terça-feira, 22 de dezembro de 2020

CONEXÃO HISPÂNICA | Joaquín Pasos

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | Joaquín Pasos: un joven que nada sabía

 


Como el niño, como el adolescente, el poeta: juegos y soledad; atrevimiento e inconsciencia. A los quince años de su vida, el nicaragüense Joaquín Pasos es un muchacho que nada sabe; juventud e ignorancia radicales, motores de una existencia signada por la pasión vital, por una despreocupada alegría; también por un profundo y elemental sentimiento religioso que sólo habría de extinguirse entre las perplejas vislumbres de una temprana agonía. Pero esa existencia nada es sin el árbol de palabras que de ella brota y se abre imparable y se dispersa, prodigiosa fundación verbal. No hay hiato alguno; vida y poesía son la misma cosa: cuerpo de palabras. Entrega, contemplación recíproca de la una en la otra, desde la mutua perplejidad que abre – misteriosamente – las puertas de esa revelación que, con extremado celo, toda poesía guarda, aguardando el encuentro. Así, la satisfecha alegría por el hallazgo; así, el placer del riesgo, al atreverse a buscar la otra cara de lo nombrado que es lo vivido, y de la palabra que lo nombra, que es la vida. La aventura vanguardista de un Joaquín Pasos apenas adolescente, nos habla del hombre libre que ocupa el espacio de su lengua con una fuerza destructora y constructiva a la vez. No hay concesiones al orden, desde luego; pero tampoco se enajena en la tibieza o en la vulgaridad del estereotipo, por atractivo que pueda ser éste último. Joaquín Pasos no se limita a ser un discípulo; no es un converso que se contente con cumplir, religiosamente, el ritual aprendido.

Los vanguardistas nicaragüenses de 1929, al acoger a Joaquín Pasos como uno de los suyos, permitieron (pienso que sin plena conciencia de lo que hacían) que, en el seno de su movimiento renovador, arraigara un vigoroso y verdadero principio poético: aquel joven – es cierto – haría mangas y capirotes del orden tradicional; pero no se contentaba con suplantarlo por la servidumbre a un nuevo y amanerado formulismo (el que sus mentores trajeron a Nicaragua, desde Europa o desde los Estados Unidos): construye, de modo original, un orden inverso, alimentado por la espontaneidad de una palabra poética en estado puro que, el propio autor confesaría, más tarde, haber rescatado “entre los pequeños vestigios de la poesía popular que habíamos heredado del tiempo colonial”. Construcción estrófica precisa, sentido poético de la rima inconsciente alumbraron al poeta el camino de esa voluntad lúdica desde la cual se apresta a abordar el lenguaje (“voy lejos, entrando a la selva montado en este / árbol callado”); le descubrieron las posibilidades metamórficas que encerraba y que él – en un rapto de violencia infantil – haría suyas, desarticulando el juguete de la realidad y de la lengua, de forma tal que siempre – entre sus manos – se ha de tocar en algo nuevo para su excitada imaginación (“Me he encontrado detrás de los espejos / allí donde hay museos de museos / y las antiguas corbatas se agotan en silencio / ésa es mi cara, mi vieja cara nueva / que yo clavaba en un bastón y la paseaba por las aceras / y esta es mi carne, la que era / transmitida por teléfono / empacada en lindas valijas de viaje / pedida cablegráficamente por los salchicheros de Oxford / y falsificada en los restaurantes / todo eso era yo...”), por más que el objeto hallado (y perdido) sea la propia identidad. Capricho destructor, sí; pero nunca resuelto en artificio verbal; el objeto poema es una encarnación de aquella dramática experiencia de “joven ignorante” que decíamos: espejo corrosivo donde contemplarse sin rubor; y donde, con él, nos contemplamos.El testimonio se da por añadidura, en la sacudida implícita que – sólo poniéndonos en su lugar – recibimos. En apariencia, todo puede resultar evasivo, o despreocupado; en los huecos de silencio, en la perplejidad que el poema abre, se instaura el vértigo del reconocimiento.

