Cuando el motor ya había ahuyentado
a los ángeles
Esos versos dan comienzo a “Poesía de la realidad
y la utopía”, el último de los capítulos de Reflexiones sobre la poesía hispanoamericana,
uno de los libros de ensayos de Jorge Carrera Andrade (1902-1978). El autor entendió
los antedichos versos como una declaración de orden biográfico y prosiguió a explicarlos
así:
El símbolo floral y angélico encarnaba el idealismo
derrotado por la civilización mecánica. Mis ojos aprendieron a contemplar un mundo
sin ángeles, sin “fantasmas del pensamiento”. El intenso ejercicio del sentido de
la vista me convirtió en un “devoto del mirar”, como llamaba Platón a los poetas.
También la filosofía aristotélica afirma que el ver “más que ningún otro sentido
nos conduce al conocimiento y trae a la luz las diferencias entre las cosas”. Pero,
yo captaba más bien las analogías de éstas. Mi mundo era analógico y ontológico,
ya que las similitudes me ofrecían las posibilidades de penetrar en los secretos
del ser (Carrera Andrade, 1988).
[01]
Esas frases constituyen uno de los tantos boletines
de crítica que podríamos rescatar del archivo Jorge Carrera Andrade.
El archivo
Recurrimos a ese archivo, o a cualquier archivo,
para poner en evidencia, certificar o legitimar alguna declaración o juicio crítico
proveniente del pasado. Téngase presente, sin embargo, que la presunta fuente de
certeza de los archivos es al menos cuestionable. Los archivos contienen lo que
el archivista, el autor, el bibliotecario, el editor, el crítico, o quién sea determinó
digno de seleccionar e incluir. [02] El suscrito como lector no representa
ninguna excepción, por mucho que pretenda remozar el canónico perfil de Jorge Carrera
Andrade.
Siguiendo quizás la línea de los lectores de
Carrera Andrade que me preceden, estimo que el párrafo de Reflexiones… arriba
citado remite a elementos constitutivos de la poética y del método creativo
del vate nacido en Quito un siglo hará. Así, del texto en cuestión se deducen alusiones
al propio horizonte crítico de su autor, inclusive a otras escuelas y tendencias
literarias, y, más, a la experiencia ontológica del hombre del siglo veinte haciendo
frente a la plural avalancha de poderes omnímodos: llámense ellos modernidad, mundo
científico, mundo mecánico, mundo económico.
El párrafo citado remite también a una personalidad
conflictiva y contradictoria que busca, por un lado, lo moderno, lo planetario,
las experiencias del viajero, las nuevas latitudes y ventanas, mientras, en otro
sentido, y en oposición a lo anterior, esa misma personalidad se ampara de lo imponderable
y “Oscuro” en un mundo elemental, límpido, sin fantasmas, en el metódico mundo de
la Poesía, tanteando en ésta, quizás, un orden, un refugio frente al alba de un
incierto porvenir.
Fue quizás ese diplomático anhelo de armonía y orden el que llevó a Carrera Andrade a pretender ubicarse en el fiel de la paradoja –en esa línea imaginaria donde coinciden y se enlazan Norte y Sur, la patria y el planeta, la realidad y la utopía, la tradición y el cambio– en ese fiel, en suma, donde se balancean los opuestos, sin desequilibrios; es allí, proclamará Carrera Andrade, donde se constituye su ser ontológico y, por contigüidad, su expresión poética y su pensamiento crítico.
Carrera Andrade rechazó la interpretación de
su mundo en términos de paradojas, de oposiciones o contradicciones. Lo descartó,
al menos intelectualmente, en favor de la síntesis y del sincretismo, de una suerte
de plural mestizaje global, utópico:
Poeta del ámbito nacional y del planeta, poeta de la utopía y de la realidad –dirán algunos– son términos antagónicos. ¿Cómo se puede conciliar el pequeño país con el universo, la concepción imaginaria con las cosas reales? La respuesta que se impone es diáfana y categórica: el país natal es exaltado cabalmente como integrante del gran todo del mundo… En la tierra americana, la utopía y la realidad se presentan juntas. La utopía, en cualquier momento, se convierte en realidad… Y la realidad americana es tan fantástica que supera a las obras de la imaginación (Carrera Andrade, 1988). [03]
Admirable es ese anhelo intelectual y espiritual
que rehuye contradicciones. No obstante, son los antagonismos los que vitalizan
y enriquecen la obra de Carrera Andrade. Y rastrear contradicciones y antagonismos
apenas consignados es lo que habría que rescatar, y de modo particular aquellos
que remiten a encuentros y desencuentros, a lides de índole biográfica y cultural.
A combates entre la cara y el rostro, entre la persona y el sujeto; al combate frente
a la tradición; al combate frente a las limitaciones del lenguaje; frente al torbellino
y las paradojas de la modernidad; frente a una dinámica situación social en constante
ebullición, y sin aparente solución de continuidad; al combate frente a fuerzas
omnipotentes, emisarias de fealdad; frente a fuerzas que de rebote ponen en perspectiva
y en primer plano el sentido de cautela y constricción diplomática: fuerzas que
aclaran de rebote la inclinación por las analogías antes que los contrastes, por
lo preciso y matemático, por la traducción sin desvaríos, por la nota melancólica
y el sentido de desubicación, de sentirse fuera de lugar, que rezuma del fondo de
más de uno de los escritos de Carrera Andrade, y ello a pesar de su rechazo “categórico
y diáfano” de la presencia de presuntas contradicciones en su obra.
