JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Joaquín Pasos: un joven que nada sabía
Los vanguardistas nicaragüenses de 1929, al acoger a Joaquín Pasos como uno
de los suyos, permitieron (pienso que sin plena conciencia de lo que hacían) que,
en el seno de su movimiento renovador, arraigara un vigoroso y verdadero principio
poético: aquel joven – es cierto – haría mangas y capirotes del orden tradicional;
pero no se contentaba con suplantarlo por la servidumbre a un nuevo y amanerado
formulismo (el que sus mentores trajeron a Nicaragua, desde Europa o desde los Estados
Unidos): construye, de modo original,
un orden inverso, alimentado por la espontaneidad de una palabra poética en estado
puro que, el propio autor confesaría, más tarde, haber rescatado “entre los pequeños
vestigios de la poesía popular que habíamos heredado del tiempo colonial”. Construcción
estrófica precisa, sentido poético de la rima inconsciente alumbraron al poeta el
camino de esa voluntad lúdica desde la cual se apresta a abordar el lenguaje (“voy
lejos, entrando a la selva montado en este / árbol callado”); le descubrieron las
posibilidades metamórficas que encerraba y que él – en un rapto de violencia infantil
– haría suyas, desarticulando el juguete de la realidad y de la lengua, de forma
tal que siempre – entre sus manos – se ha de tocar en algo nuevo para su excitada
imaginación (“Me he encontrado detrás de los espejos / allí donde hay museos de
museos / y las antiguas corbatas se agotan en silencio / ésa es mi cara, mi vieja
cara nueva / que yo clavaba en un bastón y la paseaba por las aceras / y esta es
mi carne, la que era / transmitida por teléfono / empacada en lindas valijas de
viaje / pedida cablegráficamente por los salchicheros de Oxford / y falsificada
en los restaurantes / todo eso era yo...”), por más que el objeto hallado (y perdido)
sea la propia identidad. Capricho destructor, sí; pero nunca resuelto en artificio
verbal; el objeto poema es una encarnación de aquella dramática experiencia de “joven
ignorante” que decíamos: espejo corrosivo donde contemplarse sin rubor; y donde,
con él, nos contemplamos.El testimonio se da por añadidura, en la sacudida implícita
que – sólo poniéndonos en su lugar – recibimos. En apariencia, todo puede resultar
evasivo, o despreocupado; en los huecos de silencio, en la perplejidad que el poema
abre, se instaura el vértigo del reconocimiento.
Palabra original que es palabra común. Lenguaje en libertad que, gracias a su
condición juvenil e ignorante,
dibuja los límites de un espacio que es lugar solidario. En esa palabra comulgamos.
Porque aun en la ingenua alegría que la mueve, aun con la mirada naïfque toca las cosas para otorgarles
mágica apariencia, y sin desdeñar esa población de objetos y fetiches que allí habitan
(o los guiños y complicidades que lo sustentan), lo que en este territorio predomina
(y crece constantemente) es una particular condición ceremonial de la palabra; incluso
– por momentos – una intensidad mística, si de tendencia a lo misterioso hablamos.
Y si hay êxtasis y desprendimiento, no puede extrañar que sean las iluminaciones
del azar, o el abandono a la sorpresa inaugural de cada instante, los guías del
discurso poético de Joaquín Pasos. Los poemas de este joven ignaro hallan su principio en la sabiduría popular,
una zona fronteiriza, híbrida, que desconoce la diferencia entre lo transcendente
y lo irónico, que anida en lo trivial pero que padece la inquietud trágica de la
existencia. Si, por ejemplo, Pasos parece acercarse – en sua “Canzonetas” – a la
gravedad sentenciosa de las “canciones” machadianas, la contenida y matizada sensualidad
que late en aquella (poemas de amor, al fin), tiñe de intencionada doblez el rigor
filosófico de sus consejos:
Así viviremos fuerte
verdad que estuvo callada,
ya que apenas fue expresada
en estas líneas sentidas,
que al leerlas, encendidas
quedarán con tu mirada.