Palabra original que es palabra común. Lenguaje en libertad que, gracias a su condición juvenil e ignorante, dibuja los límites de un espacio que es lugar solidario. En esa palabra comulgamos. Porque aun en la ingenua alegría que la mueve, aun con la mirada naïfque toca las cosas para otorgarles mágica apariencia, y sin desdeñar esa población de objetos y fetiches que allí habitan (o los guiños y complicidades que lo sustentan), lo que en este territorio predomina (y crece constantemente) es una particular condición ceremonial de la palabra; incluso – por momentos – una intensidad mística, si de tendencia a lo misterioso hablamos. Y si hay êxtasis y desprendimiento, no puede extrañar que sean las iluminaciones del azar, o el abandono a la sorpresa inaugural de cada instante, los guías del discurso poético de Joaquín Pasos. Los poemas de este joven ignaro hallan su principio en la sabiduría popular, una zona fronteiriza, híbrida, que desconoce la diferencia entre lo transcendente y lo irónico, que anida en lo trivial pero que padece la inquietud trágica de la existencia. Si, por ejemplo, Pasos parece acercarse – en sua “Canzonetas” – a la gravedad sentenciosa de las “canciones” machadianas, la contenida y matizada sensualidad que late en aquella (poemas de amor, al fin), tiñe de intencionada doblez el rigor filosófico de sus consejos:

 

Así viviremos fuerte

verdad que estuvo callada,

ya que apenas fue expresada

en estas líneas sentidas,

que al leerlas, encendidas

quedarán con tu mirada.

 

Vanguardia crítica de sí misma, ha dicho Octavio Paz, refiriéndose a ese momento poético hispanoamericano: el lenguaje no se reduce a simple invención objetiva; el poeta explora en su interior (no hacia sus referentes) para abrazarlo como destino, como existencia. Pero el lenguaje es su forma, su norma, y el poeta actúa sabiéndose instrumento de esa normalidad: la canción o la conversación, la métrica y la rima muestran – en manos de Joaquín Pasos – su doble fondo. Ambigüedad irónica (y hasta humor) que hace saltar el riguroso orden gramatical, que multiplica y contradice el valor semántico de las palabras. Desde dentro mismo del lenguaje, y con agresividad quevedesca, arremeter contra la petrificación de la verdad y contra los estereotipos literarios que suelen amenazar la voluntad libérrima de quiénes, como nuestro escritor, asumen la práctica poética en tanto que única forma de existir en la verdad. No he recordado al poeta conceptista por causalidad. Su presencia aquí es muy pertinente: Quevedo no fue ajeno a la dimensión sensual (y pasional) de la vida y de la muerte; pero la vida (y la muerte) era la escritura: servir a la poesía sin negar la forma, pero sin acartonarse en la pura frialdad normativa de esta última.

De aquela primigenia espontaneidad de la poesía tradicional, cuyo vigor se revela en la palabra misma y en sus sugerentes combinaciones, pues el autor – anónimo o no – se ve superado siempre por una capacidad verbigerativa ante la cual su única opción es el asombro; de ese principio – digo – deriva la peculiar construcción rítmica de los poemas de Joaquín Pasos. Al conjuro del ritmo, el orden salta en pedazos y se iluminan las más increíbles transfiguraciones metamórficas: sorpresa y perplejidad constantes como vías para penetrar en (y apropiarse de) el mundo, entendido éste como totalidad que supera el simple reconocimiento de lo real objetivo. Las mismas cosas, o los lugares (reales o figurados), o las recurrentes referencias ao contexto, aun en su contundencia, resultan ser transparentes en la obra de Joaquín Pasos; porque existen en tanto que lenguaje y en tanto que ritmo, y no son nunca significados opacos; el corsé de la estructura versal (rima forzada, estrofas precisas, antítesis, paralelismos) no muestran su rigor, dejan en evidencia la falsa nitidez casticista para cuya preservación se generaron. Y la irracionalidad, heredada del inmediato principio vanguardista, es negación y resistencia ante la rutinaria aceptación del mundo como realidad útil. El autor no se limita a manejarla como recurso cristalizado en norma; con ella se solaza en la contemplación satisfecha de los efectos que produce su atrevimiento, puesto que la manipula como ese joven ignaro que el poeta es: eliminado el principio de contradicción, queda al descubierto la marginalidad primordial desde donde debe actuar todo poeta que quiera serlo de verdad: dolorosa, porque resultará imposible de vencer; pero lúcida, pues sólo desde ella la palabra poética alcanza la transparencia necesaria que la identifica y la diferencia:

 

Las cosas son mar, la mar de cosas,

la primera es la cosa soledad.

