MIGUEL ESPEJO | Enrique Molina y la travesía del amor
Las despedidas que ella ha
efectuado son múltiples. Desde Las cosas y el delirio (1941) hasta su último
poemario Hacia una isla incierta (Argonauta, 1992), o inclusive la extensa
antología, Orden terrestre, publicada el año pasado en Seix-Barral, Molina
habla, alude, sugiere el aspecto tantálico del mundo que fisura el deseo del hombre.
El amor ocupa un lugar dominante en esta dimensión. Su texto Alta marea, de Amantes antípodas (1961)
se ha convertido en un clásico de la poesía amorosa: Cuando un hombre y una mujer
que se han amado / se separan / se yergue como una cobra de oro el canto ardiente
del orgullo.
Resulta poco menos que imposible
precisar las numerosas relaciones que hay entre la poesía y el amor. La primera
nos envía de inmediato a esa larga tradición de siglos que es la poesía lírica;
el otro, a un amplio examen de los valores y de la cultura. Ambos se encuentran
fuertemente ligados a la percepción que el hombre ha tenido de la belleza. Al conjunto
de oposiciones que la antropología describe (crudo / cocido, frío / caliente etc.)
habría que agregar la de lo bello y lo feo. Tanto la poesía como el amor mantuvieron
un estrecho parentesco con la belleza. Sin embargo, desde hace más de un siglo,
los jardines de la poesía lírica comenzaron a dar flores del mal, y uno de sus adelantados, William Blake, sancionó el matrimonio del cielo y del infierno. Por
su parte, Rimbaud encontró amarga la belleza y necesitó situar la palabra poética
en una perspectiva hasta entonces desconocida, abriendo así las puertas a la poesía
contemporánea.
Enrique Molina ha retomado,
con un sello particular, esta ambivalencia, esta estructura, por lo menos binaria,
del amor y la poesía que lo expresa. En mi ensayo El conocimiento poético, dedicado en parte a examinar algunas de las
significaciones de Una sombra donde sueña Camila O'Gorman (1973), intenté
señalar que, en la corriente mítica, el cumplimiento del amor lleva en sus entrañas
un consecuente castigo. En el mito recogido por Platón, el hombre no es feliz hasta
encontrar su otra mitad, pero cuando lo logra es sancionado por ingresar a lo divino.
En realidad, este mito participa de la creencia, común a casi todas las sociedades,
de la unión original de los seres, previa a la diferenciación de los sexos. La androginia,
el incesto, la comunión y la identificación con todos los seres son estados que
corresponden al Caos, es decir, a una situación anterior al orden del mundo.
El amor y su sombra
Con la abolición de los mitos y con la instauración
de la razón instrumental, el amor forzosamente debía cambiar de signo. Frente al
amor en la norma, impuesto por aquellos que se apropian de los mecanismos de control
social; un amor, en suma, destinado al consumo de las grandes masas, Molina opone
el puro amor desesperado de Camila O'Gorman y del sacerdote Ladislao Gutiérrez,
que debieron pagar con sus vidas esta transgresión. Por otra parte, siempre se supo
que la institución del matrimonio, al menos en las sociedades articuladas alrededor
de un Estado, poco tenía que ver con el amor y sí con la producción de los hijos
y de los bienes.
El amor es la gratuidad absoluta.
No sirve para nada y no es sirviente de nada. Es la transgresión más noble, nos
dice Molina, porque es una afirmación libre de la vida. Si esta concepción hereda
algo del romanticismo es para instalarse, rápidamente, en el dominio de la ruptura
y del amor loco. Nosferatu, en Los últimos soles (1980), es un enamorado de la sangre del mundo, inmerso
en el infierno de la belleza. En este
sentido, la poesía de Molina es persistentemente viril, ya que entregada a comprender
la succión de las almas, éstas siempre resultan femeninas.
Comenzando por el poema A Vahíne (pintada por Gauguin) y terminado
por Isla Loba, aún inédito, pasando antes
por Francisca Sánchez o Señora de los Arcanos, separados el primero
y el último por más de medio siglo, se constata una continuidad vertebrada en torno
a la imagen de la mujer, como si ésta fuese una divinidad ctonia, es decir, una
fuente generativa desde las profundidades de la tierra.
En su famoso pasaje de los
Cantos de Maldoror, el personaje creía encontrar en el tiburón hembra una
camarada a la altura de su ferocidad y de sus inquietudes. Molina, menos salvajemente,
pero con espíritu afín, busca en los hoteles
secretos a esa Criatura melancólica que tocas mi alma de tan lejos / Invoca
en las alcobas el éxtasis y el terror / El lento idioma indomable de la pasión por
el infierno / Y el veneno de la aventura con sus crímenes. En uno de los poemas
de Amantes antípodas, la relación con el clima señalado es más directa: ¡esas
camaradas feroces que comparten con nosotros el pan del desierto! Las relaciones
se vuelven feroces cuando tienden hacia el absoluto, no hacia la mediocre dicha
conyugal, que muy rara vez es una verdadera dicha.
La culminación del amor es
un espasmo breve como la muerte, de ahí que la poesía de Molina, obsedida por el
vuelo de los pájaros, sólo reconozca el instante del amor, eterno y atemporal, porque
no dará lugar al desgaste de la convivencia. De la erosión de las nubes es
un poema que propone con bastante claridad esta instancia: Ahora bien, / Los
más bellos amores / Tienden sus alas sin paz en la lujuria de lo pasajero / Sobre
esos terrenos vagos donde hay siempre una niña acosada por los lobos / La heroína
incomparable bajo la telaraña del tiempo perdido / Bella y cruel.
