CARLOS BEDOYA | Jorge Gaitán Durán: los fuegos sagrados
Lo que
anima de manera intensa los textos de Gaitán Durán es la presencia de una vida desbordante
que anhela en el vacío la realización de un cosmos imaginario que por el sendero
de jade rojo sale al paso del viajero dispuesto a escuchar el canto de la hierba,
la melodía del viento oculta entre los árboles. Por este sendero reverberante asoma
el espejismo de corazón fugaz, el ave de un paraíso que al convertirnos en dioses
o criminales despliega el poema sobre la tierra. Poema, torre, nube, jardín, palacio
o pagoda, tarántulas diamantinas dispersas como hojarasca sobre el río de garzas
enigmáticas. Forma rica en relaciones, semejanzas apenas perceptibles en el desorden
del sueño. Celebración que da un ser al vacío proliferante: “El caos llega a ser
Cosmos, gracias a las relaciones precisas que los nombres establecen entre las cosas”
(1).
El sueño,
la vida, el deseo de lo desconocido se ligan estrechamente en esta obra a la aventura
del erotismo en la dimensión de la muerte. Dimensión abierta a lo sagrado desde
la perspectiva de lo indecible, profana y transgresora del secreto en el goce de
la palabra fulgurante, fluida, iluminada por los soles del universo imprevistos.
Danza del amante de las cosas que no precisa ser amado para abandonarse al canto
de los cuervos, a la mirada del abismo. Como un desierto de cactus florecidos, monstruos
“apretados dientes”, gigantes de un momento que hace grietas en la memoria de las
piedras llegan al punto de reunión para dar comienzo a la fiesta del infinito por
la cual pasan los hombres sin historia, los héroes de la calle en el silencio de
la muerte. Hombres como nosotros sumidos en la miseria de un exilio sin salida,
sin más espejos que la sangre coagulada en la palabra que rompe la parálisis del
tedio:
Sólo en la palabra, luna inútil,
miramos
Cómo nuestros cuerpos son cuando
se abrazan,
Se penetran, escupen, sangran,
rocas que destrozan,
Estrellas enemigas, imperios que
se afrentan.
Se acarician efímeros entre mil
soles
Que se despedazan, se besan hasta
el fondo,
Saltan como dos delfines blancos
en el día,
Pasan como un solo incendio por
la noche.
(“Se
juntan desnudos”)
Reinos,
imperios, “Dioses adúlteros”, dinastías sin nombre, asedian la música de esplendor
guerrero. Amenazan con devorarla, para sembrar en ella el fasto de la oscuridad,
el delirio del vino que bebemos en el balanceo de la hamaca. Como un buscón el poeta
de la embriaguez desciende al infierno. Infierno del corazón, infierno de las calles
bajo el paso de una multitud ciega (“ciegos seres que se despedazan o se ignoran”),
esclava del trabajo y súbdita del déspota que prende fuego a la noche. Un cuchillo
parte en dos la noche de los hombres. De ella emana un “espeso olor”, mediodía de
la sangre, rojas, negras burbujas del deseo. Sabemos que estamos vivos al desafiar
la risa del infinito. Una larga paciencia pule el cuchillo de piedra que algún planeta
dejara caer a nuestro lado. El trabajo minucioso de la espera prepara el advenimiento
de los dioses bajo los blancos pinos que vanamente tratamos de asir con las manos.
En el mediodía de la tierra dejamos que un mundo mágico nos posea:
Siento el sudor ligero de la siesta.
Bebemos vino rojo. Esta es la fiesta
En que más recordamos a la muerte.
(“Se
que estoy vivo”)
La soledad
que habita en los poemas de Gaitán Durán está poblada de astros, de pájaros en fuga,
pero también de tigres y venados que calman la sed de la paciencia como los caballos
salvajes junto al manantial donde las nubes dejan caer higos, nísperos, verdes manzanas.
Lo que expresa Gaitán Durán a propósito de las pinturas rupestres del Africa del
Sur (comentando El Erotismo, de Georges Bataille) resulta, tal vez, aplicable a
su propia obra. Lo maravilloso de un origen imposible robado a los dioses, los fuegos
sagrados de la imaginación apuntalan cada imagen, cada destello del verbo. La posibilidad
de un mundo fantástico para el hombre. La tierra como una estrella en la que la
acción y sueño lleguen a ligarse íntimamente, haciendo de los hombres seres vertiginosos,
inconmensurables: “seres solares, lunares, que no se arrastran ya por la pantanosa
jungla, sino vuelan y danzan entre espesuras y panales, volcanes y cascadas; seres
que constituyen metamorfosis perpetuas, que a veces se definen como bestias y otras
como personas, o que son ambas cosas simultánemente…” (Diario).
