Flor
María inicia estudios de arte, en una época que ser artista es algo así como marginado,
extraño, enloquecido o medio anacoreta en un mundo de soledades y de extravagancias.
Más lo intentó, arranca con fuerza, sin pudores, lanza su fuego, levanta alarmas,
seduce y establece alianzas, participa en grupos, crea afinidades y colegajes. Con
sus excelentes calificaciones logró la beca para estudiar bachillerato, ganar confianza,
hacerse ella misma profesora, crear una figura de reconocimiento en el medio. Duros
comienzos donde había rechazos y mediaban “roscas” y conflictos de por medio entre
artistas. De la época de Ethel Guilmour y Dora Ramírez, grandes artistas, tiempo
en que fue formando su obra, que es un gesto solidario con los no nombrados, con
las prostitutas, el mundo de la noche y sus fantasmas carnales, con los anónimos
del carnaval y las francachelas. Las muchachitas de los pueblos, las mancilladas,
las oscuras, el mundo del travesti y del homosexual, una mirada que enaltece a estos
seres y les da sentido y dignidad a sus vidas.
Compulsiva
con la fotografía, con las escenas urbanas, la calle, el bar, la fiesta, el sexo,
la soledad, el desbordamiento de los sentidos, la tristeza, el carnaval y todo lo
que implica un mundo de boato, maquillaje, adornos, danza, máscaras, la desnudez
y los aquelarres. Su obra trata sobre los “no nombrados”, la cuidad y sus habitantes
olvidados, pero no es un panfleto ni una diatriba, ni queja ni insulto, es una puerta
abierta donde entran y salen personajes en una galería de asombros cotidianos. Sus
colores son atrevidos, perturban, exaltan, crean magia, es el deseo y la provocación,
el erotismo tropical abierto y sin tapujos. Hasta las frutas, los bodegones respiran
una sensualidad sin límites. Explora la sordidez, las vidas truculentas y tormentosas,
sin caer en una mirada mórbida, escatológica o descarnada, su mirada enaltece el
mundo que ella comunica. Da dimensión humana a esos seres anónimos que se pierden
entre las callejuelas urbanas.
Estuvo,
entre muchas otras muestras colectivas, con María Teresa Cano, Martha Ramírez, Luis
Fernando Uribe, Cristóbal Aguilar José Antonio Suárez, en Finale, en El Poblado,
barrio de Medellín. La muestra tuvo gran repercusión en la ciudad.
Flor
es informal, abierta, cordial, siempre con una postura irreverente, su jovialidad
no le quita esa altura moral, esa belleza de hacer una obra mucho más allá de los
actos oficiales, los halagos y las condecoraciones. Ella es sencillamente una flor,
y las flores no piden permiso para mostrar sus pétalos. Sin pudor y sin miedo la
flor hace su jardín.
Precisamente
para contemplar su obra y acercase a su biografía hay que pensarla como una mujer
que en su época más juvenil se arriesgó a la noche, a los lugares de bohemia, en
los intrincados urbanos y los recovecos de barriada. Egresada de artes plásticas
de la Universidad de Antioquia, Medellin-Colombia, siempre le apostó a una carga
explosiva del color, a lo urbano y lo marginal. Siendo niña aún con una maestra
de nombre Otilia, le enseña dibujo basado en las revistas de diseño de ropas, cartonaje
y modelaje, hasta que se fue saliendo del canon y logra sus propias creaciones.
La mamá era trabajadora de Fabricato, una empresa textilera arraigada en Bello Antioquia.
El padre bisnieto de un emigrante francés, fue empleado del ferrocarril. Por eso
se traslada la familia a Puerto Berrio, puerto sobre el río Magdalena. Allí la familia
monta un almacén de misceláneas. Allí se enamora de telas, texturas, objetos de
perfumería, donde va creando un mundo mágico, más la visión portuaria de obreros
y mujeres seducidas por malandros y marineros de agua dulce. Un ambiente sórdido
escribe poemas, dibuja, crea personajes, que luego le servirán para su posterior
trabajo creativo.