En la arena, en la ola y en la espuma,

en una hoja, un vidrio, una teja,

un cadáver de pez, un alga rota,

un zapato, un zapato submarino,

una callada concha que suena a soledad.

La soledad con mar, el agua sola.

 

Por intermedio de tal alumbramiento primordial, Joaquín Pasos ha llegado – como sucediera con sus antecesores los modernistas – a la contemplación original de la propia identidad, en tanto que escritor y en tanto que individuo. No hay obstáculo alguno, por tanto, para que este “joven poeta que nada sabe” se atreva a escribir en inglés (en un inglés muy peculiar, dicho sea en su favor). Tampoco, esta vez, un capricho. Al hacerlo así, Joaquín Pasos toma contacto con el principio desinhibido de la materia poética; en esa lenguaotra, en esas palabras que se oyen de modo diferente, que se ven como objetos distintos y distantes, su español de origen se refleja y dialoga con su principio esencial como lenguaje, iluminando una insinuante vitalidad superadora de la mera aprehensión de significados. El poeta adquiere, entonces, conciencia de la palabra en sí misma; toma distancia frente a ella y se apresta a defenderse de su posible impostura. “Mutta parola” puede ser un poema ejemplar:

 

Here are the words and I want to be protected against them

.........................................................................................

Throw them away, and give to man the right to speak his own languaje, yet unknown.

Take from me the whole lexico. Cut from my tongue any tongue.

And this afternoon, let me see the pictures of the white book of Silence.

 

Ni la reducción prosaica de la retórica, ni la espontaneidad que – de forma implícita – denuncia la estirada petulancia a la que siempre acaba acomodándose toda creación poética, ni la configuración digresiva del ritmo, progresando de sorpresa en sorpresa, distraen de lo fundamental en estos poemas: ser una suma de lenguaje, visión y dinamismo verbal. Cuerpos que el ojo del lector hará revivir cada vez que, con sua caricia visual o con la incontinencia del deseo, se llegue hasta ellos. Hablamos de una suerte de sensualidad que habita en el texto, y que funciona como elemento provocador del acto de lectura; sin ella, la poesía de Joaquín Pasos se mantendría ajena al lector y éste – por su parte – no encontraría el camino adecuado para iniciar el viaje imaginario (ascensión vegetal) a través de este territorio verbal que, transfigurándose gracias a ese contacto recíporoco, lleva a ambos (poeta y lector) hasta el encuentro con el incierto destino en que desemboca toda experiencia poética compartida: se palpan los sonidos, a su conjuro nos abandonamos; se reconocen las formas, intenso pero fugaz roce con lo invisible; al final, siempre la revelación como triunfo y como derrota:

 

Señores, basta una nube para averiguar la verdad.

Basta mirar el aire con los ojos bien abiertos.

Basta un pájaro, una sombra en el agua, un rumot de ola.

Basta!

 

Mística y erotismo; tensión hacia lo misterioso y arraigo en el cuerpo, en la pureza de los cuerpos de las cosas: soledad y distancia como acicates de una y otra sacudida reveladoras. Irreverencia y actitud reflexiva se confunden entonces: la intensidad del hallazgo se desdobla en concepto inquietante e imagen apasionada (“Pasión gozada en la pasión sufrida / porque en la amante sombra iluminada / está la muerte uniéndose a la vida”): dos polos de la tensión única desde la cual se proyecta esta escritura, que en amor y muerte se resuelve. Erotismo y alegría, extremos de la plenitud conseguida. Irrumpir al unísono, por ambos senderos, en la totalidad del otro lado, en la sensualidad cósmica y en su vacío: hallazgo íntimo, el misterio de la existencia. Poseer la palabra (materia del juego), asentarse en la alegría (atmósfera de una ingenuidad primordial); adoptar, desde la distancia, la actitud irónica y superior (osadía juvenil) de quien las sabe suyas; pero ni así se dilucida el misterio. Al poeta – como al amante – sólo le es dado llegar, rozar apenas el alumbramiento último y primero de la palabra, del amor; su única certeza: habitar el espacio de lo incompleto abierto a lo posible. Goce sensual del objeto amado, de su encarnación verbal y corporal; conciencia inmediata de su instantánea extinción. Límite de la vida (y la muerte), de la palabra (y el silencio): zona ambigua y fronteriza donde se revela (y se arriesga) la existencia; allí, la identidad colectiva empieza a ser, también, evidente.

