Mucho se ha discutido y se discute sobre la supuesta excepcionalidad de la nación costarricense y de sus habitantes en el concierto de países centroamericanos y, en general, en el amplio mundo hispanoamericano y de más allá. Desde la leyenda blanca de la “Suiza centroamericana” hasta el bocadillo cotidiano de país democrático, pacífico, culto, ecológico, igualitario, se ha tejido una telaraña ideológica “tica” que muchas veces alcanza alarmantes decibeles de chauvinismo y xenofobia rayanos en fórmulas neofascistas. Esa telaraña extiende un enorme velo sobre la gran noche precolombina y esconde con cinismo la invasión europea que reconfigura con brutalidad un continente luego rebautizado como América. El violento machetazo de la conquista y la colonia europeas hizo desaparecer miles de años de historia cultural de nuestros habitantes primigenios. Algunos estudiosos consideran que a la llegada de los españoles, el territorio de lo que hoy se conoce como Costa Rica, estuvo poblado por una cifra cercana a los cuatrocientos mil o medio millón de indígenas. A la vuelta de cien años quedaban alrededor del cinco por ciento. La mayoría pereció en los terribles viajes hacia el trabajo forzado de las minas del sur del continente, por enfermedades y epidemias transmitidas a través de virus desconocidos hasta entonces o por la violencia directa de la cruz y la espada. Por ello Costa Rica es un país nuevo, en todo caso repoblado por un flujo constante de conquistadores, imigrantes, visitantes y hasta aventureros en su breve y tumultuosa historia.
Al interior de la misma nación hay defensores y detractores de esas líneas ideológicas
que potencian la excepción hasta el mito o desnudan a la reina de la democracia
criolla, la cual, según estos, deambula inmaculada por calles y avenidas políticamente
incorrectas. Dichas disputas se realizan tanto a nivel académico, como a nivel político/publicitario
y popular rayano en un folclor lastimero donde se mezclan la exclusividad religiosa,
geográfica, telúrica, “racial” y hasta deportiva, como si de un paraíso alterno
se tratase. Incluso se habla de la descendencia o ascendencia de una suerte de Atlántida
caribeña o del tardío emerger del istmo costarricense/panameño, lo que le confiere
a estas tierras lozanía y juventud americanas y terráqueas, pero también riqueza
agro ecológica y paisajística. Y algo de ello ha de haber puesto que en el pequeño
territorio se aloja el cinco por ciento de la biodiversidad del planeta. Por demás,
es bueno subrayar que ese pequeño territorio, desde la extensa profundidad prehispánica,
ha servido de puente entre las dos grandes masas continentales: la influencia Náhuatl/Mayense
llega hasta el Guanacaste (la Gran Nicoya, donde acaba lo que hoy se conoce como
Mesoamérica) y el centro, caribe norte y zona sur estaban bajo la influencia sudamericana
de signo Chibcha. Dicho de otro modo, ya desde entonces era este un territorio de
encuentros, confluencias y resistencias; un área de frontera con un intenso intercambio
sociocultural, un “país” multiétmico, plurilingüe y multicultural. Hoy, en especial
desde los años setenta del siglo pasado (durante el siglo XIX y principios del XX,
fueron poblaciones prusianas/alemanas, chinas, jamaiquinas, italianas, francesas,
libanesas, entre muchas más, las que enriquecieron el paisaje sociocultural con
alimentos, bebidas, artes, ciencias, tecnologías, religiones, creencias, ideas políticas,
en fin, formas distintas de comprender el mundo), sigue siendo un país receptor
de migrantes pero, además, expulsor de nacionales y plataforma de tránsito para
muchos que buscan la vida en sitios más propicios allá en “el norte brutal y revuelto”,
según denominación de José Martí.
De tal modo que el constructo de la nación costarricense no ha estado exento de tensiones, alegorías,
contradicciones, disputas, impugnaciones y excesos. Y de importantes aportes e injertos
de otras latitudes y formaciones culturales. Aunque debemos aceptar que ya desde
los inicios de su vida republicana, el incipiente estado/nación fue alejándose con
lentitud del conglomerado centroamericano, cuyas élites criollas se debatían entre
las asimetrías de un entramado colonial impuesto sobre el racismo y la explotación
multiseculares a base de una arquitectura política y socioeconómica diferenciada.