El mundo femenino
La belleza y la crueldad se han convertido en almas
gemelas, sobre todo en el escenario donde transcurren las lides del amor, ya que
el amor es, hablando estrictamente, la guerra privada de los hombres. Por supuesto,
esto dependerá en gran medida de la perspectiva que el poeta tenga del mundo femenino
y de su manera específica de internalizarlo. A veces ha sido la mujer ideal la que
ha prestado soporte a la poesía lírica. Pero en este caso nos encontramos con una
poesía que, si bien bordea lo mítico, es tenazmente material. Incluso en sus últimos
libros, cuando los años podrían haber mitigado el impulso, el poeta es decididamente
sensual. De la Gran Pescadora se ven las exuberantes formas oliendo a mariscos
en la densa carne conyugal. No hay lugar aquí para un eterno femenino incorpóreo.
Ahora bien, si las madres
con frecuencia son las que más contribuyen en dotar al niño de una imagen de lo
femenino, en los hechos otras mujeres próximas intervienen en la conformación de
esta imagen. A veces son las criadas, las empleadas domésticas, las mujeres que
colaboran en el desenvolvimiento de una casa y en la crianza de los niños, las que
dejan huellas imborrables en la vida afectiva del poeta. La agazapada en su altillo
/ En lo más pálido de las cosas el largo crujido de la soledad hasta sus caderas
al abrigo de una pobre frazada son versos dedicados a la sierva difunta, a la hermana de Baudelaire. Apertura hacia la
miseria y el sufrimiento, o sea hacia la piedad.
En el poema Se va siempre muy lejos, cuando ya todo está listo para el funeral del recuerdo,
evoca con morosidad:
Hay un campo que brilla
y el niño que yo fui con el
pasto y la tierra
vuela con lentos círculos
en el cuarto de planchar
donde indolentemente la joven
mestiza entreabre su bata
y el sudoroso resplandor de
su carne
se alzó hasta mi alma como
un pájaro húmedo
no niegues ahora una plegaria
a esa sierva lasciva.
Plegaria es posiblemente la
palabra más adecuada para denotar la actitud global de esta poesía imbuída de un
panteísmo cósmico, pero que nunca deja de prestar atención a los pequeños seres
que forman -de acuerdo a Borges- este singular
universo. La mujer ocupa un sitio decisivo en esta concepción poética y cósmica,
no sólo porque ella es el objeto de amor por excelencia y la depositaria de la belleza,
sino porque la poesía misma se transmuta en lo femenino y participa de la capacidad
de gestar. Pero la relación con las mujeres es la del tráfico y del comercio, como solía decirse, donde la fusión de los seres
es al mismo tiempo esplendor e incineración: ¡Adiós bellas mujeres que exigís
de cada abrazo / su más ardiente revelación de cenizas!
Si como se ha sostenido muchas
veces, la norma es un erotismo sin amor, en esta poesía no hay cabida para un amor
sin erotismo. Para una felicidad sin testigos
se requiere la absoluta intimidad de las recámaras selladas, donde impera la fantasía
y donde es posible que al prepararse un alimento la mesa tome la apariencia de una mujer, donde impera también, y sobre
todo, el salvaje paraíso del sexo. Mucho
tiempo después, en el poema Una cama (informe
incompleto) de El ala de la gaviota, se condensa esta actitud. En cierto
sentido, el hombre es un ser yacente, el yacente esencial, que nace acostado, que
se acuesta para morir o para hacer el amor y reproducirse. En la cama o desde ella,
el poeta confiesa:
Allí soy lo que fui, lo que
seré:
oleaje, un reverbero, una
playa en la raíz del mundo
en todas las formas instantáneas
del deseo,
decadencia, crónicas pasionales,
amores extinguidos en fraude,
en cartas baldías,
con burlonas esfinges,
personajes estériles y resplandecientes,
de sentimientos confusos,
como si nadie supiera jamás
junto a quién ha vivido
Considerado el amor y su concreción
erótica desde este punto de vista, puede pensarse que, en una perspectiva cósmica,
los cuerpos son fatalmente intercambiables y que no habrá nunca un ser que nos pertenezca
por entero. La contrapartida es igualmente válida. Si somos del mundo y estamos
en él nunca perteneceremos del todo a otra persona. La única garantía de la fusión
y del goce, del acoplamiento y el éxtasis, es el instante.
En la poesía de Molina, la
mujer es también fuente de renacimiento. Un espíritu inclinado a la tragedia, como
el de Hegel, descubrió una cesación de vida en el momento que sigue al espasmo,
y no sólo una culminación; puede ver la pequeña
muerte acechando siempre tras la máscara del deseo. Pero en esta poesía hecha
fundamentalmente de imágenes no hay lugar para el pensamiento especulativo. La negación
de la afirmación es simplemente deseo, una perseverancia en el deseo, sí, siempre que reclamará André
Breton. Así, Molina va a adorar sin interrupciones ese sol que nace de una mujer que se desnuda, al punto de identificarlo
con el poema.
El ciclo vegetal y cósmico es alimentado por la sencilla exuberancia de la carne, instalada entre los trópicos. Pero sostener que la visión sexual que se desprende de estos textos desconoce el parentesco que hay entre el sexo y la muerte, sería reducir considerablemente los horizontes de los cuales se nutre. El poema María de la Costa prueba que la relación entre el sexo y la muerte se establece por canales muy distintos a los del concepto. Que el sexo vuelva a su sol tenebroso, / a sus lugares visionarios, a sus adioses, / a su reino cargado de secretos / siempre amenazadores, fundidos a la muerte. Los secretos del sexo, fundidos a la muerte, son igualmente los secretos de la vida.
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