Mi objetivo aquí apenas presume pormenorizar una que otra de las contradicciones aludidas, a fin de retocar y activar la silueta del poeta en su contexto. Muchas de las contradicciones han sido ya de sobra identificadas con Carrera Andrade y también –dicho sea de paso– con las preocupaciones clave del siglo XX. [04] Vale más, por ende, remitirse a escritos que la crítica ha pasado por alto o ha discutido solo tangencialmente: a escritos provenientes de su correspondencia, de alguno de sus poemarios, de algún ensayo poco fatigado, o de su autobiografía, de su archivo de memorias.
Boletín biográfico
Ya advertí la ambivalencia de los archivos:
que legitiman, verifican y autentifican a la par que “ficcionalizan”, empañan y
tergiversan. Por ello mismo, intriga la correspondencia que Carrera Andrade sostuvo,
respectivamente, con César E. Arroyo y Benjamín Carrión. En su autobiográfico
El volcán y el colibrí, Carrera Andrade presenta su relación con Arroyo en
términos sumamente positivos:
La mano generosa de César Arroyo me tendió un
salvavidas en el naufragio… Arroyo me recibió con los brazos abiertos. Me brindó
alojamiento en su casa … y me incorporó a su familia. De sobremesa, … departíamos
sobre nuestras lecturas … Arroyo cultivaba la amistad de varios escritores … Vasconcelos
Las cartas de Arroyo a Carrera Andrade no desmienten
ese juicio. Al contrario. En una de 1928, Arroyo dice: “he sostenido y sostengo
que tú eres un muchacho genial”. En otra, de 1930, comunica que él y Manuel Ugarte
estuvieron “de acuerdo en que, de los poetas de Vanguardia de nuestra lengua, uno
de los que llega a dar las notas más intensas, quizás las notas supremas, eres tú.
Que te lo reconozcan o te lo dejen de reconocer en el Ecuador es lo de menos. No
por eso creo que debes de dejar de mandar el libro [Boletines de mar y tierra
(1930)] a nuestro país, como a todas partes.” Y todavía en otra, de 1935, Arroyo
le asegura al autor de El tiempo manual (1935) que dicho poemario
significa un nuevo avance en la trayectoria
de tu poesía creacionista y de pasado mañana. Haces lo que quieres con la imagen,
y el realizar la imagen triple para ti es un leve y delicioso juego. Creo que muy
pocos pueden realizar lo que tu realizas con nuestro castellano, forjando con palabras
realidades estéticas firmes, y al mismo tiempo, aladas. Visiones del mundo y estados
psicológicos, fundidos maravillosamente como si el paisaje fuera todo alma, como
si el alma fuera todo paisaje…
Bien ha indicado Adoum que “La correspondencia
de un escritor pertenece a la historia de la literatura y forma parte de ella: registra
las dudas y certezas que tuvo en el proceso de su creación artística o de su juicio
crítico y dibuja el perfil literario, político o humano del país, del continente,
o del mundo en un periodo dado” (Adoum).
Dentro de esa línea, cabe preguntar hasta qué
punto los intercambios con Arroyo registran “la personalidad y la vida” de Carrera
Andrade, y cuánto añaden a su retrato o “autorretrato.” Es mucho lo que se podría
deducir de dicha correspondencia y más aún si recurrimos a su vez a la que las dos
figuras en cuestión sostuvieron con Benjamín Carrión durante más o menos los mismos
años (1928-33).
Marsella, 11 de agosto de 1929: Carrera Andrade
le escribe a Carrión: “he pasado una
grave crisis espiritual; he naufragado en un
mar de desaliento.” ¿Causa de la crisis? Un comentario epistolar de Gonzalo Zaldumbide
a Gabriela Mistral en la que aquél expresa dudas fundamentales “en lo que se refiere
a la probidad intelectual de Carrera Andrade”. Lo anterior es instructivo, pero
lo que incumbe aquí es la relación con Arroyo, aquél de la “mano generosa… y lo
abrazos abiertos.” Suscribe Carrera Andrade: “Por cuestiones que le detallaré largamente,
he tenido una discrepancia con Arroyo, y quiero preguntarle a usted si me daría hospedaje en su casa, como su amanuense,
copiador de artículos en máquina y todo lo demás, que es de lo que le he servido
a César” (sic., Carrión).
Seis meses más tarde. Marsella, 13 de marzo
de 1930: Carta mecanografiada de Arroyo a Carrión para darle el pésame por la muerte
de su hermano y para ofrecerle opiniones sobre cuestiones pertinentes al regionalismo.
La misiva añade una larga posdata, escrita a mano, que aquí recortamos:
hace un mes se marchó Carrera a España, con
dinero que yo le di y convertido en enemigo mío ya declarado. Esto estaba visto.