Costa Rica firmó su acta de independencia el 29 de octubre de 1821 y muy temprano
se dio su propio ordenamiento con el “Pacto de Concordia”, primera constitución
provisional entre 1821 y 1823, denominada “Pacto Social Fundamental Interino de
la Provincia de Costa Rica”. Más tarde la “nueva provincia” se adhiere a la República
Federal Centroamericana, sin embargo, el Pacto Federal se disuelve de facto entre
1838/1839 y cada provincia declara su independencia. Es en ese contexto de dispersión
que Costa Rica se convierte en República en 1848.
No obstante lo anterior, para algunos historiadores y estudiosos
la verdadera independencia de Costa Rica se firma con sangre y fuego en las jornadas
por la soberanía de 1856/1860.
Junto con otros países centroamericanos y bajo el liderazgo del libertador Juan
Rafael Mora Porras, para entonces presidente de la joven república, y su hermano
Joaquín, Jefe Supremo de los ejércitos centroamericanos, Costa Rica se lanza a la
guerra contra los esclavistas usamericanos que pretendían anexarse la región al
mando del filibustero William Walker. El Ejército Expedicionario Costarricense
fue la vanguardia que permitió la victoria ante las huestes del naciente imperio
estadounidense; la batalla de Santa Rosa en Moracia, hoy Guanacaste, fue la primera
derrota militar que sufre la política usamericana del “Destino Manifiesto”. Después
de esas heroicas jornadas y, a pesar del golpe de estado y del fusilamiento del
héroe de las mismas don “Juanito” Mora Porras, junto a su mano derecha y concuño,
el General salvadoreño José María Cañas Escamilla, el país, maltrecho por la epidemia
del cólera, en la cual pereció más menos el diez por ciento de su población, y por
la división interna, logra erigir un estado nacional que se expande por casi todo
su territorio. Desde muy temprano se adopta una política a favor de la educación
con el objetivo de garantizar la perennidad de las instituciones democráticas. La
enseñanza gratuita y obligatoria se instaura en 1869. El militarismo no prospera
y el funcionamiento del estado se funda con solidez sobre tres poderes claramente
definidos.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el país también conoce una transformación económica y social
gracias a la expansión de las exportaciones de café y a la institución del “sufragio
universal” en 1889, aunque todavía sin el voto femenino y el de la población afrodescendiente.
Los dirigentes liberales inician una reforma educativa de influencia europea que
toca a todos los costarricenses, lo cual en mucho permite afianzar los pilares democráticos
y el alcance de una cultura de convivencia pacífica, sin que para nada olvidemos
las grandes injusticias que el régimen liberal impone a grandes sectores de la población,
tanto por el modelo agroexportador como por la cada vez mayor presencia del capitalismo
norteamericano con la construcción de los ferrocarriles y las nacientes plantaciones
de banano y la minería como enclaves imperiales. Pero hay un gran esfuerzo desde
ya, a través del proyecto educativo liberal, para dotar a la nación de las instituciones,
mitos, héroes, cultos y leyendas necesarios para alimentar el sentimiento de unidad
y de comunidad nacionales. Ese proyecto, de paso, invisibiliza a los grandes héroes
de 1856/1860, los hermanos Mora Porras y sus crímenes de estado (“Juanito” Mora
y Cañas Escamilla), a la vez que reinventa a un “héroe nacional” tipo “soldado desconocido”:
el tamborcillo de Alajuela, Juan Santamaría. Dicho héroe proviene del símbolo o
imagen del “labriego sencillo”, prototipo o personaje central del mito de una democracia
agraria acuñado ya durante la colonia. Como nos lo recuerda Anne-Marie Thiesse estudiando
el caso europeo, “para que nazcan estas ‘comunidades imaginadas’ que son las naciones,
fue necesario dar una historia, un idioma, una cultura común. Fue una gigantesca
empresa que movilizó durante decenios sabios, escritores y artistas”. (Thiesse,
2004; citada por Soto Quirós, Ronald en “Imaginando una nación de raza blanca en
Costa Rica: 1821-1914”, en Amérique Latine. Histoire & Mémoire, 15 / 2008. https://journals.openedition.org/alhim/2930 (05-05-2020).
