domingo, 23 de abril de 2023

ALBERTO VELÁZQUEZ | Margarita Carrera, astillas de eternidad

 




Desentendida de la rima y de la métrica, pero nunca de la poesía, Margarita Carrera ofrece al corazón de los pocos este aleve manojo de nomeolvides salpicados de rocío matinal. ¿Al corazón de los pocos? Sí. Es una parva minoría la de los seres comprensivos que pueden inclinarse furtivamente sobre el microcosmos peregrino de estos mensajes diminutos en cuya fugacidad verbal, como en sutiles telarañas, quedan temblando las lágrimas de un virgen intuitiva y gozosa.

          Estos minúsculos poemas, que en su desnudez aparecen lacónicos como en el afán de llevar a la mínima expresión una tarifa telegráfica, deben su existencia al estado de gracia de una criatura iliterata que tiene muchas cosas de contenido infinito que decir y las dice con simpleza elemental de flor nacida en las húmedas laderas del bosque fáustico de Apolo. Son organismos pequeños y vívidos, como algunos insectos fascinantes en los que el sabio descubre la maravilla del amor y el milagro de la inteligencia.

   Poemas esenciales y sugerentes, luciérnagas cuyo relámpago fosfórico ilumina todo el abismo de la conciencia humana, gotas de un licor destilado desde el cáliz de unas flores de limpia alcurnia en la atmósfera de los silvestres y que producen lúcida embriaguez. He aquí las señales, he aquí las claves para las almas brujas: palabras llenas de intención, pero sólo las justas, de este lado del ecuador del adjetivo, dentro del Olimpo del lugar común, pero de espaldas, definitivamente de espaldas al bazar de la retórica y a las norias de la poética.

   Qué gran negocio haría quien comprase estos poemas y por lo que pesan, para luego revenderlos por lo que contienen. Se haría millonario. ¿Cuánto podría ese fenicio pagar por estos tres versos?:

 

Crepúsculo.

¡Un día menos

en mi vida!

 

¿Y qué contenido podría explotar de ellos? Todo lo que en las cotizaciones de la Bolsa espiritual valiera la angustia humana. Si la eternidad vale más que el uranio, todo lo que valiera este filamento de eternidad: un día menos en la aventura del ángel despavorido, un día menos de Alicia en ese país de las maravillas en que las almas gimen y cantan, sufren y esperan. La muerte se hace por la resta de los días, y el crepúsculo exhibe las llagas del día crucificado.

 

          Me busco suspendida en el silencio,

          agitada a través de la vida,

          temerosa en el caos de la muerte.

 

Es Margarita Carrera, uno de esos seres divinamente ciegos que se buscan a sí mismos en el misterio de su carne y de su espíritu, y ese es el secreto de y el motivo de su canto: el laberinto en donde están y del que quisieran salir hacía un horizonte de revelaciones, pero en vano, porque ya ella lo confiesa:

 

          Me veo tanto

          hacia adentro,

          que olvido

          ver

          lo de fuera.

 

O bien:

 

          Busco mis ojos

          y mi alma

          en la oscuridad

          de mi soledad

          profunda.

 

Son las confesiones de una tierna criatura desterrada, los balbuceos de una Agar que recomienda su destino de incertidumbre en el desierto:

 

                    Otra angustia,

                    otro deseo,

                    otra melodía triste

                    desterrada.

 

¡Ah!, cuán pocas gentes traducen el esperanto de estos breves gemidos saturados de antiquísima sal… En estos trenos íntimos están las dimensiones establecidas y una nueva dimensión. Es el fenómeno del caracol que en su oquedad recoge el eco de la música del mar; o de la miniatura que concentra en su diámetro la hermosura de la Sulamita, o toda una cadena de paisajes edénicos. En Margarita –y como no, si su nombre es un heraldo– ha llamado la Primavera con todas sus alucinaciones de color, de inquietud y de fragancias; pero ella tiene una razón muy suya para decir:

 

          Esta estación

          ya no se llamará

          Primavera

          sino dolor.

 

Mas como también ha hablado del deseo y conoce la vibración con que ese diapasón intemporal galvaniza carne y alma, musita al oído del bienamado:

 

          Te esperaba

          como se espera

          la lluvia

          después de un día de fuego.

 

 

          Te esperaba

con hambre de vida,

olvidando la muerte.

 

Y al bienamado se vuelve en el amanecer de su resurrección esta criatura que agoniza cada noche, y de dice:

 

                    He nacido

                              Yo soy el mundo.

                    Tú lo completas.

 

                    Porque tú eres

                              el llanto

                    que lo riega,

                              el sol

                    que lo calienta.

 

          Si. El poeta tiene a derecho a decir Yo soy el mundo. Y cuando el poeta es a la vez una entraña palpitante de amor, tiene doble derecho a proclamarlo porque todo el que está clavado en cruz de amor el mundo. Esta voz de tórtola que se desprende de una alta rama del árbol de la poesía, sobrecoge, abisma y enciende las rosas que florecen en todo corazón sensitivo; porque, aunque canta:

 

                    Te espero

                    llena de amor triste,

                    que no florece,

 

          Se afirma en el rapto biológico y supremo del amor y exclama:

 

                    Estás en mí

                    como la música

                    en el viento.

 

                    Y además:

 

                    ¡Qué bello sentirte amoroso

en esta noche

repleta de Dios!

 

Y cuando se queda sentada sobre la piedra de su soledad, murmura:

 

                    ¡Que lejano me parece

el mundo

cuando escucho mi alma!

 

…Y eso es verdad, verdad evidente para todos los seres que un día imprevisto perciben el rumor de las aguas recónditas de su alma, esa desterrada en el ostracismo de las fiestas del mundo. Cuán distante de las banales solicitaciones del mundanal ruido se siente todo el que un día percibe el soliloquio de su alma bajo la gran campana de la soledad.

Tomo en mis manos estas piedrecitas del sendero de Margarita Carrera; me las quedo mirando, las sopeso, las froto y de repente se me vuelven lo que de veras son: piedras preciosas, amuletos miríficos, me digo que son asillas de eternidad con hambre de sentimiento.

          Que, en el alma de Margarita, tan llena de oscuridad de raíces y de penumbra ensimismada, se aposente el amor que sí conoce el florecimiento, y que se haga en ella más luz, mucha más luz, pero dentro de esa perfecta desnudez lírica que la redime y la embellece.

 


ALBERTO VELÁSQUEZ Nacido en la ciudad de Guatemala en 1891, la muerte lo sorprendió en Guadalajara (México) en 1968. Su vida estuvo ligada a la banca, el comer­cio, el periodismo, pero de manera primordial a la poesía. Obra poética: Canto a la flor de pascua y siete poemas nemorosos (1943) y Antología poética (1958).


DESMOND MORRIS (Reino Unido, 1928). Sus grandes pasiones son los animales y el arte. Es zoólogo, con doctorado en Oxford, etólogo, pintor surrealista y experto en sociobiología humana. Ha publicado 48 artículos científicos, escrito 80 libros y ha sido traducido a 43 idiomas. Entre 1956 y 1998, presentó más de 700 programas de televisión. También pintó más de 3400 cuadros y presentó 60 exposiciones individuales. (Fuente: U.Porto) Uno de sus libros más destacados es The Naked Ape (1967), además de ser conocido por su programa de televisión Zoo Time, en la década de 1960, en ITV.

 




Agulha Revista de Cultura

Número 228 | abril de 2023

Artista convidado: Desmond Morris (Reino Unido, 1928)

editora | ELYS REGINA ZILS | elysre@gmail.com

ARC Edições © 2023 

 


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