La biografía de Joaquín Pasos, un “joven que no ha amado nunca”, discurre precisamente por esa delgada línea del deseo y la incertidumbre, entre uno y otro lado, sin decidirse nunca. ¿Temor a realizarlo por no perderlo? ¿Conciencia de la plenitud poética como destino existencial? Como la poesía, el amor: una exploración verbal desde la conciencia de la distancia; delicada idealización que no excluye el desmayo prosaico (o irónico) de la ignorancia sabia del poeta. En este extremo, el juego infantil de los atrevimientos se vuelve juego cortés de la poesía, sutileza conceptual y rítmica; musicalidad del lenguaje, elevación ideal del objeto amado. La mujer en el centro de la pasión, en la distancia de la melancolía: su presencia, ritmo, como las palabras que dan cuerpo a su imagen. El misterio, sin embargo, anida en lo anecdótico inmediato: su derecho y su revés son uno. La vitalidad provenzal o la sensualidad modernista, en extraña connivencia con una retórica que no rehuye la imaginería irracional de las metáforas radicales: el artificio se ve; con él, el desegaño. Amar es vivir lo invisible; escribir es decir lo inefable: la experiencia poética (amorosa) abre un espacio, vacío que deja la forma corporal (o verbal) deseada (“Se ha perdido ya el hueco de tu cuerpo / que era la voz de tu carne desnuda hablándole íntimamente a la ropa planchada”; “Esta no es ella, es el viento, / es el aire que la llama (...) Es el brazo que se abre, / es la mano que me llama, / pero no es ella...”) entre la plenitud y la nada: un relámpago, apenas, de luz; un giro, apenas, de aire (“Tu mano que al viento diga de ese modo / nada, Todo”).

Iluminación y movimiento radicales, aunque prestos a la extinción: un “líquido tiempo que no moja”, no dura. El texto asoma y se extiende, arbóreo (aéreo), en el espacio generado por su propio movimiento (“Resbala el tiempo entre las hebras claras / y rueda, perfumado, por el suelo; / en un instante quedan encerrados / la luna, el sol, el mar, la tierra, el cielo”). No es de aire la poesía amorosa de Pasos; pero propende al aire como desconsuelo terrenal. Predominio de las vivencias, la anécdota precisa sus perfiles; sim embargo, poemas como “Imagen de la niña del pelo” que, en su extensión, parecen ceder ante la contundencia de los hechos, los lugares, las figuras, tampoco en la anécdota culminan; mejor, el poema cuenta su verdadera inexistencia, pues la palabra es deseo de revelación poética y amorosa. Cede el acontecer del discurso poético; la palabra se desprende de sus correlatos de este lado; podemos descubrir sus evidentes paternidades literarias (pasión atemperada del mundo clásico, fragilidad emocional de los románticos, opulenta imaginería modernista...), obligado a la concreción poética, el discurso se concentra en los límites espaciales que esa palabra determina, en el dinámico vacío que el movimiento deja, estela o sombra, transparente o invisible (“Esto no es aire, es el espacio puro, / el momento colgado como un nido / mientras nosotros en la tierra, mientras / mecen palmas arriba, en el olvido”). No se disimula la condición erótica, el gozo del tacto de la mirada, o de la unión corporal que abatirá la delicada frontera última donde la búsqueda se precipita hacia la revelación. Esto – irrefutable en su carnalidad – también se adelgaza en lo místico; crece (espacio) la insinuación (“Oh largo paso hacia el hogar de cenizas sagradas! / Entra, entra en las brasas que esperan en ardiente familia / tu tronco dorado”), un rítmico pedalear (movimiento) disuelve la imagen en el aire, dejando vivo su aleteo; dejando al poeta (amante) abatido ante su nada:

 

En el ritmo en tambor, tu pie derecho

sube y baja el pedal, como el corpiño

que sube y baja el escondido pecho.