Los años cuarenta
del siglo pasado, al igual que la heroica gesta de 1856-1860, son claves para comprender
el actual estado de cosas. El liberalismo inicia su declive con la Primera Guerra
Mundial la cual genera el cierre de los mercados europeos para el café costarricense.
La crisis del régimen liberal se prolonga durante varias décadas y no será hasta
los años cuarenta cuando empiece a perfilarse un nuevo modelo o régimen de “convivencia
nacional”. En ese contexto se genera un clima de inestabilidad política con golpes
de estado y revueltas de diversa índole. La dictadura militar liderada por Federico
Alberto Tinoco Granados como presidente de facto, y su hermano José Joaquín Tinoco
Granados como ministro de Guerra, tras el Golpe de Estado de 1917 al presidente
Alfredo González Flores que culmina con la salida del dictador Tinoco hacia Francia
tres días después del ajusticiamiento de su hermano y tras una serie de insurrecciones
armadas y masivas protestas civiles conocidas como la Revolución de Sapoá, donde
asesinan al intelectual y patriota Rogelio Fernández Güell junto a cinco de sus
compañeros, así como el Movimiento Cívico Estudiantil de 1919, son unas de las páginas
más sangrientas pero heroicas de la “historia patria”. Se asiste a un ascenso de
la organización y de las luchas populares, así como al surgimiento de nuevos movimientos
sociales y políticos para canalizar las inquietudes y demandas de los sectores marginados
por el modelo de “patria” liberal, especialmente la fundación del Partido Comunista
en 1931. En 1940 llega al poder el Dr. Rafael Ángel Calderón Guardia en medio de
una ola de popularidad muy elevada y con el beneplácito de la oligarquía gobernante.
Casi de inmediato dicha oligarquía lo abandona y, en alianza inédita con la Iglesia
Católica y el Partido Comunista Costarricense, el “doctor” inicia una serie
de medidas que mejorarán las condiciones de los trabajadores costarricenses: promulga
entre otros, el Código de Trabajo, el capítulo constitucional de las Garantías
Sociales y funda la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y la Universidad
de Costa Rica, ambas instituciones en mucho responsables de los buenos índices
de desarrollo humano del cual goza el país hoy día. Sin embargo, la época era difícil
y compleja en el marco de la Segunda Guerra Mundial y la popularidad de Calderón
Guardia fue descendiendo debido a rumores sobre corrupción de su gobierno y sus
funcionarios. Sin ser una figura política al momento de los hechos, José Figueres
Ferrer (posterior Presidente de la República durante tres períodos) denuncia, el
8 de julio de 1942, actos irregulares y de corrupción por parte del gobierno, en
un discurso radiofónico. Antes de concluir el discurso, autoridades oficiales toman
la radioemisora y Figueres Ferrer es apresado y encarcelado. Cuatro días después
es exiliado a El Salvador. Un año después se le permite la entrada al país.
En 1948, tras la anulación de las elecciones por parte del Congreso, los partidarios
del candidato opositor Otilio Ulate Blanco se levantan en armas y lanzan una impetuosa
ofensiva, pues se consideran los vencedores legítimos de la elección. La confrontación
civil estalla entre los partidarios de Ulate Blanco, dirigidos por José Figueres
Ferrer, y el grupo que apoya al expresidente Calderón Guardia, fundamentalmente
los comunistas quienes defendían las Garantías Sociales. Los enfrentamientos
se extienden pocas semanas entre marzo y abril, pero marcan a fondo un país con
una guerra fratricida que, aunque breve, ocasiona profundas heridas. Los partidarios
de Ulate vencen y Figueres Ferrer toma el mando al frente de una Junta Militar que
ostenta el poder durante dieciocho meses. Al final de ese período entrega el poder
a Otilio Ulate Blanco, considerado como el vencedor de las elecciones anuladas en
1948. Durante el período de la Junta Militar se promulga una nueva Constitución,
misma que conserva la normativa social del período de Calderón Guardia (1940-1944).