Vanguardia crítica de sí misma, ha dicho Octavio Paz, refiriéndose a ese momento
poético hispanoamericano: el lenguaje no se reduce a simple invención objetiva;
el poeta explora en su interior (no hacia sus referentes) para abrazarlo como destino,
como existencia. Pero el lenguaje es su forma, su norma, y el poeta actúa sabiéndose
instrumento de esa normalidad: la
canción o la conversación, la métrica y la rima muestran – en manos de Joaquín Pasos
– su doble fondo. Ambigüedad irónica (y hasta humor) que hace saltar el riguroso
orden gramatical, que multiplica y contradice el valor semántico de las palabras.
Desde dentro mismo del lenguaje, y con agresividad quevedesca, arremeter contra
la petrificación de la verdad y contra los estereotipos literarios que suelen amenazar
la voluntad libérrima de quiénes, como nuestro escritor, asumen la práctica poética
en tanto que única forma de existir en la verdad. No he recordado al poeta conceptista
por causalidad. Su presencia aquí es muy pertinente: Quevedo no fue ajeno a la dimensión
sensual (y pasional) de la vida y de la muerte; pero la vida (y la muerte) era la
escritura: servir a la poesía sin negar la forma, pero sin acartonarse en la pura
frialdad normativa de esta última.
De aquela primigenia espontaneidad de la poesía tradicional, cuyo vigor se revela
en la palabra misma y en sus sugerentes combinaciones, pues el autor – anónimo o
no – se ve superado siempre por una capacidad verbigerativa ante la cual su única
opción es el asombro; de ese principio – digo – deriva la peculiar construcción
rítmica de los poemas de Joaquín Pasos. Al conjuro del ritmo, el orden salta en
pedazos y se iluminan las más increíbles transfiguraciones metamórficas: sorpresa
y perplejidad constantes como vías para penetrar en (y apropiarse de) el mundo,
entendido éste como totalidad que supera el simple reconocimiento de lo real objetivo.
Las mismas cosas, o los lugares (reales o figurados), o las recurrentes referencias
ao contexto, aun en su contundencia, resultan ser transparentes en la obra de Joaquín
Pasos; porque existen en tanto que lenguaje y en tanto que ritmo, y no son nunca
significados opacos; el corsé de la estructura versal (rima forzada, estrofas precisas,
antítesis, paralelismos) no muestran su rigor, dejan en evidencia la falsa nitidez
casticista para cuya preservación se generaron. Y la irracionalidad, heredada del
inmediato principio vanguardista, es negación y resistencia ante la rutinaria aceptación
del mundo como realidad útil. El autor no se limita a manejarla como recurso cristalizado
en norma; con ella se solaza en la contemplación satisfecha de los efectos que produce
su atrevimiento, puesto que la manipula como ese joven ignaro que el poeta es: eliminado el principio de contradicción,
queda al descubierto la marginalidad primordial desde donde debe actuar todo poeta
que quiera serlo de verdad: dolorosa, porque resultará imposible de vencer; pero
lúcida, pues sólo desde ella la palabra poética alcanza la transparencia necesaria
que la identifica y la diferencia:
Las cosas son mar, la mar de cosas,
la primera es la cosa soledad.
En la arena, en la ola y en la espuma,
en una hoja, un vidrio, una teja,
un cadáver de pez, un alga rota,
un zapato, un zapato submarino,
una callada concha que suena a soledad.
La soledad con mar, el agua sola.
Por intermedio de tal alumbramiento primordial, Joaquín Pasos ha llegado – como
sucediera con sus antecesores los modernistas – a la contemplación original de la
propia identidad, en tanto que escritor y en tanto que individuo. No hay obstáculo
alguno, por tanto, para que este “joven poeta que nada sabe” se atreva a escribir
en inglés (en un inglés muy peculiar, dicho sea en su favor). Tampoco, esta vez,
un capricho. Al hacerlo así, Joaquín Pasos toma contacto con el principio desinhibido
de la materia poética; en esa lenguaotra, en esas palabras que se oyen de
modo diferente, que se ven como objetos distintos y distantes, su español de origen
se refleja y dialoga con su principio esencial como lenguaje, iluminando una insinuante
vitalidad superadora de la mera aprehensión de significados. El poeta adquiere,
entonces, conciencia de la palabra en sí misma; toma distancia frente a ella y se
apresta a defenderse de su posible impostura. “Mutta
parola” puede ser un poema ejemplar:
Here are the words and I want to be protected against them
.........................................................................................