¿Qué le he hecho yo a este individuo? Yo le he hecho lo siguiente: entregarle en
diferentes veces y en dinero contante y sonante, una suma que llegaría a los ocho
mil francos; mantenerle un año casi, con cuarto, comida, ropa limpia y polvos de
arroz; conseguirle prólogo de Mistral (que ya no se lo pediría ni para mi padre
que resucitara); introducirle en Repertorio Americano y en otras revistas; hacer
pedir para él beca, pasaje, etc. Todo esto él lo considera saldado con haberme sacado
en máquina el opúsculo sobre Galdós, unos veinte artículos y unas cien cartas. ¿Será
esto justo? Carrera se marchó sin decirme un “gracias”. Me dijo que no me debía
agradecimiento alguno porque si algo le había dado mucho le había hecho trabajar…
A partir de ese momento, nos hicimos él y yo, incompatibles. Me exigía un pasaje
para México y ¡nada menos que en primera clase! Me negué … y le dije que lo último
que yo podía hacer era darle un pasaje en tercera para cualquier sitio de Europa,
incluso para Rusia. Eligió España. Le di para un pasaje a Madrid, y más. Se ha quedado
en Barcelona, de donde recibí hace días una postal destemplada, reclamándome su
correspondencia. Se fue dejándome seriamente enfermo de los nervios y maltratándome
el alma. ¡Pero se fue! (sic., Carrión).
¿Qué pensar, qué deducir de lo anterior? Estimo
que debería de quedar claro que el archivo, que las memorias de Carrera Andrade,
me refiero a El volcán y el colibrí, resultan, como era de esperar, selectas
e incompletas en tanto parecieran pretender, y aquí apresuro opiniones, acicalar
un “autorretrato diplomático” del autobiógrafo. Por otro lado, lo anterior recalca
lo ya sugerido en cuanto a las implicaciones de los epistolarios de escritores respecto
a la historia literaria, los horizontes humanos y políticos, las opiniones críticas,
la ubicación de un autor en término de los juicios de su época y de su lugar de
origen, las formaciones y cofradías literarias, el gusto de una época, la importancia
del apoyo de escritores de renombre, el acceso a editoriales y críticos influyentes;
en fin, sobre la difusión y recepción de una obra artística, sobre la sociología
del gusto literario. [06] El perfil de Carrera Andrade, vale reiterarlo,
es complejo, ambivalente, paradójico, contradictorio y ello en vez de empequeñecer
su figura, como quizás él dedujo, la enaltece, la enriquece y humaniza.
Boletín literario
En una de sus cartas (Cádiz, 30 de octubre de 1935), Arroyo, con máxima admiración, declara vanguardista y creacionista a Carrera Andrade. Este, sin embargo, en un comentario de 1968 optó por divorciarse de cualquier escuela: “algunos críticos me han afiliado al Postmodernismo –lo que es verdad cronológicamente–, al Creacionismo –lo que no es verdad–, al Vanguardismo, al Realismo Mágico,… Indofuturismo… neo-vitalista. En realidad, creo que no pertenezco a ninguna escuela”. [07]
¿Es que Carrera Andrade reclama así su originalidad,
su cualidad poética única y auténtica? Quizás. La cuestión se reduce entonces a
¿cómo reconciliar esa declaración con otras de diferentes épocas en las que él mismo
identifica influencias y entusiasmos suyos. Después de Rubén, afirma en 1979,
a quien admiré mayormente fue a Vicente Huidobro
que representa la suma del simbolismo, del post-simbolismo, del surrealismo y del
creacionismo; sobre todo del creacionismo, porque indudablemente Huidobro fue quien
inventó ese término… Pero sea quien fuere el autor del creacionismo, lo verdadero
es que Huidobro en su obra suma todos esos aspectos de la poesía francesa y nos
pone al alcance de la mano de los poetas de Hispanoamérica las tonalidades de la
nueva poesía. Huidobro fue un poeta extraordinario. Creo que su “Altazor” es uno
de los poemas máximos de nuestra lengua. Jorge Carrera Andrade” (Ojeda, 1979.).
En una carta de 1940, dirigida a Roy Temple
House, el entonces editor de la revista Books Abroad de Oklahoma, USA, Carrera
Andrade respondió a la pregunta sobre “cuáles libros han tenido mayor influencia
sobre [Vd.] y han determinado el carácter especial de [su] obra literaria”. La esmerada
réplica no menciona ni a Rubén Darío ni a Vicente Huidobro.
Sí habla de tres ciclos de influencias que coinciden
con tres momentos en su evolución poética. 1) Juan Montalvo y los clásicos del Siglo
del Oro español, Góngora y Gracián inclusive; 2) Baudelaire, Tolstoy, Whitman; 3)
Juan Ramón Jiménez, los novelistas rusos, Cocteau, Andre Gide, los surrealistas
franceses.
No es que sea necesario, pero aparte de Montalvo
no figura un solo escritor latinoamericano. Por otro lado, se recalca la presencia
surrealista. Es como si los progenitores del poeta cambiaran con el tiempo. Lo que
éste no modificará, sin embargo, será la percepción que él tiene de su propia evolución
poética, entendida como una suerte de viaje que zarpa del: a) descubrimiento de
lo propio; b) prosigue luego por la ruta hacia el mundo, hacia lo universal y la
solidaridad humana; 3) y que acaba por emprender el retorno, la vuelta hacia sí
y los espacios interiores y espirituales.