Jugando estás con música de niño,

la música en tu pecho se menea,

se menea, se sale del corpiño;

el sonido te envuelve en su marea,

te baja al suelo y hasta el cielo te alza

esta vuelta de vals que te rodea,

este amor cadencioso que te valsa,

esta armonía que en los ojos juega,

esta nota infantil que te descalza.

 

En esa frontera cruzada por el atrevimiento juvenil, la imagen de una identidad colectiva y conflictiva aguarda: historia y mito se confunden (“Me siento sobre mi propio cuerpo; / inmóvil, a contemplar mi sombra que hace gestos de pereza”). De nuevo ausencia (como la amada); de nuevo misterio (como el amor). Pero la ausencia es matriz y origen; palabra primordial queriendo abrirse a la vida y aplacar la incertidumbre de la existencia, de la experiencia habida en la parte de acá. Ese conjuro, no balbuceo o silabeo, vuelve del revés el lenguaje, dice lo invisible interior, desde el asombro con que culmina la lúdica inversión (invención) del poeta. Sólo que, ahora, ese hueco primordial lo llena el humus donde se asienta la raíz comunitaria (poder encantatorio del lenguaje) del individuo que avanza indeciso por su orbe de palabras. Balbuceo; pero también reverencia ceremonial, y expansión emotiva del canto (villancico u oración; corrido o canción recuperan la imagen – y la voz – del indio, no en tanto que personaje sino en su verdad radical y misteriosa: misterio de la miseria, y de la soledad, y de la ausencia, en las cuales el poeta – y el hombre – se encuentra y se reconoce). La serie denominada, precisamente, “Misterio indio”.celebra por eso la pureza y la virgindad del origen: potencia germinal preservada de la suplantación a que obliga el tiempo. Frente el rigor de Jorge Luis Borges, frente a la erudición de Octavio Paz (alardes de sabiduría y, como tales, acechanzas para el poeta), la sabiduría escolar de Joaquín Pasos: memorización de lo aún no lacalizado o entendido: cuerpos y objetos habitando un territorio ausente, mítico para el joven que lo observa por vez primera. No el resabio de la experiencia; la sorpresa del hallazgo, apenas nombre, apenas figura: deseo, siempre. Ambición por lo desconocido. Allí, el principio de la existencia (“Cuando se hacía al mundo, se oían algunos silbidos / que las ramas recuerdan. / También el aire raspa las axilas del río / como amaneciendo en un día silencioso lleno de dinosaurios / de luz pura acabada de ordeñar”).

El poeta, una vez más, toma la palabra, devora las formas, y en su curiosa manipulación descubre un extraño poder: es el lenguaje quien lo guía; él ha de ser fiel a la peculiar oralidad que, libre de la disciplina del código, se enciende (relámpago) para decir, sin ceder a la tentación de la forma. Dimensión trágica de esta escritura. Como sucede en García Lorca, el carácter mítico de las visiones poéticos de Pasos, las fuerzas naturales que su palabra conjura, quedan ensombrecidas por la premonición emanada del capricho destructor con que el poeta acomete su ejercicio; pero así se desvela su verdadero sentido (“Que en la escamosa arena, un pez de lodo / fabrique al duro viento de la aurora; / que el secreto del mar quede en sus ojos / hecho una dulce córnea; / que se haga piedra el agua. Se haga polvo”). Poesía de lo ausente, hacia delante (el amor, el mundo) y hacia atrás (la memoria, la identidad); lo elegíaco como revelación última: misterio indio, imagen de la muerte en el espejo del despojamiento sucesivo padecido por todo un pueblo (“En la tierra aburrida de los hombres que roncan / se rizo piedra mi sueño, y después se hizo polvo”). Final de una lenta y sucesiva extinción, la muerte no es sólo idea, también es objeto físico, sensualidad agotada que, sin embargo, continúa manteniendo su cálida presencia corporal: recurrencia en la piedra como materia deleznable; en el polvo sucesivo de la ceniza quevedesca. A más notoria sensualidad, más angustioso el vacío; porque nos alonga al misterio del retorno a la naturaleza anterior, a nuestra cósmica otredad. Se ve, y se canta; pero resulta imposible contarlo: su dimensión excede la palabra, y ésta ha de establecerse como forma otra, como transparencia o elevación que – sin embargo – crece hacia la honda raíz del mundo.