Throw them away, and give to man the right to speak his own languaje, yet
unknown.
Take from me the whole lexico. Cut from my tongue any tongue.
And this afternoon, let me see the pictures of the white book of Silence.
Ni la reducción prosaica de la retórica, ni la espontaneidad que – de forma
implícita – denuncia la estirada petulancia a la que siempre acaba acomodándose
toda creación poética, ni la configuración digresiva del ritmo, progresando de sorpresa
en sorpresa, distraen de lo fundamental en estos poemas: ser una suma de lenguaje,
visión y dinamismo verbal. Cuerpos que el ojo del lector hará revivir cada vez que,
con sua caricia visual o con la incontinencia del deseo, se llegue hasta ellos.
Hablamos de una suerte de sensualidad que habita en el texto, y que funciona como
elemento provocador del acto de lectura; sin ella, la poesía de Joaquín Pasos se
mantendría ajena al lector y éste – por su parte – no encontraría el camino adecuado
para iniciar el viaje imaginario (ascensión vegetal) a través de este territorio
verbal que, transfigurándose gracias a ese contacto recíporoco, lleva a ambos (poeta
y lector) hasta el encuentro con el incierto destino en que desemboca toda experiencia
poética compartida: se palpan los sonidos, a su conjuro nos abandonamos; se reconocen
las formas, intenso pero fugaz roce con lo invisible; al final, siempre la revelación
como triunfo y como derrota:
Señores, basta una nube para averiguar la verdad.
Basta mirar el aire con los ojos bien abiertos.
Basta un pájaro, una sombra en el agua, un rumot de ola.
Basta!
Mística y erotismo; tensión hacia lo misterioso y arraigo en el cuerpo, en la
pureza de los cuerpos de las cosas: soledad y distancia como acicates de una y otra
sacudida reveladoras. Irreverencia y actitud reflexiva se confunden entonces: la
intensidad del hallazgo se desdobla en concepto inquietante e imagen apasionada
(“Pasión gozada en la pasión sufrida / porque en la amante sombra iluminada / está
la muerte uniéndose a la vida”): dos polos de la tensión única desde la cual
se proyecta esta escritura, que en amor y muerte se resuelve. Erotismo y alegría,
extremos de la plenitud conseguida. Irrumpir al unísono, por ambos senderos, en
la totalidad del otro lado, en la
sensualidad cósmica y en su vacío: hallazgo íntimo, el misterio de la existencia.
Poseer la palabra (materia del juego), asentarse en la alegría (atmósfera de una
ingenuidad primordial); adoptar, desde la distancia, la actitud irónica y superior
(osadía juvenil) de quien las sabe suyas; pero ni así se dilucida el misterio. Al
poeta – como al amante – sólo le es dado llegar, rozar apenas el alumbramiento último
y primero de la palabra, del amor; su única certeza: habitar el espacio de lo incompleto
abierto a lo posible. Goce sensual del objeto amado, de su encarnación verbal y
corporal; conciencia inmediata de su instantánea extinción. Límite de la vida (y
la muerte), de la palabra (y el silencio): zona ambigua y fronteriza donde se revela
(y se arriesga) la existencia; allí, la identidad colectiva empieza a ser, también,
evidente.