Unos meses antes de la carta anterior, también
escrita en 1940, Carrera Andrade respondió a cuatro preguntas que en el mes de abril
de ese mismo año le había hecho el Rev. P. Aurelio Espinosa Pólit, S. J. La contestación
pareciera ser lo más allegado a la exposición de una poética que escribiera Carrera
Andrade. Me remito solo a la segunda de las preguntas de Espinosa Pólit: “¿Por qué
desecha la ilación lógica del pensamiento de la frase? ¿qué gana con su estructuración
y su sintaxis enigmática para la mayoría de los lectores, y quién sabe si no para
el mismo que escribe?” La pregunta formula implícitamente un planteamiento clave
respecto al abandono del tradicional principio de lógica--de transiciones, de causa--en
la sintaxis poética de Carrera Andrade.
La respuesta de Carrera Andrade, sin olvidar
la presencia en el trasfondo de la Vanguardia histórica, resulta clara en dicho
sentido: “No desecho [dijo] premeditadamente la lógica del pensamiento y de la frase.
Si ello parece suceder a veces, la falta es solo aparente, pues en el fondo existen
las más íntimas y fieles correspondencias. La poesía tiene una lógica propia como
la de los sueños. Todo el secreto se halla en descubrir la clave en ellos.” Prosigue
y señala, además, Carrera Andrade que el arte no es más que un reajuste de formas;
y que, por ende, “La ilación lógica no se halla en lo absoluto comprometida con
el paso de una cosa a otra en el poema. La poesía no debe considerarse nunca como
un tema a desarrollar.” Luego, como ilustración, propone lo siguiente:
La impresión de ventura y de paz que nos da
el campo no viene de una sola cosa sino de varios
agentes poéticos… De la misma manera como nosotros al llegar al campo entrevimos
a la vez el secreto del ramaje, el vuelo de los pájaros, la marcha lenta
de la nube, etc., así nuestro lector debe entrever de golpe en el poema todas esas
cosas… Si para obtener ese resultado, hemos sacrificado talvez la ilación lógica
de la frase este es pecado venial que nos perdonará el ángel de la poesía. No siempre
el lector comprende la obra del poeta; pero no ciertamente por culpa de este último.
La lectura fácil ha acostumbrado mal a la mayoría de los que leen (sic).
La respuesta
de Carrera Andrade es sin duda meditada y cautelosa, diplomática, pero a
la vez reveladora.
Cautelosa porque en ningún momento le habla
a Espinosa Pólit de Vanguardia, o de lo que de verdad se proponían las nuevas tendencias
artísticas. Algo que ya había hecho en un artículo de 1931 para la revista Hontanar:
“La nueva poesía, de pie ante el espectáculo de un siglo que nace, ha desechado
las formas literarias del pasado, pues ha visto en ellas el reflejo de la dominación
de una clase y se ha lanzado valientemente a la conquista de la libertad de expresión
que la ponga a salvo de la antigua dictadura estética” (Robles).
Reveladora por el cambio de tono y actitud.
En vez de responder con una consigna, cartel o manifiesto, el poeta se centra en
los recursos poéticos, en el uso de la yuxtaposición, en las implicaciones de ese
recurso para lograr en el lector un efecto espacial, visual. Lo que en el fondo
elabora Carrera Andrade es una explicación e ilustración de sus propios procedimientos
poéticos. Procedimientos que se conjugan y empatan con su predilección por las analogías:
En mi poesía la imagen consiste en poner frente
a frente dos realidades mediante un sistema de analogías. Es una operación contraria
a la metáfora surrealista cuya característica es “la distancia, cuanto más grande mayor, entre
objeto e imagen”, según el crítico alemán Hugo Friedrich, “la metáfora moderna atenúa
o destruye la analogía; no expresa una relación mutua, sino que fuerza a unirse
cosas entre sí incoherentes”. Mi poesía rehuye todo distanciamiento excesivo de
la realidad y se complace en acercar las cosas y los hombres en un esfuerzo de coherencia
y armonía universal (sic. Carrera Andrade, 1988).
Resumamos este boletín literario: En 1940 reconocía
Carrera Andrade la influencia / lecturas de los surrealistas franceses. En 1931
se identificaba con una poesía que desechaba las formas literarias del pasado y
buscaba un fin a antiguas dictaduras estéticas. La sección titulada “Microgramas”
de Boletines de mar y tierra (1930) –de la primera edición de este poemario,
téngase eso bien en cuenta– es el ejemplo más obvio por lograr un efecto innovador
en la disposición tipográfica. No se trata de entrar en comentarios y deslindes
sobre eso del micrograma y el haiku, el epigrama, la greguería, o la metáfora, sino
de llamar la atención al uso del montaje y el collage, a la presentación
visual.
Cada folio de la sección consiste en dos o tres
microgramas dispuestos en la página de diferente manera. Además, uno o dos de los
microgramas de cada hoja están allí como suerte de pegatinas, de miniaturas de recortes
sacados de los periódicos donde quizás aparecieron por primera vez, pero convertidos
ahora en microgramas adhesivos. [09] El esfuerzo tipográfico es curioso,
singular. Crea, por un lado, la sensación de un palimpsesto. El lector mira el anverso
y reverso de la página en busca de significados. También los microgramas producen
la impresión de hojas volantes, de volantines que han aterrizado con su mensaje
de mar y tierra en el texto. Todo esto remite, claro, a un uso elaborado de la técnica
del collage y no menos del montaje. Los microgramas “adhesivos” y los microgramas
“impresos,” dispuestos de diferente manera invitan la participación del lector.
