MIGUEL ANÍBAL PERDOMO | Ana Istarú en tono mayor
Es evidente el parentesco de Ana Istarú con
Delmira Agustini, con Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, como ya ha observado
la crítica. De estas postmodernistas continúa la pasión neorromántica que brota
de sus versos como un chorro de agua púrpura. Y al igual que sucedió con ellas,
la búsqueda formal no es su objetivo. Más bien la ahoga un impulso comunicativo.
Pero la verdadera prosapia literaria de Ana Istarú proviene de la uruguaya Juana
de Ibarborou, una figura poética favorita de toda América Latina décadas atrás;
que hoy resulta empalidecida por sus contemporáneas mencionadas, más del gusto feminista
actual. Aunque no se debe olvidar que hubo en Ibarborou atisbos feministas también.
Frente a la vida trágica de sus contemporáneas, Juana opuso una vida feliz, al parecer,
satisfecha consigo misma y una poesía de la que brota un panteísmo erótico. Estas
son las calles a las que se aproxima Ana Istarú, heredando de la uruguaya la visión
optimista, la sensualidad y la dicha de estar-en-el-mundo. No hay en sus versos
ningún lugar para la depresión paralizante; ella proyecta hasta las últimas consecuencias
el erotismo de Agustini y el de la Ibarborou.
Por otra parte, Algunos escritores afirman que
la auténtica expresión del Caribe o latinoamericana es barroca. Otros dicen que
es mágico-realista o maravillosa. Así, la literatura nuestra sería la única cuya
esencia está determinada antes de ser escrita. Poco importa que Pedro Henríquez
Ureña demostró en su ensayo “Caminos de nuestra historia literaria” (1925) la falacia
de cualquier determinismo geográfico en la literatura latinoamericana. Y si nos
da por buscar movimientos literarios genesíacos, la auténtica expresión del Caribe
podría ser simbolista o cualquier otra. Este movimiento sería el más apropiado para
captar la asombrosa luz del trópico, el fragor de los colores, el mar deslumbrante,
el aroma de frutas que maduran y decaen rápidamente y nos embriagan con su aroma.
Igual sucede con la influencia africana en la música caribeña, que según escribió
en el siglo XVIII el Padre Labat, dominico francés, une a todo el Caribe. Hoy este
pancaribeñismo melódico se manifiesta en el merengue colombiano, lo mismo que en
el dominicano, en la danza puertorriqueña y el danzón cubano, entre otros. Dicho
componente musical es el cinquillo caribeño (por tener cinco compases), como
lo llama Paul Austerlitz. Quizás por todo esto, el nicaragüense Rubén Darío,
un hijo del Caribe, es el poeta más destacado del modernismo. Algunos de los elementos
mencionados bien podrían aplicarse a la poesía de Ana Istarú. El esplendor de sus
textos parece conectarla con el modernismo, que a su vez se nutrió del sentido de
la luz y el color, y cuyas raíces se hunden en dos movimientos franceses que lo
antecedieron: el parnasianismo y el simbolismo.
Pero es inútil buscar en la poesía de Ana Istarú
cualquier tipo de musicalidad, al estilo de Paul Verlaine, Rubén Darío o de Claude
Debussy en Preludio a la siesta de un fauno, basado en el poema homónimo
de Mallarmé. Su poesía se acerca más al énfasis tonante de Beethoven o a las guitarras
eléctricas, cacofónicas, de los Beatles. Lo más próximo a una endecha que nos ofrece
Ana Istarú es el poema “De las doradas ubres”. Más que una canción de cuna, parece
parodiar (ironía y homenaje) la popular “La loba la loba le compró al lobito”; alguna
composición de Gabriela Mistral o “La nana de la cebolla” de Miguel Hernández. El
tono del poema es feroz. No se ofrece ninguna concesión al romanticismo quejumbroso,
ni al sentimentalismo modernista a lo Manuel Gutiérrez Nájera. El oxímoron sirve
para suavizar la nota chirriante y crear una composición de áspera ternura: “No
llores, bestia dulce, trino del hambre”. La lengua poética desciende a la zona primordial
del castellano, el mismo que resuena en las versiones de la Biblia en este idioma:
“Te daré teta, como la madre gata / con barriga de ensueño, con mamas de franela”.
