OMAR CASTILLO | El fuego y la poesía en César Moro
Dado el solapado ambiente social
y de cultura de plaza de mercado que se vivía en casi todas las poblaciones hispanoamericanas,
las realidades de una ciudad como París resultaban fascinantes, propicias para la
existencia mundana y la constatación del carácter propio del ser humano residente
en una urbe. Es indudable que en esos años el mundo, en casi todas sus nociones,
se recogía en una ciudad como esa, y los artistas nacidos en ella, como quienes
se hacían adoptar por ella, contribuían con sus creaciones para el brillo del amplio
espectro de sus laberintos y encantos, tanto los intangibles como los tangibles.
Uno de los creadores que asumió
el reto de develar los significados de vivir los trajines y los efectos de un ambiente
como el que propiciaba París, fue Charles Baudelaire, tanto en su obra poética,
como en sus ensayos sobre arte y demás artículos periodísticos. Su escritura explora
y recoge los síntomas nerviosos, íntimos y sociales de su tiempo, a tal punto que
lo convierten a él en un arquetipo literario, símbolo de una época y de una condición
humana.
Otro de los poetas significativos
de la cultura y el arte propiciados por el París de esos años, fue Stéphane Mallarmé,
quien inició su experiencia poética teniendo como referente a Baudelaire. La quebrazón
a la cual Mallarmé somete su yo, y la forma como lleva esta vivencia a la escritura,
rebasa los límites conocidos, dando a sus poemas matices irreconocibles, novedosos.
Su obra es un paso esencial dado por la poesía escrita en Occidente. Se podría decir
que, con ella, Occidente adquiere una identidad nerviosa en su decir y de fragmento
en su contenido. Lo hermético de su lenguaje es luz revelando las manchas por donde
se moviliza la mente humana, tanto en lo diurno como en lo nocturno de su condición.
En las primeras tres décadas del
siglo XX París seguía siendo centro migratorio para los poetas y los artistas del
mundo. En la ciudad se vivían la bohemia y los anhelos humanos llevados al delirio
de lo racional, mientras las nociones y los ideales hasta entonces concebidos eclosionaban,
dejando en su lugar la intemperie de otra realidad por descubrir. Empero, la fiesta
y el esnobismo producían el ruido suficiente para hacer creer que en los salones
de París el mundo era un carnaval interminable. Así hasta 1914 cuando explota la
guerra y, con ella, el tejido de sueños y realidades en sus clínicas interpretaciones
racionales.
Entonces, en medio de tal descomposición
surgen las propuestas de la poética Surrealista anunciando una utópica moral del
inconsciente.
A París llega César Moro (Lima,
1903-1956) en 1925. Llegaba a esa ciudad manteniendo la actitud iniciada en Hispanoamérica
por los poetas, escritores y artistas afines al Modernismo que buscaban airear sus
ámbitos creativos y encontrar el reconocimiento artístico en ella. De sus vivencias
parisinas se sabe que en 1928 se adhiere al grupo Surrealista comandado por André
Breton y colabora en Le surréalisme au service
de la révolution. También, que en esos años adopta
el idioma francés para la escritura de su poesía. El impacto recibido en su encuentro
con el Surrealismo y su compromiso con los principios de vida y creación preconizados
por el Manifeste du surréalisme publicado
por André Breton en 1924, se hacen fundamentales para su existencia y para
su escritura.
En 1933 abandona París y regresa al Perú, a Lima, donde, en compañía de Emilio Adolfo
Westphalen, intenta inocular el vigor creador del Surrealismo en actividades que
chocan con las convenciones de la Lima de entonces. En 1938 se establece en Ciudad
de México donde comparte con Wolfgang Paalen, Remedios Varo, Leonora Carrington,
Benjamin Péret y poetas mexicanos del grupo Contemporáneos,
entre los cuales se distingue su amistad con Xavier Villaurrutia.
En México escribe en español,
entre 1938 y 1939, los 13 poemas que componen La tortuga ecuestre, libro descomunal, resultado de sus íntimas experiencias
amorosas narradas en versos y ritmos insólitos, desbordados en el aprehender de
las imágenes con que el poeta intenta expresar la pasión y el desgarramiento producto
de esa vivencia. La tortuga ecuestre es
un libro inaudito en mitad de las formas estiladas hasta entonces en el tema amatorio,
tan caro en la tradición hispana. Libro espléndido y atormentado por la plenitud
y el desasosiego cuando el amor transgrede el orden representado en la cicatriz
“del pecado original” que escinde y condiciona la realidad humana.
Y es que la escritura de La tortuga ecuestre se resuelve en una fábula
de vértigo cuando la magnitud de sus palabras impacta las realidades y la otredad
del lector atento. Entonces el lector se ve adentrado en el atónito de versos entregados
por el poeta en una avalancha hasta entonces insospechada en el idioma español.
La escritura de estos 13 poemas hace crujir los aparatosos modales del idioma y
su rutina impuesta como norma para el afecto cae arrasada por la pasión, permitiendo
así la realidad de una escritura no sometida por la familiaridad que canoniza el
habla, máxime cuando se trata de asuntos como los del amor que, igual al magma constante
de la existencia, se comporta sin límites en sus raíces y en el devenir de sus tramas:
Amo
la rabia de perderte
Tu
ausencia en el caballo de los días
Tu
sombra y la idea de tu sombra
Que
se recorta sobre un campo de agua
Tus
ojos de cernícalo en las manos del tiempo
Que
me deshace y te recrea
El
tiempo que amanece dejándome más solo
Al
salir de mi sueño que un animal antediluviano perdido
en la sombra de los días
Como una bestia desdentada que persigue su
presa
En el poema de La tortuga ecuestre “El fuego y la poesía”,
en sus seis numerales, el poeta trae a la escena del lenguaje lo aprehendido por
él tras el encuentro con un cuerpo, con una piel hecha única realidad que cubre
y padece cuanto ha acumulado la historia humana en el escenario del mundo. Cuerpo
amado reventando “los días y las horas de desnudez eterna” hasta la rabia de su
pérdida. Es una ausencia expuesta en la línea del espanto trazada por “una bestia
desdentada que persigue su presa” tras los signos del asombro acumulados en la intimidad
“como una piedra sobre una isla que se hunde”, quedando el poeta, y su lector, a
merced del impacto de las palabras que visten la lentitud de un olvido. Soledad
hecha por el fuego del tiempo que termina labrando los labios y su decir en los
rescoldos de la ceniza de un “alfabeto enfurecido”. Al cabo de la escena, el agua,
con la que el poeta no conseguirá borrar el ardor impreso en su memoria, mantiene
sus lentas y mínimas variaciones.
