Después
de pasar revista a la situación política que tanto lo afectaba, Eugenio me comunicó
que El cuaderno de Blas Coll cumplía 25 años. Me preguntó si le hacía el
honor de presentar la quinta edición. Como si el honor no fuese mío.
La
nueva tirada del emblemático libro corría por iniciativa de la editorial BID &
Co. La obra había aparecido originalmente en febrero de 19811,
bajo el extinguido Fondo Editorial Fundarte, que tan eminentes recuerdos nos dejara.
Entonces había ganado el Premio de Narrativa del Consejo Nacional de la Cultura.
Y me contó el poeta que el jurado lo había llamado para preguntarle si la obra en
cuestión era un texto narrativo, a lo que respondió, con toda sinceridad, que no
sabía.
Debí
haber leído por primera vez la saga del tipógrafo y sus acólitos en 1983, en el
taller de poesía de Rafael Cadenas, en el viejo Centro de Estudios Latinoamericanos
Rómulo Gallegos. Confieso que, con la mirada de entonces, entendí la obra como un
texto narrativo, percepción que no se modificó en mí en la medida en que, con el
tiempo, desarrollaba sus personajes.
Digo
esto porque El cuaderno de Blas Coll es una obra “reclamada” a hurtadillas
desde varios géneros. Particularmente y con palmarias razones, desde el ensayo y
la poesía. No en balde, en la contratapa de la edición que presentábamos, nuestro
querido Miguel Gomes alertaba subrepticiamente que “del ensayo al poema en prosa
hay poco trecho, y eso parece saberlo a la perfección Eugenio Montejo”. Pues no
era un desatino reclamarlo desde el ensayo, dado el poder analítico y propositivo
del texto.
Tampoco
desde la poesía, por el hecho pertinaz que supone que todo lo que hace un poeta
es poético. Y aunque el tema a estas alturas resulte bizantino, en la librería El
Buscón quedó constancia de que, a través de este servidor, también lo requería la
narrativa, acaso como pretendió Hitler a Venezuela en 1942, alegando el incumplimiento
por parte de Carlos V de las capitulaciones a los Welser.
Y
es que cuando se habla, como es el caso, de escritura oblicua, apócrifa o heteronímica,
o se dice que “Montejo ha elaborado una red de voces y máscaras en la cual la poesía
y la poética se ponen en diálogo”2,
o se invoca el natalicio de esas voces en una anécdota firme, en una historia consumada
y en un proceso de creación de personajes, se está hablando de una experiencia narrativa.
Para
los que no hayan tenido la oportunidad de leerlo aún, El cuaderno de Blas Coll
cuenta la historia de un tipógrafo de origen canario que arriba a las costas venezolanas
en 1932, se establece en Puerto Malo (un pueblo de pocas calles y muchos barcos)
y conforma una suerte de peña literaria con ribetes de sociedad secreta. No adrede
—es justo decirlo—, sino en virtud de la materia que trajinaban.
Lo
cierto es que Coll expone sus convicciones en referencia al lenguaje, y poco a poco
hace de su vida un apostolado de ideas, hasta arribar, primero a la locura, después
a la mudez voluntaria y, finalmente, al suicidio o al destierro, cosa que no llega
a determinarse a ciencia cierta. Un plot perfecto para una película o una
serie de cualquiera de las actuales ofertas de streaming.
Lo
que sí es un hecho es que El cuaderno de Blas Coll fue recibido como un ingenioso
corpus con propósito de enmienda: la reforma general del lenguaje. Una reforma muy
particular que, por descabellada, evoca las proezas de aquel “manchego, estrafalario
fantasma del desierto”, como llamara León Felipe al Quijote.
Una
transformación fantástica que parte del reconocimiento del castellano como una lengua
harto pesada, “como todas las de origen románico”, muy a la par del ascenso del
cristianismo. Coll encontraba una relación directa entre la religión católica y
lo que consideraba los vicios del castellano. Por ello, afirma: “No es una lengua
de goce, sino de penitencia: le falta concisión porque al hablante, al “pecador”,
se le castiga con ella; carece de declinaciones porque desdeña el politeísmo”.
Ante
esta circunstancia, don Blas propone un idioma límpido, capaz de traducir con fidelidad
las cosas. Es ahí cuando el viejo tipógrafo pone de manifiesto, entre líneas, que
la lengua a la que aspira pretende atrapar el sobresalto, el soplo primigenio, aquello
que, siendo revelación y música, genera además de comprensión, complicidad estética
y asentimiento íntimo. En otras palabras, está sugiriendo un código poético como
lengua, en lugar del pesado armatoste del castellano.