La repetición del estribillo “No llores” cuatro veces, acompañada por los vocativos
“bestia, cachorro, ternero”, crea una extraña atmósfera, y al final el hambre se
vuelve ecuménica; quien llora es el Hijo de la Mujer y del Hombre, reducido a una
condición animal, y la prosopopeya adquiere una índole singular: “No llores más,
oh hambre de la tierra”.
La riqueza cromática que explota en los textos
de Ana Istarú como una guanábana madura, no es de carácter libresco. Responde a
percepciones concretas de su entorno natal. Para el sujeto lírico, la vida es una
deflagración, la tierra, de un azul acuático. El color rojo estalla a menudo en
el poema, se manifiesta a través de claveles, fuego, amapolas, así como, flama,
fresa… o se duplica en sinónimos: bermellón, bermejo; o reaparece por metonimia:
en una palabra como “dragón”, o podrían desembocar en deliciosos neologismos –“enfoguecido”,
por ejemplo- que recuerdan al José Martí creador de estos cuando era necesario.
Es evidente que en Poesía escogida el color rojo es un símbolo con múltiples
significados. Indica pasión y vitalidad, fuerza sexual y alegría de vivir, lo mismo
que un impulso beligerante y sensualidad extrema. Esta última se manifiesta en alusiones
a frutas carnosas, como son higos, membrillos y almendras tropicales, a las que
se suman sustancias como la miel. Todo ello es sintetizado en la expresión “sexo
rojo”, el cual se abre como una flor obscena, cifra de ese erotismo inmanente.
Empiezo a creer que la dualidad eros/tánatos,
vida y muerte, genera toda buena poesía, y la de Ana Istarú no es la excepción.
Su libro más celebrado es Estación de la fiebre, que exalta el erotismo con
un tono infrecuente. Otra obra suya es La muerte y otros efímeros agravios, que
parece la antítesis del primero y donde el cromatismo se opaca. En realidad, las
dos obras se yuxtaponen y complementan. El erotismo adquiere categoría de ritual
sagrado, como en algunas comunidades primitivas; es un arma de combate para reafirmar
una vida por la que se cuela de vez en cuando la amenaza de la Ineludible: “Para
la muerte vine / para la muerte”. Ana Istarú resuelve el conflicto como en algunas
sectas antiguas, aceptando que la existencia es parte de un ciclo sin fin, el comienzo
de otra etapa. O de acuerdo con las teorías materialista o panteístas, la poeta
piensa que el cuerpo al final se transforma en carbono, humus, flor, continuando
un eterno proceso que derrota a la muerte. Al final, la harina de los huesos seguirá
siendo quevedísimo polvo enamorado.
Lo erótico se convierte en antídoto contra la
muerte; es ritual imprescindible para la conservación de la especie. Por eso, Ana
Istarú se lanza a celebrar la procreación y sus atributos. Todo lo relacionado con
la reproducción adquiere suma importancia, tal como sucede con el ciclo menstrual:
“Cada luna mi vientre / se hace fuego y duraznos / y mi sexo de amapolas / diminuto
verano”. En el poema titulado “Anunciación” la concepción adquiere un aire mariano,
evangélico. Cada niño es otro hijo de Dios. El pecado original ha sido borrado,
pues la Hija del Hombre nos reivindica a través del milagro de la preñez, que adquiere
proyección divina, cumpliéndose la profecía: “Entonces seréis como Dios”. El parto
es absolución que niega la maldición bíblica. Sus dolores se neutralizan con el
recuerdo del deleite sexual y el amor al compañero. El alumbramiento es una celebración
del privilegio femenino de continuar la vida, un rito ambiguo de dolor y gozo. Más
que sufrimiento, el parto, desata el orgullo desafiante, la exultación espiritual:
Hola, dolor, bailemos.