Este los yuxtapone en su imaginación y va en busca de paralelos y contrastes entre
las “definiciones poéticas… la imagen y el tono lírico” (Carta a Esther Shuler)
que contienen unos y otros; en fin, entre las varias analogías que los microgramas,
individualmente y yuxtapuestos, proponen. Analogías que se conjugan y multiplican
en la página en una suerte de plurimontaje donde no siempre está claro por qué microgramas
inspirados en la tortuga y en la chimenea, e.g., figuran en la misma página, a no
ser para forzar la presencia simultánea de elementos distantes e incoherentes. O
quizás sería más preciso decir que la yuxtaposición de la tortuga y la chimenea
“está animada por una corriente subterránea, ordenadora, que va enlazando las coincidencias”
(1935 Torres Bodet /carta). [10]
De cualquier modo, lo anterior parecería desbaratar la imagen del poeta sin escuelas, distanciado del creacionismo, y de la vanguardia en general, practicando un método que no siempre cumple –al menos no en la disposición de los “Microgramas” de Boletines de mar y tierra– con eso de acercar las cosas. Tales desvíos no socavan, sin embargo, el credo estético de Carrera Andrade, sí lo enriquecen, lo vuelven menos monolítico, menos autocrático.
¿Acaso al insistir Carrera Andrade en ese credo
no está apresando su arte en esquemas teóricos que ni esconden ni empañan ciertas
pretensiones ideológicas? ¿Olvida Carrera Andrade su propia declaración respecto
a “la tortura del arte que, al mismo tiempo, es gozo (la mujer que toca el arpa
y que se la ve detrás de la reja de las cuerdas como una prisionera; es decir prisionera
voluntaria de la cárcel maravillosa del arte)”? (Carta a Shuler, 1945).
¿Es acaso la insistencia en ser abogado de un arte que une y busca síntesis –sin paradojas, sin contradicciones– lo que lleva a Carrera Andrade, primero, a ser un traductor minucioso que busca en el idioma receptor la presencia incuestionable del original? Es como si quisiera impedir mediaciones de cualquier orden, incluso las culturales que yacen implícitas al pasar de una lengua a la otra. No he examinado las traducciones que Carrera Andrade ha hecho del francés, y tampoco cuento con el suficiente conocimiento de ese idioma para juzgarlo como traductor. No me sorprendería, sin embargo, que la manía por una resbaladiza precisión les robara espontaneidad a esas traducciones. [11]
Expreso lo anterior en base de la correspondencia que existe (véase la bibliografía) con los traductores / editores de sus poemas al inglés –Muna Lee, John Peale Bishop, H. R. Hays, Dudley Fitts, entre otros– donde Carrera Andrade explica y elabora con máximo esmero las intenciones de las imágenes de sus poemas, las correspondencias que las mismas proponen, la interpretación que en su capacidad de autor él considera correcta, casi minando al traductor de espontaneidad interpretativa.
Es seguramente ese deseo de control, ese deseo
de imponer analogías, de crear un mundo sin paradojas, sin contradicciones, lo que
llevó a Carrera Andrade a opinar que “el método de [su] trabajo [poético] es el
rigor. Un extremo rigor del lenguaje donde cada palabra debe ocupar su sitio exacto
casi con una certidumbre matemática” (Ojeda, 1979).
Poesía artesana, de tejedor esmerado, poesía
pulida, axiomática, precisa, calculada y labrada hasta la minucia, como captó bien
Gabriela Mistral al asociar los versos de Carrera Andrade con el oficio de las tejedoras
de sombreros finos de toquilla y con el “que paternea el corozo o marfil vegetal.
La tagua” (Mistral). Todo ello, admirable sin duda, pareciera contradecir declaraciones
de Carrera Andrade en torno a esa parte de su ideal poético en que afirma que lo
que quiere es “Contribuir a crear una poesía auténticamente americana, fundada en
la espontaneidad, ya que para mí Europa es el razonamiento, Asia la paciencia y
América la espontaneidad primigenia” (Ojeda, 1972).
Boletín geopoético y cultural
No en vano ubica Carrera Andrade su práctica
poética en el fiel de la paradoja, en un quimérico espacio sin contradicciones.
Quizás el arranque de dicha actitud provenga de lo que él mismo bautizó como lo
geopoético, ámbito en el que habría que incluir –además de la presencia y
aprecio del universo físico, de la geografía– las cosas, lo elemental, quizás una
simbólica casa, las ventanas, algún puente, el recurso de la analogía, el espíritu
de fidelísimo traductor, o el oficio de diplomático que aspira a acortar distancias
y resolver conflictos.
¿Podría decirse acaso que Carrera Andrade es
un “mártir de la utopía”? Posiblemente, y en particular si se tiene presente las
muchas veces en que insistió en la responsabilidad social del poeta: “En ninguna
etapa de la evolución cultural de Hispanoamérica el poeta ha sido un ‘outsider.’