Tal
ensueño recuerda un párrafo muy al pelo, del gran Enrique Vila-Matas en Bartleby
y compañía:
Dice
en un fragmento Eugenio, perdón, Blas Coll: “No sabemos nunca cuándo, al hablar,
dejamos de hablar nosotros mismos y autónomamente por nosotros habla el lenguaje.
Los poetas, mucho más próximos de las raíces de la lengua, se habitúan a reconocer
este estado de autonomía al que suelen dar el nombre de inspiración”.
“La
naturaleza es taquigráfica”, afirma. Y fiel a esa línea, postula que las palabras
deben tender al monosílabo, como los vocablos esenciales, Dios, Luz, Mar, Sol, Sí,
No, y en ningún caso deberían exceder las dos sílabas.
Era
un paso obligado para quien juzgaba que la transmisión del pensamiento por medio
de la palabra, tenía en nuestra era los días contados.
Por
ahí comienzan sus deliciosas proezas, tomadas por delirantes en una aldea a la que
demasiado se le exigía al pretender que entendiese —mucho menos que suscribiese—
tamaña propuesta. La primera reacción es la de siempre: considerarlo chalado. El
párroco, el célebre padre Tiznado, con la gastada originalidad de los clérigos,
llega a proponer su excomunión, aunque luego de su muerte escribe una carta cuya
autoría no llega a probarse, donde se retracta y hasta lo reivindica, atribuyendo
las correrías de Coll a su amor angustiado por la lengua.
Don
Blas tenía un propósito: ver realizada su utopía. Por eso no le importó pasar por
chiflado. En tal sentido, el personaje recuerda a aquellos paisanos de Gotham en
Nottinghamshire, quienes para evitarse los gastos y las molestias que produciría
el paso del rey John por sus pagos a principios del siglo XIII, no tuvieron reparo
en pasar por trastornados. Y cuando la vanguardia del monarca se anticipa para ver
que todo estuviese en orden, encuentran a los pobladores tratando de recoger en
un balde la luna reflejada en el lago. Otros intentaban ahogar peces y anguilas,
mientras en las casas, el resto de los lugareños ponía trampas para cazar el pájaro
de los relojes cucú cuando saliesen a dar la hora.
El
hombre que había escrito un diccionario privado y una adaptación en colly
—lengua solitaria con la que terminó hablándose a sí mismo— de la Biblia y la Odisea,
se rehusaba a ingresar en sanitarios públicos cuyas puertas tuviesen el rótulo de
“caballeros”, pues, “no se puede llamar así a quien nunca ha montado en un caballo”.
Decía
que el gerundio tenía un problema: repica en la monótona campana del “ando” y el
“iendo”, y sugiere el uso del inexistente “indo”.
Con
frecuencia, colgaba de las puertas del negocio un cartelito que rezaba: “No me encuentro.
Salí a buscar una vocal”.
Se
oponía a la elefantiasis de las palabras y declaraba la existencia de leyes originarias
que asignaban, por ejemplo, al diptongo “ue”, una fuerza especial, un brío, un acento
inaudito.
El
preceptor de los colígrafos era devoto de Góngora, poeta y dramaturgo al que atribuía
el esfuerzo más valeroso por aligerar la pesadez del castellano.
En
referencia a los venezolanos, mostraba gran simpatía por el exacerbado purismo de
Rafael María Baralt, en quien admiraba su vigilante celo por lo que consideraba
una encarecida implantación de vocablos de la lengua francesa en la nuestra. (Entonces
eran los galicismos y no los anglicismos lo “trendy”).
Que
Baralt hubiese mostrado menosprecio por voces innecesariamente traídas de Francia,
le parecía admirable. Pero cuando el sabio marabino se alarma por el verbo “editar”
y propone para sustituirlo el verbo “edicionar”, a Coll casi le da un soponcio:
“¿Qué sería de mí —exclama— si en vez de editar mis folletos tuviera que edicionarlos?”
“Cuando
reparamos en las estructuras tan pesadas de nuestro idioma, decía el personaje,
en su falta de contracción tan evidentemente necesaria, nos preguntamos cómo del
latín, lengua de inigualable concisión, de tanto poder sintético, pudo nacer esta
otra tan rígida, tan complacida en su propia lentitud”.
Tal
era su rebelión. Y cuando decimos rebelión, recordamos la frase de Camus tan pertinente
en Eugenio: “Cada rebelión es nostalgia de inocencia y apelación al ser”.
Como
todo escrito de Montejo, el libro está compuesto con una delicadeza embriagadora.
Hecho de bellos trocitos, como un retablo o un mosaico romano, constituye una escritura
fragmentaria que seduce por su unidad. Se edifica con notas, asertos, observaciones,
propuestas, insinuaciones y sorpresas.