Las Cartas escritas por César Moro en 1939, paralelas en su escritura a
la de los poemas de La tortuga ecuestre,
hoy son inseparables del libro, pues son un nítido correlato de la experiencia vital
que hizo posible el ímpetu amoroso y demoledor revelado en tales poemas. Dice en
una de ellas: “Sólo pido a la vida que nunca me deje un momento de reposo, que mientras
haya un soplo de vida en mí, me torture y me enloquezca tu recuerdo, que cada día
se me haga más odiosa tu ausencia y que por una fuerza incontenible me llegue a
encerrar en una soledad que no esté habitada sino por tu presencia”. Se hace alucinante
el silencio y la noción de olvido que esta escritura participa. No reconocer como
poemas en prosa estas Cartas, sería ignorar
los aportes logrados para la poesía por quienes han creído en el ritmo exploratorio
de las palabras, en su capacidad analógica para penetrar en el magma mismo de la
realidad o de la otredad que les permita significar su decir.
La obra poética de César Moro
se constituye en una muestra de las provocadoras búsquedas practicadas en las vetas
del lenguaje y de los hallazgos obtenidos en ellas para la ampliación significante
del idioma español. La forma como él realiza la escritura de sus versos y la ausencia
en ellos de toda puntuación, les permite a sus poemas un ritmo en construcción constante,
tuquio de imágenes produciendo una imantación de dibujo que revela lo impredecible
de sus hallazgos, el súbito instante de toda palabra resurgiendo de entre las cenizas
para atrapar la atención del lector atento.
Después de la descomunal avalancha
de palabras e imágenes con las que César Moro asume la escritura de La tortuga ecuestre y de las Cartas, pareciera quedar sumido en un instante
de sosiego cuando, entre 1939 y 1941, escribe en francés Le château de grisou (El castillo de grisú), libro del cual se puede
leer la traducción al español hecha por Ricardo Silva-Santisteban. Los de Le château de grisou son poemas donde la piel, el cuerpo amado y el
ardor que despertaron, empiezan a ser guardados en el silencio de la memoria y,
siendo evidente que no poseen el fragor de los poemas de La tortuga ecuestre, la manera como el poeta asume su sustancia sensual
le permite elaborar una escritura contenida y críptica, como un volcán a punto de
reventar en las palabras que lo contienen.
En 1942 escribe en francés el
poema Lettre d’amour (Carta de amor),
del que se puede leer la traducción hecha por Emilio Adolfo Westphalen. Lettre d’amour parece fundarse en el ímpetu
y la fuerza que hicieron posible los poemas de La tortuga ecuestre:
¿No
era tu sonrisa el bosque resonante de mi infancia
no
eras tú el manantial
la
piedra desde siglos escogida para reclinar mi cabeza?
Pienso
tu rostro
inmóvil
brasa de donde parten la vía láctea
y
ese pesar inmenso que me vuelve más loco que una araña
encendida agitada sobre el mar
Pero no, el ardor y el vigor de
esta Carta de amor yace en lo oscuro de
la memoria donde un cuerpo, único, nunca más será posible para el abrazo, la caricia
y el furor del amor. Tampoco es renuncia, sus versos parecen escritos para anunciar
que el poeta no olvidará y que en vano pide la sed al fuego. Mientras en los poemas
de La tortuga ecuestre, en medio del caos
y del dolor producidos por la separación del cuerpo amado, la existencia palpita
como experiencia reveladora, en la Carta de
amor toda experiencia ha concluido, dejando exhausta la vivencia. Pareciera
como si el poeta se entregara a la desolación donde la ausencia del cuerpo amado
lo deja, congelando su existencia.
En 1948 regresa al
Perú, a su natal Lima, donde permanecerá hasta 1956, año de su muerte. La personal experiencia poética
de César Moro y su directa relación con el movimiento Surrealista le permitieron
ser consciente del maremágnum de su mundo, de las ascuas vividas por el ser humano
del siglo XX. Por lo mismo, no es de extrañar que su escritura surja del riesgo
y en el vértigo de la vida, como si el poeta habitara en un alfabeto impactando
hacia una realidad desconocida.
En el sentido estricto que ello
implica en la vida de un ser humano, César Moro fue un rebelde. En las acciones
de su existencia y en las de su escritura no pactó con quienes usurpan la integridad
de la que puede disponer una persona. Su actitud marginal nos permite creer en el
poder de subversión y revelación que poseen las palabras y su escritura en un mundo
organizado y justificado en los esplendores de la miseria y la impotencia humana.
Aquí cabe citar un verso de uno de sus últimos poemas, escrito en francés el 8 de
agosto de 1955, el cual se puede leer en la traducción de Ricardo Silva-Santisteban:
“Uno da todo para no tener nada. Siempre para comenzar de nuevo. Es el costo de
la vida maravillosa”.
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hermosamente escrito
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