Todo lo contrario… El poeta es un hombre social que aspira a ser el guía de su pueblo”
(Carrera Andrade, 1988).
Ese afán por aunar, por superar antagonismos,
se remonta quizás a sus años formativos, a su “casa familiar situada en la intersección…
entre la ciudad y la colina del Panecillo… [en] la frontera entre dos clases sociales:
los indios de la colina y los blancos y mestizos de Quito… crecí entre esos dos
mundos, y en mi corazón se hizo, sin que me percibiera, la reconciliación de esos
grandes sectores del pueblo”. Intersección, frontera, sectores, dice. La
cuestión es si en el fondo reconcilió esos mundos: el de ellos, el de los
indios, y el suyo, el del hijo de un “abogado liberal de renombre” que “se complacía
en la defensa de los derechos de los infortunados indios” (Carrera Andrade, 1970).
Instructiva, dentro de esa línea, es la predilección
de Carrera Andrade por espacios señoriales. Una y otra vez nos regala con sus recuerdos
de esta o aquella casa donde residió. En el Japón, 1938, es una “amplia mansión
rodeada de un parque, sobre una altura desde la cual se contemplaba la bahía de
Tokio. Una aya cuidaba de mi hijo. Un cocinero chino preparaba sus sorpresas culinarias.
Un portero, una sirvienta y el chófer completaban el personal de la casa” (Carrera
Andrade, 1970).
En Caracas, 1944, de la quinta “El Buen Retiro,”
lugar de su residencia, nos informa que estaba en “uno de los mejores barrios… [que]
contaba con un vestíbulo, terrazas, amplios jardines, indispensables para una Embajada.
Los senderos del jardín principal, detrás de la casa, estaban bordeados de árboles
de toronjas. El ambiente era balsámico” (Carrera Andrade, 1970).
Y de la casa donde en 1947 vivió en Quito, pronuncia:
“Mi nueva residencia fue una quinta alquilada en la calle del Obispo Calama. La
quinta estaba dotada de un jardín espacioso y de una espléndida vista de la ciudad
con los montes que la circundan”. (Carrera Andrade, 1970). Y cuando otra vez en
Caracas (1961): en pocos renglones pasamos de esas “viviendas miserables, llamadas
‘ranchos’”, de la capital venezolana a “Me instalé con mi familia en una espléndida
mansión del barrio residencial de ‘La Castellana’” (Carrera Andrade, 1970).
Por último, al entregar en 1967 su residencia
oficial en Quito, pormenorizó en sus memorias que la casa estaba: “Provista de dos
entradas, de un jardín frontal con una pila de piedra, la casa tenía un aspecto
señorial, sobre todo por su portada igualmente de piedra y sus hornacinas cavadas
en la parte superior de la fachada. Su arquitectura, de estilo colonial quiteño,
era en extremo austera, aunque esa impresión se atenuaba con la presencia de un
gran jardín posterior con su gradería ornamental. Seis meses había vivido yo con
mi familia en esa hermosa residencia que fue testigo de mis preocupaciones, mis
anhelos, mi amor por la tierra y el sol del Ecuador” (Carrera Andrade, 1970).
Ese amor por el Ecuador es omnipresente en los
escritos de Carrera Andrade y pareciera ser casi una suerte de slogan político.
No obstante, vale cotejar dos experiencias en dos ciudades. La vuelta al Quito
natal y el retorno al París del hombre planetario (1933 y 1964 respectivamente).
A mi regreso del periplo europeo, mi primera
impresión fue angustiosa: Todo parecía haberse reducido de tamaño. La ciudad era
más pequeña que la evocada en mis recuerdos. El Parque de la Independencia tenía
el aspecto de un jardincillo de pesebre navideño. Las casas parecían más bajas,
las fachadas vetustas. Sólo el Pichincha y los demás volcanes mantenían su orgullosa
altitud y no se prestaban a las variaciones de una extraña ilusión óptica. Muy pronto
me di cuenta de que la reducción no afectaba únicamente a las dimensiones físicas
sino también a las espirituales.
Y esto sobre su vuelta en 1964 a París, a Francia:
“Al hollar el suelo francés, en el aeropuerto de Orly, tuve la impresión de regresar
al hogar” (Carrera Andrade, 1970).
La tortura de la utopía, de la ilusión utópica. Frente a todo lo anterior, insisto, sería de rescatar y precisar la ubicación de Carrera Andrade, desde ese momento en su juventud, con su casa plantada entre dos mundos, y su paso en automóvil –casi medio siglo después– por tierras de amerindios: “A lo largo del camino polvoriento, a mi paso, como al de cualquier hombre blanco, saludaban [los indios] desde el umbral de su choza, con la entonación aprendida en los días coloniales: ‘Alabado sea Dios, patrón’” (Carrera Andrade, 1970). El hombre “blanco” Carrera Andrade quien empezó su trayectoria vital allá en el umbral de aquella casa de su niñez, viendo desde muy cerca a los indígenas de su lugar de origen, ahora los encuentra no en el umbral de esa casa, sino que los divisa desde el parapeto de la distancia, desde la perspectiva del automóvil, desde la separación y las contradicciones no superadas.