Un
dispositivo cimentado en constructos lúcidamente armados, en el que destacan tres
voces. Una, culta, racional, profundamente nominalista; otra, arbitraria, voluntariosa,
la cual engendra disquisiciones tremebundas. Y una tercera, humorística, que descoloca
al lector. Todas, alineadas en una aventura ética liberadora, que invita, por un
lado, al deleite; por el otro, a vencer, de un modo empecinado, la proliferación
estéril de los signos.
La
obra de cada colígrafo se va publicando poco a poco. Tal es el caso de Lino Cervantes,
el discípulo dilecto, el así llamado Parsifal de Puerto Malo, autor de La caza
del relámpago, el cual, para los enamorados del epígrafe, tiene un par impecablemente
significativo. El primero, de Octavio Paz: “Lo más difícil es quebrar una palabra
en dos. A veces los fragmentos siguen viviendo con vida frenética, feroz, monosilábica”.
El segundo, del Talmud de Babilonia: “Tu madre te advirtió y te dijo: Guárdate de
Shabriri, Briri, Riri, Iri, R, I”.
Lino
es el único de los colígrafos que funda su experiencia creativa en las enseñanzas
del maestro. Dice Eugenio en la nota introductoria que “el anhelo de dar caza a
un relámpago parece traducir el secreto deseo de alcanzar la lumbre que despide
una palabra antes de convertirse en silencio puro”.
Sin sus harapos mi
sombra ya no me pertenece
Sirapos momba non
perte
Pora momba nómper
Bamporte
Bampo
Bor
Lino
toma de Valéry la certeza de que el primer verso llega siempre, cuando llega, como
una dádiva de los dioses. En ello funda su método y, una vez que lo tiene, lo destila
según la inspiración de su maestro, en sucesivos versos contraídos, hasta llegar
a la síntesis total. Sus coligramas nos llevan, en su reducción, a extravagantes
y notables combinaciones sonoras.
Eduardo
Polo es otro poeta del grupo, a quien apodaban “el mago”, debido a los ritmos y
efectos que lograban sus poemas. Un buen día se alejó de Puerto Malo para dedicarse
a la música y a la arqueología marina en otro país del Caribe. Sus amigos referían
con pesar que antes de partir destruyó todos sus escritos.
Arrojó
al agua sus cuadernos y recortes, agregando satisfecho: “Ahora todos mis poemas
están en el mar”. Pudo salvarse una colección de rimas para niños a la que títuló
Chamario, y se salvó porque fue una de las pocas obras que editó el viejo
Blas Coll en su tipografía.
Cada
una de esas rimas, confiesa Polo, es como un juguete verbal, tratando de reproducir
el placer que encuentran los muchachos al cambiar y trastocar la forma de las palabras
para producir nuevas combinaciones en las voces de todos los días. Para muestra
este texto cuyo nombre es “Tontería”.
Un niño tonto y retonto
Sobre un árbol se monto.
Con su pelo largo y rubio
Hasta la copa se subio.
Se creyó un pájaro solo
Que iba a volar y no volo.
(…)
Tomás
Linden, “el sueco de Patanemo”, ejerció la arquitectura en Estocolmo y vino a recalar
a estas tierras, juntándose a las veladas de los colígrafos. Confesaba que escribía
el español “con dieciocho vocales en la cabeza”. De él se conoce el libro
de sonetos El hacha de seda y, de su trabajo anterior, Álbum de primeros
versos, se publicaron ese mismo año 2006 cinco poemas acompañados de un cuento,
Las velas, un relato con todas las de la ley. Cuando Eugenio tuvo la deferencia
de enviarme el texto por email, le escribí:
Quiero decirte que creo que esta
vez no corres el riesgo de haber compuesto un poema. Es un relato perfecto. No solo
por la doble narración, por la epifanía del personaje central y el avatar de sí
mismo (el cual me recordó Continuación de los parques y me puso a escuchar los viejos discos de Cortázar),
sino por un síntoma muy caro a los narradores (que no a los poetas, según entiendo):
la eficacia. Las velas es un relato
altamente eficaz, de minuciosa puntería, característica indispensable en la narrativa
contemporánea. Tiene un sistema de relojería fina que demuestra que el escritor
puede ser cualquier cosa menos ingenuo (así sea poeta), y exhibe ese adminículo
esencial, “ocasionalmente molesto”, diría Baudelaire, sin el cual no puede haber
arte: alma.
Esta
fue su contestación:
Querido Oscar:
Gracias por tus palabras a propósito
de Las velas, el relato de Linden.