La biografía de Joaquín Pasos, un “joven que no ha amado nunca”, discurre precisamente
por esa delgada línea del deseo y la incertidumbre, entre uno y otro lado, sin decidirse
nunca. ¿Temor a realizarlo por no perderlo? ¿Conciencia de la plenitud poética como
destino existencial? Como la poesía, el amor: una exploración verbal desde la conciencia
de la distancia; delicada idealización que no excluye el desmayo prosaico (o irónico)
de la ignorancia sabia del poeta. En este extremo, el juego infantil
de los atrevimientos se vuelve juego cortés de la poesía, sutileza conceptual y rítmica;
musicalidad del lenguaje, elevación ideal del objeto amado. La mujer en el centro
de la pasión, en la distancia de la melancolía: su presencia, ritmo, como las palabras
que dan cuerpo a su imagen. El misterio, sin embargo, anida en lo anecdótico inmediato:
su derecho y su revés son uno. La vitalidad provenzal o la sensualidad modernista,
en extraña connivencia con una retórica que no rehuye la imaginería irracional de
las metáforas radicales: el artificio se ve; con él, el desegaño. Amar es vivir
lo invisible; escribir es decir lo inefable: la experiencia poética (amorosa) abre
un espacio, vacío que deja la forma corporal (o verbal) deseada (“Se ha perdido
ya el hueco de tu cuerpo / que era la voz de tu carne desnuda hablándole íntimamente
a la ropa planchada”; “Esta no es ella, es el viento, / es el aire que la llama
(...) Es el brazo que se abre, / es la mano que me llama, / pero no es ella...”) entre la plenitud y la nada: un relámpago, apenas,
de luz; un giro, apenas, de aire (“Tu mano que al viento diga de ese modo / nada,
Todo”).
Iluminación y movimiento radicales, aunque prestos a la extinción: un “líquido
tiempo que no moja”, no dura. El texto asoma y se extiende, arbóreo (aéreo), en
el espacio generado por su propio movimiento (“Resbala el tiempo entre las hebras
claras / y rueda, perfumado, por el suelo; / en un instante quedan encerrados /
la luna, el sol, el mar, la tierra, el cielo”). No es de aire la poesía amorosa
de Pasos; pero propende al aire como desconsuelo terrenal. Predominio de las vivencias,
la anécdota precisa sus perfiles; sim embargo, poemas como “Imagen de la niña del
pelo” que, en su extensión, parecen ceder ante la contundencia de los hechos, los
lugares, las figuras, tampoco en la anécdota culminan; mejor, el poema cuenta su verdadera inexistencia, pues la palabra es
deseo de revelación poética y amorosa. Cede el acontecer del discurso poético; la
palabra se desprende de sus correlatos de este lado; podemos descubrir sus evidentes
paternidades literarias (pasión atemperada del mundo clásico, fragilidad emocional
de los románticos, opulenta imaginería modernista...), obligado a la concreción
poética, el discurso se concentra en los límites espaciales que esa palabra determina,
en el dinámico vacío que el movimiento deja, estela o sombra, transparente o invisible
(“Esto no es aire, es el espacio puro, / el momento colgado como un nido / mientras
nosotros en la tierra, mientras / mecen palmas arriba, en el olvido”). No
se disimula la condición erótica, el gozo del tacto de la mirada, o de la unión
corporal que abatirá la delicada frontera última donde la búsqueda se precipita
hacia la revelación. Esto – irrefutable en su carnalidad – también se adelgaza en
lo místico; crece (espacio) la insinuación (“Oh largo paso hacia el hogar de cenizas
sagradas! / Entra, entra en las brasas que esperan en ardiente familia / tu tronco
dorado”), un rítmico pedalear (movimiento) disuelve la imagen en el aire,
dejando vivo su aleteo; dejando al poeta (amante) abatido ante su nada:
En el ritmo en tambor, tu pie derecho
sube y baja el pedal, como el corpiño
que sube y baja el escondido pecho.
Jugando estás con música de niño,
la música en tu pecho se menea,
se menea, se sale del corpiño;
el sonido te envuelve en su marea,
te baja al suelo y hasta el cielo te alza
esta vuelta de vals que te rodea,
este amor cadencioso que te valsa,
esta armonía que en los ojos juega,
esta nota infantil que te descalza.