Boletín sobre la desubicación y las contradicciones
Eso de las vueltas al terruño y sus consiguientes
desajustes, me pregunto, ¿apuntan acaso también aquí al síndrome de ese “fastuoso
ausentismo”, de los “regresados”, de los tránsfugas de que hablaba José de la Cuadra
en El montuvio ecuatoriano? (De la Cuadra, 1958). Pienso aquí también en
eso del desterrado en su propia tierra, de la ambivalencia hacia el lugar de origen,
pienso en la indignación social (Beardsell; Rivas Iturralde). Y medito aún más en
las palabras con las que tropiezo en una carta de Gonzalo Escudero, ese gran amigo
y compañero de generación de Carrera Andrade, donde aquél le confiesa a éste, en
1932, y desde París: “Me escapé del Ecuador como de una cárcel. Lo mismo que
tú. Es muy triste pensar, no obstante, que los espíritus fraternos de allá que
aman y producen la emoción estética y que hacen apostolado de su doctrina de vanguardia
tengan que ser, durante muchos años, quizás toda una vida, los obscurecidos galeotes
de una galera sin ideal, ni rumbo”. (énfasis mío.)
De la Cuadra fue también un buen amigo de Carrera
Andrade. Y hay correspondencia entre los dos que lo atestigua; y hay, y queda, además,
una de 12 siluetas (1934) en la que De la Cuadra no solo firma su admiración
por el bardo de Quito, sino que también reconoce desde ya, en artículo del 11 de
noviembre de 1933, la dislocación espiritual de éste al volver al horizonte nativo:
“A Carrera Andrade se le encorvaba la espalda bajo la carga de las ilusiones vividas,
o asesinadas, que luego pesan tanto como un fardo. Y hacía por librarse de ellas,
o por, a la manera aviónica de Alsino, sacárselas en alas violentas. En él, las
alas serían versos” (De la Cuadra, 1958).
Por ello mismo, a manera de resumen, vale recuperar algunos de esos versos salidos de ilusiones vividas o asesinadas. Versos liberadores que anhelan llegar más allá de una paradójica situación existencial, ineludible, proponiendo –como respuesta a una tácita y melancólica encrucijada– imágenes y símbolos que hablan de una visión utópica en la que los contrarios se unen bajo el manto de la analogía, de la justicia social, de la traducción precisa, del diplomático que admira la calma de las intersecciones y reconciliaciones.
Viene al caso el “Canto al Puente de Oakland”
donde, en 1941, la presencia del puente invita estos inspirados versos que son a
la vez símbolo y práctica poética: “… leo el signo/ que intentas consignar en el
espacio… tu secreta misión de paz y enlace… / nada se oculta a mis abiertos ojos
/ de hombre de una tierra sin vocación de nube, / donde la luz exacta / ninguna
forma olvida, / y enseña el peso justo y el sitio de las cosas / la línea ecuatorial
/ que es un fiel de balanza de trópicos y soles” (Carrera Andrade, 1976).
Esa insistencia en lo exacto y lo justo desemboca en la melancólica tortura de la voz poética que proclama en el poema “Nadie”, en 1972, que “Se va extinguiendo el lenguaje / en la más oscura cripta. / La soledad y el silencio / llegan a entenderse un día” (Carrera Andrade, 1976). Desemboca es exagerado decir puesto que años atrás, en 1935, Carrera Andrade –más allá de la lógica, de la matemática y de credos poéticos– había dicho en el poema “Evasión del lunes” que: “Hay algo más que métodos, sistemas y doctrinas” (Carrera Andrade, 1976).
En efecto, hay algo más que métodos y analogías;
también hay contingencias, contradicciones y paradojas. El poeta no puede imponer
nada, salvo protegerse de ilusiones vividas o asesinadas con la armadura liberadora
de la Poesía. Así lo registran y lo proponen, en 1972, estos versos de “El combate
poético”: “Tú me darás el arma, Poesía / para vencer al enemigo oculto / … Tú me
darás el arma, Poesía / para abolir el reino de lo Oscuro” (Carrera Andrade, 1976).
La respuesta frente a antagonismos no son las
meras conciliaciones. Más allá de éstas y de la soledad y el silencio está la sagrada
Poesía. Allí esperan y buscan la respuesta los terrígenas, las alas, el empedernido
e innovador merolico de metáforas, el hombre del torrente, el volcán, el colibrí,
el alba, las ventanas, el polvo, el trigo y las raíces de la tierra siempre verde.
La vigencia de Carrera Andrade está en su culto de la Poesía.
NOTAS
Publicado en Kipus. Revista Andina de Letras, Quito # 15,
II semestre / 2002 I semestre 2003. Incluido
después, con el mismo título, en mi libro De Pigafetta a Borges. Ensayos
sobre América Latina. Barcelona: CECAL, 2008.
1. El libro apareció primero en inglés, en 1973,
con el título Reflections on Latin American Poetry, Véase la bibliografía.
2. Para más detalles sobre el tema de los archivos
y la cuestión verdad, ver los artículos de Starn y Tanselle en Common
Knowledge (2002).
3. El énfasis en la cita es nuestro. Piénsese al
repecto ¿cuánto recuerdan esas palabras a las de autores que han tocado la cuestión
de lo real maravilloso en la literature latinoamericana? Vienen al caso los nombres
de José de la Cuadra, Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez. El discurso en
que este último aceptó el Premio Nóbel, e.g., pone la cuestión en claro.
