OMAR CASTILLO | La presencia de Alejandra Pizarnik
Después
de ese primer contacto ocurrido a finales de 1979, pude leer otros de sus poemas,
más algunos de sus textos en prosa. Así en abril de 1984, en el número 2 de la revista
otras palabras, publiqué varios capítulos
de su libro La condesa sangrienta, seleccionados
por el poeta Raúl Henao. La primera edición de este libro fue publicada en 1971.
II.
Para quienes buscan conocer, estudiar o hacer antologías de la poesía escrita en
Hispanoamérica en el siglo XX, les es necesario acudir también a la fuerte y lograda
presencia de las mujeres poetas que con sus experiencias y con las formas de sus
escrituras asumen la realidad, la otredad y los imaginarios correlatos de su momento
histórico, contribuyendo para el desenvolvimiento de sus interrogantes y desvelamientos,
tanto en la región como en cada uno de sus países.
Algunas
de estas poetas, nacidas casi todas en las primeras décadas del siglo XX, son: Gabriela
Mistral (1889-1957), Dulce María Loynaz
(1902-1997), Eunice Odio (1919-1974), Idea Vilariño (1920-2009),
Olga Orozco (1920-1999), Meira
Delmar
(1922-2009), Ida Vitale (1923),
Rosario Castellanos (1925-1974), Blanca Varela (1926-2009), Marosa di Giorgio (1932-2004),
Ulalume
González de León (1932-2009), Olga Elena Mattei
(1933).
Y
entre ellas la mortificada y candente voz de Alejandra Pizarnik, quien nació y murió
en Buenos Aires y cuya vida sucedió entre el 29 de abril de 1936 y el 25 de septiembre
de 1972.
Algunos
de los libros publicados en vida por Alejandra Pizarnik fueron: Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968),
Nombres y figuras (1969), El infierno musical (1971), La condesa sangrienta (1971). Después de
su muerte se han hecho distintas ediciones y antologías de sus poemas. Más recientes
son las ediciones preparadas por la editorial Lumen de su Prosa completa (2003), su Poesía
completa (2005) y la edición de sus Diarios
(2013)
Así
nos quedan sus palabras, las mismas que nos convocan desde una escritura donde se
reflejan sus preguntas, las ansiedades y los desasosiegos que la mantenían en ascuas
en un mundo cuyas realidades le resultaban propias y extrañas, aprehensibles y fugaces.
Las contrariedades visibles en sus poemas y en su prosa, son las mismas que consumieron
los instantes de su existencia, los vacíos y la plenitud de su vida.
Los
poemas de Alejandra Pizarnik, se caracterizan por la fuerza que impulsan a través
de la nítida y oscura transparencia de sus versos, en palabras que parecen piedras
pulidas en el asombro, vueltas raíces pétreas y carnosas abriendo sus significados
en las manos de arúspices que intentan revelar lo incógnito. Las suyas son palabras
uniéndose en imágenes de espiral nerviosa y donde la realidad se refleja, se penetra
y expone en enjambres de metáforas solo posibles de aprehender en la libido analógica
que las entraña en su magnitud, en su desasosiego y en su sensualidad, en la miel
de su silencio, en su piel alfabética curtida por el delirio y entregada como don
para ser consumido durante la alabanza y la locura, en el tránsito entre la vida
y la muerte donde es posible extraer el instante único que es todo poema, como en
éste tomado de su libro Árbol de Diana:
dice que no sabe del
miedo de la muerte del amor
dice que tiene miedo
de la muerte del amor
dice que el amor es
muerte es miedo
dice que la muerte
es miedo es amor
dice que no sabe
Su
insistencia en la poesía fue una experiencia abrasante, al punto que en sus brasas
arde el alfabeto de su vida. El mismo que podemos leer en sus poemas, en su prosa,
en su diario. Alfabeto con el cual aprehendió las palabras donde permanecen sus
visiones de la realidad, lo inesperado e incógnito de su dolor, la fascinación por
el onírico sentido de la otredad. Sí, el suyo es un alfabeto que resurge con cada
lectura que de él emprendemos, de ahí la sensación mítica que nos deja y nos conecta
con su escritura.
En
el itinerario de su obra poética podemos leer cada poema como un escenario donde
se revelan instantes de la realidad íntima y común, tal como la poeta la percibe
y comparte en sus realizaciones y en sus carencias. El suyo parece un mundo fragmentado
y en fuga hacia el desvelamiento de los interrogantes que la asedian, ante todo
los de su soledad cuando impacta contra los ecos del amor que no se realiza, que
no termina de suceder, de colmar las ansias de su cuerpo, menos las de su ser. El
otro como cercanía, como lejanía, visión de un deseo vuelto imagen esquiva, casi
imposible, dada solo en el desenlace de la escritura del poema donde, más que la
presencia, termina por suceder el desconcierto. Asunto arduo y conmovedor en toda
la escritura de esta poeta.
En
los poemas de Alejandra Pizarnik se concitan lo coloquial y lo extraño, la cotidianidad
y la surrealidad
más exasperantes, al punto de terminar propiciando tensiones
y diálogos que amplifican las capacidades de su dibujo poético, tanto en lo sensorial
como en su disposición enunciativa, en lo concreto de sus fragmentos como también
en las fisuras de su unidad argumental, dando a su obrar poético atmósferas e intensidades,
penumbras y luminosidades únicas.
Como
lector la escritura de Alejandra Pizarnik recuerda la imagen que me han producido
muchos de los poemas escritos en Occidente y en otras regiones del mundo en los
recientes doscientos años, y es la de una persistente gota cayendo sobre una superficie
que permanece ajena a esa búsqueda de realidad y de otredad.
Empero,
queda la escritura del poema impresa por la presencia, por la insistencia de quienes
no rehuimos participar de este juego abracadabrante que es cada día abriéndose igual
a una flor ofrendante y devoradora que se extingue y resurge una y otra vez, una
flor infatigable que persiste en la nitidez de su vuelo verbal. Una flor que es
caos y aurora. Silencio y origen.
La
poesía, la literatura, cuando responden a las necesidades y pasiones que las impulsan,
permanecen y convocan, así la obra de Alejandra Pizarnik.
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