Esto da nacimiento a la “Segunda República”, aún vigente. Esta nueva Constitución
crea un poder electoral independiente (Tribunal Supremo de Elecciones), responsable
de garantizar la transparencia de las elecciones futuras. Por otra parte, José Figueres
Ferrer decide abolir el ejército, estimando que éste implicaba gastos inútiles y
que no garantizaba la estabilidad del país. El último acontecimiento es altamente
significativo pues no solo se borra de la historia la institución castrense y sus
gastos se dirigen hacia la seguridad social, la educación, la infraestructura, electricidad,
telecomunicaciones, vivienda y cultura; sino que permite la eclosión de una cultura
de paz donde la ausencia de militares es un elemento central en la actual cosmovisión
del costarricense con las condiciones de atmósfera sociocultural y vida ciudadana
que ello significa. Debe precisarse, sin embargo, que los perdedores fueron perseguidos,
reprimidos y exiliados. El Partido Comunista fue proscrito y el naciente
Partido Liberación Nacional (procedente de Ación Demócrata y del “Ejército
de Liberación Nacional” de Figueres Ferrer) se convierte en la fuerza política hegemónica
con postulados socialdemócratas y con un evidente anticomunismo bajo el cual se
perpetran infames crímenes como el de El Codo del diablo (18 de diciembre
de 1948) donde perecieron seis personas, cuatro dirigentes sindicales y dos civiles,
fusiladas. Es significativo, no obstante, el hecho de que Costa Rica, desde los
años sesenta del siglo pasado, no haya padecido el horror de las dictaduras militares
ni deba buscar todavía, como en países de la región centroamericana o del sur, desparecidos
o haber experimentado el ominoso fenómeno del exilio en masa.
Las medidas que estableció la Junta de Gobierno dejaron en claro que había un proyecto
político de reforma estatal y modernización del país. La nacionalización bancaria
decretada por la Junta otorgó un papel decisivo al Estado en el crecimiento económico.
También se creó el Instituto Costarricense de Electricidad para impulsar
la producción de energía eléctrica y el desarrollo de las telecomunicaciones. Posteriormente,
en la Constitución de 1949, se establece, además de la abolición del ejército
como institución permanente, el derecho al voto de la mujer y de la población afrodescendiente
y su movilización por todo el territorio nacional (hasta ese momento sólo se le
permitía habitar en la región Caribe, no podían traspasar la frontera del apartheid
ubicada en Turrialba de Cartago), la eliminación de la reelección de diputados y
la disminución de atribuciones del Poder Ejecutivo. Además, se establecen el régimen
de instituciones autónomas, la Contraloría General de la República y el Servicio
Civil. De esa manera el sistema político costarricense profundiza su carácter
civilista con la creación de instituciones para evitar el fraude electoral y asegurar
la estabilidad política, proceso que se acompañará de la consolidación del papel
protagónico del Estado en diversos aspectos de la vida económica y social del país.
En otras palabras, se erige un robusto Estado Social de Derecho.
Como han señalado
varios historiadores, hubo una etapa en que para explicar las diferenciaciones del
país se recurría a las supuestas diferencias raciales, es decir, a la idea de que
“Costa Rica es diferente, porque Costa Rica es blanca”. Pero con el desarrollo y
profesionalización de las ciencias sociales, especialmente de la “nueva” historia,
mucho se ha avanzado hacia una crítica denodada sobre ese tipo de “explicaciones”,
siendo que somos una sociedad mestiza. La nueva historia destaca que, si bien toda
Centroamérica desarrolló economías agroexportadoras, mientras la mayoría implementaba
sistemas de peonaje por deudas u otras formas de coerción de la mano de obra, Costa
Rica lo hizo basada en pequeños y medianos productores de café. Y que mientras en
toda Centroamérica hay una prevalencia de regímenes presidencialistas, Costa Rica,
a finales del siglo XIX y principios del XX, transita hacia una democracia más efectiva
y funcional, lo cual, probablemente, explica por qué es el único país de la región
en donde la mayoría de la población dice no estar dispuesta a aceptar un gobierno
no democrático aunque este resolviera sus problemas. Sin embargo, para muchos estudiosos,
el ejemplo más claro de por qué Costa Rica es “diferente” consiste en la inversión
casi cinco veces mayoritaria en la educación de sus habitantes que sus vecinos centroamericanos.