4. No tiene nada de singular el asociar a Carrera
Andrade con ideas e imágenes como melancolía, torbellino, desubicación, modernidad,
etc. La crítica de otras latitudes ha de sobra reconocido y discutido esas presencias
en la literatura de Occidente en el siglo XX. Ver: Anderson, Berman, Delbanco, Schwarz,
entre tantos más.
5. Ya en una ocasión anterior, también después de
la muerte de Arroyo, Carrera Andrade se expresó elogiosamente sobre el cronista
de viajes: “César E. Arroyo … un escritor que conocía como pocos el arte de escribir.
Su estilo es rico, animado, melódico. Insuflaba en todas las cosas un soplo de nobleza
y de romanticismo. Compuso verdaderos poemas en prosa sobre asuntos históricos y
personajes de España y Francia. Murió en Cádiz en 1936.” (Carrera Andrade, 1943).
6. Acerca de todo este asunto relacionado con el
tema del gusto literario y de la recepción, ver: Holub, Schücking.
7. La cita proviene de una entrevista, realizada
y transmitida por Radio Nederland, Hilversum, 1968. Recojo la referencia en Ojeda
(1972), quien reproduce en parte las respuestas de Carrera Andrade.
8. El asunto ha sido ampliamente discutido y documentado
por reconocidos cstudiosos como Hauser y Bürger.
9. Importa recordar que la Obra poética completa
(1976), cuidada por Carrera Andrade, sugiere que éste publicó en 1926 un libro titulado
Microgramas, que sería el mismo que apareció en 1940. Si aceptamos la existencia
de aquel libro, según aparece en la edición de 1976, la secuencia y el número de
“microgramas” incluidos en Boletines de mar y tierra (1930) es rotundamente
alterada. La intención parece estar clara: desaparecer los microgramas del texto
de Boletines que figura en la edición de 1976. ¿La razón? No es del caso
especular. Sí importa, sin embargo, indicar que coincidimos con el juicio de Rivas
Iturralde (15) al respecto: “El estudio de Ojeda revela que doce de estas miniatures
… aparecieron ya en Boletines de mar y tierra (1930) y once en Rol de
la manzana (1935), y pueden haber sido trabajados entre 1926 y 1930. Pero solo
en 1940 fueron publicados en Tokio con el ingenioso título que ahora lleva.” Por
cierto, la presunta edición de 1926 ha sido imposible localizarla y seguramente
no existe. No obstante, sí hay que tener en cuenta que, ya en los años veinte, Carrera
Andrade conocía y había leído la obra de Tablada, conforme él mismo lo ha indicado
aquí o allá. (Hugo Mayo, en 1921, publicó versos del mexicano en la revista Síngulus
[Robles, 25). Por otro lado, Ojeda (1972) documenta que en agosto de 1934, ante
la Sociedad Jurídico-Literaria de Quito, Carrera Andrade pronunció un discurso titulado
“El micrograma en la literatura.” Además, en varias cartas (1938 a Rodríguez Jiménez;
1940 a González Contreras; y, 1945 a Shuler) se preocupó por definir y por deslindar
“sus” microgramas de otras expresiones poéticas similares. Reclamando así, sin duda,
su originalidad. Detalle que nos recuerda, a un nivel menor, toda esa ociosa polémica
sobre Huidobro/Reverdy y el creacionismo.
10. Sin pasar por alto la nota anterior, en “Ordenando
un universo,” Carrera Andrade (1976) pareciera querer explicar a posteriori
la razón de ser de las yuxtaposiciones que figuran no en el texto incluido en 1976
como de 1926, sino, más bien, en otras colecciones. Dice: “al ostión que es la inmovilidad
misma, la indiferencia rugosa, informe y embozada ante el espectáculo de las cosas,
le puse al lado del caracol que es una lección, aunque tímida, del esfuerzo y de
la marcha.” Están allí, pues, la inmovilidad y la marcha yuxtapuestas
y en contraste. Y por esa vía otra vez el montaje. Otra vez los opuestos, más allá
de credos y peroraciones estéticos. Examinar los microgramas en base de ese método
está fuera del presente esfuerzo.
11. Manía que no es insensato deducir de una carta
de 1938 a Rodríguez Jiménez. Carrera Andrade dice allí: “el libro enviado por Ud.
[“One Thousand Haikus Ancient and Moderns” (sic)] ha sido mi más fiel compañía y
me he ejercitado en traducir al castellano algunas de sus diminutas maravillas,
comparándolas con el texto de la antología de Haikais, publicada en francés por
el Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones.” Es evidente
que Carrera Andrade trata de traducir del inglés al español, sirviéndose de las
versiones en francés que tiene a mano. Nada de japonés, por cierto. Interesante,
sin embargo, la preocupación por el detalle minucioso y por lo que implica, en términos
de su proceso narrativo, el esfuerzo por traducir.
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Agulha Revista de Cultura
UMA AGULHA NA MESA O MUNDO NO PRATO
Número 197 | dezembro de 2021
Curadoria: Floriano Martins (Brasil, 1957)
Artista convidada: Helena García Moreno (Equador, 1968)
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