JORGE DÁVILA VÁZQUEZ | Jorge Enrique Adoum: de cerca y de memoria
Como poeta, tenemos que reconocerlo, es uno de nuestros valores más sólidos.
Y como hombre comprometido en permanencia con el ser humano, sus luchas sociales,
sus anhelos de cambio; dueño de fuerte personalidad, honda sabiduría y sincero deseo
de compartir experiencias y vida; todo lo cual le ha permitido ejercer un largo
y fructífero magisterio espiritual. Pero también, es necesario proclamarlo entre
los poetas preocupados por depurar su oficio, a lo largo de los años y duro crítico
de su obra, que nos deja un claro testimonio de sus inquietudes filosóficas, sociales,
vitales y formales.
Ciertas características comunes a la poesía de los años cincuenta se pueden
encontrar en la producción de Adoum, por ejemplo:
a) Una descarnada manera de mostrarse ante el mundo.
b) Una sutil mezcla de lo individual y lo colectivo, claramente perceptibles
en Los cuadernos de la tierra.
c) Una vuelta intensa hacia lo terrígeno. En especial en su inolvidable Ecuador
Amargo.
d) Una apasionada atracción por la historia, y un ferviente deseo de incorporar
como algo vivo la vieja poesía de los ancestros, en los magníficos Cuadernos de
la tierra.
e) Una posición claramente progresista frente a los problemas sociales, desplegada
a lo largo de toda su creación.
La obra poética de Adoum mantiene, a lo largo de más medio siglo de desarrollo,
un mismo espíritu combativo, una permanente solidaridad con las mejores causas humanas,
una necesidad intensa de diálogo, de búsquedas comunicativas, que parecen frustrarse
una y otra vez, unos hermosos intentos por construir unos textos de los que el autor
nunca parece estar contento, pero que son parte de nuestra mejor y más grande poesía
actual.
Ocupan un lugar muy especial en nuestra lírica sus obras de madurez, marcadas
por un hondo experimentalismo, como los Prepoemas en Postespañol o El
amor desenterrado, producidas entre las décadas del setenta y el noventa.
Su obra teatral El sol bajo las patas de los caballos, llevada a escena
muchas veces en distintos países, se ha difundido con éxito, y forma parte de nuestra
exigua literatura dramática, en sitio de honor.
A partir de 1976, en que vio la luz su notable texto con personajes Entre
Marx y una mujer desnuda, una de nuestras novelas más audaces, renovadoras y llenas
de vida y literatura, otros aportes suyos al relato de la patria han llamado la
atención de la crítica: Ciudad sin ángel y Los amores fugaces.
Dentro de su obra ensayística hay mucho material, pero su texto La gran literatura
ecuatoriana del 30, sigue siendo ejemplar.
Y ahora, en este año de su octogésimo cumpleaños, nos regala con lo que parece
ser su primer volumen de memorias: De cerca y de memoria –lecturas, autores,
lugares–, marcado, naturalmente, por su genio creador.
La vivencia intensa, que caracteriza toda la escritura de Adoum, toma carne,
palpita en este libro. No hace concesiones, evoca, relata, reflexiona, señala, disecciona
carreras literarias y autores, mantiene constante el interés del lector –pese a
que muchas veces (pongo por caso el de Alfonso Alcalde, en lo que a mí respecta)
nos habla de escritores no muy conocidos.
La magia de Adoum en este texto reposa en su estilo, ágil envolvente, con
grandes saltos en el tiempo, y vigorosos retrocesos, para retomar un cierto hilo
cronológico, que se desliza por el entramado del relato.
Con un despliegue prodigioso de fechas, lugares y personajes, Adoum puebla
incansable las más de setecientos folios del libro. Nos sentimos asombrados y abrumados
ante tanta personalidad ilustre que desfila por sus páginas, ante tantos nombres
que han significado elementos cruciales de nuestro propio edificio literario, a
los cuales ha tratado y conocido con extrema familiaridad; ante tantos sitios recorridos,
con esa intensidad que él pone en cuanto vive y en cuanto escribe, que no puede
menos que resultar fascinante.