Entonces puede observarse una diferencia sustantiva en cuanto a la percepción costarricense
del “desarrollo” en comparación con el resto de países del istmo. Sin duda, la mejor
situación de Costa Rica está correlacionada con la educación; el sistema educativo
costarricense ha logrado alfabetizar de primero a toda su población y ello no tiene
nada que ver con la raza o con explicaciones metafísicas tales como el supuesto
pacifismo del “tico”. Debe aceptarse, eso sí, que dicha alfabetización y democratización
educativa ha estandarizado la cosmovisión del costarricense, a la vez que ha exacerbado
la idelogización de lo mitos fundacionales a la vez que ha cooptado la iniciativa
social potenciando un individualismo feroz y una plasticidad muy “a la tica”.
Por cierto, permítaseme
una digresión: una cosa es ser costarricense y otra ser o considerarse “tico”. Desde
hace más de cien años los costarricenses comenzamos a usar el “tico” no sólo como
apócope sino como intensificador: si decimos que no entendemos nada, es normal,
no entendemos nada; pero si decimos que no entendemos naditica, es mucho
lo que no podemos entender. Si decimos que algo es negro o negrito, pasa por castellano
estándar, pero si decimos que algo es negrititico, es una forma propia para
decir que es “muy” negro o negrísimo. Este rasgo fue observado por nuestros vecinos
y de esa forma empezaron a llamarnos “ticos”. En principio lo asumimos como un apelativo
positivo, usándolo cual fórmula familiar, de cercanía, para identificarnos frente
a la solemnidad y el formalismo atrabiliarios. Así, lo tico, ciertamente, no tiene
que ver tanto con diminutivos, como con aumentativos. De modo tal que pasamos de
costarricenses a “ticos” de una manera, digamos, acentuada. Ahora bien, he venido
subrayando que el ser costarricense es un constructo histórico que involucra y hace
suya una línea identitaria propia (fueron costarricenses quienes marcharon a pelear
contra los filibusteros en 1856-1857, no ticos; por ejemplo) y el tico, como vimos,
es un apelativo surgido de la tendencia del costarricense a apocopar o aumentarse
en “chiquitico” o “chiquititico”. Pienso que esa versión, a pesar de la función
aumentativa, en mucho paradójica, empequeñeció al costarricense, tanto desde su
visión propia (autopercepción) como desde lo externo (los nicaragüenses nos llaman
“los tiquillos”, despectivamente) y el tico devino, cada vez más, especialmente
en la época globalizada por el capital transnacionalizado, en un ser ambiguo, aculturado
e influenciable por todas las esquinas, convirtiéndose en una categoría cuya “identidad”,
para decir lo menos, es porosa, plástica, moldeable. El costarricense puede vivir
diez años fuera y regresa ustedeando y voceando sin haber perdido su “acento”, su
prosodia; el tico, en cambio, va tres días a España - es un ejemplo - y regresa
tuteando y hablando (imitando) tal como los españoles. Y aunque la identidad, o
más bien, las identidades - porque no hay un costarricense único ni medio, tampoco
un “tico” esencializado - son dinámicas y se transforman constantemente en cosmovisiones,
actitudes y estilos de vida cambiantes, tengo para mí que, en general, el costarricense
es una persona auténtica y sin poses; el tico una cacatúa. Por eso prefiero lo costarricense,
no lo “tico”.