En Puerto
Berrio un artista italiano-Basili-, le da elementos mucho más consolidados de dibujo
y le proporciona materiales, pinceles y pinturas. En sus viajes a Medellín, toma
clases con Lola Vélez una artista de Bello, que había estado en México y conocía
a Siqueiros y a Rivera, con una mirada crítica sobre esa obra, montó un taller muy
conocido en Bello. Allí estuvo Flor María como una adelantada estudiante; también
estuvo en manos de Jorge Marín Vieco, de una distinguida familia de artistas.
Ya a
los 18 años, en plena flor, regresa del todo a Medellín, termina bachillerato nocturno
Liceo departamental Francisco Antonio Zea, que luego pasará a llamarse Bellas Artes.
Bajo la influencia notoria inicialmente de artistas como Rafael Sáenz, Emiro Botero,
Eduardo Echeverri, y con una gran admiración por Paul Gaugin, Toulouse-Lautrec y
Matisse. Se gradúa como maestra en artes Plásticas en 1981, indudablemente se siente
esa fuerza del color del puerto, de los habitantes de los prostíbulos, los homosexuales,
los ebrios, los carnavales, la fiesta y el goce de los cuerpos. Hizo muchos registros
fotográficos de barrios considerados marginales o de cierto temor moral para su
momento. Su irrupción en las artes plásticas causó un efecto entre la admiración,
el desconcierto y algunas formas de rechazo. Para los años 80 había un grupo de
jóvenes creadores con propuestas y alternativas muy osadas, entre ellos estuvo Flor
María. Eran los días de la generación Urbana y el grupo de los Once, todos ellos
antioqueños. El color vibrante, el uso de nuevos materiales, con una carga emocional
muy relacionada con la ciudad y sus devenires, algo que pocas veces se había sentido
y que genera una explosión pictórica provocadora e iconoclasta.
Es un
goce orgánico ver su obra, un mosaico de la vida cotidiana de los no nombrados:
el loco, el travesti, el habitante de la noche, toda una mirada pluri-etnica, muy
abierta, donde exalta la diversidad sexual, las discapacidades, lo no nombrado en
sociedades pacatas y llenas de temores.
Fue
la esposa de Antonio Sierra destacado dibujante y caricaturista antioqueño, se casaron
en una poética ceremonia realizada por el crítico de cine y a la vez sacerdote Luis
Alberto Álvarez, en una iglesia cerca al centro Barrio Campo Valdés. En una casa,
en otro barrio de Medellín, Bario Buenos Aires tuvieron un taller de linóleo, que
duro más bien poco tiempo. En la década de los 90 se traslada a Bogotá y es cuando
hace la serie de las amantes, instancias de estaxis, pinturas de Carnavales, con
trajes coloridos, mujeres voluptuosas y contrastes de fondos floridos y mundos paganos
de burdeles y lugares de lenocinio.
En el
año de 1980, en un atraco callejero mataron a su esposo, un duro golpe para ella,
que le produce un derrame cerebral, que lo pudo superar después de haber perdido
movilidad y prácticamente la memoria. Una magia entre la poesía y el color, la pone
en contacto con los bastones de mando ceremoniales, los rituales manticos y una
vocación de afinidad y amor por los seres anónimos y olvidados de su tierra. Una
fuerza espiritual sin precedentes supera las crisis y se va a vivir a México donde
le ha puesto toda su energía por lo simbólico de las medicinas naturales y el contacto
con saberes ancestrales.
Sus
obras le han dado la vuelta a muchos países, muchos de sus cuadros están en colecciones
privadas en Alemania, Holanda, Noruega, Estados Unidos, México, Venezuela, en el
museo de Antioquia y en el museo Nacional en Bogotá.
Una
mujer valiente que le ha tocado momentos muy difíciles, pero que sigue con ese beneplácito
por la vida, esa sonrisa amable y ese gusto por la rebeldía, que le ha dado ese
sello inconfundible.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 189 | novembro de 2021
Curadoria: Luis Fernando Cuartas (Colombia, 1956)
Artista convidada: Flor María Bouhot (Colombia, 1949)
editor geral | FLORIANO MARTINS | floriano.agulha@gmail.com
editor assistente | MÁRCIO SIMÕES | mxsimoes@hotmail.com
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