Cada lector encontrará en la obra una fuente de gozo. En mi caso, creo que
lo que más fascinante me ha resultado es su capacidad evocadora. Sus imágenes de
Joaquín Gallegos Lara, César Dávila Andrade, Pedro Jorge Vera, Alejandro Carrión,
Guayasamín, Aníbal Villacís y muchos otros artistas ecuatorianos, se quedarán conmigo
para siempre. Y lo mismo puedo decir de su continúa rememoración de la personalidad
de Neruda, de las pinturas cálidas de Ángel Rama, Marta Traba, Manuel Scorza, Alejo
Carpentier, Rafael Alberti, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar.
Y consigno mi admiración por su descarnada ternura, al pintar la contradictoria
figura del padre. Ese ser hecho de abismos y de cumbres, que tan pronto ilumina,
como oscurece tantas páginas del inicio del texto.
Admiro la imparcialidad de Adoum para consignar su admiración incluso por
autores que estuvieron en situación antagónica con su modo de pensar o de vivir,
como Pablo de Rokha, el antinerudiano por excelencia; con los que mantuvo diferencias
ideológicas claras como Scorza; o para consignar largamente textos como los de Marta
Traba, con los que, evidentemente, no está de acuerdo, con una delicadeza de espíritu,
una serenidad y un sentido crítico extraordinarios.
Pero no todo es miel sobre hojuelas. Adoum es verdaderamente duro con algunos
personajes, que lo merecen, ciertamente, sobre todo por sus deslealtades, sus inconsistencias,
sus arribismos, que parecen ser los defectos humanos que más le molestan, ya sea
en lo humano, en lo político o en lo literario. Y así, vemos que escritores como
Nicanor Parra, Jorge Edwards o Mario Vargas Llosa reciben su merecido en estas páginas.
Con fuerza, con energía, pero sin llegar jamás al denuesto, a la bajeza o al insulto.
Habría tanto que decir sobre De cerca y de memoria, pero no quiero
privar a Uds. del placer infinito de su lectura. Solo señalo, un último rasgo que
me deslumbra, y que yo llamaría el de las presencias fugaces, y solo citaré dos
casos: el encuentro casual con Simone Signoret, la inolvidable actriz francesa,
en una reunión política, y las innumerables menciones de autores y obras que hemos
amado la vida entera, y que encuentran su rúbrica maestra en este libro, como decir,
así, al paso, que Georges Simenon era el Balzac del siglo XX.
Cuando encuentro uno de estos libros, que me llenan de ganas de que haya
una segunda parte; que refrescan inmensas cantidades de lecturas, muchas veces ya
olvidadas, pero que formaron parte del tesoro de la juventud o de otras épocas de
la vida; cuando de la mano de un autor maestro realizo toda una exploración por
ese mundo de conflictos humanos que es el del arte, lo único que hago es agradecer
en secreto a quien ha provocado toda esa cadena de reacciones del corazón y de la
memoria mecánica, como diría Proust.
Así que considero una oportunidad de privilegio, poder decirle al autor,
en persona, ese Gracias, sentidísimo, con grande afecto, y en público.
Y debo, asimismo, decirle gracias a Jorge Enrique, porque este libro no solo
que enriquece el yermo panorama de las memorias en la literatura del país, sino
que da una lección de qué se debe consignar y qué se debe callar, cuando se escriben
los recuerdos.
Pedro Jorge Vera decía en una ocasión, y ahora voy a hablar del tema que
más me gusta: yo mismo. Esa es una tentación que experimentamos todos: caer en un
peligroso narcisismo. Adoum logra superar el escollo con dignidad y arte, y por
ello también debemos agradecerle.
Y debemos, en fin, expresarle nuestra gratitud, porque incansable siempre,
sigue trabajando, sigue escribiendo como hace cincuenta años, con la misma garra,
la misma frescura, el mismo intenso amor por los seres humanos, la misma esperanza
un tanto desesperanzada; la misma inquebrantable fe en el hombre y su lucha por
cambiar el mundo.
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