No debe olvidarse que el estado está constituido por “el pueblo estatal” (Staatsvolk),
dentro del cual, según Mao Tse Tung, por citar un dirigente clásico del socialismo
histórico no ortodoxo, habría contradicciones socioeconómicas y, por lo tanto, culturales.
La nación, en cambio y según el filósofo costarricense Alexander Jiménez, “designaría,
en principio, una comunidad de procedencia, lengua, cultura e historia” (El imposible
país de los filósofos, Ediciones Perro Azul, 2002: 96). En otras palabras, el
ámbito político es el del “pueblo del estado” (de los ciudadanos: la ciudad estado),
y el cultural el de la nación. El pueblo del estado es el conjunto de sus ciudadanos,
compartan o no la comunidad de procedencia, cultura e historia. Dicho en palabras
de Foucault y con ribetes marxistas, deben tenerse muy en cuenta las relaciones
de poder históricamente constituidas dentro de una formación discursiva que obedece
a determinada formación social. Como plantea Jiménez, las sociedades actuales necesariamente
son heterogéneas, plurales, y no debe obviarse la historia en tanto las víctimas
sigan presentes en la memoria popular y los victimarios vivos y actuando (1860/1918-19/1948).
Discurrimos sobre las luchas que pretenden el reconocimiento y la reivindicación
ante la discriminación y la desigualdad, pero también por la soberanía. Por eso
hay que acudir a las “imaginaciones generosas” para concebir nuevos espacios de
cooperación entre individuos, grupos y pueblos distintos, pero no necesariamente
desiguales, lo cual, debe subrayarse, no implica transacción y olvido.
Alexander Jiménez
logra desactivar el discurso legitimador de la filosofía institucional costarricense
que denomina “nacional étnico metafísico” (o “nacionalismo étnico metafísico”),
el cual nos narra una Costa Rica idílica, “blanca”, homogénea, de pobreza igualitaria,
con destino democrático, geografía sin excesos y un pasado colonial sin mayores
contradicciones, casi “primitiva socialista”. Un país ciertamente imaginario. Se
trata entonces de revisar algunas tradiciones narrativas que han construido un discurso
nacional ahistórico y alejado de las luchas sociales y culturales, es decir, un
discurso que topa con límites fácticos y conceptuales. Debe decirse, sin embargo,
que a pesar del aporte que hace Jiménez por descodificar, o desconstruir, las “metáforas
nacionales” y sus elementos metafísicos, se percibe en su texto una especie de “mea
culpa” puesto que los filósofos hasta ahora no han acudido a la plaza pública, sino
que han sido simples “espectadores del naufragio” desde sus aireados gabinetes en
la academia y el “pensamiento”. Y, agrego yo, con métodos y sistemas de pensamiento
eurocéntricos, es decir, con el pesado lastre de la colonialidad del saber y del
poder. El “mea culpa” parecería oportuno siempre y cuando se rectifique y se opte
por un pensamiento más apegado a los mercados y paredes de la ciudad, a las calles
de polvo y barro del campo; siempre y cuando se busquen las otras metáforas escritas
en las paredes de la propiedad privada exigiendo lo imposible con prácticas contraculturales
y desmitificadoras: la contracorriente del discurso nacionalista étnico metafísico.
Por lo demás, de alguna manera, el discurso de Jiménez descuida el patio trasero
histórico, al sospechar, lúcidamente es cierto, de un país imaginario que al final
queda desnudo conceptual y políticamente, por lo que, en la actual etapa de globalización
bajo esquema neoliberal, podría ser objeto de reelaboración y arbitraje para un
nuevo mapa internacional. Dicho de manera más clara: podría ser subsumido por los
voraces apetitos transnacionales del imperio y sus nuevas reconfiguraciones geopolíticas.
Si el país es imaginario, no existe, y, como no existe, nos lo pueden birlar. Así,
la incitación justificaría el contrasentido: lo que no existe no se incauta.