“Canto de guerra de las cosas”, poema coral con que cierra su obra Joaquín Pasos, abre la epopeya del hombre y, al mismo tiempo, configura su elegía final. Un largo texto, una dilatada progresión de ritmos, abierta en versículos; sucesión (a veces enumerativa, a veces intensiva) del duro asentamiento de la existencia (vida o muerte o vida), del protagonismo histórico imposible. Discurrir que se hurta a la narración; es canto, discurre hacia dentro: la palabra como forma y como ausencia de forma: alumbramiento, tan sólo un instante, de lo misterioso; y lo misterioso que es una presencia arborescente, vertical, una realidad disgregada en imágenes sucesivas, tramadas por el capricho inaugural del poeta, por esa explícita intención lúdica, tan característica en la escritura de Joaquín Pasos (nunca despreocupación, nunca indiferencia; voluntaria intervención sobre la realidad – sea él mismo, sea su memoria, sean las evidencias de un tiempo final dentro del cual se debate). La palabra del “Canto de guerra de las cosas” es voz antes que escritura, vibración inaugural antes que consolidación de su forma: fuerza destructora de la apariencia mineral con que la tierra resiste al hombre: dadora la vida (“pero venimos, sí, desde mi fondo espeso, / pero vamos, ya lo sentimos, en los dedos podridos / y en esta cruel mudez que quiere cantar”), alentadora de conciencias. Una sabiduría diferente, ahora. La joven ignorancia del poeta se muda en escepticismo de fondo triste. Pero la palabra crece, la visión se enriquece; una voluntariosa peregrinación por la experiencia de la muerte nos ha llevado hasta el principio cósmico, hasta la ausencia más radical (“fuga de carne, de miedo, / días, cosas, almas, fuego. / Todo se quedó en el tiempo. Todo se quemó allá lejos”).

Un canto en la guerra, entre las cenizas; una palabra perdida en medio del caos (sucedió con Neruda: Residencia en la tierra). Pero el caos ha sido siempre el dominio de este poeta, desde que niño – encaranado en su palo mudo – oía “el ruido de este poema / en los intervalos del ‘canto de las chicharras’, largo y triste / como un amor perdido”. El árbol, ahora de palabras en esta experiencia de la muerte, es “esfinge del sendero, / misterio crecido en el umbral”. Joaquín Pasos no se deja confundir por el desorden; en él, su curiosidad infantil ha sido satisfecha, luminosamente satisfecha; desde él ha sentido el vértigo “de esta jaula viva que crece / como crecen la obscuridad y el silencio”. Sabia y paciente reiteración de los textos bíblicos, urgida y turbulenta menesterosidad vallejiana: unión (y comunión) que disipa el peligro de las formas, que sitúa al poeta de forma abrupta (y nos pone cara a cara) ante la vieja sabiduría de sus más profundas raíces: repercutiendo, la sacudida sensual de la voz; deslumbrándonos, el contacto carnal con la tierra. Tiempo dilatado y tenso – también – de una palabra original que se extiende y asienta en el espacio reservado para el canto, su única justificación, su desangelada corroboración final. Origen: una patética gitación; destino: transfiguración ingenua de tan extremada solemnidad. Prodigio de la espontaneidad y de la verdad simple, desnuda, de la palabra. Diré de nuevo, pura: no me engañaré. Esta sensualidad verbal sugiere antes que testimonia; inquieta antes que enseña. Tierra y cuerpo, alimentos de esta poesía, de esta pasión por la palabra (y volvemos a Vallejo, como casi siempre); éxtasis y revelación soliviantan la forma, para que la opaca finitud del tiempo, transparezca abolida en instantes de iluminación inextinguibles.

 


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