En esa frontera cruzada por el atrevimiento juvenil, la imagen de una identidad
colectiva y conflictiva aguarda: historia y mito se confunden (“Me siento sobre
mi propio cuerpo; / inmóvil, a contemplar mi sombra que hace gestos de pereza”).
De nuevo ausencia (como la amada); de nuevo misterio (como el amor). Pero la ausencia
es matriz y origen; palabra primordial queriendo abrirse a la vida y aplacar la
incertidumbre de la existencia, de la experiencia habida en la parte de acá. Ese
conjuro, no balbuceo o silabeo, vuelve del revés el lenguaje, dice lo invisible
interior, desde el asombro con que culmina la lúdica inversión (invención) del poeta.
Sólo que, ahora, ese hueco primordial lo llena el humus donde se asienta la raíz comunitaria (poder
encantatorio del lenguaje) del individuo que avanza indeciso por su orbe de palabras.
Balbuceo; pero también reverencia ceremonial, y expansión emotiva del canto (villancico u oración; corrido o canción recuperan
la imagen – y la voz – del indio, no en tanto que personaje sino en su verdad radical
y misteriosa: misterio de la miseria, y de la soledad, y de la ausencia, en las
cuales el poeta – y el hombre – se encuentra y se reconoce). La serie denominada,
precisamente, “Misterio indio”.celebra por eso la pureza y la virgindad del origen:
potencia germinal preservada de la suplantación a que obliga el tiempo. Frente el
rigor de Jorge Luis Borges, frente a la erudición de Octavio Paz (alardes de sabiduría
y, como tales, acechanzas para el poeta), la sabiduría
escolar de Joaquín Pasos: memorización
de lo aún no lacalizado o entendido: cuerpos y objetos habitando un territorio ausente,
mítico para el joven que lo observa por vez primera. No el resabio de la experiencia;
la sorpresa del hallazgo, apenas nombre, apenas figura: deseo, siempre. Ambición
por lo desconocido. Allí, el principio de la existencia (“Cuando se hacía al mundo,
se oían algunos silbidos / que las ramas recuerdan. / También el aire raspa las
axilas del río / como amaneciendo en un día silencioso lleno de dinosaurios / de
luz pura acabada de ordeñar”).
El poeta, una vez más, toma la palabra,
devora las formas, y en su curiosa manipulación descubre un extraño poder: es el
lenguaje quien lo guía; él ha de ser fiel a la peculiar oralidad que, libre de la disciplina del código, se enciende
(relámpago) para decir, sin ceder a la tentación de la forma. Dimensión trágica
de esta escritura. Como sucede en García Lorca, el carácter mítico de las visiones
poéticos de Pasos, las fuerzas naturales que su palabra conjura, quedan ensombrecidas
por la premonición emanada del capricho destructor con que el poeta acomete su ejercicio;
pero así se desvela su verdadero sentido (“Que en la escamosa arena, un pez de lodo
/ fabrique al duro viento de la aurora; / que el secreto del mar quede en sus ojos
/ hecho una dulce córnea; / que se haga piedra el agua. Se haga polvo”).
Poesía de lo ausente, hacia delante (el amor, el mundo) y hacia atrás (la memoria,
la identidad); lo elegíaco como revelación última: misterio indio, imagen de la muerte en
el espejo del despojamiento sucesivo padecido por todo un pueblo (“En la tierra
aburrida de los hombres que roncan / se rizo piedra mi sueño, y después se hizo
polvo”). Final de una lenta y sucesiva extinción, la muerte no es sólo idea,
también es objeto físico, sensualidad agotada que, sin embargo, continúa manteniendo
su cálida presencia corporal: recurrencia en la piedra como materia deleznable;
en el polvo sucesivo de la ceniza quevedesca. A más notoria sensualidad, más angustioso
el vacío; porque nos alonga al misterio del retorno a la naturaleza anterior, a
nuestra cósmica otredad. Se ve, y se canta;
pero resulta imposible contarlo:
su dimensión excede la palabra, y ésta ha de establecerse como forma otra, como transparencia o elevación
que – sin embargo – crece hacia la honda raíz del mundo.