Me tomo la libertad de una nueva digresión: es probable que al filósofo, al académico, al estudioso,
al artista, en fin, al intelectual costarricense, le convenga integrarse a la plaza
pública para que se empape del realismo fresco y provocador de las culturas populares
con sus narraciones hiperbólicas y desinhibidas; para que se alimente con las imágenes
de arcilla, madera y cartón piedra, con la música de guitarras, tambores, marimbas,
acordeones y chirimías; para que pruebe y saboree bebidas fuertes y se embriague
con las carnestolendas del carnaval multicolor o de la feria comunal sin vanidades;
para que aprenda a desconstruir y desacralizar los discursos perennes de la superficie
y hurgar en la profundidad del sueño y de la poesía; para que se entusiasme con
las visiones de pueblos indígenas y mestizos que resisten con renovación cíclica
y con el delirio vital para burlar a la muerte con la vida, para agonizar haciendo
el amor, procreando nuevos mundos, otras utopías. En fin, para que reconsidere su
labor en comunidad, para que re/piense su escenario frente a los otros, esos de
la voz extraña y ajena que resisten y sobreviven diariamente en su ciudad y más
allá, en los campos, los bosques y montañas, en las costas, en el mar. Los que conformaron
una nación imaginada, nunca realizada. Aquéllos de antes, éstos de ahora, los olvidados
de siempre. He allí el reto del intelectual periférico contemporáneo, hoy casi programado
por la falsa globalidad. Debe subrayarse, eso sí, que duda cabe, que para la investigación,
la reflexión, el trabajo teórico y la creación, siempre es importante cierto distanciamiento,
así como espacios, tiempos e insumos propicios.
Ellos son
pues el extraño, el raro, el “extranjero de dentro”, el “interno foráneo”; son quienes
nos perturban y nos hacen cerrar filas en situaciones límites. Su mayor característica
es la vulnerabilidad, por eso se les asigna un nicho particular en las historias
retorcidas y en el inconsciente colectivo. Se crea cierto apartheid metafísico/cultural
y virtual que pronto puede adquirir grotescas características en la realidad. El
extraño/otro es perturbador porque desacredita o afea lo ética y estéticamente establecido;
es un iconoclasta, pero sobre todo un sacrílego. Su mayor ofensa consiste en poner
en cuestión casi todo lo que parecía incuestionable; desafía lo normal o la normalidad;
desafía las distinciones, las diferencias, los prejuicios y estereotipos de los
mitos del “ser nacional” y racional. El extraño o el “extranjero” también pueden
convertirse en un “francotirador” (intelectual) que desenmascara, devela y revela
mentiras e ideologías, relativiza el pensamiento único. Generalmente el francotirador
es un artista, intelectual o escritor; por eso se le silencia “bajándole el piso”,
como bien señalaba nuestra vilipendiada Yolanda Oreamuno, es decir, causándole una
muerte simbólica. Pero cuando es un extranjero “oscuro”, pobre y en busca de subsistencia
(un des/asalariado posmoderno: neoesclavo), entonces se convierte en el sospechoso
perenne y en el portador de nuestras desgracias, por tanto, debe suprimírsele puesto
que significa peligro y degradación; no existe. Hasta 1992 los indigenas Ngöbe Buglé
(castellanizados como “Guaymíes”) que habitan la frontera costarricense/panameña
y se desplazan por la zona sur hasta la “zona de los Santos” haciendo labores de
recolección y construcción, recibieron cédulas de identidad; hasta entonces se les
consideró ciudadanos. No obstante, en Talamanca y en el sur del país ellos, junto
a Borucas, Bribris y Cabécares, siguen acosados por finqueros “blancos” que usurpan
y roban sus tierras asesinando a dirigentes con total impunidad. Los indígenas,
los primeros habitantes de este territorio, nunca han existido para la cosmovisión
costarricense blanqueada e intoxicada por la historia oficial. Lo mismo sucede con
los centroamericanos, en especial los trabajadores nicaragüenses. En el imaginario
de esas fronteras físicas y mentales, el sistema/mundo, integrado por heterarquías
de complejas redes en una modernidad colonial, se ha globalizado en nombre de una
supuesta posmodernidad donde priva la colonialidad del poder, del saber y del ser,
en nombre de supuestos universales localizados en Europa y Estados Unidos, es decir,
en Occidente. Así, en nuestros países periféricos se resiente, con sumo dolor, las
más de las veces con rabia e impotencia, la extensa y violenta herida colonial.