Serás mi amante breve
en este día…
Bailemos, qué más da…
y yo botando espuma por los pechos,
gozando al reyezuelo,
oliendo el grito de oro
del niño que parí.
El hombre no es un contrincante, ni el patriarca
tradicional que somete y maltrata a la mujer, como lo percibe alguna corriente feminista.
El varón es el aliado que permite la continuidad de la especie y la derrota de la
muerte. La poeta/voz lírica no puede ocultar su satisfacción, y rinde pleitesía
al compañero que ha posibilitado el milagro:
yo estaba enamorada y me reía
de loca de centella de rodillas,
quería besar el sexo el vellocino…
tomar a mi criatura
correr a derrocharla por las calles.
Por lo dicho, el tema del alumbramiento es determinante
en la poética de Ana Istarú, culminando quizás en el poema “Ábrete sexo”:
Ábrete sexo
como una flor que accede,
descorre las aldabas de tu ermita,
deja escapar
al nadador transido.
Aquí se despliega toda la fuerza comunicativa
de Ana Istarú. El apóstrofe y el tono imperativo asumen, por tanto, la segunda persona,
la voz dramática por excelencia. Unidos a la repetición del verbo con enclítico,
“ábrete”, lo mismo que la anáfora “no detengas”, “no importa”, convierten el poema
en un martinete, en un conjuro que apresura el ciclo de la vida y la negación del
vacío de la muerte:
Abre gallardamente
tus cálidas compuertas…
a este fruto rugoso
que va a hundirse en la luz con arrebato,
a buscar como un ciervo con los ojos cerrados
los pezones del aire, los dos senos del día.
El proceso culmina con la reafirmación de la
vida humana, cuya depositaria es la mujer, la Hija de Eva. La poeta costarricense
ha comprendido la verdad que encierra el Cantar de los cantares: “Porque
es fuerte el amor como la muerte, y la pasión, tenaz como el infierno”. Entiende
que entre la mujer y la Inexorable se produce una lucha constante, de la cual depende
la supervivencia del género humano. A la protagonista poemática no le importa involucionar
con tal de obtener su objetivo. No le importa convertirse en hembra airada y vengativa
o asimilarse a las lobas celosas y a las leonas cazadoras, apelando a todos los
instintos e invirtiendo los términos de la prosopopeya:
Yo, la marsupial,
la roedora,
la que no tiene tregua…
yo, la hembra fiera,
la traidora,
la taimada,
la que a la muerte ha echado
a perder
su cacería.
Esta es la suprema lección que ofrece la poesía
de Ana Istarú: es verdad que la muerte existe, que no hay forma de evitar su zarpazo.
Pero la mujer no tiene menos poder que la Inexorable, ya que puede aplastar su cabeza
de serpiente con el don divino de la maternidad. Por esta gracia, la mujer se convierte
en reina indudable de la Creación. El erotismo adquiere una nueva categoría, se
torna trascendental. Y Ana Istarú se perfila como heredera del optimismo romántico
o renacentista, lo cual, por supuesto, no significa ingenuidad. La poeta es consciente
de la presencia del mal. No vive a ciegas: en medio de la exaltación vital de sus
poemas se cuelan, como ráfagas de ametralladora, alusiones a los problemas de nuestro
tiempo. Además del hambre, se mencionan las guerras fratricidas que asuelan Centroamérica,
aliadas de la corrosión de la muerte, que su poesía ataca con ardor; al igual que
la violencia contra la mujer:
un hombre que golpea a una mujer
mide su puño
sobre un estambre vítreo perturbable
fracturable
sobre cálcareas floras y osamentas…
un hombre que golpea a una mujer
asciende
hacia la nada
está vencido.