Son muy generosas y bastante penetrantes. El relato tiene ciertamente algo de relojería
en cuanto a precisión, lo que tú abonas a favor de la eficacia. Y tiene el aire
de las narraciones de poetas, esa atmósfera que se aprecia en relatos como los de
Supervieille (La desconocida del Sena),
los de Bruno Schulz, etc., nombres que menciono guardando todas las proporciones
del caso.
Sergio
siente la impronta del grupo. Juega con los colígrafos al ajedrez. Celebra y participa
en las reuniones literarias. Emite sus juicios, y eso lo compromete más: ¡era tan
buen lector!
Se
le reconocía acertado en lo que observaba, en lo que proponía y, sin embargo, estaba
negado a escribir. Sus compañeros terminan por aceptarlo así.
Pero
se van muriendo todos. Entre ellos, un personaje fascinante, el héroe de la nouvelle
—perdón, de El cuaderno de Blas Coll—: Felipe Terrán, el protector
de los colígrafos. Un millonario que hizo fortuna bajo la dictadura perezjimenista.
Andaba en su yate con un profesor de latín abordo, quien lo vincula a los colígrafos.
Y realiza viajes memorables llevando al grupo consigo.
Una
vez que muere, que mueren todos, Felipe advierte el peso del deber, de la responsabilidad.
Y discurre: “Nadie escribió la historia de esto. Voy a tener que escribirla. Todos
se ocuparon de su yo y nadie se tomó la molestia de narrar qué pasó en nuestras
vidas. Soy el único sobreviviente y esto va a morir conmigo. Nadie conocerá las
aventuras de que fui testigo, nadie rendirá homenaje al grupo de locos poetas ni
al pueblo de Puerto Malo”.
Entonces,
muy a su pesar, se dispondrá a escribir la novela donde confluirán todas esas historias.
Este es su primer párrafo:
No sé si esto sirva para comenzar,
ni a donde puede conducirme una afirmación semejante, pero lo que más he detestado
en la vida es el leer y escribir.
Por
supuesto, le dije que sí. Cómo negarme a una solicitud de Eugenio Montejo.
Ahora
que me he topado con la tarjeta de invitación, recuerdo la velada del bautizo. Fue
el 29 de junio de 2006 en El Buscón, la librería de la querida Katyna Henríquez.
Bid & Co presentaba dos libros: Harar y la rodilla rota de Rafael Castillo
Zapata, con una madrina de oro: María Fernanda Palacios. El otro era este Cuaderno,
que ahora cumple 40 años.
Recuerdo
que el sitio estaba de bote en bote y, antes de comenzar mi perorata, alcé la mirada
y reconocí a Sofía Ímber en la concurrencia. Concluí la disertación recordando una
sentencia del mago de Puerto Malo: ningún discurso puede pasar de ocho minutos,
que es el tiempo que tarda en llegar un rayo del sol a la tierra.
Yo
llevaba más de veinte. Por lo que urgí a los presentes a paladear el libro y a aguardar
las sucesivas ediciones que, con certeza, seguirían enriqueciendo y completando
la saga. Una saga en la que, se dice fácilmente, fundaba Montejo toda su obra heteronímica.
Y como narrador, expresé mi deseo de ver concluida la novela de Sergio Sandoval.
Pedí
excusas al auditorio por haberme extendido, por haber abusado de su paciencia, y
agradecí a Eugenio el privilegio y la oportunidad que me había brindado de decirle
en público lo que no le podía decir en privado: que había seres cuya existencia
no nos cansábamos de festejar, que Venezuela corría con la inmensa suerte de tenerlo,
que su palabra nos daba el aliciente, y que, ante tanta agua empozada, no se imaginaba
cuánto valorábamos la grandeza de su discreto manantial.
NOTAS
1. Dos años más tarde, una edición ampliada vio la luz
con Alfadil, el legendario sello de la dinastía Milla. Posteriormente, en 1998,
se publicó en México una bella versión también con añadidos. El año previo a nuestra
presentación, en 2005, la Universidad de Antioquia volvía a editarlo bajo la dirección
del poeta Elkin Restrepo, con nuevas incorporaciones, hasta que, en 2006, reaparecía
de la mano de Bernardo Infante Daboín, en una producción que incluía La caza
del relámpago, treinta coligramas de Lino Cervantes, uno de los cuatro colígrafos,
como designó a los discípulos y contertulios de Blas Coll, el viejo tipógrafo de
Puerto Malo. Posteriormente se realizó una bella tirada, creo que la última hasta
la fecha, bajo el sello de Pre-Textos en España, en 2007.
2. El filósofo Aníbal Rodríguez Silva en El Diario de los Andes.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 184 | outubro de 2021
Artista convidado: Jaime Suárez (Puerto Rico, 1946)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
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