Sí, Costa Rica es
un país nuevo y de inmigrantes, multiétnico y plurilingüístico, que ha logrado diferenciarse
en el orbe centroamericano no por razones discursivas metafísicas o raciales, sino
por acciones colectivas que potenciaron la consecución de un pacto social que, a
su vez, propició la construcción de un singular Estado Social de Derecho. Ello no
es óbice para reconocer graves consecuencias en su idiosincracia como lastres nacionalistas
y coloniales; tales el racismo, la soberbia democrática e incluso cierta prepotencia
criolla teñida de superioridad, sobre todo en las clases medias y en los “nuevos
ricos”, debido a mitos y constructos ideológicos ya señalados, pero en especial
por el desconocimiento de la historia y cultura propias como efecto del galopante
deterioro educativo y sociocultural, así como por la intoxicación ideológica inducida
por el discurso único y fundamentalista político, económico y religioso (“La negrita”
católica, Virgen de los Ángeles, “patrona nacional”, que no “matrona”, desplazada
por el mercado pentecostal) materializado por los medios corporativos de masas y
las mal llamadas “redes sociales” con sus secuelas de templos e improvisados predicadores.
Las luchas sociales y la vida de miles de costarricenses empujaron reformas y transformaciones
para conseguir un país relativamente estable en los últimos setenta años. Hoy, con
la contrarreforma neoliberal de las élites corporativas, tanto a nivel nacional
como internacional, aquel pacto y el Estado Social de Derecho están en entredicho,
mejor dicho, seriamente debilitados. De la ratificación de dicho pacto y de la defensa
y profundización de ese estado, dependerá en mucho el que las ventajas comparativas
alcanzadas se mantengan o que también ingresemos a la vorágine centro y latinoamericana
como un país altamente desigual, asimétrico y condenado por la impagable deuda externa
y la expoliación imperial; en otras palabras, un país sumido en la anomia y la violencia
estructural. Para ello se impone un cambio radical en las reglas de la conversación,
tanto en su forma como, por supuesto, en su contenido. Se precisa de un giro epistémico
que propicie un saber fronterizo donde lo europeo/occidental se armonice con los
saberes locales, tanto americanos como procedentes de otros continentes hasta ahora
periféricos y coloniales: África, Asia, Oceanía. Y, claro está, con nuestra singular
y profunda historia en sus principales logros económicos, políticos, científicos
y socioculturales, así como los debidos reconocimientos e inclusiones de minorías
y periferias, para garantizar una “Tercera República” más solidaria, incluyente,
justa y equitativa, con una conciencia ecológica y con una comprensión planetaria
de la buena vecindad, por ende, con relaciones internacionales amistosas, tolerantes,
cooperativas. Una nueva visión de colonial, fraterna y cósmica desde el centro del
continente para un renacimiento americano y pluriversal.
San José,
Costa Rica, diciembre 2019/noviembre 2020.
ADRIANO CORRALES ARIAS. Escritor y Profesor Catedrático del Instituto Tecnológico de Costa Rica en el Campus de San José.
*****
SÉRIE PARTITURA DO MARAVILHOSO
ARGENTINA | BOLIVIA | BRASIL | CHILE |
COLOMBIA | CUBA | ECUADOR | |
EL SALVADOR | GUATEMALA | HONDURAS | MÉXICO |
NICARAGUA | PANAMÁ | PERÚ | |
REP. DOMINICANA | URUGUAY | VENEZUELA |
*****
Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 171 | maio de 2021
Artista convidada: Leda Astorga (Costa Rica, 1957)
Curador convidado: Adriano Corrales Arias
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
logo & design | FLORIANO MARTINS
revisão de textos & difusão | FLORIANO MARTINS | MÁRCIO SIMÕES
ARC Edições © 2021
Visitem também:
Atlas Lírico da América Hispânica
Nenhum comentário:
Postar um comentário