Es éste
el sueño de la obra de Gaitán Durán: la violación de todo límite, de toda orilla,
de toda prohibición. Una literatura que viole, en especial, al lenguaje y adquiera,
a partir de la muerte, una mirada erótica, un vuelo de gaviotas voraces en el amanecer
de un himno que sacuda la tierra y niegue toda distancia: “El sismo lírico se asemeja
a la trepidación del orgasmo, es decir, a la más recóndita actividad de lo sagrado”
(Diario).
La poesía
escrita en Colombia se ha caracterizado siempre o bien por su localismo (por no
decir provincianismo) o bien por su desarraigo (vivido en términos del culto a un
parnaso inexistente). Aparte de un sometimiento grandilocuente y solemne a formas
clásicas, abolidas en casi todo el mundo, nuestros “poetas” han trasegado incansablemente
por los caminos que acabamos de señalar. Con excepción de unos pocos (entre los
que preferimos recordar, además de Jorge Gaitán Durán, a Aurelio Arturo, Luis Vidales,
Alvaro Mutis y Héctor Rojas Herazo), casi todos estos poetas han eludido la vida
verdadera, no la que se pierde en ásperas abstracciones o sentimentalismos desmañados,
sino la que corre por nuestras venas o por el aire de un país víctima de las mayores
atrocidades y sometido desde hace siglos a la voluntad de una clase política disfrazada
de “culta”. Poetas de papel, serviles, de corto vuelo, pobres en imaginación construyeron,
y construyen, un cerco en torno de nuestra vida, asfixiándola, convirtiéndola en
un desierto sin esperanza. Poetas que sólo saben lamentarse y cantar este “valle
de lágrimas” siguen teniendo entre sus manos el destino de una palabra que sólo
es poética cuando destruye fronteras y sabe comulgar con el universo, con el sufrimiento
y la dicha de todos los hombres, en medio de la soledad serena de la residencia
terrestre o de la guerra devastadora que es, en parte, espejo de nuestras vidas.
A diferencia
de esta tradición mediocre y, por desgracia poderosa, Gaitán Durán supo crear una
obra abierta al cosmos y dispuesta a poner el dedo en toda herida, en todo lugar
en donde el misterio de la existencia revelara que algo se jugaba para el hombre
interesado no en las cosas prácticas sino, ante todo, en potencializar su sensibilidad.
Acusado por ello de un culto a lo extranjero supo, no obstante, estar siempre por
encima de las sandeces de una crítica nacionalista incapaz de admirarse, tan ausente
en nuestros días) por el Marqués de Sade, autor que no hace mucho fuera tildado
de falto de imaginación por parte de uno de nuestros vetustos y grises “críticos
cinematográficos. “Sade toca siempre las llagas más hondas del hombre; todas aquellas
que la vida cotidiana nos revela abruptamente y que pretendemos olvidar y callamos
en nuestra obra, no tanto por cobardía sino porque no tenemos los instrumentos para
expresarlas: El lenguaje escrito es una censura que la civilización nos ha impuesto”
(Diario).
El poder
de la palabra vivida que pone en relación al universo, haciendo visible los juegos
más ocultos de la experiencia humana (quizás demasiado humana) y que da un rasgo
tan singular entre nosotros a la obra de Gaitán Durán se pone de presente en el
poema que más gustamos de releer entre los suyos, al cual da título a uno de sus
numerosos libros: Sí Mañana Despierto. Allí el manejo exacto del lenguaje, la amplia
gama de asociaciones sugerida por cada imagen, la fragmentación y, al mismo tiempo,
la unidad de cada verso, alimentadas por un ritmo verbal fuerte pero sin retórica
y dispuesto en dirección a la naturaleza de las cosas (recuérdese su admiración
por los poetas chinos), en fin, cada aspecto del poema, logran desplegar uno de
los instantes más intensos, una de las celebraciones más luminosas dentro de la
oscura historia de lo que ha dado en llamarse “Historia de la poesía Colombiana”.
Para terminar esta breve nota en memoria del poeta nortesantadereano queremos simplemente
dejar que resuene su palabra, a manera de invitación a una lectura apasionada de
su obra.
SI MAÑANA
DESPIERTO
De súbito respira uno mejor y el
aire de la primavera
Llega al fondo. Mas solo ha sido
un plazo
Que el sufrimiento concede para
que digamos la palabra.
He ganado un día; he tenido el
tiempo
En mi boca como un vino.
Suelo buscarme
En la ciudad que pasa como un barco
de locos por la noche.
Solo encuentro un rostro: Hombre
viejo sin dientes
A quien la dinastía, el poder,
la riqueza, el genio,
Todos le han dado al cabo, salvo
la muerte.
Es un enemigo más temible que Dios,
El sueño que puedo ser si mañana
despierto
Y sé que vivo.
Mas de súbito el alba
Me cae entre las manos como una
naranja roja.
NOTA
1. Richard Wilhem, Histoire de la Civilization Chinoise. (Citado por Jorge Gaitán
Durán, Obra Literaria. Instituto Colombiano de Cultura, 1983).
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