Se dice que casi todos los poetas temen a la
muerte. En algunos casos esta condición asume ribetes neuróticos. Tal sucedía con
Juan Ramón Jiménez, el Premio Nobel español, que desde su más temprana juventud
vivió obsesionado con la Inexorable. Pero como dije ya, en la poesía de Ana Istarú
la pugna vida/muerte adquiere un cariz singular y recuerda el poema “Rebelde” de
Ibarborou en que la protagonista atraviesa el río Leteo cantando, y termina por
seducir a Caronte, el barquero de la Muerte. El sujeto en los poemas de Ana Istarú
asume la misma actitud desafiante:
soy animal
terrena
efímera por tanto
pero juro tomarle las muñecas
sollozando
mirando a gritos
el pedacito de aire que abandono
la luz a mis espaldas
y todo cuanto quise
voy a batirme
echándole a perder su regocijo.
No estamos aquí ante la conformidad al estilo
de las coplas de Jorge Manrique, ni mucho menos se trata de la medieval Danza de
la Muerte, donde esta tiene la última palabra. El amor a la vida intenta anular
la resignación y la inermidad del ser humano cara a la Impostergable. El sujeto
lírico sabe que la vida es difícil, pero como los renacentistas, comprende que es
una experiencia maravillosa, la única que los dioses nos conceden.
El siglo XX se caracterizó en literatura por
la constante ruptura con los movimientos precedentes –propio de la modernidad–,
por el afán de novedad. Tanto que, según el filósofo argentino José Manuel Sebreli,
la búsqueda obsesiva de la originalidad absoluta lleva este movimiento a ser incomprensible;
renuncia a la comunicación con el público y elige ser elitista y a veces incluso
solipsista para goce de su propio creador. Además, conduce a la falsa conclusión
de que la incomprensión es inherente a toda gran obra de arte, que el aburrimiento
es signo innegable de valor, y el público ha debido adaptarse a ese tedio.
En cambio, Ana Istarú ha creado una poesía de
cuya permanencia nadie duda, sin que haya en la poeta ninguna obsesión formal. Es
verdad que en algunos momentos prescinde de la puntuación y las mayúsculas –técnicas
vanguardistas-, pero con frecuencia su poesía se acerca a estrofas clásicas, ensayando
la métrica tradicional, el octosílabo y la rima asonante incluso. Así mismo su lengua
poética nos recuerda la tradición española, a la Generación del 27 y a las poetas
postmodernistas de Hispanoamérica. La originalidad de Ana Istarú la determinan su
vitalidad y optimismo, que la conducen a modificar cualquier tema que toque, dándole
un nuevo giro y presentándolo ante nuestros ojos desde una perspectiva novedosa.
No sorprende entonces que una de las figuras
literarias más abundantes en los textos de Ana Istarú sea la anáfora, que surge
de una gran compulsión comunicativa. Otro de sus recursos favoritos es la alegoría
–muy del gusto medieval–, cuya gran plasticidad sirve para conferirles concreción
a las ideas obsesivas, sobre todo a la muerte, la enemiga solapada, que es necesario
identificar para tenerla a raya. La prosopopeya es otra valiosa figura usada en
los poemas, que a veces recorre un camino inverso y va de lo animal a lo humano,
pero la clave sagrada, es el amor; el sentimiento que subyace en todo el tinglado
poético, lo que impulsa a las parejas al tálamo nupcial, a la fiesta del sexo y
por último genera el milagro de la concepción y, en consecuencia, el parto, y la
supervivencia humana. Así, el erotismo todopoderoso adquiere una dimensión muy original
en estos poemas. Ana Istarú más que una rebelde, es la portavoz de la
mujer nueva, anunciada por las postmodernistas de comienzos del siglo XX, y que
acaba de nacer entre nosotros.
NOTA
1. Por comodidad metodológica, analizaré el
libro como si se tratara de una obra única, en vez de una antología.
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§ Conexão Hispânica §
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