“Canto de guerra de las cosas”, poema coral con que cierra su obra Joaquín Pasos,
abre la epopeya del hombre y, al mismo tiempo, configura su elegía final. Un largo
texto, una dilatada progresión de ritmos, abierta en versículos; sucesión (a veces
enumerativa, a veces intensiva) del duro asentamiento de la existencia (vida o muerte
o vida), del protagonismo histórico imposible. Discurrir que se hurta a la narración;
es canto, discurre hacia dentro: la palabra como forma y como ausencia de forma:
alumbramiento, tan sólo un instante, de lo misterioso; y lo misterioso que es una
presencia arborescente, vertical, una realidad disgregada en imágenes sucesivas,
tramadas por el capricho inaugural del poeta, por esa explícita intención lúdica,
tan característica en la escritura de Joaquín Pasos (nunca despreocupación, nunca
indiferencia; voluntaria intervención sobre la realidad – sea él mismo, sea su memoria,
sean las evidencias de un tiempo final dentro del cual se debate). La palabra del
“Canto de guerra de las cosas” es voz antes que escritura, vibración inaugural antes
que consolidación de su forma: fuerza destructora de la apariencia mineral con que
la tierra resiste al hombre: dadora la vida (“pero venimos, sí, desde mi fondo espeso,
/ pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos / y en esta cruel mudez que
quiere cantar”), alentadora de conciencias. Una sabiduría diferente, ahora.
La joven ignorancia del poeta se muda en escepticismo de fondo triste. Pero la palabra
crece, la visión se enriquece; una voluntariosa peregrinación por la experiencia
de la muerte nos ha llevado hasta el principio cósmico, hasta la ausencia más radical
(“fuga de carne, de miedo, / días, cosas, almas, fuego. / Todo se quedó en el tiempo.
Todo se quemó allá lejos”).
Un canto en la guerra, entre las cenizas; una palabra
perdida en medio del caos (sucedió con Neruda: Residencia en la tierra). Pero el caos
ha sido siempre el dominio de este poeta, desde que niño – encaranado en su palo
mudo – oía “el ruido de este poema / en los intervalos del ‘canto de las chicharras’,
largo y triste / como un amor perdido”. El árbol, ahora de palabras en esta experiencia
de la muerte, es “esfinge del sendero, / misterio crecido en el umbral”. Joaquín
Pasos no se deja confundir por el desorden; en él, su curiosidad infantil ha sido
satisfecha, luminosamente satisfecha; desde él ha sentido el vértigo “de esta jaula
viva que crece / como crecen la obscuridad y el silencio”. Sabia y paciente reiteración
de los textos bíblicos, urgida y turbulenta menesterosidad vallejiana: unión (y
comunión) que disipa el peligro de las formas, que sitúa al poeta de forma abrupta
(y nos pone cara a cara) ante la vieja sabiduría de sus más profundas raíces: repercutiendo,
la sacudida sensual de la voz; deslumbrándonos, el contacto carnal con la tierra.
Tiempo dilatado y tenso – también – de una palabra original que se extiende y asienta
en el espacio reservado para el canto,
su única justificación, su desangelada corroboración final. Origen: una patética
gitación; destino: transfiguración ingenua de tan extremada solemnidad. Prodigio
de la espontaneidad y de la verdad simple, desnuda, de la palabra. Diré de nuevo,
pura: no me engañaré. Esta sensualidad verbal sugiere antes que testimonia; inquieta
antes que enseña. Tierra y cuerpo, alimentos de esta poesía, de esta pasión por
la palabra (y volvemos a Vallejo, como casi siempre); éxtasis y revelación soliviantan
la forma, para que la opaca finitud del tiempo, transparezca abolida en instantes
de iluminación inextinguibles.
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§ Conexão Hispânica §
Curadoria & design: Floriano Martins
ARC Edições | Agulha Revista de Cultura
Fortaleza CE Brasil 2021
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