Estos minúsculos poemas, que en su
desnudez aparecen lacónicos como en el afán de llevar a la mínima expresión una
tarifa telegráfica, deben su existencia al estado de gracia de una criatura
iliterata que tiene muchas cosas de contenido infinito que decir y las dice con
simpleza elemental de flor nacida en las húmedas laderas del bosque fáustico de
Apolo. Son organismos pequeños y vívidos, como algunos insectos fascinantes en
los que el sabio descubre la maravilla del amor y el milagro de la
inteligencia.
Poemas esenciales y sugerentes,
luciérnagas cuyo relámpago fosfórico ilumina todo el abismo de la conciencia
humana, gotas de un licor destilado desde el cáliz de unas flores de limpia
alcurnia en la atmósfera de los silvestres y que producen lúcida embriaguez. He
aquí las señales, he aquí las claves para las almas brujas: palabras llenas de
intención, pero sólo las justas, de este lado del ecuador del adjetivo, dentro
del Olimpo del lugar común, pero de espaldas, definitivamente de espaldas al
bazar de la retórica y a las norias de la poética.
Qué gran negocio haría quien comprase
estos poemas y por lo que pesan, para luego revenderlos por lo que contienen.
Se haría millonario. ¿Cuánto podría ese fenicio pagar por estos tres versos?:
Crepúsculo.
¡Un día menos
en mi vida!
Me busco suspendida en el silencio,
agitada a través de la vida,
temerosa en el caos de la muerte.
Es
Margarita Carrera, uno de esos seres divinamente ciegos que se buscan a sí
mismos en el misterio de su carne y de su espíritu, y ese es el secreto
de y el motivo de su canto: el laberinto en donde están y del que quisieran
salir hacía un horizonte de revelaciones, pero en vano, porque ya ella lo
confiesa:
Me veo tanto
hacia adentro,
que olvido
ver
lo de fuera.
O
bien:
Busco mis ojos
y mi alma
en la oscuridad
de mi soledad
profunda.
Son
las confesiones de una tierna criatura desterrada, los balbuceos de una Agar
que recomienda su destino de incertidumbre en el desierto:
Otra angustia,
otro deseo,
otra melodía triste
desterrada.
Esta estación
ya no se llamará
Primavera
sino dolor.
Mas
como también ha hablado del deseo y conoce la vibración con que ese diapasón
intemporal galvaniza carne y alma, musita al oído del bienamado:
Te esperaba
como se espera
la lluvia
después de un día de fuego.
Te
esperaba
con
hambre de vida,
olvidando
la muerte.
Y
al bienamado se vuelve en el amanecer de su resurrección esta criatura que
agoniza cada noche, y de dice:
He nacido
Yo soy el mundo.
Tú lo completas.
Porque tú eres
el llanto
que lo riega,
el sol
que lo calienta.
Si. El poeta tiene a derecho a decir Yo
soy el mundo. Y cuando el poeta es a la vez una entraña palpitante de amor,
tiene doble derecho a proclamarlo porque todo el que está clavado en cruz de
amor el mundo. Esta voz de tórtola que se desprende de una alta rama del
árbol de la poesía, sobrecoge, abisma y enciende las rosas que florecen en todo
corazón sensitivo; porque, aunque canta:
Te espero
llena de amor triste,
que no florece,
Se afirma en el rapto biológico y
supremo del amor y exclama:
Estás en mí
como la música
en el viento.
Y además:
¡Qué bello sentirte amoroso
en
esta noche
repleta
de Dios!
Y
cuando se queda sentada sobre la piedra de su soledad, murmura:
¡Que lejano me parece
el mundo
cuando escucho mi alma!
…Y eso es verdad, verdad evidente para todos los seres que un día imprevisto perciben el rumor de las aguas recónditas de su alma, esa desterrada en el ostracismo de las fiestas del mundo. Cuán distante de las banales solicitaciones del mundanal ruido se siente todo el que un día percibe el soliloquio de su alma bajo la gran campana de la soledad.
Tomo
en mis manos estas piedrecitas del sendero de Margarita Carrera; me las quedo
mirando, las sopeso, las froto y de repente se me vuelven lo que de veras son: piedras
preciosas, amuletos miríficos, me digo que son asillas de eternidad con hambre
de sentimiento.
Que, en el alma de Margarita, tan
llena de oscuridad de raíces y de penumbra ensimismada, se aposente el amor que
sí conoce el florecimiento, y que se haga en ella más luz, mucha más luz, pero
dentro de esa perfecta desnudez lírica que la redime y la embellece.
ALBERTO VELÁSQUEZ Nacido en la ciudad de Guatemala en 1891, la muerte lo sorprendió en Guadalajara (México) en 1968. Su vida estuvo ligada a la banca, el comercio, el periodismo, pero de manera primordial a la poesía. Obra poética: Canto a la flor de pascua y siete poemas nemorosos (1943) y Antología poética (1958).
Agulha Revista de Cultura
Número 228 | abril de 2023
Artista convidado: Desmond Morris (Reino
Unido, 1928)
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