante de
vigilias que instalamos dentro de nosotros como un enjambre de promesas que
sabemos que nunca se cumplirán. Los dioses ponen comida en el plato de la
tarde, preparan las estaciones para la furia de las aventuras y las cicatrices
de las más bellas ilusiones. Esto es lo que hemos hecho con nuestras vidas:
somos dueños de nuestras propias ruinas.
Al final de cualquier ciclo siempre podremos leer
la tablilla invisible que garantiza que somos un collage ofrecido al fracaso de
todo lo que no entendemos en nuestra vida. Tal vez el trabajo de la intuición
aún tenga algo que revelarnos, pero hemos creado un torbellino de lo que
Bellmer llamó percepción engañosa. Somos la representación de la nada. Prueba
de que la imaginación es una diosa bastarda. Apenas respiramos, porque todo lo
que nos rodea es irreparable. Hubo un tiempo en que creíamos que el artista
tenía mayor valor espiritual que la persona común. Ya no creo que tal creencia
permita imprimir una nueva intensidad al mundo.
FLORIANO MARTINS (Brasil, 1957). Poeta, tradutor, dramaturgo, romancista, editor, ensaísta e artista plástico. Criador da Agulha Revista de Cultura, revista que dirige desde 1999. Publicou vários livros, entre eles: Un poco más de surrealismo no hará ningún daño a la realidad (ensaio, México, 2015), O iluminismo é uma baleia (teatro, Brasil, em parceria com Zuca Sardan, 2016), Antes que a árvore se feche (poesia completa, Brasil, 2020), Naufrágios do tempo (novela, com Berta Lucía Estrada, 2020), Las mujeres desaparecidas (poesia, Chile, 2022) e Sombras no jardim (prosa poética, Brasil, 2023).
RUBEM GRILO (Brasil, 1946). Gravador, desenhista, ilustrador. Em 1970, estuda xilogravura com José Altino (1946), na Escolinha de Arte do Brasil, no Rio de Janeiro. No ano seguinte, passa a frequentar a Seção de Iconografia da Biblioteca Nacional e entra em contato com as gravuras de Oswaldo Goeldi (1895-1961), Lívio Abramo (1903-1992), Marcelo Grassmann (1925), entre outros. Nesse período, inicia curso de xilogravura na Escola de Belas Artes da UFRJ e é orientado por Adir Botelho (1932). Em visitas ao ateliê de Iberê Camargo (1914-1994), recebe lições de gravura em metal e, na Escola de Artes Visuais do Parque Lage-EAV/Parque Lage, estuda litografia com Antonio Grosso (1935). No início da década de 1970, ilustra jornais como Opinião, Movimento, Versus, Pasquim, Jornal do Brasil. Na Folha de S. Paulo, cria ilustrações para os fascículos da coleção “Retrato do Brasil”. Em 1985, publica o livro Grilo: Xilogravuras, pela Circo Editorial. Em 1990, é premiado pela Xylon Internacional, na Suíça. Em 1998, participa, com sala especial, da 24ª Bienal Internacional de São Paulo e, no ano seguinte, é curador geral da Mostra Rio Gravura. Tem trabalhos publicados em revistas especializadas como Graphis e Who’s Who in Art Graphic (Suíça), Idea (Japão), e Print (Estados Unidos). Nossos agradecimentos a Jacob Klintowitz pela presença de Rubem Grilo como artista convidado desta edição de Agulha Revista de Cultura.
Agulha Revista de Cultura
Número 262 | setembro de 2025
Artista convidado: Rubem Grilo (Brasil, 1946)
Editores:
Floriano Martins | floriano.agulha@gmail.com
Elys Regina Zils | elysre@gmail.com
ARC Edições © 2025
∞ contatos
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